¿Ha muerto el cine? Las tres muertes del cine y una improbable propuesta de resurrección.

«El cine ya no existe. El cine con el que crecí y el cual sigo haciendo, ya no existe. Los cines siempre existirán para una experiencia en comunidad, no hay duda de ello. Pero, ¿qué tipo de experiencia será? ¿Será siempre ir a ver una película de parque de atracciones? Da la impresión de que soy un hombre viejo, y lo soy. La pantalla grande para nosotros en los 50 era ver westerns como Lawrence de Arabia y de ahí la experiencia especial de 2001: Odisea en el espacio, en 1968. O la experiencia de ver Vertigo y The Searchers en VistaVision» (Martin Scorsese).

Is Cinema Dead? A Tale Of Streaming Services, Piracy And ...

“El cine ha muerto”, proclamaba pomposo, una vez más, Peter Greenaway en mayo de 2012 con motivo de la presentación de Heavy Waters, 40.000 years in four minutes, pieza de videoarte con la que el polémico cineasta galés, súbitamente enamorado de esta modalidad de creación a través de la imagen, se proponía “deconstruir la idea de la pantalla única y romper con la narrativa tradicional del cine”. A la vista del nulo recorrido de su obra el que realmente parecía estar muerto era Greenaway, que no tardó en volver al cine “tradicional”, si bien desde su abigarrado enfoque culto y multidisciplinar, con Goltzius and the Pelican Company (2012), 3x3D (2013), película colectiva junto a Jean-Luc Godard y el portugués Edgar Pêra, y la, esta sí, espléndida Eisenstein en Guanajuato (2015).

Históricamente, cada vez que el cine ha dado pasos visibles y decisivos en el desarrollo de su técnica y la ampliación de sus posibilidades como medio de expresión artística, alguien, generalmente profesionales de las distintas ramificaciones de la industria, y no precisamente como una boutade producto de un ego que a duras penas encuentra acomodo en el propio cuerpo, ha vaticinado su muerte inminente o lo ha dado prematuramente por enterrado. Sin embargo, aunque cambios revolucionarios como la llegada del sonido, la implantación del color o la aparición de la televisión generaron sus particulares movimientos de resistencia (Charles Chaplin, en defensa de las películas silentes como la más pura y estilizada plasmación del lenguaje cinematográfico, no introdujo diálogos en sus filmes hasta 1936; los grandes maestros a favor del blanco y negro como superior herramienta para la representación idealizada de la realidad, máxima aspiración del cine; las superproducciones en color y formato panorámico rodadas en exteriores para imponerse a la naciente televisión en blanco y negro grabada en estudio…), lo cierto es que los agoreros se equivocaron (como erraron cuando profetizaron la desaparición del cine tras la invención del vídeo doméstico y su posterior sustitución por el DVD), y a pesar de que las sucesivas novedades modificaron el reparto del pastel de negocio, alteraron ciertas relaciones de poder y provocaron un número indeterminado de pequeños terremotos controlados, el cine en su conjunto salió reforzado de estos pulsos, se dotó de nuevos y eficaces instrumentos a través de los cuales desarrollarse técnicamente y multiplicó exponencialmente las opciones disponibles para contar historias. En suma, tras cada una de estas crisis el cine vio apuntalados los cimientos de su condición de principal vehículo de entretenimiento del siglo XX o, en palabras de Orson Welles, el “medio de comunicación más importante desde la creación de la imprenta”.

Al mismo tiempo, no obstante, en cuanto a industria, el cine ha ido dando pasos a primera vista no tan llamativos pero igualmente cruciales en lo que respecta a la forma en que nos hemos acostumbrado a ver las películas. Ha sido precisamente en estos cambios casi desapercibidos, alejados en apariencia de turbulentas situaciones críticas, donde se ha ido inoculando el virus que más de un siglo después del nacimiento del cine supone la mayor amenaza, tal vez definitiva, a su supervivencia, y de cuya superación pueden depender las posibilidades narrativas que se abran a las películas en el futuro. Lo cual, paradójicamente, nos aproxima a la sentencia de Greenaway y a sus intentos por encontrar nuevos mecanismos de expresión creativa.

Son muchos y diversos los signos de agotamiento que se aprecian en el cine destinado al gran público (el único que, a fin de cuentas, es realmente relevante, el que verdaderamente entendemos como tal cuando utilizamos esa expresión generalista, “el cine”): el escaso poder de renovación del cine de género, la bochornosa e indiscriminada práctica del remake y la multiplicación de sagas, secuelas y precuelas, la abundancia de tópicos, clichés, estereotipos y lugares comunes dramáticos, los guiones previsibles y/o chapuceros, los finales decididos sobre la base de estudios de mercado, el abuso de florituras tecnológicas y el consecuente abandono de otros recursos propiamente cinematográficos que exigen mayor conocimiento y pericia, la infantilización de la comedia o del cine de acción y aventuras, la continua adaptación a la pantalla de best-sellers de escaso valor, la autocensura de autores y productores, la falta de asunción de riesgos en la producción, las modas periódicas, la nefasta influencia del videoclip, la televisión, la publicidad y los videojuegos, la pérdida de referentes culturales, el abuso del sensacionalismo visual, la proliferación de películas construidas sobre “finales sorpresa” que descuidan en cambio la construcción de personajes y situaciones solventes, la mercadotecnia como fin en sí mismo y no como medio para la difusión y comercialización de películas de calidad… La salvación del cine, su capacidad para seguir creciendo, sorprendiendo e innovando sin dejar de conservar su público depende en última instancia de un radical cambio de rumbo, de la recuperación, exploración y explotación de algunas de las vías muertas que el desarrollo industrial del cine fue cerrando o dejando solamente entreabiertas a su paso. Perspectivas que, tradicionalmente asociadas, a menudo en sentido despectivo, al concepto de cine de autor o al cine experimental, y aunque nunca del todo amortizadas, son carne de festival, de filmoteca o de canales televisivos temáticos, están muy poco presentes y durante demasiado poco tiempo en las carteleras comerciales y van dirigidas a una clase muy específica de público, aquel que no considera el cine una mercancía a la que aplicar el modelo económico dominante del consumo basura. No se trata tanto de empecinarse en hallar inciertos caminos experimentales de dudosa existencia como de rehabilitar la vigencia y aceptación generalizada de propuestas cinematográficas alternativas que ya existen, que siempre han existido, y que quedaron marginadas o abandonadas por el cine mayoritario, el impuesto por la industria, en su camino de más de cien años de historia en busca del negocio perfecto.

