Mis escenas favoritas: Historia de dos ciudades (A Tale of Two Cities, Jack Conway, 1935)

El nombre de Jack Conway figura en el crédito como director, pero David O. Selznick, entonces a sueldo de la Metro Goldwyn Mayer, estaba en la producción, y ya se sabe lo que eso significa: control pleno y diseño visual repleto de grandiosidad, lujo y suntuosidad formal marca de la casa, tanto del estudio como suya personal. El concurso de Cedric Gibbons en el diseño artístico se completa con la concepción y dirección de las secuencias de la Revolución por parte de la pareja Val Lewton-Jacques Tourneur, que no tardarían en dar la campanada formando equipo para producir excelentes películas de terror para la RKO en la década siguiente.

 

Mis escenas favoritas – Los tres mosqueteros (The three musketeers, George Sidney, 1948)

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Un musical sin números de baile.

La concepción de esta gloriosa adaptación de la archiconocida novela de Alejandro Dumas (y sus negros, valga, en este caso, la redundancia…), producida con todo el despliegue de medios y lujos de la Metro Goldwyn Mayer de la época, queda muy próxima al género musical, y no solo por el estelar protagonismo del atlético Gene Kelly, que derrocha alardes físicos a lo largo del extenso metraje (más de dos intensas horas). El diseño de las secuencias de combate, la minuciosa y calculada coreografía de los duelos de esgrima, la colorista fotografía, el tono ligero y zumbón, y el aprovechamiento escénico de las localizaciones de exteriores y de los decorados de estudio, convierten a esta magnífica cinta de aventuras de George Sidney en un referente inevitable para hablar de la presencia de los mosqueteros en el cine, no tanto por la fidelidad en su adaptación, sino por la entrega al lúdico acto de gozar creando, pensando en el posterior disfrute del público. Además de ello, un reparto colosal: Kelly, Lana Turner, Vincent Price, Van Heflin, Angela Lansbury, Gig Young… Incluso la pava de June Allyson.

Música, maestro…

Cuando el remake era un arte: Un rostro de mujer

Junto al cine de secuelas, la otra gran abominación del panorama cinematográfico actual, al menos en lo que a Hollywood se refiere, es el fenómeno del remake: a un productor falto de ideas cuyos guionistas, generalmente provenientes de exitosas series de televisión que son como gigantescas plantas de reciclaje de tramas ya amortizadas, están secos, se le ocurre volver a hacer una película que ya ha sido hecha una, dos o más veces, o que por provenir de un país no anglosajón la mayor parte del público americano no ha visto. Así, cumple la cuota de estrenos anual, apuesta más o menos sobre seguro y puede dar carpetazo al asunto con un discreto margen de beneficio. Por lo común, estos productos suelen quedar muy por debajo en cuanto a calidad y pericia técnica de las versiones anteriores, y no digamos ya si de emulaciones de películas extranjeras se trata. Pero en otro tiempo, cuando el remake tenía sentido, cuando el público americano estaba destinado a desconocer para siempre el cine que se hacía fuera de sus fronteras y cuando no existían los medios de que disponemos hoy para bucear en la memoria cinematográfica y recuperar títulos de décadas atrás o películas fuera de nuestro circuito más asequible, podía ser bien diferente. El remake es consustancial al propio cine, se ha hecho siempre, primero porque las películas mudas debían volverse a rodar habladas; luego porque lo hecho en blanco y negro debía volver a verse en color. Otras veces porque las historias mutiladas por la censura ya podían verse sin la amenaza de cortes y amonestaciones. Aquellos propósitos propiciaban en parte la misma basura de hoy, pero también la existencia de magníficas películas que han pasado a la posteridad como obras autónomas, con carácter propio, en las que su condición de copia -u homenaje, como se dice ahora- es lo de menos. Es el caso de este magistral drama dirigido por George Cukor en 1941, Un rostro de mujer.

Basada en la película sueca de 1938 del mismo título dirigida por Gustav Molander, inspirada a su vez en la obra de teatro de Francis de Croisset, Cukor encuentra aquí en Joan Crawford una más que digna intérprete para el personaje que Ingrid Bergman encarnara en la versión sueca. Construido en torno al magnetismo del personaje principal, Cukor conserva la localización sueca de una historia que nos cuenta a modo de gigantesco flashback, acompañado de un epílogo final. En un tribunal criminal de Estocolmo se abre el proceso contra una enigmática mujer acusada de asesinato que oculta parte de su cara bajo el ala del sombrero. En la sala contigua, los testigos convocados aguardan a prestar juramento antes de ser llamados uno por uno a la presencia del juez y relatar de manera fragmentada los distintos episodios que conjuntamente van a presentar al público la historia de Anna Holt, una mujer cuyo desgraciado pasado pervivía en su rostro en forma de grotesca cicatriz. Convertida en delincuente y chantajista a causa de una infancia infeliz y llena de rencor por el rechazo que su físico despertaba en todo el mundo, mujeres y niños, pero especialmente en los hombres, hizo de la crueldad y la falta de escrúpulos su norma de comportamiento, lo que la hacía al mismo tiempo vehículo de las bromas y foco del terror de los miembros de su banda. Sin embargo, todo cambia cuando conoce a Torsten (Conrad Veidt), un hombre sofisticado y de posición acomodada que parece verdaderamente interesado en ella y que no manifiesta el rechazo habitual ante la visión de su malformación. Por él está dispuesta a todo, a abandonar el mundo de la delincuencia y también a someterse, gracias precisamente a una de las víctimas de sus chantajes (Melvyn Douglas), a una costosa y dolorosa cadena de operaciones quirúrgicas que le restablezcan la faz que un truculento episodio de su pasado casi consiguió destrozar para siempre. Sin embargo, un plan de Torsten para asegurar su futuro juntos volverá a plantear ante ella el dilema que ya creía haber resuelto.

