Apoteosis de la incorrección: El castañazo (Slap Shot, George Roy Hill, 1977)

 

En la que es con toda probabilidad la mejor película sobre deporte de los años setenta (y más allá), y sin duda una de las comedias más efectivamente incorrectas e irreverentes de todos los tiempos, llama la atención la presencia de tres nombres a priori impensables en una producción de estas características, hoy considerada de culto (un equipo de hockey sobre hielo de la ciudad de Laval, Quebec, Canadá, llegó a tomar el nombre y el escudo de los Chiefs; además, la película tuvo dos continuaciones, directamente para mercado de vídeo). En primer lugar, su director, George Roy Hill, un hombre formado en la universidad de Yale y en el Trinity College de Dublín, con experiencia en la dirección teatral y televisiva y míticos títulos en su haber de cineasta como Dos hombres y un destino (Butch Cassidy and the Sundance Kid, 1969) y El golpe (The Sting, 1973). En segundo término, Paul Newman, estrella contrastada, auténtico mito viviente, en principio difícil de asociar con esta clase de películas repletas de lenguaje malsonante, chistes soeces y postura ética discutible, y que dijo haber aceptado el papel por la participación de su amigo Roy Hill en la dirección y por la remuneración, que, dicho irónicamente, le permitía «saldar algunas deudas y evitarse despedir a algún criado». Por último, la guionista Nandy Dowd, que basó las aventuras del club de hockey sobre hielo de los Charlestown Chiefs de la película en los Jets de Johnstown, el equipo en el que jugaba su hermano, a los que observó durante semanas y algunos de cuyos jugadores intervienen en la película como intérpretes; hasta cierto punto, resulta extraño que esta exaltación de la testosterona, el exceso verbal, la desfachatez deportiva, la masculinidad extrema y la reiterada exposición de todos los tacos concebibles en el espectro del lenguaje grueso, amén de los chistes sobre sexo y sobre sexos, incluido el «tercer sexo», haya salido de la pluma de una mujer, lo que sin duda en estos tiempos alimentaría determinados debates públicos en países como España en los que el puritanismo y la santurronería no provienen únicamente de los extremos morales más ligados a la religión, y de una mujer que más adelante, bajo pseudónimo o sin acreditar, colaboraría en la escritura de oscarizadas películas como El regreso (Coming Home, Hal Ashby, 1978) o Gente corriente (Ordinary People, Robert Redford, 1980).

Paul Newman interpreta con solvencia (se preparó durante siete semanas para adquirir los hábitos de juego necesarios) a Reggie Dunlop, veterano entrenador-jugador de los Chiefs de Charlestown (o algo más que veterano: Newman contaba ya con 52 años) teóricamente inspirado en la figura real de John Brophy, un hombre de otra época, de la «vieja escuela», que dirige un equipo errabundo de una ciudad de tercera clase que cosecha derrota tras derrota ante las gradas semivacías de su cancha local o recibe una paliza detrás de otra cuando actúa como visitante. Los cortos horizontes de Dunlop (mantenerse en su papel hasta que le llegue la edad del retiro y la recolocación como entrenador, mánager o miembro del cuerpo técnico de cualquier equipo) se ven alterados cuando la fábrica sobre la que se sostiene la economía de Charlestown anuncia el cierre y el despido de miles de trabajadores, y con ello se ve amenazada la simple existencia del club, cuyos bienes el responsable (Strother Martin) empieza a liquidar en ventas de saldo privadas. Toda la confusión y la rabia provocadas por la incertidumbre de futuro cristaliza en un nuevo estilo de juego para el equipo, azuzado por Dunlop en sus charlas de vestuario y en sus declaraciones públicas en los medios, mucho más agresivo y violento, que eclosiona cuando entran en liza los nuevos fichajes, los hermanos Hanson (interpretados por David Hanson y los hermanos Jeff y Steve Carlson), tres jovencitos con gafas de pasta, problemas de maduración mental y querencia por los juguetes infantiles (Reggie los define como «unos retrasados mentales» tras su primer encuentro) que en el hielo se transforman en tres malas bestias capaces de desquiciar al contrario y reducirlos físicamente a la mínima expresión con el empleo de tácticas y métodos abiertamente antideportivos, agresivos y violentos que, sin embargo, excitan al público de los Chiefs que ve por fin en sus jugadores el aguerrido espíritu de lucha y de competitividad que ha echado en falta durante innumerables temporadas.

La película abre así dos vías argumentales, con Reggie como vértice. La primera, más «deportiva», va en la línea de la resurrección de los Chiefs como equipo, el nuevo estilo que le proporciona una interminable racha de victorias al precio de interrumpir continuamente los partidos con peleas tumultuarias (a veces involucrando incluso a árbitros y público) y terminarlos con las cejas abiertas, los pómulos sangrantes, las mandíbulas magulladas y el cuerpo golpeado. El ascenso en la tabla y la lucha por el campeonato cambian la percepción del equipo en la ciudad: además de recibir mayor atención de los medios, que se vuelcan con el equipo, la cancha se llena partido tras partido en busca de la habitual orgía de goles y sangre que prometen los Chiefs en cada enfrentamiento. Este auge de los Chiefs viene complementado por las maniobras de Dunlop para intentar asegurar la continuidad del equipo a pesar del cierre de la fábrica, averiguando quién es el dueño real del club para intentar negociar con él y soltando bulos que hablan de venta del equipo, de su traslado al sur con la conservación de los contratos de los jugadores. La otra línea argumental, más «dramática», tiene que ver con la vida privada de Reggie, que intenta volver con su exmujer (Jennifer Warren) gracias a su nueva imagen de éxito y a sus proyectos de futuro, y de Ned (Michael Ontkean, el futuro sheriff Cooper de la serie Twin Peaks de David Lynch), el mejor jugador del equipo, probablemente el único que puede encontrar acomodo en cualquier club de mayor categoría si los Chiefs desaparecen, pero que arrastra cierta amargura vital derivada de sus problemas matrimoniales con Lily (Lindsay Crouse). La película mantiene ambas líneas argumentales en paralelo, hasta que convergen en el apoteósico final, el partido por el título ante un equipo que, para enfrentarse a los Chiefs, reúne a los mejores carniceros sobre hielo que puede encontrar, entre ellos Oggie Ogilthorpe, probablemente inspirado en el auténtico Goldie Goldthorpe, cuya violencia en el juego le ha deparado varias detenciones policiales e incluso la prohibición de visitar determinados estados.

 

La película plantea diversas reflexiones de lo más pertinentes. Una, sobre el deporte y su percepción social, que revela la vigencia (en 1977 y, sospechamos, actualmente) del lema «pan y circo» en su doble vertiente, positiva, en cuanto a mecanismo evasor de una realidad colectiva de frustración y desencanto, de expectativas inminentes de desempleo y crisis que bien podría protagonizar cualquier panfleto del cine social de Ken Loach o similares, y negativa, es decir, como distracción, como foco de atracción y maniobra de despiste para las atenciones, las preocupaciones y los esfuerzos de quienes mejor harían en invertirlos en aquellas cuestiones más acuciantes para su futuro inmediato, lo que a su vez, por falta de organización y concentración en quienes deberían engrosar la oposición, facilita y expande el escenario de decadencia y depresión que amenaza con afectar a todos. Si bien la película en ningún momento carga las tintas, ni siquiera dirige la mirada al aspecto económico-social de Charlestown excepto mediante breves referencias en los diálogos, esta vertiente se centra en los avatares de Dunlop por averiguar la auténtica situación del club, ponerse en contacto con el propietario y buscar una solución, aunque la devastadora conclusión resulta extrapolable a la difícil realidad de la fábrica a punto de echar el cierre: daba igual que el equipo ganara o perdiera, que el público asistiera o no al campo, que los medios de comunicación criticaran o alabaran su juego, que los partidos acabaran en batallas campales de palos y sangre a borbotones; los Chiefs, como la fábrica, no eran más que cuestión de fiscalidad, un trampantojo de conveniencia para ponerse de pefil en el pago de impuestos. La economía que permanece en el segundo o tercer plano de la película, casi inédito, es el auténtico juego sucio; no la violencia de los Hanson, no los gritos del público ansioso de violencia y sangre que vitorea cada puñetazo y ovaciona como héroes a los jugadores expulsados o retirados en camilla: son las altas finanzas y sus trucos de trilero, en el contexto de la crisis del petróleo de 1973, lo que verdaderamente socava los pilares fundamentales de la sociedad.

