Cine y monarquía británica en La Torre de Babel de Aragón Radio

Como resaca de los fastos por el funeral de Isabel II de Inglaterra y anticipo de la ceremonia de coronación de Carlos III, un repaso por el retrato que el cine, sobre todo británico y norteamericano, ha hecho de las principales figuras de la monarquía británica a lo largo de los siglos. Historia, grandes interpretaciones, buenos textos, elencos de lujo y el despliegue habitual de dirección artística propio del cine británico son las señas características de las películas que han reflejado los avatares históricos de sus monarcas más populares.

Domesticación a la americana: Jóvenes prodigiosos (Wonder Boys, Curtis Hanson, 2000)

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De esta película de Curtis Hanson apenas se recuerda únicamente Times Have Changed, el tema de Bob Dylan que incluye la banda sonora y que en clave subterránea parece dialogar con su célebre éxito The Times They Are a-Changin’, uno de los más vigentes símbolos de la «contestataria contracultura» norteamericana de la década de los sesenta. Y en cierto modo es así, puesto que la película, como el hecho de que una canción del antaño «rebelde» Dylan terminara adornando una producción de un gran estudio de Hollywood (Paramount, en este caso), trata en realidad, aunque cabe pensar que involuntariamente, sobre ese proceso de domesticación generalizada que de la América de la cultura undergound, la revolución sexual, el antimilitarismo, el feminismo, el ecologismo y la profundización en los derechos civiles derivó en los ochenta hacia el neoliberalismo más salvaje, la liberalización económica total, la mercadotecnica absoluta, la publicidad omnipresente, la consideración de todos y cada uno de los aspectos de la vida como bienes mercantiles, el éxito y la popularidad como máxima cima de la realización individual y la proclamación de los valores de la América de los años cincuenta como la mejor de las Américas posibles, dinámica en la que continuamos y que se ha ido filtrando al resto de Occidente a través de las obras de ficción más comerciales. Y la película llega a coincidir en este punto, decimos, involuntariamente, porque, como tan a menudo sucede, juega a simular el discurso contrario, la vuelta a la independencia de pensamiento, a la libertad creativa, a la búsqueda de la originalidad, de una mirada concreta y personal del mundo ajena a condicionantes socioeconómicos y modas recaudatorias, a través de una perspectiva tan intelectual como sentimental y de un tono de drama ligero y comedia negra y agridulce, pero cuya conclusión no deja lugar a engaños ni espejismos.

La clave está en utilizar como protagonista a un personaje caótico, desastrado, inadaptado, sociópata, y reconducirlo al redil de la corrección, aunque los vericuetos que deba recorrer incidan momentáneamente en el desorden y la anarquía. Tocar fondo para tomar impulso, hundirse para renacer, sobrevivir, reaccionar, o mejor dicho, rectificar. Un profesor de literatura en una universidad del Este, Grady Tripp (Michael Douglas) es, además de un adicto a la marihuana, una vieja promesa literaria (su novela, La hija del pirómano, fue todo un bombazo editorial en su día) que siete años después de su debut se ve inmerso en una especie de bloqueo inverso: no es que se vea impedido a la hora de afrontar la escritura sino lo contrario, lo hace obsesiva, enfermiza, compulsivamente, prolongando hasta la extenuación y creando interminables ramificaciones de un borrador que supera ya holgadamente el millar de páginas y cuya finalidad, desarrollo y conclusión ni siquiera se atisba. Coincidiendo con el «Festival de las Palabras» organizado por su facultad, una especie de simposio literario en el que novelistas de éxito (como quien se hace llamar Q, interpretado por Rip Torn) conviven con estudiantes y jóvenes promesas, su editor (Robert Downey Jr.), que también anda en horas bajas y a punto de perder su empleo, le visita para interesarse por el estado del manuscrito, al tiempo que uno de los estudiantes de Grady, James (Tobey Maguire), un muchacho igualmente inadaptado, casi autista, que apenas se mezcla con sus compañeros, del que se mofan y se ríen, se revela asimismo como sorprendente escritor de una magnífica primera novela, todavía sin publicar. El rechazo al joven, unido a su talento, despierta en Grady sentimientos paternales, el deseo de tutelar las tribulaciones de James, de encauzar sus pasos, incluso cuando estos adquieren tintes más que grotescos: la muerte casi accidental del perro del decano de la facultad, un estudioso del matrimonio entre Joe DiMaggio y Marilyn Monroe, y la «desaparición» de la colección particular de este de una prenda que Marilyn lució precisamente el día de su boda con la estrella del béisbol. Pero la gran complicación vital que sacude la vida de Grady son las mujeres: recién abandonado por su tercera esposa (como las anteriores, una antigua estudiante mucho más joven que él), mantiene una relación adúltera, súbitamente aún más retorcida, con la mujer del decano (Frances McDormand), mientras recibe las atenciones de una joven y atractiva alumna que se aloja en la habitación de alquiler que oferta en su casa (Katie Holmes).

