Música para una banda sonora vital: Mulholland Drive (David Lynch, 2001)

Sobrecogedora interpretación a capela de una versión en español de Crying, clásico de Roy Orbison y John Melson de 1961, titulada Llorando, a cargo de la californiana Rebekah del Rio para una de las impactantes y perturbadoras secuencias oníricas de Mulholland Drive (2001), la genial y fascinante (y confusa) película de David Lynch. Sobran más palabras.

De mafias y pifias: El Don ha muerto (The Don is dead (Beautiful but deadly), Richard Fleischer, 1973)

el don ha muerto_39

Cualquier éxito abrumador en el cine de Hollywood conlleva un doble efecto: por un lado, las secuelas, a veces interminables, que terminan por desustanciar y desvirtuar la idea original (lo mismo que ocurre con las series de televisión y sus inacabables temporadas continuadas hasta la extenuación); por otro, el fenómeno emulación. El Don ha muerto (The Don is dead (Beautiful but deadly), Richard Fleischer, 1973) fue la respuesta de Universal al clamoroso triunfo que Paramount se había anotado con El padrino de Francis F. Coppola, cuya segunda parte estaba por entonces en proceso de producción. Y, más que respuesta, fue todo un caso de imitación, como suele ocurrir, tremendamente fallida a pesar de encontrarse a los mandos un cineasta muy competente y estimable, consumado especialista en estos géneros de la intriga, la acción y el crimen organizado.

El guion, escrito a varios pares de manos a partir de una novela de Marvin H. Albert, que también intervino en la cocción, contiene demasiados puntos en común con la obra de Mario Puzo, pero nada sublimados, alejados por completo del aroma shakespeariano, de violenta tragedia en lucha contra el destino, que Coppola le impuso; muy al contrario, Fleischer busca y se recrea en la violencia, parece que el mayor de sus intereses ha sido diseñar y coreografiar las secuencias en las que los distintos miembros de las familias mafiosas enfrentadas son liquidados con todo derroche de plomo, sangre y cacharrería. El punto de partida es la muerte (natural) del jefe de una de las tres familias, los Regalbuto, que manejan el cotarro de los negocios ilegales de una ciudad norteamericana no identificada. Reunida en Las Vegas la comisión nacional creada por la Mafia para la gestión común del crimen organizado en el país, se acuerda que el territorio de los Regalbuto se reparta entre las otras dos familias, los DiMorra, encabezados por su patriarca, Angelo (Anthony Quinn), gran amigo del difunto y casi padrino de su único heredero, Frank (Robert Forster), y los Bernardo, que al tener a su cabecilla en prisión son dirigidos por su consigliere, Luigi Orlando (Charles Cioffi), que a su vez se deja influir demasiado por sus ambiciones y sus apetencias, en especial si tienen que ver con María (Jo Anne Meredith), una antigua prostituta a la que ha convertido en su amante. Los hermanos Fargo, Tony (Frederic Forrest) y Vince (Al Lettieri) aprovechan la ocasión para obtener el permiso de la comisión para establecerse por su cuenta, aunque al servicio de las otras familias en aquello en lo que necesiten, y Frank obtiene la promesa de, a la muerte de Angelo DiMorra, que no tiene esposa ni hijos, heredar sus antiguos territorios y todo lo que pertenece al viejo Angelo. No obstante, Luigi Orlando tiene sus propias intenciones ocultas: mientras su jefe, Jimmy Bernardo, sigue en prisión, idea un plan para azuzar a los DiMorra contra Frank y los Fargo, y de este modo quedarse con toda la ciudad.

Nos encontramos, por tanto, ante el consabido pastel mafioso lleno de encerronas, tiroteos, muertes violentas, coacciones, extorsiones y traición, en el que dos ramas del crimen organizado luchan encarnizadamente en busca de la extinción del adversario mientras un tercero mira y trata de aprovechar la situación. No obstante, el guion, por un lado, descuida el papel y la presencia de las autoridades políticas, judiciales y policiales de la ciudad (la policía aparece tangencialmente, como parte del paisaje urbano o en forma del sonido de las sirenas), y del papel hostil, arbitral, cómplice o antagónico que podrían representar para los distintos bandos mafiosos, o del carácter determinante que podrían tener para la resolución de la guerra de bandas. Por otro, abusa de tópicos y situaciones ya vistos en la película de Coppola, c Continuar leyendo «De mafias y pifias: El Don ha muerto (The Don is dead (Beautiful but deadly), Richard Fleischer, 1973)»