Primera muerte: el libro mató a la estrella de la cámara.

Las dificultades para la supervivencia del cine y sus esperanzas de futuro provienen de la misma razón de origen que lo hizo vivir y desarrollarse: su doble condición de arte y entretenimiento, de cultura e industria. Esta naturaleza dual se hizo patente desde el mismo instante de su presentación “oficial” en sociedad, el 28 de diciembre de 1895 en el Salón de Té Indio del Gran Café de París, en el número 14 del Boulevard des Capucines.

Las películas iniciales de los hermanos Lumière (como las de quienes les precedieron en la filmación de imagen en movimiento: Le Prince, Muybridge, Marey, Donisthorpe, Croft, Bouly, Edison, Dickson, Friese-Griene, Varley, Jenkins, los hermanos Skladanowsky, Acres, Paul…) constituyen la primera muestra de cine en estado puro, reflejo de la realidad idealizada a través del ojo de la cámara. Para Andréi Tarkovski, La llegada del tren a la estación de La Ciotat supone el instante preciso en que vio la luz el arte cinematográfico: “Y no me refiero solo a la técnica o a los nuevos métodos para reproducir la realidad. Allí nació un nuevo principio estético. Este principio consiste en que, por primera vez en la historia del arte y de la cultura, el ser humano encontró el modo de fijar el tiempo de manera inmediata, consiguiendo a la vez reproducir, cuantas veces desease, ese instante sobre la pantalla, es decir, volver a él. El ser humano obtuvo así la matriz del tiempo real. Visto y fijado, el tiempo se pudo conservar en latas de metal por mucho tiempo (en teoría, para siempre)”. Sin embargo, la renuncia a profundizar en las posibilidades artísticas del cine por parte de los Lumière, que pensaban únicamente aplicarlo para usos científicos, puso el nuevo invento en manos de uno de los treinta y tres espectadores de aquella primera sesión de películas, Georges Méliès, que vio de inmediato en el cine un amplísimo campo abierto para el espectáculo. Con ello el cine comienza a expandirse, pero al quedar en poder de un ilusionista que lo lleva a su terreno, al mismo tiempo que ensancha sus posibilidades, estas se concentran en una dirección muy concreta. El cine pasa de ser una atracción de feria, un fenómeno tecnológico, una curiosidad técnica dentro de la nueva era industrial, a un medio para contar historias siguiendo un canon, no puramente artístico como el de la pintura o la escultura, sino el propio del mundo del espectáculo.

Son años de películas de pantomimas, trucos y fantasmagorías, deudoras del teatro de variedades, de creadores como Alice Guy o el turolense Segundo de Chomón, formado junto a Méliès en su estudio de Montreuil, y también de proyecciones de insulsas escenas de la vida cotidiana e impersonales estampas urbanas o campestres, simples postales en movimiento rodadas por equipos de filmación repartidos por todo el mundo. Consumido, sin embargo, el efecto sorpresa, acostumbrada la masa de espectadores al nuevo medio, pronto el interés por las películas empieza a disminuir. Méliès, poseedor de múltiples talentos y dueño de una gran imaginación, comienza a escribir entonces sus propios guiones dramáticos, historias que sus actores, y él mismo, representan en la pantalla y que le permiten utilizar buena parte de los recursos técnicos que había incorporado a sus espectáculos de ilusionismo. Donde su fantasía no alcanza, sin embargo, llega la literatura. Es ahí donde el cine empieza a abrirse y cerrarse horizontes. Evidentemente, Méliès no hace adaptaciones de obras literarias completas, se limita a síntesis muy reelaboradas de los argumentos o a retratar los pasajes más conocidos, aquellos que le permiten utilizar sus juegos y trucajes y que al mismo tiempo son fácilmente identificables por el público. Esta puerta entreabierta supone, no obstante, la introducción gradual de la literatura en el cine, una invasión lenta pero incesante que acaba por subordinar las múltiples variables potenciales de la expresividad cinematográfica a los parámetros de la narrativa literaria. El cine deja de ser imagen pura, abandona el principio estético al que se refiere Tarkovski, expresión de la matriz del tiempo real, para convertirse en representación de la literatura a través de la imagen. En 1902 Méliès filma Viaje a la luna y Las aventuras de Robinson Crusoe, y el éxito de estas películas extiende la fórmula a otros competidores. En 1908 ya se han rodado adaptaciones cinematográficas de obras de Hugo, Dickens, Balzac o Dumas, entre muchos otros. En 1912 se presenta una versión de Los miserables de nada menos que cinco horas. En Italia, país que disputa a Francia la hegemonía cinematográfica en Europa durante la primera mitad de los años diez, abundan las adaptaciones a la pantalla de los clásicos latinos y del Renacimiento, las películas bíblicas y, en menor medida, las inspiradas en obras de Shakespeare o en libretos operísticos. En otras cinematografías incipientes como la danesa, la sueca o la soviética, la influencia de la literatura está más condicionada, su implantación es algo más tardía y contestada por otras formas de narrar independientes de las letras, pero termina por triunfar igualmente.