A pesar de basarse en el libro con tintes autobiográficos de Michael Chabon, Chicos prodigiosos, quien abordaba su propia experiencia durante la escritura de una novela de más de mil quinientas páginas que nunca llegó a publicarse, la película sirve a ese propósito de reconciliación con el mundo por parte de un personaje marginal descarriado que resume todos los tópicos en su caracterización: desastrado (viste ropa vieja y arrugada), mal afeitado y peor peinado, fumador de marihuana, bebedor sin límite y mal comedor, frustrado y desencantado de su profesión y atascado en su vocación, y pésimo a la hora de relacionarse con sus colegas y, sobre todo, con sus amantes. Haciendo suyo, en cambio, uno de los principios más conservadores de la sociedad americana, sus problemas empiezan a removerse, para resolverse, cuando adopta un punto de vista paternal, cuando ejerce de padre virtual y, a la postre, de esposo y padre real. Es decir, cuando se hace agente responsable. La vida Grady encuentra así su orden y su sitio, esto es, su realización, su lugar en el mundo, su armonía vital. La pose intelectual, cultural (filtrada a través del empleo de citas célebres, anécdotas de personajes famosos del cine y la literatura, referencias a obras y autores, o incluso sugeridas mediante la música, por no hablar del recurso a la marihuana o del hecho de que en el país del automóvil la esposa del decano posea un Citroën y una joven aspirante a escritora con voz propia conduzca un Renault 5), humorística y «alternativa» o «independiente» se ve una vez más así domesticada, retornada a la seguridad del rebaño y de los lugares conocidos y aceptados como deseables: el amor, la pareja, la familia, el éxito personal y la superación de los traumas propios a través del cumplimiento de un rol predeterminado en la sociedad. Todos los personajes, de alguna manera, sufren alteraciones en ese proceso que, mediante la desnaturalización de su ser previo, considerado a priori como tóxico o disfuncional, incompleto, improductivo, los convierte en seres sociales y, sobre todo, en solventes agentes económicos. De este modo, la película, con un sólido guión de Steve Kloves bien estructurado, con no pocos logros dramáticos y humorísticos (un humor negro que siempre esquiva el mal gusto) y un buen puñado de diálogos brillantes, una puesta en escena centrada en reproducir ese ambiente académico e intelectual ligado al mito de la «gran novela americana» y unas interpretaciones solventes, en particular Douglas, Maguire y McDormand, procura un entretenimiento inteligente y a ratos reflexivo que, salpicado de comicidad, paradójicamente renuncia a explotar su inteligencia hasta el último extremo en aras de conservar un principio moral que se considera superior, y que poco o nada tiene que ver con la independencia, la rebeldía y el hallazgo de una voz y un pensamiento propios, sino con la sumisión acomodaticia, el plegamiento al mercado y a los mandatos sociales, el utilitarismo y la asunción de los valores socioeconómicos predominantes como vehículo para el éxito y la realización personales. La domesticación, en suma, el gran éxito del sistema capitalista a través de la cultura enlatada.

La tienda de los horrores – Iron Man (2008)

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El Hombre Sardina vs. El profesor Bacterio. Este título sería sin duda menos glamuroso pero más exacto con el contenido de este megabodrio titulado Iron Man y dirigido por un tal Jon Favreau, insignificante autor de películas de cacharrería insulsa en cuyo contenido el volumen de las explosiones es inversamente proporcional a la cantidad y calidad de la inteligencia y de buen gusto vertidos en ella. El prácticamente unánime (y, por eso mismo, sospechoso) aplauso de la crítica no esconde que se trata de una de tantas películas de superhéroes, adaptación de un tebeo de Stan Lee (que tiene un papelito en la película) con el sello Marvel, en las que sus supuestas notas positivas no son más que antojos publicitarios, amplificados por los corifeos de turno, que no se corresponden más que con un vacío pretenciosamente llenado de humor banal, falsos traumas, tensión hueca, parafernalias y petardeces visuales, y dramatismo de chichinabo. Es decir, lo habitual en una película de superhéroes basada en tebeos.