Por otra parte, la película invita a una reflexión sobre el deporte y, más concretamente, sobre las relaciones entre cine y deporte y la naturaleza del propio cine, particularmente norteamericano, en relación con su querencia por las historias de superación, en este caso ceñidas al ámbito deportivo. Sabido es que, salvo contadas excepciones (mayormente, el boxeo y poco más), cine y deporte no encajan bien debido principalmente a las limitaciones del medio cinematográfico para reproducir adecuadamente las emociones que despierta el deporte, así como, en lo que respecta a la técnica, para transmitir con solvencia el desarrollo de las pruebas con la misma efectividad y eficacia que su contemplación en vivo o que los métodos de realización televisiva. Solo la épica del boxeo y la forma de filmarlo supera estas barreras por lo demás prácticamente insalvables; no solo las supera sino que crea su propia mitología cinematográfica, una realidad propia sobre el boxeo al margen incluso del boxeo auténtico. Por otro lado, resulta bastante complicado pensar en que esta película pudiera haberse escrito, filmado y estrenado en la década anterior, como tampoco en la siguiente, debido a los distintos valores imperantes en una y otra, que hacen de un guion de este tipo un producto indeseable. No es una historia que encajara con las utopías idealizadas de los sesenta ni con los cantos a la superación individual y colectiva propiciados por el cine de los ochenta, en los cuales el deporte era un mecanismo de ascenso social y de reconocimiento público mediante la consumación de su objetivo número uno: el triunfo, la victoria. En películas como El mejor (The Natural, Barry Levinson, 1984) o Hoosiers: más que ídolos (Hoosiers, David Anspaugh, 1986), ambientadas respectivamente en el béisbol y el baloncesto no profesional, se trata fundamentalmente de apoyar el discurso neoliberal de consecución de los propios sueños de éxito y triunfo a través del trabajo humilde, la vocación y el esfuerzo. Así, los jugadores lesionados y prematuramente retirados pueden resurgir y reconstruir su vida deportiva y personal, y el equipo más modesto de la tabla, del pueblo más pequeño de la competición, puede ser campeón a la vez que regenera la vida de su comunidad, recupera a algunos miembros díscolos de la misma e insufla un ánimo de reconstrucción personal y moral que no se veía desde el New Deal. En El castañazo, sin embargo, como en El rompehuesos (The Longest Yard, Robert Aldrich, 1974) se impone la visión desencantada de los setenta: el idealismo previo ha muerto y la reconstrucción de los valores morales de la América de los cincuenta, con intención de sacudirse la depresión post-Vietnam borrando de la memoria colectiva las decadas de los sesenta y los setenta, todavía no ha comenzado; por tanto, es posible enfrentarse a una historia deportiva que no es de superación, sino de mera supervivencia, y de hacerlo a través del peor lenguaje posible y de una ética de trabajo completamente ausente. Un triunfo feo, sucio, inmoral, reprobable, que es finalmente lo que los Chiefs consiguen, aunque no sirva absolutamente para nada, pero no por la vía de la violencia sino por la tan americana repulsa al sexo y el erotismo. No son los goles ni los puñetazos los que le dan la victoria a los Chiefs, sino su mejor jugador, no con su labor sobre los patines, sino con su provocador desnudo al ritmo de la música de strip-tease interpretada por la banda que el equipo antes no tenía.

Los héroes no son, por tanto, jóvenes sanos, guapos, humildes y bien vestidos que se hacen a sí mismos. Son zafios, malhablados, horteras, infantiloides y permanentemente salidos de cara al sexo opuesto; la película, por un momento, con el equipo en el vestuario a punto de disputar la gran final, corre el riesgo de deslizarse hacia el conformismo del final feliz de cualquier almibarado producto de los ochenta: juego limpio, vieja escuela, movilidad, hacer circular el disco, presión en la cancha, nada de palos… La realidad se impone, y al descanso, con los mejores ojeadores de los grandes equipos en la grada, se impone la cordura. Los Chiefs se deben a su público, el que va a verles porque quiere sangre, lesiones, magulladuras, moretones. El equipo tiene que ganar con su nueva personalidad como equipo. Gana, pero traiciona su esencia; da igual, lo primero es ganar, salvarse a toda costa, procurarse un nuevo contrato en otro equipo que garantice el futuro: los Chiefs ganan enseñando el culo, como antes han hecho por la ventanilla del autobús, acompañados de sus groupies, al llegar a cualquier ciudad y presentarse ante la concentración de aficionados del equipo rival que los odian, que quieren su muerte sobre el hielo. Los Hanson, asimismo, niegan la juventud reivindicativa de los sesenta y se anticipan a la negación de la juventud neoliberal de los ochenta. No son unos hippies que buscan cambiar el mundo a base de drogas, fraternidad y rock and roll, ni tampoco unos héroes virginales en persecución de un triunfo redentor, sino meros objetos de comercio, gladiadores modernos que dan a la grada la sangre que pide, niños malcriados que, a través de la violencia, logran adquirir el magnetismo del macho alfa que no compite para adornarse con los oropeles del vencedor, sino por salir adelante y aguantar un partido más, una temporada más, rompiendo una cara más. No esperan otra cosa porque no hay nada más que esperar. «¿Qué quieres decir con que esto es un juego serio?», dice el árbitro del último partido cuando, en pleno combate de grupo, Tim McCracken (Paul de Amato) amenaza con retirarse y dejar el campeonato para los Chiefs, «¡esto es hockey!»

Empoderamiento fatal: El asesinato de la hermana George (The Killing of Sister George, Robert Aldrich, 1968)

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La televisión no solo engorda, también, y sobre todo, miente. Su pantalla deformante de la realidad, “el espejo donde se refleja la derrota de nuestro sistema cultural” en palabras de Federico Fellini, no es tanto una fábrica de sueños, como puede ser el cine en esa expresión que ha llegado a ser tópica (y de pesadillas, puede añadirse), como una factoría de espejismos. Un caso extremo es el de esta hermana George, el personaje más querido y mejor valorado por la audiencia de una famosa serie televisiva de la BBC, a la que, sin embargo, da vida June Buckridge (Beryl Reid), una actriz muy alejada de la dulzura de sentimientos y del carácter amable y jovial de la célebre enfermera de ficción. Al contrario, amargada, ruin y esclava de su extremado alcoholismo, June además esconde un secreto a sus compañeros de plató: es lesbiana y vive con Alice (Susannah York), una joven algo desorientada que, caída en esa situación un poco por inercia, se debate entre el inmovilismo por comodidad y la necesidad de salir de ese espacio absorbente y opresivo que es la vida con la celosa, obsesiva y suspicaz June. No obstante, la televisión sí consigue emular de manera indirecta e involuntaria un efecto real como la vida misma: la angustiada desesperación que invade al ser humano cuando es informado de su fecha de caducidad, es decir, cuando sabe por fin, con total exactitud, el momento y la forma en que va a dejar de existir. Porque, a diferencia de Alice, la audiencia no debe acostumbrarse ni acomodarse, menos todavía cuando se trata de una serie interminable de episodios, de lo contrario, los índices bajan, y la forma de mantenerla atenta y sujeta, de crear y mantener interés, es convulsionarla de vez en cuando, por ejemplo, suprimiendo de manera dramática al personaje mejor visto y más aceptado, precisamente, la hermana George. June, que a su vez se ha acomodado en su profesión a las rutinas diarias y a los ingresos proporcionados por su único papel en activo, ve de repente su vida amenazada, puesta del revés, y su estado de crisis vital general deriva en un abierto y decidido proceso de autodestrucción al que empuja a Alice, que intenta a duras penas sustraerse al sumidero al que se ve arrastrada por su amante.

El protagonismo de esta polémica y escandalosa historia (para la época, pero incluso para ciertas morales particulares de hoy) corresponde por entero a las mujeres. A June y Alice las acompaña en el triángulo protagonista Mercy Croft (Coral Browne), buena amiga de June en la productora de la serie hacia la que, no obstante, June depara sentimientos ambivalentes. Más todavía cuando el progresivo hundimiento de June y la necesidad de Alice de respirar fuera de esa espiral de degradación anima a esta a encontrarse con Mercy, a escuchar sus consejos y sus ánimos para cambiar de vida y, finalmente, aceptar sus ofertas de planes de ocio y compañía cuando June está trabajando o se encuentra demasiado borracha o alterada. Alice será el terreno de la guerra entre June y Mercy, pero también el trofeo disputado, duelo resuelto en un final absolutamente perturbador para la moral pública de 1968 y completamente rompedor en el cine comercial prácticamente desde sus inicios. Con todo, el pilar central de la narración, el prisma del argumento, viene constituido por la caída progresiva de June, por la acentuación de sus rasgos más antipáticos, de sus vicios más extremos, de su forma de ser egoísta, cruel, despiadada, desprovista de toda humanidad tras años de mal carácter, de guerra contra el mundo y de erosión alcohólica. Como telón de fondo, una sociedad británica que empieza a abrirse a la modernidad de la cultura de los sesenta, en particular observada desde el incipiente mundo de los locales homosexuales de última moda, y en abierto contraste con una moral tan amante de la tradición como de la extravagancia aceptada, siempre y cuando esta sea puntual y restringida.

