Cine bisagra: Bob le flambeur (Jean-Pierre Melville, 1956)

 

En pocas ocasiones puede situarse con certeza el punto crucial o la sutil aparición de una personalidad que impliquen un cambio profundo, automático, irreparable e irreversible. En la historia del cine, uno de estos momentos es la irrupción de Jean-Pierre Melville y su obra debut, El silencio del mar (Le silence de la mer, 1949), crónica de la vida de un anciano y su sobrina que deben compartir alojamiento con un afable oficial nazi durante la ocupación alemana de Francia en la Segunda Guerra Mundial. Con ella se abrió un doble proceso amplificado en sus siguientes títulos, Los chicos terribles (Les enfants terribles, 1950), basada en una obra de Jean Cocteau, quien también coescribió el guion, y el melodrama Cuando leas esta carta (Quand tu liras cette lettre, 1953), que suponía, en primer lugar, una notabilísima influencia en lo que después llegaría a denominarse nouvelle-vague y, en particular, en cineastas como Jean-Luc Godard, y en segundo término, la paulatina disolución de las hasta entonces reconocidas distinciones estilísticas y temáticas entre las películas europeas y las norteamericanas, entre los aires clásicos y el cine moderno y, finalmente, entre las películas de gánsteres y los relatos costumbristas. Rápida maduración de un lenguaje propio que con esta, su cuarta película, derivaría en la consideración de Melville como máximo exponente e inevitable referencia no solo del noir francés, sino del cine negro a nivel mundial, además de convertirle en precursor e inspirador de cineastas posteriores como Sergio Leone o Quentin Tarantino y de proporcionarle una breve y no muy feliz experiencia como productor dueño de su propio estudio que lo llevó a la ruina. Bob le flambeur (Bob, el jugador) se encuentra, por tanto, en el punto exacto en el que Melville asume herramientas cinematográficas heredadas a la vez que avanza y aventura otras nuevas, aunando un sentimiento de nostalgia por los tiempos pasados con las sensibilidades contemporáneas surgidas tras el conflicto mundial, todo ello bajo una respetuosa atención por una caracterización de los personajes y de las relaciones entre ellos y una recreación de espacios y lugares estrictamente realista, casi documental, pero dotada de una poética muy personal, melancólica y amarga, resultante de los estériles esfuerzos de debatirse entre la lucha por la consecución de las ilusiones y el desengaño y el desencanto de las derrotas.

 

En este punto, la atmósfera y el escenario pesan tanto como un protagonista más, en especial las bulliciosas noches de bares, restaurantes y cabarés enloquecidos a ritmos de jazz y los tenues amaneceres solitarios y románticos del Pigalle parisino (limpieza de calles, rótulos luminosos que se apagan, el renacer del pálpito de la vida diaria…) entre los que se desenvuelve Robert Montaigné (Roger Duchesne), más conocido por su apodo “Bob, le flambeur”, un cincuentón que vive en Montmartre (desde el salón de su casa se ve la fachada de la Basílica del Sacré Coeur), viste con sobria elegancia y es tratado con reconocimiento y respeto por todos los que le conocen. Bob es un antiguo gánster retirado hace más de veinte años, tras una larga condena de prisión. Soltero y sin familia, se mantiene activo gracias a su obsesión por el juego y las apuestas, se comporta con las maneras, la tranquilidad y la educación de un dandi y manifiesta un código moral muy concreto y estricto respecto a sus conocidos más próximos y de confianza (tal vez fuera demasiado llamarlos «seres queridos»). Sin embargo, después de unas cuantas malas jugadas y a causa de un revés de la fortuna (la fatalidad, ingrediente imprescindible del noir en todas sus expresiones), y a pesar de las advertencias de algunos de sus viejos amigos, se deja enrolar en un proyecto de atraco al casino de Deauville, una ciudad de vacaciones de la costa normanda (con un prestigioso festival de cine, por cierto), cuyo plan él se encarga de perfeccionar como un mecanismo ajustado e infalible… Salvo por un detalle, una voz indiscreta que, entre el interés, la venganza y el despecho, mantiene informada a la policía, algo incrédula y recelosa a creer que la regeneración de Bob pueda verse realmente en riesgo (tampoco se hacen ilusiones: cuestión de interés y de terror a volver a la cárcel a su edad), de los planes del jugador. Particularmente, el inspector Ledru (Guy Decomble) se niega a dar por ciertos los rumores que apuntan la vuelta al crimen de Bob después de dos décadas lejos de los negocios sucios, un hombre, además, que se siento unido a Bob por una especial relación de amistad, gratitud y lealtad después de que, en cierta ocasión, el jugador le salvara la vida.