La victoria definitiva de la literatura sobre el cine se produce al otro lado del Atlántico. Desde Edison, en el primer cine norteamericano habían predominado la acción, el documental y la recreación dramatizada de la realidad. Además de noticiarios que recogen auténticos acontecimientos de la guerra bóer de África del Sur, dos de las películas más importantes de esta primera época son Rasgando la bandera española (Stuart Blackton y Albert Smith, 1898), representación de episodios de la guerra de Cuba filmada en la azotea de un rascacielos neoyorquino (película fundacional de la productora Vitagraph, futura Warner Bros.), y, sobre todo, el western Asalto y robo de un tren (Edwin S. Porter, 1903), con el famoso pistolero bigotón que dispara directamente a cámara. Pero con la decisión de Jesse Lasky y Cecil B. DeMille de basar sus primeras películas en Hollywood (de hecho, las primeras películas de Hollywood) en obras de Broadway protagonizadas por los mismos actores que las habían hecho éxito en las tablas neoyorquinas y, especialmente, con el triunfo de El nacimiento de una nación (1915) de David W. Griffith, el cine de raíz literaria se impone por completo. Actor desde 1904, Griffith acude en 1907 a las puertas de Black Maria, el estudio de Edison, donde también trabaja Porter, para ofrecer una adaptación a la pantalla de Tosca. Necesitados de actores, no de autores, Griffith es contratado para un pequeño papel, y termina quedándose en el estudio como “hombre para todo”. En 1908 dirige su primera película, pura acción, sobre el secuestro y rescate de una niña, e inicia un vertiginoso aprendizaje a lo largo de más de cuatrocientos títulos entre los que poco a poco se van filtrando adaptaciones literarias de las obras que conocía gracias a su esmerada y tradicional educación sureña (Shakespeare, Tolstoi, Poe o Jack London, entre otros). De Tennyson toma sus personajes femeninos, ideales para Mary Pickford y las hermanas Lillian y Dorothy Gish, jóvenes ingenuas, tiernas, desgraciadas y perseguidas, propias del folletín victoriano. Todo lo demás lo adapta de Charles Dickens, en especial el recurso de la “salvación en el último minuto” y las acciones simultáneas. Griffith rompe los cuadros de teatro de Méliès y dinamiza las historias gracias al montaje paralelo, los movimientos de cámara, el uso de la perspectiva y los saltos espaciales y temporales. De este modo, Griffith supera a Méliès y consigue que lo fantástico ya no provenga de una reinvención producto de una imaginación desbordante, sino que esté justificado sobre la base de una realidad tangible, que descanse en personajes e historias creíbles, reconocibles. Sus obras son folletines, melodramas llenos de situaciones violentas, de efectismos tragicómicos, de personajes buenos y malos que luchan para que el bien siempre venza en el instante final. Gracias a Griffith se impone en el cine de Hollywood, y gracias a Hollywood en el cine de todo el mundo, lo que Peter Watkins ha dado en llamar monoforma o “modelo narrativo institucional”, a veces también mal llamado “clásico” (porque además del modelo hollywoodiense puede hablarse de otros cines igualmente “clásicos”), expandido, sostenido y potenciado por el imperialismo económico y cultural estadounidense y sus superestructuras neocapitalistas, y que ha copado implacablemente tanto la praxis cinematográfica y audiovisual como el imaginario colectivo universal. Desde 1927, con la llegada del sonido, el dominio de esta forma de narrar, la primacía de la literatura sobre la imagen, con la necesidad de escribir diálogos y la llegada masiva de escritores, periodistas y dramaturgos a los estudios, se convierte en total. Esta monoforma lo ha impregnado todo, hasta la crítica cinematográfica especializada, a menudo seguidora de los intereses comerciales de los medios de comunicación que la amparan y que, en general, se limita a comentar el argumento literario de las películas y su adecuada o no traslación a imágenes, las interpretaciones, la construcción de personajes y guion, el desarrollo de la trama y la oportunidad del desenlace, con algún apunte vagamente técnico siempre referido a los mismos aspectos –música (denominada, erróneamente, banda sonora), fotografía y montaje– tratados de manera superficial, genérica, sin pormenores, y dejando al margen el verdadero comentario cinematográfico de las películas, que queda para los estudiosos y el reducido campo de unas investigaciones que solo encuentran difusión en el ámbito académico o artístico.

Sin negar todo lo que esta forma “literaria” de hacer cine ha aportado a la historia del arte y la cultura universal, lo cierto es que el cine buscó en la literatura munición creativa para las películas y un prestigio que le permitiera ser aceptado por quienes, precisamente desde el arte, lo despreciaron en los primeros tiempos como simple espectáculo popular. La literatura abrió al cine nuevas vías que se han extendido hasta hoy, pero lo mismo que ha alimentado variantes distintas de hacer cine durante más de un siglo ha desplazado otras igualmente válidas, basadas primordialmente en la imagen, en una narrativa puramente audiovisual. El futuro del medio pasa por el camino hasta hoy minoritario, por la ruptura con la literatura, el abandono de la idea del cine de Méliès o Griffith, la del “cine como la más importante de las artes al comprenderlas todas”, y la asunción del principio estético al que aludía Tarkovski al referirse a las películas de los Lumière: “el cine no debe ser una simple combinación de principios de otras artes […]. La suma de la idea literaria y la plasticidad pictórica no da lugar a una imagen cinematográfica, sino a un producto acomodaticio, inexpresivo y ampuloso”. A partir de este punto, el cine caminaría hacia el documental, no como género cinematográfico sino como modo de reproducción de la vida, de fijación del tiempo en imágenes, con sus formas y manifestaciones efectivas. Para Tarkovski, “la fuerza del cine consiste en atrapar el tiempo y su real e indisoluble relación con la materia misma de la realidad que nos rodea a cada día y a cada hora”. El cine no habría de ser en origen literario sino solo forma, imagen, y considerarse producto intelectual únicamente como resultado, nunca con una intención o finalidad previas. El cine habría de alcanzar su objetivo primordial, la emoción, por la misma vía que la fotografía, es decir, administrando el amplio espacio intermedio entre luz y oscuridad, fijándolo en un tiempo determinado pero con la riqueza añadida del movimiento, permitiendo proyectar mental y emocionalmente su discurrir; no solo captar el tiempo de un instante concreto, también su evolución, su presente y su proyección pasada y futura, su conexión con la vida. El cine como una reelaboración emocional a posteriori por parte del espectador individual, una experiencia vital imposible de extrapolar o de compartir en todos sus matices con otro espectador. El cine, en suma, no como reproducción o representación de la idea que culturalmente compartimos de un sentimiento, sino como expresión y retrato, a ambos lados de la pantalla, de un sentimiento vivo.

Lejos de confinarse en reducidos guetos experimentales, obviados por la industria, la crítica y el gran público pero repletos de tesoros y de propuestas interesantes, tanto el cine construido fuera de la literatura (la exploración de los límites del lenguaje audiovisual convencional y el empleo de nuevos recursos para encontrar otras maneras de provocar experiencias, sentimientos, emociones y concepciones) como el cine pensado desde la literatura pero con la declarada intención de contravenirla, de desmontarla, de crear nuevas formas de contar desde su descomposición, no solo han enriquecido cinematografías de todo el mundo (las vanguardias rusas y alemanas, el cine avant-garde francés, los estructuralistas, el cine de propaganda y agitación ligado al 68, el cine underground, el cine militante –gay, feminista, el cine política y socialmente comprometido–, españoles como José Val del Omar, Javier Aguirre, Antonio Maenza, Joaquín Jordá, Ricardo Muñoz Suay, Fernando Arrabal, entre muchísimos otros) sino que marcan el camino de supervivencia del cine como arte, incluso como negocio, toda vez que la industria tradicional del cine se ha visto superada claramente por la del videojuego y se ve amenazada por la ficción hecha por y para la televisión, su fragmentación en forma de series, por lo común visualmente pobres e impersonales (son los diferentes directores y técnicos de cada capítulo los que deben ajustarse a una planificación estética uniforme marcada desde el diseño de producción para toda la serie), que suponen la consagración definitiva de la concepción de la narrativa audiovisual como mera reproducción en imágenes de la narrativa literaria.