Robert Aldrich compone con esta historia un conjunto de raíz teatral (el guion de Lukas Séller se basa en una obra de Frank Marcus) en el que se suceden durante algo más de dos horas los escenarios de combate verbal, y en ocasiones físico, entre los distintos ángulos del triángulo, y también de la degradación personal de June (la casa de la pareja, las oficinas y los platós de la televisión, los bares y los pubs, o incluso el taxi donde la borracha June comete un atropello sexual con dos monjas como víctimas, episodio que precipitará la decisión de eliminarla de la serie televisiva). Una historia dominada por un efectismo tal vez demasiado crudo, por una dureza verbal poco vista antes en el cine, que sigue la senda del director en sus películas de Hollywood inmediatamente anteriores pero de manera mucho más consciente, buscada, efectista y morbosa, buscando el impacto y cierto escándalo (aunque no desprovisto de gusto, tacto, refinamiento, estilo y sensibilidad) como garantía de la comercialidad del filme. Así, el guion se recrea en situaciones tensas, duras y de lo más emotivamente violentas que llegan a incomodar en grado sumo al espectador que observa lo que ocurre desde el punto de vista de Alice, y en situaciones de caída en picado, de total hundimiento, de muerte progresiva del alma de un ser humano que son recreadas con el detalle y los pormenores permitidos en la época, exactamente igual que en la larga secuencia sexual entre Alice y Mercy, que no puede ser más osada y revolucionaria para su tiempo.

Dejando aparte estos aspectos más bien morbosos, acrecentados por la tensión extra que genera el estatismo teatral y la atmósfera turbia y enrarecida de la puesta en escena, apta y dispuesta para los sucesivos estallidos emocionales del drama, apenas rota con algunas secuencias de exteriores, del tránsito de personajes por la vía pública, la película ofrece por otra parte un desgarrador y al mismo tiempo colorista (en este punto destaca la fotografía en tonos pop de Joseph F. Biroc) relato del fracaso, y sobre todo, de la crueldad, de la dirigida contra uno mismo y de la proyectada hacia los otros como forma de autodefensa y como penitencia, como pago en expiación de los pecados que se saben cometidos, reconocidos aunque desfigurados y a veces reducidos o incluso evaporados por el alcohol. En este punto, la mirada de Aldrich descoloca al espectador logrando que se conmueva, que se muestre tan comprensivo y compasivo como él hacia la protagonista de su película. June pasa así de verdugo a víctima, de otros y de sí misma, contradicción que cobra forma plástica en la dilatada secuencia en la que June por fin acepta que se filme su accidentada muerte en la serie. Una secuencia con altibajos dramáticos, humorísticos y anímicos, que transita entre la bufonada y la conmoción, entre la pérdida y la obligación, entre la derrota y el arte, exactamente igual que el éxito, que la vida. La mentira televisiva es del mismo cariz que la que June ha hecho de su vida; su guion, su ficción, su autoengaño, ha sido el alcohol y la posibilidad de sustituir su existencia gris y atormentada por la de un personaje blanco, inspirado de buenos sentimientos, de amor por sus semejantes. Así, June ha sido a su vez el motor del autoengaño de miles de espectadores que hacen cada día de la televisión fuente, excusa y pretexto para su propia vida ficticia.

Mis escenas favoritas: Doce del patíbulo (The Dirty Dozen, Robert Aldrich, 1967)

Hábil y económica, es decir, efectiva en términos cinematográficos, presentación de los personajes principales de este clásico del cine bélico, dirigido por el gran Robert Aldrich.

¿Ha muerto el cine? Las tres muertes del cine y una improbable propuesta de resurrección.

«El cine ya no existe. El cine con el que crecí y el cual sigo haciendo, ya no existe. Los cines siempre existirán para una experiencia en comunidad, no hay duda de ello. Pero, ¿qué tipo de experiencia será? ¿Será siempre ir a ver una película de parque de atracciones? Da la impresión de que soy un hombre viejo, y lo soy. La pantalla grande para nosotros en los 50 era ver westerns como Lawrence de Arabia y de ahí la experiencia especial de 2001: Odisea en el espacio, en 1968. O la experiencia de ver Vertigo y The Searchers en VistaVision» (Martin Scorsese).

Is Cinema Dead? A Tale Of Streaming Services, Piracy And ...

“El cine ha muerto”, proclamaba pomposo, una vez más, Peter Greenaway en mayo de 2012 con motivo de la presentación de Heavy Waters, 40.000 years in four minutes, pieza de videoarte con la que el polémico cineasta galés, súbitamente enamorado de esta modalidad de creación a través de la imagen, se proponía “deconstruir la idea de la pantalla única y romper con la narrativa tradicional del cine”. A la vista del nulo recorrido de su obra el que realmente parecía estar muerto era Greenaway, que no tardó en volver al cine “tradicional”, si bien desde su abigarrado enfoque culto y multidisciplinar, con Goltzius and the Pelican Company (2012), 3x3D (2013), película colectiva junto a Jean-Luc Godard y el portugués Edgar Pêra, y la, esta sí, espléndida Eisenstein en Guanajuato (2015).

Históricamente, cada vez que el cine ha dado pasos visibles y decisivos en el desarrollo de su técnica y la ampliación de sus posibilidades como medio de expresión artística, alguien, generalmente profesionales de las distintas ramificaciones de la industria, y no precisamente como una boutade producto de un ego que a duras penas encuentra acomodo en el propio cuerpo, ha vaticinado su muerte inminente o lo ha dado prematuramente por enterrado. Sin embargo, aunque cambios revolucionarios como la llegada del sonido, la implantación del color o la aparición de la televisión generaron sus particulares movimientos de resistencia (Charles Chaplin, en defensa de las películas silentes como la más pura y estilizada plasmación del lenguaje cinematográfico, no introdujo diálogos en sus filmes hasta 1936; los grandes maestros a favor del blanco y negro como superior herramienta para la representación idealizada de la realidad, máxima aspiración del cine; las superproducciones en color y formato panorámico rodadas en exteriores para imponerse a la naciente televisión en blanco y negro grabada en estudio…), lo cierto es que los agoreros se equivocaron (como erraron cuando profetizaron la desaparición del cine tras la invención del vídeo doméstico y su posterior sustitución por el DVD), y a pesar de que las sucesivas novedades modificaron el reparto del pastel de negocio, alteraron ciertas relaciones de poder y provocaron un número indeterminado de pequeños terremotos controlados, el cine en su conjunto salió reforzado de estos pulsos, se dotó de nuevos y eficaces instrumentos a través de los cuales desarrollarse técnicamente y multiplicó exponencialmente las opciones disponibles para contar historias. En suma, tras cada una de estas crisis el cine vio apuntalados los cimientos de su condición de principal vehículo de entretenimiento del siglo XX o, en palabras de Orson Welles, el “medio de comunicación más importante desde la creación de la imprenta”.

Al mismo tiempo, no obstante, en cuanto a industria, el cine ha ido dando pasos a primera vista no tan llamativos pero igualmente cruciales en lo que respecta a la forma en que nos hemos acostumbrado a ver las películas. Ha sido precisamente en estos cambios casi desapercibidos, alejados en apariencia de turbulentas situaciones críticas, donde se ha ido inoculando el virus que más de un siglo después del nacimiento del cine supone la mayor amenaza, tal vez definitiva, a su supervivencia, y de cuya superación pueden depender las posibilidades narrativas que se abran a las películas en el futuro. Lo cual, paradójicamente, nos aproxima a la sentencia de Greenaway y a sus intentos por encontrar nuevos mecanismos de expresión creativa.