Melville, que escribe el guion en colaboración con Auguste Le Breton, también coautor del guion de Rififi (Jules Dassin, 1955) combina magistralmente las rígidas convenciones del género (planificación de un robo, partidas de póquer, gánsteres y matones de anchos abrigos y pistolas en la sobaquera, triángulos amorosos, delatores, confidentes, tiroteos cruzados, vehículos que cruzan las noches a toda velocidad, tipos con dobleces y turbios intereses que se traicionan a unos y otros) con un estilo desenfadado e informal que dota al conjunto de una atractiva elegancia visual al tiempo que explora nuevas y evocadoras demarcaciones. Construida de manera indirecta, a base de sobrentendidos y elipsis y un uso lacónico de los diálogos, lo relevante de la película no es tanto el golpe y sus consecuencias policiales, judiciales y penitenciarias como la gente en sí misma, sus problemas, sus dificultades vitales en el día a día, la incertidumbre por el futuro ante la llegada de la vejez (ese colchón de seguridad en forma de miles de francos ahorrados durante toda una carrera en los bajos fondos que se desvanece y que obliga al jugador a reponerlo volviendo a las andadas) y, por encima de todo, sobrevolando al grupo (Anne -Isabelle Corey-, la muchacha menor de edad; el proxeneta Marc -Gerard Buhr-; Paolo, el amante de Anne -Daniel Cauchy-; Yvonne -Simone Paris-, propietaria de un bar de noche que frecuentan todos ellos…), un común sentimiento de nostalgia por lo no vivido, por el triunfo no logrado, por la ansiada edad dorada que nunca pudieron alcanzar y disfrutar y que hoy es solo un sueño del pasado transformado en una realidad opresiva, aburrida, insustancial y llena de interrogantes. Este es el ingrediente principal de la cinta, su hallazgo de la belleza y de la melancolía en el retrato de una época que ha muerto sin llegar a eclosionar y que se proyecta hacia un futuro ignorado repleto de promesas, pero fuera del alcance de unos seres acabados y amortizados, extremo que se subraya mediante la ironía que domina el desenlace de la historia.

Una película cálida y absorbente que alimenta al espectador a través de su sobria y precisa construcción, su ritmo sostenido y la atención que dedica a detalles reveladores y anticipadores de la acción. Por una parte, define perfectamente al protagonista y su apego a los juegos de azar por medio del recorrido que metódicamente sigue cada noche antes del regreso a casa, de garito en garito. Por otro lado, transmite de manera visual los altibajos de confianza de Bob de cara al éxito del atraco en función de su relación con la joven Anne y de sus previsiones y maniobras respecto al romance de esta con Paolo. Finalmente, la secuencia en la que el experto en cajas fuertes (René Salgue) ensaya ante el financiador de la operación su ejecución del trabajo que tiene asignado mientras el pastor alemán que le acompaña reacciona a cada uno de sus actos y avances, advierte al espectador de la inevitable conclusión a la que está abocado el último golpe de Bob y sus compinches. Una película bajo la que, desde otra perspectiva, alimenta el buñueliano tema del conflicto entre el deseo y las fuerzas que este desencadena para impedir su consecución, y que se nutre del contraste entre lo asfixiante y opresivo de los espacios cerrados y la lírica composición que la fotografía de Henri Decae hace de los exteriores nocturnos, acompañados de aires jazzísticos, y del paisaje urbano que refleja el pulso inalterable de la ciudad. Porque, al margen del combate entre los deseos y las frustraciones de Bob y los suyos, el corazón de París y de la noche no deja de latir.