Wiene y Murnau, Buñuel y Dalí, Vigo y Cocteau, Fellini y Lynch han logrado trasladar al cine la dinámica caótica y la textura etérea de la memoria y de los sueños; Dziga Vertov o Walter Ruttmann construyeron cautivadores mosaicos visuales a partir del retrato de la maquinaria de sus realidades urbanas; Bresson y Resnais, Antonioni y Oliveira, Cassavetes o Wong Kar-Wai, Haneke o Chang-wook, Ki-duk o Jim Jarmusch han superado la literalidad del guion literario y rodado excelentes películas desde la inexistencia de un guion y a partir de la improvisación, con la palabra subordinada por completo a la imagen; La jetée de Chris Marker (1961) presenta su futuro apocalíptico a través de fotografías, con un único fotograma en movimiento; Sayat Nova (1968) de Sergei Paradjanov relata la biografía del poeta armenio Aruthin Sayadin a través de la lectura en off de algunas de sus obras y su paralela traducción a hermosísimas imágenes estáticas representativas de los principales pasajes de su vida; Basilio Martín Patino capta en Canciones para después de una guerra (1976) el espíritu de una época combinando el montaje de fotografías y música popular; Tarkovski en El espejo (1975) narra la historia de una familia soviética (sospechosamente parecida a la suya propia) a lo largo de cuarenta años (desde la guerra civil española hasta el presente del rodaje) a través de recursos exclusivamente cinematográficos que combinan el empleo de la música, los noticieros de época o las imágenes rodadas en los frentes de guerra reales con un uso imaginativo de la puesta en escena, los cambios de color a sepia y blanco y negro para remarcar la diferencia entre presente vivido, memoria y sueño, y la identificación de personajes de distintos momentos temporales con el empleo de los mismos intérpretes; Ingmar Bergman en Persona (1966) analiza el concepto de identidad y rompe la narrativa tradicional para triunfar sobre la literatura quemando el propio negativo de la película y fusionando en uno solo los rostros de Bibi Andersson y Liv Ullmann; en el cine de Alfred Hitchcock, bajo su aparente capa de narración tradicional vinculada al crimen y el suspense, o en el de Fritz Lang, que navega continuamente entre la luz y la oscuridad de la lucha entre civilización y barbarie, late todo un universo visual plenamente autónomo que transita en sincronía pero de manera independiente de cada guion literario; Stanley Kubrick parte de la literatura en 2001: una odisea del espacio (1968) para edificar una obra maestra de puro cine, sin sobrecarga de diálogo, liberado de ataduras teatrales, con la imagen y la música como principales vehículos transmisores de información, emoción y pensamiento; Orson Welles abre y cierra un género en sí mismo, el del falso ensayo irónico-crítico, para analizar las trampas y la hipocresía que rodean el mundo del arte, y de paso reírse de su propia identidad como artista, en Fraude (1972), complejo, efectivo y apasionante artefacto fílmico construido desde el montaje que es una lección de cine de primerísimo nivel; Al Pacino en Looking for Richard (1996) utiliza el documental, la entrevista o el reportaje para retratar, y representar, un montaje teatral del Ricardo III de Shakespeare; Erice o Kieslowski ofrecen a lo largo de sus breves y magistrales carreras todo el catálogo de posibilidades narrativas del cine más allá de la literatura, imágenes puras compuestas de iluminación, música, uso dramático del color y un diálogo economizado y puesto al servicio de la narrativa visual… Estos nombres prueban que el cine que se aparta de la monoforma de la que habla Peter Watkins, del “modelo narrativo institucional”, no tiene por qué ser un complicado reducto para iniciados y entendidos destinado a museos, instalaciones videoartísticas y festivales especializados, sino que multiplica las posibilidades futuras del cine, que puede lograr la aceptación popular y resultar económicamente rentable si se superan las limitaciones comerciales impuestas por el cine cimentado en la mera reproducción audiovisual de la literatura, y por la industria que sigue el modelo estadounidense.

Que en España se preste atención excesiva a eventos como los Óscar o los Goya y las mediocridades que ambos promueven mientras el cine español es sistemáticamente ignorado por las secciones oficiales de los festivales de clase A (Berlín, Venecia y Cannes, con la excepción de San Sebastián, donde siempre se cuenta con la oportuna cuota nacional, no siempre por razones de calidad) no es precisamente buena señal. Que la producción de cine en España quede en manos de las televisiones comerciales y que directores españoles como José Luis Guerín, Oliver Laxe o Albert Serra, con todo lo que de bueno y menos bueno pueda decirse de sus obras, gocen de reconocimiento y atención internacional mientras en el circuito español se les hace prácticamente el vacío, no son señales que inviten al optimismo. Continuar leyendo «¿Ha muerto el cine? Las tres muertes del cine y una improbable propuesta de resurrección.»

Mis escenas favoritas: M. A. S. H. (Robert Altman, 1970)

Hacer el amor y no la guerra es un mandato que se toma muy en serio cierta pareja de esta comedia «bélica» de Robert Altman, película tan atrevida como para situarse en un hospital militar de campaña durante la guerra de Corea y estrenarse en 1970, en plena guerra de Vietnam. Una coincidencia totalmente deliberada que difícilmente podría darse hoy en las carteleras.

Mis escenas favoritas: Kansas City (Robert Altman, 1996)

La carrera de Robert Altman está salpicada de homenajes a su música preferida, ya sea el country o esas melodías vintage que escuchaba de joven en la radio de sus padres. En Kansas City le llega el turno al jazz, que puntea de manera autónoma, contando prácticamente su propia historia en paralelo, el argumento principal. Así, la película posee una doble vertiente: la de una pareja de rateros de poca monta (Jennifer Jason Leigh y Dermot Mulroney) que, en un contexto de racismo y amaños electorales, choca por accidente con los intereses políticos y criminales de la Kansas City de 1934, controlados por el mafioso Seldom Seen (Harry Belafonte), y la lucha por la hegemonía del jazz, centrada en el club que Seen dirige.