Son muchos y diversos los signos de agotamiento que se aprecian en el cine destinado al gran público (el único que, a fin de cuentas, es realmente relevante, el que verdaderamente entendemos como tal cuando utilizamos esa expresión generalista, “el cine”): el escaso poder de renovación del cine de género, la bochornosa e indiscriminada práctica del remake y la multiplicación de sagas, secuelas y precuelas, la abundancia de tópicos, clichés, estereotipos y lugares comunes dramáticos, los guiones previsibles y/o chapuceros, los finales decididos sobre la base de estudios de mercado, el abuso de florituras tecnológicas y el consecuente abandono de otros recursos propiamente cinematográficos que exigen mayor conocimiento y pericia, la infantilización de la comedia o del cine de acción y aventuras, la continua adaptación a la pantalla de best-sellers de escaso valor, la autocensura de autores y productores, la falta de asunción de riesgos en la producción, las modas periódicas, la nefasta influencia del videoclip, la televisión, la publicidad y los videojuegos, la pérdida de referentes culturales, el abuso del sensacionalismo visual, la proliferación de películas construidas sobre “finales sorpresa” que descuidan en cambio la construcción de personajes y situaciones solventes, la mercadotecnia como fin en sí mismo y no como medio para la difusión y comercialización de películas de calidad… La salvación del cine, su capacidad para seguir creciendo, sorprendiendo e innovando sin dejar de conservar su público depende en última instancia de un radical cambio de rumbo, de la recuperación, exploración y explotación de algunas de las vías muertas que el desarrollo industrial del cine fue cerrando o dejando solamente entreabiertas a su paso. Perspectivas que, tradicionalmente asociadas, a menudo en sentido despectivo, al concepto de cine de autor o al cine experimental, y aunque nunca del todo amortizadas, son carne de festival, de filmoteca o de canales televisivos temáticos, están muy poco presentes y durante demasiado poco tiempo en las carteleras comerciales y van dirigidas a una clase muy específica de público, aquel que no considera el cine una mercancía a la que aplicar el modelo económico dominante del consumo basura. No se trata tanto de empecinarse en hallar inciertos caminos experimentales de dudosa existencia como de rehabilitar la vigencia y aceptación generalizada de propuestas cinematográficas alternativas que ya existen, que siempre han existido, y que quedaron marginadas o abandonadas por el cine mayoritario, el impuesto por la industria, en su camino de más de cien años de historia en busca del negocio perfecto.

Primera muerte: el libro mató a la estrella de la cámara.

Las dificultades para la supervivencia del cine y sus esperanzas de futuro provienen de la misma razón de origen que lo hizo vivir y desarrollarse: su doble condición de arte y entretenimiento, de cultura e industria. Esta naturaleza dual se hizo patente desde el mismo instante de su presentación “oficial” en sociedad, el 28 de diciembre de 1895 en el Salón de Té Indio del Gran Café de París, en el número 14 del Boulevard des Capucines.

Las películas iniciales de los hermanos Lumière (como las de quienes les precedieron en la filmación de imagen en movimiento: Le Prince, Muybridge, Marey, Donisthorpe, Croft, Bouly, Edison, Dickson, Friese-Griene, Varley, Jenkins, los hermanos Skladanowsky, Acres, Paul…) constituyen la primera muestra de cine en estado puro, reflejo de la realidad idealizada a través del ojo de la cámara. Para Andréi Tarkovski, La llegada del tren a la estación de La Ciotat supone el instante preciso en que vio la luz el arte cinematográfico: “Y no me refiero solo a la técnica o a los nuevos métodos para reproducir la realidad. Allí nació un nuevo principio estético. Este principio consiste en que, por primera vez en la historia del arte y de la cultura, el ser humano encontró el modo de fijar el tiempo de manera inmediata, consiguiendo a la vez reproducir, cuantas veces desease, ese instante sobre la pantalla, es decir, volver a él. El ser humano obtuvo así la matriz del tiempo real. Visto y fijado, el tiempo se pudo conservar en latas de metal por mucho tiempo (en teoría, para siempre)”. Sin embargo, la renuncia a profundizar en las posibilidades artísticas del cine por parte de los Lumière, que pensaban únicamente aplicarlo para usos científicos, puso el nuevo invento en manos de uno de los treinta y tres espectadores de aquella primera sesión de películas, Georges Méliès, que vio de inmediato en el cine un amplísimo campo abierto para el espectáculo. Con ello el cine comienza a expandirse, pero al quedar en poder de un ilusionista que lo lleva a su terreno, al mismo tiempo que ensancha sus posibilidades, estas se concentran en una dirección muy concreta. El cine pasa de ser una atracción de feria, un fenómeno tecnológico, una curiosidad técnica dentro de la nueva era industrial, a un medio para contar historias siguiendo un canon, no puramente artístico como el de la pintura o la escultura, sino el propio del mundo del espectáculo.

Son años de películas de pantomimas, trucos y fantasmagorías, deudoras del teatro de variedades, de creadores como Alice Guy o el turolense Segundo de Chomón, formado junto a Méliès en su estudio de Montreuil, y también de proyecciones de insulsas escenas de la vida cotidiana e impersonales estampas urbanas o campestres, simples postales en movimiento rodadas por equipos de filmación repartidos por todo el mundo. Consumido, sin embargo, el efecto sorpresa, acostumbrada la masa de espectadores al nuevo medio, pronto el interés por las películas empieza a disminuir. Méliès, poseedor de múltiples talentos y dueño de una gran imaginación, comienza a escribir entonces sus propios guiones dramáticos, historias que sus actores, y él mismo, representan en la pantalla y que le permiten utilizar buena parte de los recursos técnicos que había incorporado a sus espectáculos de ilusionismo. Donde su fantasía no alcanza, sin embargo, llega la literatura. Es ahí donde el cine empieza a abrirse y cerrarse horizontes. Evidentemente, Méliès no hace adaptaciones de obras literarias completas, se limita a síntesis muy reelaboradas de los argumentos o a retratar los pasajes más conocidos, aquellos que le permiten utilizar sus juegos y trucajes y que al mismo tiempo son fácilmente identificables por el público. Esta puerta entreabierta supone, no obstante, la introducción gradual de la literatura en el cine, una invasión lenta pero incesante que acaba por subordinar las múltiples variables potenciales de la expresividad cinematográfica a los parámetros de la narrativa literaria. El cine deja de ser imagen pura, abandona el principio estético al que se refiere Tarkovski, expresión de la matriz del tiempo real, para convertirse en representación de la literatura a través de la imagen. En 1902 Méliès filma Viaje a la luna y Las aventuras de Robinson Crusoe, y el éxito de estas películas extiende la fórmula a otros competidores. En 1908 ya se han rodado adaptaciones cinematográficas de obras de Hugo, Dickens, Balzac o Dumas, entre muchos otros. En 1912 se presenta una versión de Los miserables de nada menos que cinco horas. En Italia, país que disputa a Francia la hegemonía cinematográfica en Europa durante la primera mitad de los años diez, abundan las adaptaciones a la pantalla de los clásicos latinos y del Renacimiento, las películas bíblicas y, en menor medida, las inspiradas en obras de Shakespeare o en libretos operísticos. En otras cinematografías incipientes como la danesa, la sueca o la soviética, la influencia de la literatura está más condicionada, su implantación es algo más tardía y contestada por otras formas de narrar independientes de las letras, pero termina por triunfar igualmente.

La victoria definitiva de la literatura sobre el cine se produce al otro lado del Atlántico. Desde Edison, en el primer cine norteamericano habían predominado la acción, el documental y la recreación dramatizada de la realidad. Además de noticiarios que recogen auténticos acontecimientos de la guerra bóer de África del Sur, dos de las películas más importantes de esta primera época son Rasgando la bandera española (Stuart Blackton y Albert Smith, 1898), representación de episodios de la guerra de Cuba filmada en la azotea de un rascacielos neoyorquino (película fundacional de la productora Vitagraph, futura Warner Bros.), y, sobre todo, el western Asalto y robo de un tren (Edwin S. Porter, 1903), con el famoso pistolero bigotón que dispara directamente a cámara. Pero con la decisión de Jesse Lasky y Cecil B. DeMille de basar sus primeras películas en Hollywood (de hecho, las primeras películas de Hollywood) en obras de Broadway protagonizadas por los mismos actores que las habían hecho éxito en las tablas neoyorquinas y, especialmente, con el triunfo de El nacimiento de una nación (1915) de David W. Griffith, el cine de raíz literaria se impone por completo. Actor desde 1904, Griffith acude en 1907 a las puertas de Black Maria, el estudio de Edison, donde también trabaja Porter, para ofrecer una adaptación a la pantalla de Tosca. Necesitados de actores, no de autores, Griffith es contratado para un pequeño papel, y termina quedándose en el estudio como “hombre para todo”. En 1908 dirige su primera película, pura acción, sobre el secuestro y rescate de una niña, e inicia un vertiginoso aprendizaje a lo largo de más de cuatrocientos títulos entre los que poco a poco se van filtrando adaptaciones literarias de las obras que conocía gracias a su esmerada y tradicional educación sureña (Shakespeare, Tolstoi, Poe o Jack London, entre otros). De Tennyson toma sus personajes femeninos, ideales para Mary Pickford y las hermanas Lillian y Dorothy Gish, jóvenes ingenuas, tiernas, desgraciadas y perseguidas, propias del folletín victoriano. Todo lo demás lo adapta de Charles Dickens, en especial el recurso de la “salvación en el último minuto” y las acciones simultáneas. Griffith rompe los cuadros de teatro de Méliès y dinamiza las historias gracias al montaje paralelo, los movimientos de cámara, el uso de la perspectiva y los saltos espaciales y temporales. De este modo, Griffith supera a Méliès y consigue que lo fantástico ya no provenga de una reinvención producto de una imaginación desbordante, sino que esté justificado sobre la base de una realidad tangible, que descanse en personajes e historias creíbles, reconocibles. Sus obras son folletines, melodramas llenos de situaciones violentas, de efectismos tragicómicos, de personajes buenos y malos que luchan para que el bien siempre venza en el instante final. Gracias a Griffith se impone en el cine de Hollywood, y gracias a Hollywood en el cine de todo el mundo, lo que Peter Watkins ha dado en llamar monoforma o “modelo narrativo institucional”, a veces también mal llamado “clásico” (porque además del modelo hollywoodiense puede hablarse de otros cines igualmente “clásicos”), expandido, sostenido y potenciado por el imperialismo económico y cultural estadounidense y sus superestructuras neocapitalistas, y que ha copado implacablemente tanto la praxis cinematográfica y audiovisual como el imaginario colectivo universal. Desde 1927, con la llegada del sonido, el dominio de esta forma de narrar, la primacía de la literatura sobre la imagen, con la necesidad de escribir diálogos y la llegada masiva de escritores, periodistas y dramaturgos a los estudios, se convierte en total. Esta monoforma lo ha impregnado todo, hasta la crítica cinematográfica especializada, a menudo seguidora de los intereses comerciales de los medios de comunicación que la amparan y que, en general, se limita a comentar el argumento literario de las películas y su adecuada o no traslación a imágenes, las interpretaciones, la construcción de personajes y guion, el desarrollo de la trama y la oportunidad del desenlace, con algún apunte vagamente técnico siempre referido a los mismos aspectos –música (denominada, erróneamente, banda sonora), fotografía y montaje– tratados de manera superficial, genérica, sin pormenores, y dejando al margen el verdadero comentario cinematográfico de las películas, que queda para los estudiosos y el reducido campo de unas investigaciones que solo encuentran difusión en el ámbito académico o artístico.