La tienda de los horrores – Resistencia

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Agradecemos encarecidamente al excelente periodista (y, a pesar de eso, mejor persona) Jorge Romance, veterano de la blogosfera de primera hornada y propietario de algunos de los rincones digitales más clásicos y reconocidos de la red aragonesa (Aragón, país de blogs) como por ejemplo éste, el habernos puesto sobre la pista de esta joya (para esta tienda, se comprende), sobre la cual hemos clavado incisivos y caninos dispuestos a despedazarla sin piedad tal y como merece siguiendo la típica receta hollywoodiense de destrozar todo lo que pilla.

Este artículo bien podría titularse «cómo convertir un hecho histórico real, crudo y dramático, en una castaña pilonga en ocho sencillos y cómodos pasos»:

1) Se busca una hecho histórico camuflado en el tiempo, casi olvidado, pero que contenga pinceladas de drama existencial, de lucha por la supervivencia y por la libertad frente a un enemigo implacable y casi invencible, que tenga sus dosis de violencia y acción, de amor, de camaradería, con paisajes bellísimos, en fin, un montón de cosas que todas juntas den pie a la épica. Como Curro Jiménez ya está pillado, Paramount, la autora de la fechoría, sigue su habitual práctica de rebuscar en las montoneras de las librerías de todo a cien hasta que encuentra lo que buscaba, el libro de Nechama Tec, inspirado en un hecho real, que cuenta la odisea de tres hermanos bielorrusos que en 1941 escapan de la muerte segura que acompaña la invasión nazi y que, luchando en un principio por salvar la vida, llegan a erigirse en vengadores del exterminio judío de la zona y a ser refugio y protección de muchos fugitivos que se unen a ellos en su lucha por la libertad, si es que los bielorrusos sabían lo que era eso (de hecho salieron de la sartén para caer en las brasas). Es el producto idóneo para que un guionista de Hollywood que jamás ha estado en Bielorrusia, que cree que los nazis son un grupo de moteros de Illinois y que piensa que 1941 es una peli de Spielberg, coja un hecho real y lo manipule hasta que no lo conozca ni la madre que lo parió.

2) Se contrata a un director lo suficientemente apasionado de la épica grandilocuente y de cartón piedra que tanto gusta en Hollywood, alguien acostumbrado a despilfarrar grandes presupuestos y a rodar mediocridades con ellos, llenas de explosiones, uniformes, pompa y fanfarria, en la que no haya una sola línea de texto que tenga el más mínimo estilo propio o, ya si nos ponemos, sentido, alguien que consiga banalizarlo todo hasta convertirlo en un pozal de almíbar que dé grima. Continuar leyendo «La tienda de los horrores – Resistencia»

Lacombe Lucien: memoria histórica a la francesa

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La película de Louis Malle de 1974 iba a levantar ampollas en la aburguesada sociedad francesa, obligándola a mirarse en el espejo de su pasado y dándole una bofetada de memoria en pleno carrillo de la amnesia que tantos esfuerzos costó levantar a Charles De Gaulle y sus adláteres. En unos tiempos en los que en España está en entredicho la conveniencia de recuperar o no los testimonios de nuestro bárbaro y criminal pasado reciente por temor, más que a reabrir heridas o a poder señalar con el dedo a los asesinos que aún viven (o a los descendientes que se han dado un baño de respetabilidad y olvido), a la puesta en primer plano de una realidad que nos despierte del complaciente estado de sedación en el que vivimos y no así ponernos en peligro de darnos de bruces contra nuestra verdadera naturaleza latente, el ejemplo de lo sucedido en Francia puede, una vez más, ilustrarnos, si bien, en esta ocasión, en la necesidad de no cometer los mismos errores y evitar así querer colgar de un farol a quien se atreva a mostrarnos la luz. Una Francia desmemoriada, que había guardado el pasado de sus padres y abuelos en el desván de los recuerdos, se encontró de repente con una innegable verdad mostrada en las pantallas de todo el mundo, y, como ocurre tantas veces, muchos en vez de mirar a dónde apuntaba, se quedaron mirando el dedo.
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