Además de intérpretes como Miranda Richardson, Steve Buscemi o Brooke Smith, el reparto se completa con músicos como Craig Handy, Joshua Redman o James Carter, que dan vida, respectivamente, a figuras históricas del jazz como Coleman Hawkins, Lester Young y Ben Webster. El colofón a esta subtrama es la «batalla final» en el club, una larga secuencia de siete minutos rodada en vivo y en una sola toma con varias cámaras.

Buffalo Bill y los indios (Buffalo Bill and the Indians, or Sitting Bull’s History lesson, Robert Altman, 1976)

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Nada mejor para desmitificar el western que convertirlo en un circo. Dentro del Nuevo Hollywood del periodo 1967-1980, durante el que parecía que el cine americano podría ir por otros derroteros, el western crepuscular, la senda abierta por John Ford y Sam Peckinpah en 1962 y continuada, además de por el propio Peckinpah, por cineastas como Blake Edwards, Robert Altman, Arthur Penn, Richard Brooks, Ralph Nelson, Don Siegel, Walter Hill, Michael Cimino, Clint Eastwood o incluso los hermanos Coen, ocupa un capítulo central. El género puramente norteamericano por antonomasia, aquel que provocó que la industria del cine se instalara en Hollywood, la esencia misma del alma de América y de la expresión artística más popular del siglo XX, abiertamente en crisis desde finales de los años cincuenta, se miraba en el espejo para deconstruirse a la vista de un público que ya no se reconocía en el Oeste de dentaduras limpias y camisas planchadas de los tiempos clásicos, que después de Leone quería pelos largos, botas sucias, guardapolvos mugrientos, salpicaduras de sangre y, cosa no menor, una historia más respetuosa con los auténticos acontecimientos que significaron la conquista del Oeste, el Destino Manifiesto de los Estados Unidos en la construcción de su imperio hasta el Pacífico y más allá, en especial en lo que respecta a los indios. A esta circunstancia se añadía otra de tanta o mayor importancia: en tiempos de convulsión política (los asesinatos de los Kennedy y de Martin Luther King, la lucha por los derechos civiles, el terremoto del 68, la Guerra Fría, Cuba, Vietnam, el Watergate, la caída de Nixon…), los cineastas críticos, aquellos que deseaban cuestionar el modo de vida americano, mostrar las vergüenzas de un sistema injusto e hipócrita, encontraron en el western el vehículo a través del que hacer mofa del presunto ideal de América vendido por la mitología nacional, el supuesto sueño americano, un American way of life que era tan falso como las películas de pueblos y ciudades de cartón piedra de los primigenios tiempos del cine. Muchos cineastas utilizaron el género más americano de todos precisamente para, desmontándolo, reubicándolo, reinventándolo, dotándolo de nuevas estéticas, perspectivas y puntos de vista, revelar las falacias de una sociedad complaciente, pagada de sí misma, súbitamente traumatizada por su derrota en Asia y por el descubrimiento de la inmundicia política en la que se hallaba inmersa (y en la que sigue).

Nada mejor para desmitificar el western, y con él América, que acudir a un auténtico circo del western y a uno de sus héroes más célebres y al tiempo el más autoparódico, Buffalo Bill, el legendario explorador del ejército, cazador de búfalos, jinete del Pony Express, asesino de indios y empresario del espectáculo que en torno a 1885 fundó un circo con números basados en episodios más o menos inventados, supuestos sucesos ocurridos en el viejo Oeste y toda la esperada ristra de tópicos (asaltos a diligencias, estampidas de búfalos, combates con los indios, pruebas de puntería, habilidades en la monta o con el lazo, guía y captura de ganado, doma de caballos, etc.) y recorrer con él los Estados Unidos y algunas ciudades europeas (hermosísima la historia del guerrero indio fallecido repentinamente y enterrado en París). Precisamente el año del bicentenario de la Declaración de Independencia, Robert Altman, que ya había sorprendido un lustro antes con un western nevado y hermosamente fotografiado por Vilmos Zsigmond, Los vividores (McCabe & Mrs. Miller, 1971), regresa al género para acercarse a la figura de William F. Cody y reescribir la iconografía del Oeste caricaturizando a uno de sus mitos.

Basada en una obra de teatro de Arthur Kopit, y situada en un único escenario (el circo y sus instalaciones, públicas y privadas, durante los ensayos y las funciones), la película muestra en tono sarcástico el negocio del espectáculo erigido en torno a Buffalo Bill Cody (Paul Newman), y el proceso de negociación y diseño del que planea que sea su número estrella, la participación de Toro Sentado (Frank Kaquitts), en lo que sin duda pretende ser una puesta en evidencia del sometimiento del fiero guerrero sioux a la autoridad, primero del gran héroe del Oeste, y después a la raza blanca y al gobierno de los Estados Unidos. El Cody que nos presenta Altman y que Paul Newman interpreta a la perfección, no es ni mucho menos el hombre de acción valiente y resolutivo de los relatos por entregas, sino un fanfarrón con bastantes pocas luces, chabacano, mujeriego, borrachín y ególatra, que se reserva para sí, la única estrella, la gloria de los mejores momentos de los números de su circo. Al pretender hacer lo mismo con Toro Sentado, convertirlo en mera comparsa para su egocéntrico teatro de sí mismo, y dar por hecho, con toda su soberbia, que su «superior» inteligencia blanca hará lo que quiera con el palurdo aunque valiente viejo guerrero, Cody se enfrenta sin embargo a un adversario formidable, cauto, astuto, sagaz y lúcido, que una vez tras otra le lleva la contraria con éxito y burla los intentos de Cody para ridiculizarle o concederle un mero lugar subsidiario, residual. Buffalo Bill se ve así vencido una y otra vez por un hombre mucho más inteligente y auténtico, que no hace propaganda de su propia fachada, que acepta el circo como forma de supervivencia, que comprende que sus antiguas batallas están perdidas, pero que se niega a perder la dignidad ante sus vencedores, que sin embargo carecen de todo atisbo de vergüenza. Continuar leyendo «Buffalo Bill y los indios (Buffalo Bill and the Indians, or Sitting Bull’s History lesson, Robert Altman, 1976)»

Música para una banda sonora vital – El último show (A prairie home companion, Robert Altman, 2006)

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John C. Reilly y Woody Harrelson interpretan a un curioso dúo de cantantes country en este tostón de película de Robert Altman, la última que dirigió, que homenajea a los antiguos programas musicales de radio en directo al mismo tiempo que, en la línea de Wim Wenders, introduce elementos sobrenaturales personificados en un vengador ángel rubio (Virginia Madsen). En el reparto, otros nombres importantes como Tommy Lee Jones, Meryl Streep, Lily Tomlin, Robin Williams o Kevin Kline.