Sin negar todo lo que esta forma “literaria” de hacer cine ha aportado a la historia del arte y la cultura universal, lo cierto es que el cine buscó en la literatura munición creativa para las películas y un prestigio que le permitiera ser aceptado por quienes, precisamente desde el arte, lo despreciaron en los primeros tiempos como simple espectáculo popular. La literatura abrió al cine nuevas vías que se han extendido hasta hoy, pero lo mismo que ha alimentado variantes distintas de hacer cine durante más de un siglo ha desplazado otras igualmente válidas, basadas primordialmente en la imagen, en una narrativa puramente audiovisual. El futuro del medio pasa por el camino hasta hoy minoritario, por la ruptura con la literatura, el abandono de la idea del cine de Méliès o Griffith, la del “cine como la más importante de las artes al comprenderlas todas”, y la asunción del principio estético al que aludía Tarkovski al referirse a las películas de los Lumière: “el cine no debe ser una simple combinación de principios de otras artes […]. La suma de la idea literaria y la plasticidad pictórica no da lugar a una imagen cinematográfica, sino a un producto acomodaticio, inexpresivo y ampuloso”. A partir de este punto, el cine caminaría hacia el documental, no como género cinematográfico sino como modo de reproducción de la vida, de fijación del tiempo en imágenes, con sus formas y manifestaciones efectivas. Para Tarkovski, “la fuerza del cine consiste en atrapar el tiempo y su real e indisoluble relación con la materia misma de la realidad que nos rodea a cada día y a cada hora”. El cine no habría de ser en origen literario sino solo forma, imagen, y considerarse producto intelectual únicamente como resultado, nunca con una intención o finalidad previas. El cine habría de alcanzar su objetivo primordial, la emoción, por la misma vía que la fotografía, es decir, administrando el amplio espacio intermedio entre luz y oscuridad, fijándolo en un tiempo determinado pero con la riqueza añadida del movimiento, permitiendo proyectar mental y emocionalmente su discurrir; no solo captar el tiempo de un instante concreto, también su evolución, su presente y su proyección pasada y futura, su conexión con la vida. El cine como una reelaboración emocional a posteriori por parte del espectador individual, una experiencia vital imposible de extrapolar o de compartir en todos sus matices con otro espectador. El cine, en suma, no como reproducción o representación de la idea que culturalmente compartimos de un sentimiento, sino como expresión y retrato, a ambos lados de la pantalla, de un sentimiento vivo.

Lejos de confinarse en reducidos guetos experimentales, obviados por la industria, la crítica y el gran público pero repletos de tesoros y de propuestas interesantes, tanto el cine construido fuera de la literatura (la exploración de los límites del lenguaje audiovisual convencional y el empleo de nuevos recursos para encontrar otras maneras de provocar experiencias, sentimientos, emociones y concepciones) como el cine pensado desde la literatura pero con la declarada intención de contravenirla, de desmontarla, de crear nuevas formas de contar desde su descomposición, no solo han enriquecido cinematografías de todo el mundo (las vanguardias rusas y alemanas, el cine avant-garde francés, los estructuralistas, el cine de propaganda y agitación ligado al 68, el cine underground, el cine militante –gay, feminista, el cine política y socialmente comprometido–, españoles como José Val del Omar, Javier Aguirre, Antonio Maenza, Joaquín Jordá, Ricardo Muñoz Suay, Fernando Arrabal, entre muchísimos otros) sino que marcan el camino de supervivencia del cine como arte, incluso como negocio, toda vez que la industria tradicional del cine se ha visto superada claramente por la del videojuego y se ve amenazada por la ficción hecha por y para la televisión, su fragmentación en forma de series, por lo común visualmente pobres e impersonales (son los diferentes directores y técnicos de cada capítulo los que deben ajustarse a una planificación estética uniforme marcada desde el diseño de producción para toda la serie), que suponen la consagración definitiva de la concepción de la narrativa audiovisual como mera reproducción en imágenes de la narrativa literaria.

Wiene y Murnau, Buñuel y Dalí, Vigo y Cocteau, Fellini y Lynch han logrado trasladar al cine la dinámica caótica y la textura etérea de la memoria y de los sueños; Dziga Vertov o Walter Ruttmann construyeron cautivadores mosaicos visuales a partir del retrato de la maquinaria de sus realidades urbanas; Bresson y Resnais, Antonioni y Oliveira, Cassavetes o Wong Kar-Wai, Haneke o Chang-wook, Ki-duk o Jim Jarmusch han superado la literalidad del guion literario y rodado excelentes películas desde la inexistencia de un guion y a partir de la improvisación, con la palabra subordinada por completo a la imagen; La jetée de Chris Marker (1961) presenta su futuro apocalíptico a través de fotografías, con un único fotograma en movimiento; Sayat Nova (1968) de Sergei Paradjanov relata la biografía del poeta armenio Aruthin Sayadin a través de la lectura en off de algunas de sus obras y su paralela traducción a hermosísimas imágenes estáticas representativas de los principales pasajes de su vida; Basilio Martín Patino capta en Canciones para después de una guerra (1976) el espíritu de una época combinando el montaje de fotografías y música popular; Tarkovski en El espejo (1975) narra la historia de una familia soviética (sospechosamente parecida a la suya propia) a lo largo de cuarenta años (desde la guerra civil española hasta el presente del rodaje) a través de recursos exclusivamente cinematográficos que combinan el empleo de la música, los noticieros de época o las imágenes rodadas en los frentes de guerra reales con un uso imaginativo de la puesta en escena, los cambios de color a sepia y blanco y negro para remarcar la diferencia entre presente vivido, memoria y sueño, y la identificación de personajes de distintos momentos temporales con el empleo de los mismos intérpretes; Ingmar Bergman en Persona (1966) analiza el concepto de identidad y rompe la narrativa tradicional para triunfar sobre la literatura quemando el propio negativo de la película y fusionando en uno solo los rostros de Bibi Andersson y Liv Ullmann; en el cine de Alfred Hitchcock, bajo su aparente capa de narración tradicional vinculada al crimen y el suspense, o en el de Fritz Lang, que navega continuamente entre la luz y la oscuridad de la lucha entre civilización y barbarie, late todo un universo visual plenamente autónomo que transita en sincronía pero de manera independiente de cada guion literario; Stanley Kubrick parte de la literatura en 2001: una odisea del espacio (1968) para edificar una obra maestra de puro cine, sin sobrecarga de diálogo, liberado de ataduras teatrales, con la imagen y la música como principales vehículos transmisores de información, emoción y pensamiento; Orson Welles abre y cierra un género en sí mismo, el del falso ensayo irónico-crítico, para analizar las trampas y la hipocresía que rodean el mundo del arte, y de paso reírse de su propia identidad como artista, en Fraude (1972), complejo, efectivo y apasionante artefacto fílmico construido desde el montaje que es una lección de cine de primerísimo nivel; Al Pacino en Looking for Richard (1996) utiliza el documental, la entrevista o el reportaje para retratar, y representar, un montaje teatral del Ricardo III de Shakespeare; Erice o Kieslowski ofrecen a lo largo de sus breves y magistrales carreras todo el catálogo de posibilidades narrativas del cine más allá de la literatura, imágenes puras compuestas de iluminación, música, uso dramático del color y un diálogo economizado y puesto al servicio de la narrativa visual… Estos nombres prueban que el cine que se aparta de la monoforma de la que habla Peter Watkins, del “modelo narrativo institucional”, no tiene por qué ser un complicado reducto para iniciados y entendidos destinado a museos, instalaciones videoartísticas y festivales especializados, sino que multiplica las posibilidades futuras del cine, que puede lograr la aceptación popular y resultar económicamente rentable si se superan las limitaciones comerciales impuestas por el cine cimentado en la mera reproducción audiovisual de la literatura, y por la industria que sigue el modelo estadounidense.