Como siempre, partimos de una arquetípica y pobrísima explicación de la realidad de las cosas (incluso de las ficticias), ese gran absurdo que supone el combate entre el Bien y el Mal, y de un multimillonario -porque, claro, ser superhéroe cuesta una pasta porque cotiza el máximo en la Seguridad Social- que abomina de lo que representa el capitalismo especulativo y se dedica a hacer el bien sin mirar a quién (eso sí, sin dejar de ser multimillonario y vivir como tal, faltaba más). Exactamente lo contario de los promotores de los tebeos y de la película, que renuncian, claro está, a ganar dinero y hacerse millonarios con ellos… En este caso, el pecado va incluso más allá. Porque el amigo Tony Stark (Robert Downey Jr.) es un bon vivant, frívolo, bebedor, pendenciero y burlón, al que se la trae floja enriquecerse ideando armas y comerciando con ellas, siendo un adalid de la autodestrucción del ser humano. No hay ética ni principios. En esas está cuando, durante una patrulla americana por Afganistán, es capturado, no sin antes hacerse con un «corazón» nuevo. Para huir, crea la Sardina Humana, una armadura de hierro a la que acopla armas como gadgets y con la que le da estopa a los talibanes, que son malísimos. Por supuesto, la película no dice nada que quiénes son los talibanes, quién les llevó al poder en el país y quién los estuvo armando durante años para que lucharan contra los rusos, ni, por supuesto menciona a un cachorro llamado Bin-Laden como agente americano al servicio de la guerra santa anticomunista… Pero claro, es una película de superhéroes: se ponen los calzoncillos por fuera, po tanto, no se les puede exigir que tengan cerebro y mucho menos que lo usen…

Así las cosas, pues el multimillonario decide salvar el mundo, qué narices, y para eso crea una Sardina Humana perfeccionada que dispara mejor que cualquier tanque, vuela más alto y más rápido que cualquier avión, y ametralla que no veas. Todo eso sin que el peso le impida moverse como un gimnasta olímpico en una piscina de bolas. Y es que la experiencia afgana lo ha hecho un hombre bueno y sensato, que cambia de vida radicalmente. Pero, claro está, tiene que haber un malo maloso, que es su socio empresarial (Jeff Bridges), que también vende armas y es malo, no como Stark, que vende armas pero es bueno. Y más buena todavía es su asistente-chica para todo (Gwyneth Paltrow), con la que se abre la puerta a la habitual tensión sexual no resuelta, aunque los dos son ya talluditos para andarse con los tontunos remilgos santurrones con los que el guión los retrata. La bella se verá amenazada, y el bueno se carga al malo. El multimillonario sigue siendo multimillonario, los malos siguen siendo malos, y que viva América. Fin de la historia. Continuar leyendo «La tienda de los horrores – Iron Man (2008)»

Cine en fotos – Terry O’Neill


Paul Newman y Lee Marvin caracterizados como Jim y Leonard, respectivamente, en Los indeseables (Pocket Money, Stuart Rosenberg, 1972).

TEXTO DE CAROLINE BRIGGS. BBC WORLD.
En los revueltos años 60, O’Neill marcó un hito en el arte de fotografiar a los famosos. Para él posaron iconos de la época como los Beatles, Paul Newman, Brigitte Bardot y los Rolling Stones. Pero para él, el éxito de su carrera se debe a un factor ajeno a las lentes: la suerte.

En Estados Unidos, O’Neill se encontró con Ava Gardner y Frank Sinatra, a quienes dedicó sus negativos. «Echando la vista atrás me doy cuenta de la vida tan increíble que he tenido», dijo a la BBC desde su soleado estudio de Londres, mientras -como buen cazador cazado- se disponía a posar para una sesión fotográfica. «Cuando pienso que he conocido y pasado tiempo con toda esa gente… simplemente lo doy por hecho». Y eso que nunca había pensado en ser fotógrafo profesional. «Era percusionista de jazz y quería ir a América, así que salí del ejército y me uní al departamento fotográfico de British Airways. Sólo lo hacía para pasar el tiempo».