La atípica pareja musical canta, entre otras, Bad jokes (algo así como Chistes malos) cuya letra, en el vídeo que sigue, sólo será «apreciada» en toda su dimensiónes por quienes tengan la oreja hecha a la lengua de Shakespeare pasada por el filtro del western.

Alunizaje en falso: Cuenta atrás (Countdown, Robert Altman, 1968)

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Cuenta atrás (Countdown, 1968) no es de las mejores películas de Robert Altman, un director que ha labrado su fama con alguna que otra buena obra a principios de los setenta, un montón de títulos sobrevalorados y una presunta maestría en el uso del plano secuencia sólo reconocida por aquellos críticos americanos que no conocen la obra de Luis G. Berlanga (casi todos).

Cuenta atrás tampoco es una buena película sobre el espacio. Ni siquiera es una buena película a secas. En su visionado, hoy resulta anodina, rutinaria, alimenticia, del montón. Incluso cutre, envejecida, nacida ya antigua. Y ahí está el único aliciente para acercarse a ella casi cincuenta años después de su estreno, en el hecho de que quedó amortizada apenas un año y medio después de su estreno en febrero del 68, justo cuando Neil Armstrong puso el pie en la Luna y dijo aquello del pequeño paso para el hombre, etcétera… La película tiene otro estímulo, este mucho menor: ver juntos a James Caan y Robert Duvall antes de que Coppola los reclutara para la familia Corleone, precisamente con esta película como uno de los detonantes para pensar que su sociedad podía ser buena.

La película es completamente intrascendente: de una inoportuna vocación de ciencia ficción (la organización de un hipotético viaje a la Luna) pasó a ser en menos de un año y medio una desfasada cinta sobre viajes espaciales, en la que todo estaba acartonado, en la que la puesta en escena se vería irremediablemente superada por las retransmisiones televisivas comentadas en España por Jesús Hermida. Ese, no obstante, es también su encanto, acercarse al absurdo paseo espacial (sin que actúe la gravedad, como quien va de excursión y se le ha acabado el agua de la cantimplora) de James Caan, que transita por un satélite de cartón piedra gris oscuro, en el que, en contra de lo que las imágenes lunares demostrarían al año siguiente, las estrellas no se veían debido al reflejo de la luz solar irradiado desde la superficie lunar.

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El aspecto técnico está igualmente mal solventado, aquí, es de suponer, debido a lo ajustado del presupuesto. Los medios, supuestamente de última tecnología, de la NASA (cajas de cartón con botones y alguna antena), los vehículos espaciales diseñados, la dirección artística de papel de alumnio y corcho blanco pintado, los trajes espaciales (un mono blanco que ni siquiera va adherido al cuerpo, con zapatillas de tenis), además del relato presuntamente científico de cómo va a realizarse la misión, especialmente chocante en lo relativo a cómo explicar el posterior retorno del astronauta (viaja solo) a la Tierra (de hecho la película no ofrece solución a esta cuestión; James Caan se queda allí…), son a estas alturas risibles de puro «artesanales».

El resto del guión es asimismo banal. Los miembros de la misión Apolo reciben la noticia de que, dado el estado de la carrera espacial con los rusos y el envío por estos de una nave tripulada para alunizar, el gobierno de los Estados Unidos ha resuelto poner un hombre en la Luna, aunque sea como medalla de plata. El inicialmente elegido es un coronel de las fuerzas aéreas, Chiz (Robert Duvall), hombre experimentado que ha participado en el diseño del proyecto desde el principio. Sin embargo, cuando los políticos tienen conocimiento de que la misión rusa está tripulada exclusivamente por civiles, descartan a Chiz y eligen a su buen amigo Lee Stegler (Caan), que al aceptar la misión siembra la discordia entre los viejos camaradas. Ahí, y en un breve apunte de intriga política sobre cómo se gestiona esta sustitución, culmina el elemento dramático del guión: Continuar leyendo «Alunizaje en falso: Cuenta atrás (Countdown, Robert Altman, 1968)»

Celebrando la vida: Harold y Maude (Hal Ashby, 1971)

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La película de culto por excelencia. Si alguna vez la expresión «de culto» ha significado algo más que una simplona etiqueta publicitaria o un truco barato para camuflar ante cierto público las maniobras mercadotécnicas de los contables de los grandes estudios, sin duda le debe todo su sentido a esta Harold y Maude, magnífica comedia dramática dirigida por Hal Ashby en 1971. Ashby, llegado a la dirección, como tantos otros cineastas eficientes, desde el oficio de montador, constituye una de las más interesantes y decisivas personalidades del llamado Nuevo Hollywood de finales de los años sesenta y la década de los setenta, cuando un puñado de directores, productores, intérpretes y guionistas hicieron pensar que el cine americano podría desarrollarse por otros derroteros alejados del blockbuster y el cine infantiloide, y que, datos de taquilla en mano, fueron derrotados en la década siguiente, los ochenta, al peso, la peor de toda la historia del cine americano. Llama la atención, por ejemplo, el hecho de que las menos logradas películas de Ashby, unánimemente reconocido en los años setenta, y después de haber realizado algún que otro documental musical (sobre los Rolling Stones, por ejemplo), se produjeran precisamente al cruzar el límite de la siguiente década, hasta diluirse poco a poco al agravarse su estado de salud y, definitivamente, con su prematura muerte a mediados del decenio. Pero antes de eso, Ashby dirigió un buen catálogo de títulos que reflejan como pocos el estado de ánimo social, político, económico y cultural de la vida norteamericana y, por extensión, del resto del Occidente acomodado, caracterizados por un sobrio pero minucioso estilo visual, una preocupación mayor por el plano que por la secuencia, y un tratamiento más de formas que de profundidad del fondo argumental, normalmente esquemático y simple en sus planteamientos, ideas retroalimentadas y reiterativas salvadas por un excelente trato visual y la calidad, por lo general contestataria, del guión literario. Así ocurre en cintas celebradas como El regreso (Coming home, 1978), su fenomenal historia sobre las secuelas de Vietnam, Bienvenido Mr. Chance (Being there, 1979), recital interpretativo de Peter Sellers, o su acercamiento a la figura de Woody Guthrie, Esta tierra es mi tierra (Bound for glory, 1976).