Que en España se preste atención excesiva a eventos como los Óscar o los Goya y las mediocridades que ambos promueven mientras el cine español es sistemáticamente ignorado por las secciones oficiales de los festivales de clase A (Berlín, Venecia y Cannes, con la excepción de San Sebastián, donde siempre se cuenta con la oportuna cuota nacional, no siempre por razones de calidad) no es precisamente buena señal. Que la producción de cine en España quede en manos de las televisiones comerciales y que directores españoles como José Luis Guerín, Oliver Laxe o Albert Serra, con todo lo que de bueno y menos bueno pueda decirse de sus obras, gocen de reconocimiento y atención internacional mientras en el circuito español se les hace prácticamente el vacío, no son señales que inviten al optimismo. Continuar leyendo «¿Ha muerto el cine? Las tres muertes del cine y una improbable propuesta de resurrección.»

Hollywood encuentra a Villar del Río: escritores españoles en la meca del cine

Edgar Neville, un ser único - Ramón Rozas - Galiciae

La muerte en Madrid de María Antonia Abad Fernández, Sara Montiel, el 8 de abril de 2013, motivó un considerable revuelo mediático. No era para menos, teniendo en cuenta que con ella desaparecía una de las más importantes estrellas del cine español de la dictadura, ese periodo que, al menos sociológicamente, una buena parte de ciudadanos españoles se resiste a abandonar. Sin embargo, entre tantos reportajes, crónicas, editoriales y artículos se coló, recitada como un mantra, un dogma de fe, un trabajo copiado de El rincón del vago o un eslogan repetido machaconamente en la “línea Goebbels” (una mentira repetida mil veces se convierte en realidad), una afirmación verdaderamente chocante, sostenida unánimemente por periódicos y revistas, emisoras de radio, informativos de televisión y páginas de Internet de todo tipo, color, tendencia o inclinación, aunque con ligeras variantes: se dijo, por ejemplo, entre otras cosas, que Sara Montiel había sido “la primera española que triunfó en Hollywood”; o bien “la primera actriz española en conquistar Hollywood”; o, por último, “la primera artista española en tener éxito en Hollywood”. Obviamente, esta declaración, en cualquiera de sus formulaciones, es falsa de toda falsedad.

Que los medios de comunicación españoles, incluidos aquellos que pueden considerarse solventes o, para mayor escarnio, los que dicen estar especializados en cine, registren este incierto lugar común y lo eleven a la categoría de axioma informativo (como suelen tener por costumbre, dicho sea de paso, en cualquiera de los restantes ámbitos de su actividad cotidiana) no sorprende ya demasiado; esta clase de explosiones de papanatismo patrio suelen producirse como reflejo tardío (o quizá no tanto) de esa España acomplejada y provinciana que todavía pervive, más de lo que nos gustaría y mucho más de lo que sería conveniente, bajo la capa de modernidad y tecnología que la recubre superficialmente como un fino papel de regalo que envuelve el vacío, esa España a lo Villar del Río, el pueblecito que Luis García Berlanga y Juan Antonio Bardem, con apoyo de Miguel Mihura, diseñaron para su magistral ¡Bienvenido, Míster Marshall! (1953), que se deja fascinar y entontecer por cualquier impresión, por lo general incompleta y errónea, proporcionada por sus ambiguas relaciones con el exterior. Quiere la casualidad que el ficticio Villar del Río berlanguiano (el real y tangible está en la provincia de Soria y no llega a los doscientos habitantes) se ubicara en la madrileña localidad de Guadalix de la Sierra, la misma en la que, decenios más tarde, cierto canal televisivo con preocupante afición por la ponzoña situaría su patético espectáculo de falsa telerrealidad con título de reminiscencias orwellianas, con lo que la reducción de esa España pacata y súbdita, atrasada y cateta, al inventado Villar del Río, sea en su versión clásica cinematográfica o en su traslación posmoderna televisiva, alcanza un asombroso grado de lucidez.

Pero lo cierto es que, más allá de su rico y simpático anecdotario con las estrellas de la época (como el tan manido relato de cuando, presuntamente, le frió los huevos –de gallina- a Marlon Brando), resulta más que cuestionable que Sara Montiel llegara a triunfar en Hollywood o a conquistar algo aparte del que fue su marido, el director Anthony Mann, su verdadera puerta de entrada (giratoria, en todo caso) a la vida social hollywoodiense. Aunque en México llegó a participar hasta en catorce películas, sólo intervino, en papeles irrelevantes, en cuatro títulos de producción norteamericana: Aquel hombre de Tánger (Robert Elwyn y Luis María Delgado, 1953), en realidad una coproducción con España que nadie recuerda, las notables Vera Cruz (Robert Aldrich, 1954) y Yuma (Samuel Fuller, 1957), aunque su presencia es residual, casi incidental, y la olvidable Dos pasiones y un amor (Serenade, Anthony Mann, 1956), vehículo para el exclusivo lucimiento del tenor Mario Lanza. Lo que sí es indudable es que Sara Montiel no fue ni la primera española, ni tampoco la primera actriz, ni tan siquiera la primera artista, en hacerse un exitoso hueco en Hollywood, y que sus logros, si se los puede llamar así, fueron superados con creces, antes y después, por los de otros muchos profesionales (actores y actrices, técnicos, guionistas y escritores) de procedencia española. Son los casos, por ejemplo, de los intérpretes Antonio Moreno y Conchita Montenegro.

El madrileño Antonio Garrido Monteagudo Moreno, conocido artísticamente como Antonio Moreno o Tony Moreno, fue un auténtico sex-symbol del cine silente, en abierta rivalidad y competencia con los otros dos grandes nombres del momento, Rodolfo Valentino y Ramón Novarro, y, como ellos, conocido homosexual a pesar de su éxito entre el público femenino y de sus matrimonios forzados por los estudios para guardar las apariencias. Moreno llegó a compartir créditos como protagonista masculino con Greta Garbo, Clara Bow, Gloria Swanson o Pola Negri, y más adelante, como secundario de lujo, por ejemplo, junto a John Wayne en Centauros del desierto (The Searchers, John Ford, 1956), con el que comparte una, para los españoles, curiosa escena sólo apreciable si se visiona en versión original (“Salud”/“Y pesetas”/“Y tiempo para gastarlas”). La donostiarra Conchita Montenegro (Concepción Andrés Picado) fue toda una diva. Llegó a Hollywood en 1930, casi al mismo tiempo que un grupo de escritores españoles reclamados por la nueva industria del cine sonoro para la filmación de los llamados talkies, cuando, antes de la invención del doblaje, las películas norteamericanas encontraban dificultades para su distribución en países de habla no inglesa y era preciso filmar las mismas películas en distintos idiomas, con diferentes directores, repartos, equipos técnicos y guionistas turnándose en el rodaje de las mismas secuencias, en los mismos decorados, pero en distinta lengua (célebre es el caso de Drácula, de Tod Browning, película de 1931 protagonizada por Bela Lugosi que tiene su paralela en castellano, dirigida por George Melford, con el andaluz Carlos Villarías como vampiro hispano, y que no desmerece en ningún aspecto al “original” en inglés, si es que no lo supera). Conchita Montenegro acudió a Hollywood como actriz de talkies en español, pero su solvencia y su calidad como intérprete, y su aprendizaje acelerado del idioma gracias a la ayuda del cineasta, escritor y diplomático español Edgar Neville y de un buen amigo suyo, el mismísimo Charles Chaplin, le permitieron dar el salto a las cintas en inglés, llegando a compartir cartel con Leslie Howard, Norma Shearer, Robert Montgomery, George O’Brien, Lionel Barrymore, Victor McLaglen, Robert Taylor o Clark Gable, al que se negó a besar durante una prueba con una mueca de desprecio que fue la comidilla en Hollywood. Continuar leyendo «Hollywood encuentra a Villar del Río: escritores españoles en la meca del cine»