Un día, en un aeropuerto, vio a un hombre vestido con un traje a rayas, dormido entre un grupo de africanos ataviados con ropas tribales. Lo que a O’Neill le pareció sólo una foto divertida resultó ser un retrato de Rab Butler, secretario de Asuntos Exteriores británico. Un periódico le compró la imagen y O’Neill dio, sin quererlo, un giro de 180 grados a su carrera. Pronto se convirtió en una figura de culto -«el niño con una cámara de 35 mm» le llamaron- y comenzó a trabajar para el tabloide Daily Sketch. «Me ofrecieron el trabajo y me dije, ‘vamos a intentarlo’, de otro modo me hubiese pasado siete noches a la semana tocando la misma canción. Estaba harto de aquello», confesó. Continuar leyendo «Cine en fotos – Terry O’Neill»

Un caso para Sherlock Holmes: el problema de la adaptación literaria al cine a propósito de El perro de Baskerville

«El público quiere un Sherlock Holmes más físico». Tamaña estupidez (y lo peor, vistas las cifras de taquilla, es que es una estupidez acertada, quizá porque el público lo que quiere es físico, sea o no Sherlock Holmes) la afirma, cómo no, Guy Ritchie, el autor material que ha perpetrado la última fechoría contra los clásicos de la literatura a manos del sindicato de directorcetes de cine, bien incapaces de crearse una voz y un estilo propios a la hora de narrar historias, bien cuyo talento, atrapado en una única forma de contar todo envoltorio y nada de chicha que reproducen una y otra vez en cada trabajo, carecen de verdarera inteligencia y pericia cinematográficas para salirse de ella y mantener su nivel recaudatorio a la vez que progresan en lo artístico, como es el caso del británico en cuestión. Valga que la película de marras sea de encargo, pero siempre se puede decir que no, a no ser que se carezca de talento y ambición para hacerlo mejor.

Disponer de una amplia gama de relatos de Sherlock Holmes y, sin embargo, apostar por un cómic bastante poco riguroso es sin duda uno de los indicios de mediocridad que avalan el resultado final. Pretender innovar en un campo en el que se han hecho tantas cosas, mejores y peores, y en el que existen ya un buen número de visiones altenativas, desde La vida privada de Sherlock Holmes a El secreto de la pirámide (con aspectos directamente fusilados por Ritchie), pasando por la serie de dibujos animados japonesa de Miyazaki, es el camino más corto al plagio descarado o a la irreverencia frente a personajes y situaciones y, por extensión, a los millones de lectores para los que Holmes forma parte de su imaginario colectivo al mismo nivel universal que, por ejemplo, Don Quijote y Sancho. Y aunque el Holmes de Ritchie no es, en última instancia, tan infiel (aunque lo es) al original como cabría esperar, sí es cierto que no reconocemos al auténtico Holmes en la piel de ese vulgar macarra mamporrero que encarna estupendamente Robert Downey Jr. Por el contrario, en anteriores versiones, quizá igualmente inexactas en lo que a la figura del protagonista se refiere (su «uniforme» de la gorra de cazador y la capa de cuadros, la pipa y el continuo «elemental, querido Watson», inexistentes en las obras de Conan Doyle) y que han configurado una visión colectiva del personaje un tanto distante de su verdad literaria, no nos cuesta nada identificar las notas características de un personaje inmortal, aunque en algunas versiones perpetradas con extraños fines propagandísticos el Holmes de Basil Rathbone, por ejemplo, se las tuviera que ver con agentes alemanes o en tramas de espionaje internacional en un clima prebélico.

En cualquier caso, para contrarrestar el mal sabor de boca dejado por esa especie de Sherlock Holmes de Guy Ritchie, nada mejor que volver la vista atrás, en concreto a 1959, y sumergirse en la adaptación que Terence Fisher hizo de una de las más recordadas historias del detective, El perro de Baskerville, ya filmada en 1939 con Rathbone en la piel de Holmes y, esta vez, con otra de las caras más reconocibles del famoso sabueso: Peter Cushing. Continuar leyendo «Un caso para Sherlock Holmes: el problema de la adaptación literaria al cine a propósito de El perro de Baskerville»

Cine en serie – Lock & stock

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POKER DE FOTOGRAMAS (II)