No es el caso de Harold y Maude gracias principalmente al espléndido guión de Colin Higgins, cuya mayor virtud en sus 89 minutos no radica en el contenido aparentemente transgresor, la historia de amor, sexo incluido, entre una septuagenaria gamberra y vitalista (la antigua actriz y guionista Ruth Gordon, rescatada para la actuación en la década anterior, que contaba con setenta y seis años, tres más en el guión) y un jovencito (Bud Court, que había debutado el año anterior a las órdenes de Robert Altman, que contaba con apenas veintiuno, la mayoría de edad en Estados Unidos) con tendencias edípicas, que rinde culto a la muerte y desarrolla estrafalarias puestas en escena de sofisticados e hilarantes simulacros de suicidio con el fin de llamar la atención de su madre (Vivian Pickles). Por el contrario, el elemento clave de la cinta estriba en cómo revierte y desmonta, analizándolos irónicamente, todos los valores en liza en el convulso periodo político y social que América y el mundo vivían por aquellas fechas, personalizándolos en su pareja protagonista, para luego descomponerlos y relativizarlos. Ahí radica la importancia del filme, en su capacidad para distanciarse de dogmas de uno y otro lado, pero con mayor ánimo crítico hacia lo políticamente correcto de la rebelión contracultural juvenil.

Superficialmente, la cinta parece disparar en contra de los valores tradicionales: la madre de Harold, viuda multimillonaria, intenta que se comprometa con alguna chica de su edad y que además desarolle algún interés profesional por los negocios; es decir, intenta que tenga una vida común a los de su clase: familia, orden, propiedad, ley y tradición, los pilares sociales de las generaciones de mayor edad. Cuando esta pertenencia a su mundo se pone en riesgo por sus escarceos funerarios y sus amores septuagenarios, el recurso fácil consiste en poner a Harold bajo la tutela de su tío, un veterano mutilado de Vietnam (desternillantes, por cierto, los encuentros entre tío y sobrino), para que lo enderece, le imprima carácter, lo haga madurar. Sin embargo, Harold se siente a disgusto en esa vida que su madre ha diseñado para él. En realidad, no se trata de otra cosa que del miedo de la juventud a vivir, a ser independiente, a tomar decisiones, a afrontar riesgos, su voluntad de refugiarse en una situación cómoda, neutra, al margen, en la que las necesidades mínimas estén cubiertas y las decisiones sean tomadas por otros o bajo un paraguas cobertor que no entrañe apuestas personales. El miedo a vivir de Harold es confundido en su propia mente con la atracción por la muerte (no sólo asiste con frecuencia a funerales, sino que «tunea» el Jaguar que su madre le regala para convertirlo en una especie de coche fúnebre-deportivo). Ese miedo a vivir supone por tanto más un temor a madurar, a envejecer; en resumidas cuentas, es una forma del complejo de Peter Pan, un deseo de no crecer y de recuperar a una madre protectora y defensora, una madre eternamente joven que lo conserve bajo su tutela. No obstante, cuando conoce a Maude, que en principio debería ser un ser acabado a la espera de la pronta muerte, pero que sin embargo se conduce por la vida con la anarquía y la libertad que presuntamente anhelaban los jóvenes de entonces, es cuando Harold se interesa realmente por controlar los hilos de su vida, por tomar decisiones, por crecer como persona, como identidad, para colocarse a su par. Eso, en la confusión de sus ideas, es tomado por amor, y se lanza a tumba abierta para conseguir su satisfacción. Su catarata de sentimientos por Maude despierta el resto de sus instintos, y por fin todos aquellos aspectos de su personalidad dormidos, aquellos que su madre intenta estimular de manera equivocada, vienen a la luz de repente. Continuar leyendo «Celebrando la vida: Harold y Maude (Hal Ashby, 1971)»

Altman encuentra a Chandler: Un largo adiós (1973)

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Quien tiene un amigo no siempre tiene un tesoro. Al menos si te llamas Philip Marlowe y eres un detective acabado, que dormita vestido las noches de verano y que sale de su ático cutre a las tres de la madrugada para comprarle comida al gato. La visita, una de tantas en principio, que Terry Lennox (Jim Bouton) le hace a su amigo Marlowe (Elliott Gould, uno de los actores más importantes del cine americano de los setenta) va a complicarle la vida a base de bien. Terry, que acaba de pelearse otra vez con su mujer, aunque en esta ocasión todo parece haberse salido de madre (al menos la marca de arañazos que luce en su mejilla así lo indica), prefiere poner tierra de por medio al otro lado de la frontera, en Tijuana. Marlowe, insomne, acepta hacer de taxista por una noche, pero a la vuelta todo se embrolla: la policía se muestra muy interesada en ese viaje, ya que la mujer de Lennox, Sylvia, ha aparecido brutalmente asesinada (de hecho, ha muerto a palos). Detenido para forzarle a contar lo que sabe de las relaciones de su amigo con su esposa, es puesto en libertad cuando la policía tiene conocimiento de que Lennox, único sospechoso del crimen, se ha suicidado en un remoto pueblo mexicano. Marlowe no se lo cree, pero no tiene por dónde empezar a investigar. La puerta se le abrirá inesperadamente al indagar sobre otro caso, el de la esposa (Nina Van Pallandt) de un escritor (Sterling Hayden) que lo contrata para que lo encuentre, ya que hace una semana que falta de su casa –en realidad se esconde, sin que ella lo sepa, en una clínica regentada por un extravagante doctor que lo chantajea (Henry Gibson)-. Sus ausencias son habituales porque su matrimonio no va bien, está bloqueado como escritor y se ha entregado a la bebida, pero en esta ocasión también hay algo distinto en esa desaparición que hace que su mujer se alarme. Por último, el toque maestro: Augustine (el actor y también director Mark Rydell), un mafioso local siempre rodeado de esbirros (entre ellos, sin acreditar, un bigotudo Arnold Schwarzenegger), encarga a Marlowe, por la fuerza, el hallazgo de 355.000 dólares que Lennox, en realidad un correo suyo, le ha birlado.