A priori, lo más destacable de la cinta es su estructura. La narración se construye en torno a los distintos testimonios que las personas convocadas por el tribunal, todos ellos personajes a su vez presentes en los distintos capítulos de la narración, ofrecen de la historia de tan misteriosa mujer Continuar leyendo «Cuando el remake era un arte: Un rostro de mujer»

Frontera entre el mudo y el sonoro: La reina Cristina de Suecia

Película decisiva del siempre complicado Rouben Mamoulian, La reina Cristina de Suecia (1933) es un excelente ejemplo de la categoría artística a la que podían llegar los dramas históricos producidos por el sistema de estudios, con el cual, por cierto, como buen precursor de lo que después se llamaría «cine de autor», Mamoulian mantuvo un enfrentamiento constante a lo largo de su carrera. Sobresaliente en ambientación y vestuario, a Mamoulian le vino de perlas su experiencia y su gusto por la dirección teatral, campo que compaginó con su dedicación al cine durante casi toda su trayectoria, para retratar el mundo a medio camino entre el puritanismo luterano y la opulencia de la corte sueca del siglo XVII. Heredera del trono a una edad muy temprana tras la muerte de su padre, Gustavo II Adolfo, en la batalla de Lützen, hecho de armas en suelo alemán que puso fin al conocido como periodo sueco de La Guerra de los Treinta Años (maravilloso inicio de la película, cuando dos soldados suecos moribundos charlan en sus últimos instantes y, a instancias de uno de ellos que pregunta al otro a qué se dedicaba en su país, responde «yo era rey de Suecia»), Cristina (interpretada maravillosamente por Greta Garbo) puede considerarse como el prototipo de soberana cultivada e inteligente, amante de las letras, de la cultura, de la ciencia (atrajo, por ejemplo, a Descartes a la corte sueca) a la par que hábil política y estadista. La película recoge con fidelidad histórica el clima que rodeó a su coronación y los primeros titubeos de la nueva reina en su estrenado oficio, presentando ya el ámbito en el que va a moverse y apuntando algunas de las claves sobre las que va a girar la trama posterior. Llamada prematuramente a su destino, desde una edad temprana hubo de atender cuestiones de Estado y sumergirse en complicadas y absorbentes maniobras políticas que la apartaron del desarrollo de una auténtica vida personal. Ello, unido a su preferencia por la estética masculina y el rechazo que muestra ante las peticiones de matrimonio del príncipe Carlos Gustavo, héroe nacional y favorito del pueblo, fomentarán las habladurías y las intrigas en su contra. En este punto, la película resulta precursora de otras muchas historias, sobre todo referidas a soberanos ingleses como Enrique VIII -y su affaire con Ana Bolena- o Isabel I de Inglaterra, en las que se nos han mostrado con detalle los entresijos de la vida en la corte, los grupos afines y los opositores, las intrigas alimentadas por rencores personales, las venganzas y los corsés que impone el servicio a la política del país.

No es hasta el establecimiento del drama personal de la reina hasta que la película alcanza su verdadera dimensión. Contemporánea de Luis XIV de Francia o de Felipe IV de España (IV de Castilla, III de Aragón), la reina, en su condición de inteligente estadista, guardaba excelentes relaciones diplomáticas con sus adversarios católicos y, por tanto, recibía y agasajaba a legados y embajadores franceses, españoles, portugueses o italianos (famosos son los regalos de célebres pinturas que hizo a los reyes de España y que hoy pueden verse en El Prado, por ejemplo). Uno de ellos, de existencia históricamente contrastada, fue Antonio, Conde de Pimentel (interpretado por John Gilbert), embajador español con el que la reina de la película iniciará un romance que junto a las cuestiones personales llevará aparejados múltiples condicionantes políticos que continuamente obstaculizarán y pondrán en riesgo su amor. Ansiosos de un matrimonio con Carlos Gustavo, el que posteriormente será su heredero, buena parte de los cortesanos suecos utilizarán los devaneos de la reina con el español (con el agravante de que, enemigos en la guerra lo son además también en la fe religiosa que profesan -cuyos mandamientos ambos violan, por cierto; en eso todas las creencias son iguales…-) como forma de presionarla y desacreditarla a fin de obtener sus objetivos políticos. Ella, manteniéndose firme respecto a su pueblo, defenderá con uñas y dientes su privacidad personal y su diferenciación absoluta de las cuestiones de Estado (debate de lo más actual, además, parece que no hayan pasado setenta años). El drama, por tanto, gira en torno a un amor imposible, o improbable, en el que la esfera pública de ambos juega en contra de sus deseos personales y que, finalmente, conllevará una elección difícil de asumir. Continuar leyendo «Frontera entre el mudo y el sonoro: La reina Cristina de Suecia»