Guy Ritchie es director de una sola película. Esto se dice de muchos directores y cineastas, en particular en el caso de Woody Allen, sobre el que decir que lleva rodando la misma película toda la vida es tan tópico como falso. Pero resulta que, en lo que a Ritchie respecta, es una afirmación de lo más ajustada. Aguardando con algo más que escepticismo su proyecto de Sherlock Holmes, cuyas primeras imágenes han de indignar a los buenos seguidores del detective, tanto por la, a priori, pésima elección del casting (Robert Downey Jr. como Holmes y Jude Law como Watson), como por algunas de las situaciones y de las estéticas que muestran las primeras imágenes disponibles, lo cierto es que las tres únicas películas de Ritchie más conocidas y mejor valoradas por crítica y público (la que nos ocupa, Snatch, cerdos y diamantes y RocknRolla) son auténticos clones, fotocopias unas de otras. Una fórmula, inspirada en la moda impuesta en los noventa por el cine de Tarantino, salpicada de algunas notas de costumbrismo y también de típica ironía inglesa pasada por un filtro de lenguaje grueso que funciona y en la que se siente como pez en el agua, nada que ver, afortunadamente, con sus infumables trabajos con su antigua esposa, la pseudo-cantante Madonna, pero que de repetida, va perdiendo fuelle.

En su celebrado debut, Ritchie nos introduce ya en su universo favorito: los sórdidos bajos fondos de Londres, un mundo de gángsters de toda condición, de corredores de apuestas, de jugadores de poker y tipos duros, de matones a sueldo, de esbirros y gorilas, de mujeres imponentes y de carácter, de mucho dinero y de muchos ávidos por conseguirlo. En ese ambiente, Eddie (Nick Moran), un joven jugador de cartas con antiguos problemas de ludopatía, convence a tres amigos suyos (Jason Flemyng, Dexter Fletcher y Jason Statham, en lo que supuso el lanzamiento de su carrera como duro del cine de acción) para poner en común sus ahorros y participar en la gran partida de poker organizada por Harry “El Hacha”, un mafioso del barrio que tiene negocios con los más importantes tiburones del crimen organizado británico. La partida está amañada y Eddie y sus amigos no sólo pierden todo el dinero sino que acumulan una deuda desorbitada que deben pagar en una semana, con sus vidas y el local de copas de su padre como aval. La única solución consiste en asaltar el floreciente negocio de tráfico de marihuana de unos chicos del barrio y llevarse sus cuantiosos ingresos, pero el intrépido cuarteto no sabe que todos ellos, gángsters y traficantes, deudores y matones, cobradores y rufianes, forman parte de un intrincado juego de deudas pendientes, relaciones subterráneas, tratos que no se cumplen y traiciones por interés, en el que las ambiciones de todos se encuentran entrelazadas y son origen y fin de problemas, encontronazos y no pocos disparos.

Ritchie parte así de un clásico, la cadena de acontecimientos violentos originada como consecuencias de deudas de juego impagadas, el sempiterno conflicto entre quien debe dinero, el acreedor, casi siempre un mafioso o un hombre de negocios turbios, y los gañanes que le hacen a éste el trabajo sucio de sacarle los cuartos a quien no los tiene o cobrarse en rotura de huesos y quién sabe qué más. Continuar leyendo «Cine en serie – Lock & stock»

Música para una banda sonora vital – Zodiac

En esta magnífica película de David Fincher que cuenta la historia real del conocido como «asesino del Zodíaco», asesino en serie metódico e impredecible que durante veinte largos años tuvo en vilo a las fuerzas del orden de California aparece una breve pero reconocible ráfaga de saxofón que nos remite a un antiguo anuncio de tabacos con yate de vela incluido que se emitía no hace muchos años en televisión. En concreto, en una de las escenas finales cuando Jake Gyllenhaal entra en la tienda del principal sospechoso jamás imputado por falta de evidencias suficientes, en la radio suena este pedazo de tema llamado Baker Street, el homenaje del músico Gerry Rafferty a la calle donde se encontraba el 221 B, el refugio del investigador Sherlock Holmes, tantas veces visto en el cine con las facciones de Basil Rathbone o Peter Cushing, y el doctor Watson. Personajes sobre los que nos amenazan con dos nuevas versiones, una desde el punto de vista de la comedia tonta y otra con un Holmes convertido en repartidor de mamporros, que prometen echar bastante mierda sobre dos caracteres inmortales de la literatura universal.

Uno de los mejores temas que se han puesto por aquí.