Antes de Ulzana y de Rambo, fue Willie Boy: El valle del fugitivo (Tell Them Willie Boy is Here, Abraham Polonsky, 1969)

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Abraham Polonsky es uno de los guionistas y directores más políticamente significados del cine norteamericano. Intelectual neoyorquino, comunista de los de carnet del partido, amigo de juventud del músico Bernard Herrmann, dio sus primeros pasos como autor de ensayos y novelas antes de firmar por la Paramount, aunque no empezó a escribir guiones para el estudio hasta después de la Segunda Guerra Mundial, durante la que sirvió en la Oficina de Servicios Estratégicos (OSS, en sus siglas en inglés), el antecedente de la CIA. Autor de argumentos para Mitchell Leisen, Robert Rossen o Don Siegel, entre otros, debutó como director en la excelente La fuerza del destino (Force of Evil, 1948) antes de ver su carrera truncada tras su negativa a declarar ante el Comité de Actividades Antiamericanas y su inclusión en la lista negra de Hollywood. Después de sobrevivir escribiendo guiones bajo pseudónimo, retornó a la dirección de películas en Hollywood, en este caso en el seno de los estudios Universal, con este western que, como todas sus obras, destaca por su compromiso ideológico y político.

La película recupera un hecho real acaecido en California en 1909 para denunciar el racismo, la persecución y el genocidio indio sobre el que se asentaron los pilares para la construcción identitaria de los Estados Unidos. Willie Boy (Robert Blake), un joven indio paiute, sale de la cárcel y regresa a su reserva, en el entorno de San Bernardino y Palm Springs, al encuentro de Lola (una Katharine Ross teñida de negro y más que bronceada), la joven que ama pese a la oposición del padre de ella y cuyo rapto y fuga motivó su captura y entrada en prisión. Condenados a repetir el mismo error, esta vez tras un hecho sangriento, Willie Boy y Lola inician una huida desesperada, perseguidos por la patrulla encabezada por el sheriff Cooper (Robert Redford) y de la que forman parte veteranos cazadores de indios como Calvert (Barry Sullivan) o el patán Hacker (John Vernon). La persecución viene a romper la dinámica de dependencia sexual que existe en la relación entre Cooper y Liz (Susan Clark), la joven médico que trabaja como administradora de la reserva paiute, y sobre todo siembra de incertidumbre la visita a las cercanías de Howard Taft, 27º presidente de los Estados Unidos, para la que se ha desplegado un importante dispositivo de seguridad. Presionada por esta circunstancia, la patrulla busca capturar a Willie Boy con rapidez y contundencia, pero la astucia y la habilidad del indio no dejan de dificultarles el trabajo y prolongar su aventura. Las dudas, los contratiempos y el cada vez mayor despliegue de fuerzas en su contra hacen mella en la relación entre Lola y Willie, pero no hacen desistir al indio, que se resiste a ser de nuevo enviado a la cárcel.

Willie Boy ejerce así de antecedente de personajes como el Ulzana de Robert Aldrich o el John Rambo de la novela de David Morrell y la película de Ted Kotcheff, el hombre incomprendido, inadaptado, rechazado y temido sobre el que se inicia una batida de persecución, pero Polonsky, autor también del guión, emplea la historia del fugitivo paiute como altavoz para denunciar el exterminio de los indios americanos y el racismo existente entre la población blanca con respecto a los nativos. Así, todos los enclaves paiutes en los que Willie Boy espera recibir apoyo y ayuda aparecen despoblados, en estado de abandono, un completo vacío que aboca a la pareja en fuga a la soledad y al fracaso. En el otro bando, las referencias despectivas, el odio y el continuo recordatorio de viejos tiempos en los que la caza del indio era el principal deporte del Oeste y una forma de prestigiarse ante otros exploradores y cazadores blancos, enlaza con un tiempo, el del rodaje, en el que Estados Unidos finalizaba la década de la lucha por los derechos civiles, predominantemente los de la minoría negra, pero que lo dejaba casi todo pendiente para los llamados nativoamericanos. Ello no obsta para que la película desarrolle un progresivo sentimiento de identificación entre Willie Boy y el sheriff Cooper, un papel atípico de antihéroe cínico y desencantado para un Robert Redford que se encontraba en pleno trampolín al estrellato, y que, siempre deseoso de alimentar su conciencia política e intelectual, interpretó este personaje más matizado que el Sundance Kid que lo convirtió en una referencia en Hollywood de Dos hombres y un destino (Butch Cassidy and the Sundance Kid, George Roy Hill, 1969). Una identificación que cristaliza en el desenlace, en el que se produce una aproximación entre uno y otro que desemboca en el reconocimiento mutuo a través tanto de la violencia como de los deseos de Cooper de preservar de la prensa y de la explotación mediática y la humillación pública la captura y la figura de Willie. Continuar leyendo «Antes de Ulzana y de Rambo, fue Willie Boy: El valle del fugitivo (Tell Them Willie Boy is Here, Abraham Polonsky, 1969)»

Música para una banda sonora vital: Duelo de titanes (Gunfight at the OK Corral, John Sturges, 1957)

Dimitri Tiomkin es sin duda uno de los más grandes compositores de la historia del cine. Nacido en Ucrania, tras instalarse en Inglaterra marchó a Estados Unidos para una gira de conciertos, y sintió que había encontrado su lugar en el mundo y en la composición para el cine su forma de encauzarse profesionalmente. Muy interesado por las músicas tradicionales norteamericanas y por los sonidos nativos, su trayectoria se caracteriza por la magnificencia de sus orquestaciones y por la épica de la que dota a sus temas. La larga carrera de Dimitri Tiomkin, ganador de cuatro premios Óscar y nominado en otras once ocasiones, incluye composiciones para algunas de las más importantes películas de directores como Frank Capra, Howard Hawks, Alfred Hitchcock, Fred Zinnemann, Otto Preminger, William Wyler, John Huston, John Sturges, Robert Aldrich, John Sturges, Anthony Mann, Henry Hathaway o Nicholas Ray. Destacó además como creador de canciones, como Degüello para Río Bravo (Howard Hawks, 1959), que introdujo las guitarras españolas y las trompetas en la línea que después seguiría Ennio Morricone para los westerns de Sergio Leone, y que se repetía en la banda sonora de El Álamo (John Wayne, 1960), o el tema principal de este glorioso y mítico western de Sturges, interpretado por Frankie Laine.

Más allá de Río Grande

EHRENGARD (Robert Ryan): ¿Y qué hacían unos norteamericanos en una revolución mexicana?

DOLWORTH (Burt Lancaster): Tal vez sólo haya una revolución. Desde siempre. La de los buenos contra los malos. La pregunta es: ¿quiénes son los buenos?

Los profesionales (The Professionals, Richard Brooks, 1966)