En esta Un largo adiós (The long goodbye, 1973), aproximación de Robert Altman al universo de Raymond Chandler, no falta, por tanto, ninguno de los ingredientes canónicos del cine negro clásico, a excepción quizá del tratamiento del blanco y negro, sustituido aquí por technicolor en sistema Panavision de aires setenteros empleado muy eficazmente por Vilmos Zsigmond. Lo demás, volcado al guión por nada menos que Leigh Brackett a partir de la novela de Chandler, esta todo ahí: un enigma alambicado con múltiples líneas de investigación entrecruzadas, paralelas o como camuflaje para despistar; una chica sofisticada y seductora que no se sabe si es sincera al ayudar al detective o sólo busca confundirle y utilizarle; un mafioso con intereses pecuniarios que parece tener mucho que decir en todos los asuntos que investiga Marlowe; policías cegados por la desidia, la burocracia o la ambición personal; chantajes; matones que van desde lo bestial a lo ridículo; noches de seguimientos, esperas y persecuciones; maletas llenas de dinero; lujosas casas junto al mar; diálogos, secos y cortantes, o elaborados e ingeniosos, según el caso, que en Marlowe se convierten en todo un recital de ironías, sarcasmos, juegos de palabras y bromas de doble filo; giros inesperados (en sentido literal algunos, como el episodio de la botella de coca-cola en el apartamento de Marlowe); mucho jazz (el clásico The long goodbye, entre otros, interpretado por Johnny Mercer, o la partitura compuesta para la película por John Williams); humor en pequeñas dosis; y, como añadido más que estimable, los toques cinéfilos, tanto en diálogos puntuales como en referencias explícitas (el guardia de seguridad que imita a antiguas estrellas; las secuencias “homenaje”, como esa en la que un personaje se suicida introduciéndose en el mar o los últimos planos, trasplantados del final de El tercer hombre de Carol Reed).

Altman dirige con fenomenal pulso, alejado de los largos planos-secuencia y sus confusos conglomerados corales, una historia que se ciñe a la evolución clásica, pero en la que no puede evitar introducir píldoras personales, algunas con tintes surrealistas Continuar leyendo «Altman encuentra a Chandler: Un largo adiós (1973)»

Tributo del cine al teatro: Vania en la calle 42

En 1994, el excelente director francés Louis Malle se encontraba en un inesperado parón creativo a raíz de ciertos problemas de producción de la que iba a ser su película de aquel año, un acercamiento a la figura de la actriz Marlene Dietrich, para la que ya tenía contratados a Uma Thurman y a Stephen Rea. Aprovechando esas vacaciones forzosas, en parte también por encontrarse débil de salud a causa del infarto sufrido un par de años antes, y de paso en Nueva York junto a su esposa Candice Bergen, Malle aceptó la invitación de un buen amigo suyo, el actor y director de teatro André Gregory para asistir a uno de los exclusivos ensayos que su compañía estaba realizando de la obra de Chéjov Tío Vania en un pequeño teatro neoyorquino. Por aquel entonces, Gregory llevaba más de una década sin poder poner en marcha ninguno de sus proyectos (su compañía, el Manhattan Project, le había proporcionado una gran reputación como director de escena, pero también había despertado recelos por la visión crítica que del sueño americano ofrecía en algunos de sus montajes), y su Tío Vania no iba a ser una excepción. Estancada la producción, con el fin de evitar la dispersión de los actores y para enriquecer constantemente la obra, Gregory decidió continuar con los ensayos como si el estreno fuera inminente. Durante casi cuatro años, primero en un pequeño teatro de la calle 42, y finalmente en el abandonado y semiderruido New Ámsterdam, donde finalmente la obra se convertiría en película, la compañía de Gregory, con Julianne Moore y Wallace Shawn a la cabeza, estuvo ensayando la obra, primero en privado, y más tarde con público invitado a ver de cerca las evoluciones del elenco. Los amigos de confianza dieron paso a grupos de hasta veinticinco espectadores, siempre sin cobrar entrada y siempre sin hacer ningún tipo de publicidad, nutriéndose del boca a boca y de referencias directas de espectadores a personas interesadas. Las representaciones resultaban de lo más insólitas, puesto que a las dos horas aproximadas de duración de la obra se añadían los descansos para los piscolabis entre actos, las conversaciones sobre la obra de Chéjov o sobre el teatro y la vida en general, las reflexiones de los intérpretes sobre su profesión… Entre el selecto público que tuvo ocasión de disfrutar de tamaña experiencia de construcción teatral en vivo y en directo se cuentan ilustres nombres como Susan Sontag, Richard Avedon, Woody Allen, Robert Altman, Mike Nichols o, por supuesto, Louis Malle y Candice Bergen.

Seducido por lo que había visto, recuperando su antigua pasión por el teatro, Malle concibió la idea de trasladar su grata experiencia como espectador a la pantalla de cine. Gracias a Gregory y a una filial de Sony Productions, Continuar leyendo «Tributo del cine al teatro: Vania en la calle 42»

Música para una banda sonora vital – El paciente inglés

Márta Sébestyén es una excelentísima cantante húngara que obtuvo fama por los temas incluidos en esta película de 1996, aunque ya había logrado cierta notoriedad un año antes por su colaboración en el disco Boheme del magnífico grupo Deep Forest. Marta, hija de una etnomusicóloga, ha buceado en las expresiones más puras del folclore húngaro y del resto del este de Europa a través de su incorporación a grupos como Muzsikás y Vujicsisc, explotando una fórmula que mezcla las composiciones clásicas creadas a partir de las minuciosas recopilaciones de música popular realizadas por Béla Bartok y las melodías húngaras, rumanas, rusas o griegas y sus conexiones con la música tradicional gitana e incluso de India.

Marta ha colaborado en algunas otras películas, como en Prét à porter de Robert Altman o La caja de música de Costa Gavras. Nos quedamos con los créditos de apertura del film de Anthony Minghella acompañados por la voz de Sébestyén y con esa deliciosa joya de Marta y Deep Forest titulada Martha’s song, dedicada, of course, a mis queridas Marta y Marta.

Maravilloso clip, por cierto: el mundo, la vida, este maltrecho contenedor donde, a poco que se busque reparar en ellas, florecen por doquier belleza y armonía, no para de dar vueltas y vueltas y de recordarnos lo pequeños que somos ante su hermosa inmensidad…