La comedia de la revolución: El discípulo del diablo (The Devil’s disciple, Guy Hamilton, 1959)

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De todas las películas coprotagonizadas por Kirk Douglas y Burt Lancaster, esta de Guy Hamilton (en codirección no acreditada con Alexander Mackendrick) es sin duda la más extraña y la menos vista. Basada en una celebrada obra de George Bernard Shaw situada en unos sucesos ocurridos en 1777, durante la revolución norteamericana que desembocó en la independencia de los Estados Unidos, en esta ocasión al dúo protagonista se unen una incorporación de lujo, Laurence Olivier, y un secundario impagable, Harry Andrews. El resultado, que no llega por poco a los ochenta minutos de duración, resulta un tanto estrafalario y desconcertante, mezcla de tonos y estilos, de géneros y propósitos. No es una comedia pura ni teatro filmado, ni un drama sobre un triángulo amoroso ni una crónica familiar, ni una parodia de las guerras ni un fresco histórico, ni una crítica a las revoluciones ni un análisis sobre el compromiso con unas ideas y el sentido del deber… Es, o lo pretende, todo eso a la vez, y al mismo tiempo, como es lógico, termina por no ser nada de nada.

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Difícilmente caben tantas y tan variopintas cosas en tan poco metraje. Por lo pronto, nos encontramos en algún lugar de New Hampshire en los primeros tiempos de la Revolución Americana, cuando los colonos todavía sufrían grandes reveses a manos de las tropas profesionales británicas y la ayuda de Francia y España aún no había empezado a decantar la balanza hacia el lado rebelde. Por el momento, la acción de los británicos es tanto o más policial que militar. Cuando detectan un grupo rebelde, lo combaten en escaramuzas. Cuando detienen a algún elemento levantisco, sobre todo si se trata de algún ciudadano relevante, lo ahorcan. En esas andan las escasas tropas del general Burgoyne (Olivier), militar estirando y socarrón, que además de mostrarse cruel y expeditivo con los colonos, no se corta en manifestar con toda la flema y la ironía tópicas en los británicos todo su escepticismo sobre la guerra, el imperio o incluso la Corona. Su contrapunto es el mayor Swindon (Andrews), al que desquicia y domina por igual, y que de buena gana daría un escarmiento generalizado y violento a todos los colonos posibles. Con unos efectivos de unos cinco mil hombres, Burgoyne intenta pacificar el lugar antes de partir hacia Albany y reunirse con el grueso del ejército británico que va hacia una de las primeras grandes batallas frente a los independentistas americanos.

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Por otro lado está el reverendo Anderson (Burt Lancaster), que forma parte de la comunidad pasivamente leal a Gran Bretaña, que asiste como mera espectadora a los acontecimientos, pero que, como guardián espiritual de la comunidad, no puede tolerar ciertos comportamientos de la autoridad militar para con sus feligreses. Continuar leyendo «La comedia de la revolución: El discípulo del diablo (The Devil’s disciple, Guy Hamilton, 1959)»

Revolución, de Hugh Hudson y Al Pacino

El 4 de julio es la fiesta de la independencia de los Estados Unidos ese gran país en tantos aspectos (por ejemplo, el cine) y ese pérfido invento en otros muchos, desde que tal día de 1776 se firmara la Declaración de Independencia respecto al rey de Inglaterra, Jorge III por parte de sus antiguas trece colonias de Norteamérica y que supondría el origen del imperio que actualmente padecemos y que no vaciló en asumir las enseñanzas filibusteras de su antigua metrópoli y explotarlas al límite durante los últimos doscientos y pico años. Sabido es que la revolución americana, como cualquier otra revolución, no supone más que un forzamiento para que las clases privilegiadas admitan en sus círculos privados a las clases dirigentes del proceso revolucionario, momento a partir del cual el pueblo y los valores pasan a importarles un pimiento morrón, lo cual queda constatado en esta guerra revolucionaria por la que las antiguas colonias, con el apoyo «desinteresado» de Francia y España, llegaron a constituir tras siete años de combates un Estado de aristocracia económica, que mantuvo la esclavitud legalizada durante casi cien años más, y que desde el momento de su fundación realizó una ingente labor de limpieza étnica con la población autóctona norteamericana a la par que un acoso y robo de tierras a sus vecinos mexicanos en lo que sería el antecedente de la famosa doctrina Monroe («América para los [norte]americanos»), política que, contraviniendo todos y cada uno de los elevados postulados por los que se decía buscar la libertad y que venían expresados en la Declaración de Derechos de Virginia y en la propia Declaración de Independencia, ha mantenido en las formas y lugares más dispares durante el resto de su breve historia, haciéndonos saborear las «mieles» de la democracia liberal a tiro limpio, con la implantación o mantenimiento de largas y sangrientas dictaduras a la menor ocasión o con la financiación y equipamiento de grupos terroristas que al tiempo han supuesto una amenaza para todos. Y aunque haya quien se derrita de gratitud por la feliz circunstancia de que fueran los Estados Unidos los que «salvaran» al mundo de la pesadilla del nazismo, quizá convendría señalar algunas razones para tal acto de «generosidad», como son el deseo (mantenido aun hoy) de que Europa no esté nunca unida bajo un único mando común (sea nazi, comunista o democrático, para lo cual cuentan con la inestimable ayuda quintacolumnista del Reino Unido a la que aspiran a añadir otras como Turquía) que suponga una competencia letal para sus intereses, o la necesidad de ocultar la contemporización de los sucesivos gobiernos americanos con los nazis y la germanofilia de muchos dirigentes políticos y económicos de Estados Unidos hasta 1941, incluidos los abuelos del actual (por poco tiempo, afortunadamente) presidente Bush o los padres del «heroico» presidente-mártir Kennedy, al que para mitigar los devaneos de su familia con los nazis hubo que inventarle apresuradamente un historial heroico que incluir en su hoja de servicios militar. Una democracia en que son tantas las leyes que prohíben, censuran y restringen como las que reconocen derechos, si no más, derechos que sólo parecen haber estado vigentes para los ciudadanos de pasaporte norteamericano pero de los cuales, a su entender y con el alto objeto de «proteger su modo de vida», es decir, el dólar, no son sujeto los seres humanos del resto del mundo.
Feliz 4 de julio a todos.

Muchas son las películas norteamericanas que, como no podría ser de otra manera tratándose del segundo productor mundial de cine (tras India), Continuar leyendo «Revolución, de Hugh Hudson y Al Pacino»