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Pocos escenarios resultan tan evocadores en el cine y en la literatura como la frontera, ya la identifiquemos con la artificiosa franja de tierra (o agua) de nadie levantada por los caprichosos azares de la Historia o con cualquiera de sus simbólicos sucedáneos en forma de aeropuerto, estación o puerto fluvial o marítimo. No puede ser de otra manera consistiendo el arte de la narración desde sus remotos inicios en el relato de una transformación, de un viaje exterior como espejo de un cambio interior y por tanto en el sucesivo cruce o salto de fronteras hasta final de trayecto. El cine ha asumido en innumerables ocasiones el papel de la frontera física como fuente de amenaza, esperanza de salvación o metáfora de encrucijada o punto de inflexión ideal para personajes que buscan cambiar su destino. Por volumen de producción es el cine americano el que más historias fronterizas ha parido y, tratándose de su país y existiendo un género cinematográfico tan prolífico y tan americano como el western, obviamente es su frontera con México la que arrastra una mayor carga de significados. Son múltiples los lugares fronterizos que conocemos sólo porque hemos oído hablar de ellos en las películas: Tijuana, Yuma, Nogales, Agua Prieta, El Paso, Eagle Pass, Piedras Negras, Laredo o, más popular en los últimos años por otras desgraciadas razones, Ciudad Juárez. Son otros tantos los topónimos que sin encontrarse realmente en la frontera hacen de su cercanía a ella su medio de vida o son paso obligado camino del otro lado: San Diego, Ensenada, Phoenix, Tucson, Santa Fe, Hermosillo, Chihuahua, Albuquerque, Morelos, San Antonio, Monterrey, Matamoros, Río Bravo… Curiosamente, el cine americano no ha correspondido de la misma forma a su frontera con Canadá, un país a priori más cercano política, económica, social y culturalmente y con el que comparte más kilómetros de línea fronteriza. Canadá suele quedar relegado a quimérica referencia para los esclavos negros evadidos o para los huidos de la justicia que buscan refugiarse en un país sin tratado de extradición, ya sean delincuentes o jóvenes que escapan al alistamiento militar, aunque las más de las veces Canadá suele ser objeto de chistes y bromas despectivas en comedias de mediano pelaje. La causa de esta preferencia del cine estadounidense por la frontera mexicana quizá haya que buscarla en razones de carácter histórico y sociológico que pueden resumirse en el viejo dicho de que “el roce hace el cariño”. También en el cine, aunque, a juzgar por el paternalismo colonialista y folclórico con que las películas estadounidenses se aproximan frecuentemente a su vecino del sur, la visión de lo mexicano suele ir acompañada de una pretendida plasmación de la superioridad espiritual y racial anglosajona: resulta mucho más fácil y tentador caricaturizar o degradar a un pueblo considerado inferior, ya sean mexicanos o indios, que a un país que les venció en una guerra y les supera en calidad de vida o a naciones europeas mucho más antiguas cuya historia, tradición y cultura envidian en parte. En decenas de westerns México y los mexicanos son representados como bufones, bandidos, borrachos, vagos, pusilánimes, maleantes o traidores, o su papel se ha visto restringido a mero ingrediente pintoresco con hincapié en aspectos culturales heredados de su pasado hispánico (corridas de toros, flamenco e incluso jotas aragonesas), vicios retomados hoy por Robert Rodriguez y Quentin Tarantino tras una mala digestión del cine de Sergio Leone.

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Sin embargo, existen excepciones notables a esta regla entre las que destaca El Álamo (The Alamo, John Wayne, 1960), western que en la línea conservadora de su director apuesta por la épica y la grandilocuencia para narrar meticulosamente el episodio histórico del asedio sufrido por los texanos en la misión de San Antonio de Béjar por parte del ejército mexicano del general Santa Anna en 1836. Aunque el retrato heroico de unos centenares de voluntarios sitiados dista mucho de su condición de ocupantes ilegales, de colonos invasores de un territorio ajeno azuzados por Estados Unidos, y se entrega al tributo patriótico más desaforado, lo cierto es que Wayne muestra en la película un tacto y un respeto inusitados al retratar a los mexicanos como enemigos legitimados, valientes, aguerridos, heroicos, caballerosos y corteses, sin dotarlos de ninguna de las negativas connotaciones de perfidia o crueldad con que los norteamericanos suelen caracterizar a enemigos más poderosos que ellos y sin apelaciones al infortunio para justificar la derrota. Sin duda, el hecho de que Wayne conviviera tanto tiempo con John Ford, apasionado de México por más que en sus filmes abusara de estereotipos y tópicos, y su propia querencia por el país y por las mujeres latinas ayudaron a que la película no fuera un panfleto antimexicano. Con todo, El Álamo sirve plenamente a las tesis mesiánicas del llamado “Destino Manifiesto[1]”.

En cualquier caso, buena parte de este cine norteamericano no trata tanto de la realidad de la frontera como de su desaparición. Río Grande ya no es un camino de ida transitado por jóvenes parejas fugadas que cruzan al otro lado para casarse ni la ansiada tierra prometida de delincuentes y forajidos que huyen de la ley; es un difuso camino de dos direcciones, una línea ficticia que no impide el continuo trasiego de personas, negocios e ideas pero que, sobre todo, ya no divide dos mundos diferentes. En ambos hay valentía y orgullo, amor y muerte, pasión y corrupción. México era la última frontera, y ya no existe.

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Música para una banda sonora vital: ¿Qué fue de Baby Jane? (What Ever Happened to Baby Jane, Robert Aldrich, 1962)

Al hilo del éxito de esta colosal película de Robert Aldrich, Bette Davis disfrutó de una breve y efímera carrera musical, con gira televisiva incluida, cuyo único hito reseñable es el tema que aludía directamente a la película.

Anatomía del juguete roto de Hollywood: The big knife (Robert Aldrich, 1955)

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Este drama de Robert Aldrich, premiado en Venecia con el León de Plata, titulado en España indistintamente La podadora o El gran cuchillo, parte de una obra teatral de Clifford Odets para ofrecer un retrato particularmente devastador del poder de Hollywood y de sus criaturas para destruir carreras, corromper espíritus, traicionar principios, devorar a sus hijos y asfixiar a sus semejantes.

Extraño artefacto fílmico deudor de los modos y maneras de la escena teatral, dependiente casi en exclusiva del texto, su fuerza principal radica en la intensidad de las interpretaciones del excelente y logrado reparto. Charlie Castle (Jack Palance) es un actor tan exigente consigo mismo como con la calidad de los proyectos en los que se embarca. No obstante, está muy descontento y frustrado con las películas que su draconiano contrato le ha obligado a protagonizar para Stanley Hoff (Rod Steiger), el magnate que controla el estudio, y que, a pesar de que han recaudado mucho dinero y han sido grandes éxitos, no han satisfecho a Charlie en lo «artístico». Eso hace que se replantee la firma de un nuevo contrato con Hoff y que se vea sometido a un vaivén de aspiraciones e intereses contrapuestos, representados por dos de sus personas de confianza: la primera, su esposa, Marion (Ida Lupino), con la que se encuentra en trámites de divorcio, que desea que Charlie se libere de la tiranía de Hoff y pueda crecer personal y profesionalmente lejos de él, en cuyo caso podría reconsiderar la ruptura de su relación y rechazar la propuesta de matrimonio que le ha hecho el mejor amigo de Charlie, Hank (Wesley Addy), un escritor de Nueva York; la segunda, su representante, Nat (Everett Sloane), más pragmático y realista, que ve en las cifras del nuevo contrato la estabilidad profesional y la solvencia financiera que la carrera de Charlie precisa, además de un porcentaje seguro en sus propios emolumentos. Pero las dudas de Charlie van más allá de lo profesional porque Hoff, un tiburón sin escrúpulos, y Smiley (Wendell Corey), su lugarteniente y negociador, poseen cierta información sobre el pasado del actor que serían capaces de utilizar en su contra si este se negara a renovar su compromiso profesional con el estudio. ¿Qué pasó aquella noche en la que el coche de Charlie, después de salir de una fiesta algo bebido, atropelló a una niña y le provocó la muerte? ¿Quién conducía? ¿Quién acompañaba a Charlie en el coche? ¿Fue justa la condena a prisión de Mickey (Wesley Addy), amigo y asistente personal de Charlie, o bien se trató de una maniobra de Hoff para evitarle la cárcel a su máxima estrella? El dilema profesional se complica con el deseo personal: Charlie ama a Marion pero no puede evitar sus esporádicas aventuras extramatrimoniales -ahí están, por ejemplo, las amenazas de Connie (Jean Hagen), la esposa de su amigo y representante, Buddy (Paul Langton), o la de una de sus antiguas y ocasionales amantes, Dixie (Shelley Winters), ¿tal vez la chica que viajaba con él en el coche la noche que todo ocurrió?-, al tiempo que el rechazo del contrato es un requisito imprescindible para su futuro junto a ella; por otro lado, si no firma puede acabar en prisión, además de perder su estatus como estrella y su seguridad económica.

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El enrevesado y multidireccional planteamiento emocional concentra un pequeño microcosmos de Hollywood en el salón de la casa de Charlie, donde, salvo un puñado de escenas y breves transiciones, transcurre la parte central de la acción. No falta ni siquiera la entrometida cronista de chismes, al estilo de Louella Parsons o Hedda Hopper, llamada aquí Patty Benedict (Ilka Chase), que intenta sonsacar y presionar a Charlie y a sus seres más próximos para publicar la exclusiva de su divorcio. Convertido el salón en escenario principal, distintos de sus elementos decorativos o funcionales cobran especial relevancia y valor narrativo: la escalera de caracol, por donde ciertos personajes aparecen y desaparecen muy significativamente, y de donde proviene (en elipsis visual) la fatalidad de la secuencia final; el retrato picassiano que cuelga en un lugar central, y que alude continuamente a los matices crematísticos de las dudas y de los peligros que flotan en el ambiente; el mueble bar, lugar de búsqueda de inspiración o consuelo; el sofá, espacio para los agotados y los derrotados; el tocadiscos, mecanismo de expresión de la conciencia o del deseo de evadirse de ella; la galería, que separa el cargado interior del luminoso jardín exterior… Continuar leyendo «Anatomía del juguete roto de Hollywood: The big knife (Robert Aldrich, 1955)»