Crónica de horrores latentes: Reflejos en un ojo dorado (Reflections on a golden eye, John Huston, 1967)

reflejos_39_1

«Hay una fortaleza en el Sur, donde hace algunos años se cometió un asesinato». Esta es la cita, proveniente de la novela de Carson McCullers, que abre y cierra Reflejos en un ojo dorado (1967), una de las mejores obras de John Huston y, en particular, probablemente la más desasosegante, además de tratarse de un manual de dirección cinematográfica de primer nivel. Sólo así puede mantenerse un pulso narrativo de tamaña intensidad durante ciento ocho minutos en una historia en la que casi todo lo que sucede no es más que la punta de varios icebergs, apenas chispas de una serie de conflictos soterrados que emergen muy puntualmente pero cuyas eclosiones provocan la tragedia, y que son aludidos velada pero elocuentemente durante todo el metraje gracias a un inteligente y malicioso empleo de un lenguaje cinematográfico disfrazado de aparente intrascendencia.

La película es, sobre todo, sus personajes. Pero Huston, haciendo honor al título, los presenta mediante una doble exposición: el espectador los conoce tanto por lo que ve de ellos como por su imagen, o mejor dicho, su reflejo, en el resto de caracteres. Así, el comandante Weldon Penderton (Marlon Brando, un torbellino interpretativo reconcentrado en su más minimalista expresividad), experto en tácticas militares que imparte clases en un cuartel sureño, es un hombre silencioso, apático, introspectivo, probablemente atormentado, que gusta de cultivar su cuerpo y de observarse largamente en el espejo para comprobar la evolución de los resultados. Indiferente a los encantos y a los apremiantes apetitos (de toda clase) de su mujer (Elizabeth Taylor, en esa madurez pasada de peso de mediados de los sesenta), y más hombre de teoría que de acción (ni siquiera es bueno montando en un emplazamiento militar de caballería) parece más interesado en uno de los soldados de la base, Williams (Robert Forster, en su debut cinematográfico), un enigmático joven que se mueve por el cuartel como un sonámbulo, que en sus clases o en su mujer. En cuanto a su esposa, ante la inapetencia del marido, busca consuelo en los brazos de Morris Langdon (Brian Keith), otro oficial, buen amigo de Weldon, que encuentra en Leonora aquello que su mujer, Allison (espléndida Julie Harris), no le da desde que perdieran a su hijo tres años atrás; en apariencia, Morris es sólo un marido aburrido y un hombre vulgar, un oficial mediocre sólo interesado por los caballos, pero vive amargado la enfermedad de su esposa y absorbido por la lujuria que en él despierta la esposa de Weldon. Allison, sumida en continuas crisis nerviosas y depresivas, y que es tomada por loca por toda la comunidad aunque no deja de tomar nota de cuanto ocurre a su alrededor, deja pasar los días y hace planes para el futuro en compañía de su criado y confidente filipino, Anacleto (Zorro David), un tipo irritante y excéntrico que saca de sus casillas a Morris con cada una de sus ideas de bombero, al tiempo que parece monopolizar el verdadero sentir de la mujer. Por último, el soldado Williams, encerrado en su propia persona, sin interrelacionarse con compañeros o mandos, y cuya única forma de expansión parece ser salir a montar a caballo desnudo, se deja fascinar por Leonora, a la que comienza a observar obsesivamente, hasta el punto de introducirse furtivamente en la casa para rebuscar entre su ropa interior…

La película se mueve continuamente en el terreno de la insinuación y el camuflaje. Leonora resulta ser el personaje más marcial de todos los que pueblan la base militar, es la que se conduce por el cuartel fusta en mano (sin vacilar en utilizarla cuando lo cree conveniente), da órdenes al personal de las caballerizas como si fueran criados más que soldados bajo el mando de su marido, e incluso controla del mismo modo, con una sutil diplomacia basada en las confidencias y la pulsión sexual, al bueno de Morris. Todos los personajes danzan a su alrededor, algunos por atracción (Morris, Williams) y otros por repulsión (Weldon, Allison). Brando, que, cómo no, goza de la ya habitual escena de maltrato personal (en este caso, un caballo desbocado lo arrastra por el bosque y recibe múltiples heridas, cortes, arañazos y magulladuras antes de verse lanzado al suelo; más tarde, será la propia Leonora la que le golpee violentamente con la fusta en el rostro), compone con una fenomenal interpretación al hombre atormentado por los secretos, dueño de una doble vida como homosexual latente que colecciona objetos de recuerdo de los hombres por los que se ha sentido atraído. En particular, Brando, en un personaje destinado en principio a Montgomery Clift (por mediación de Taylor, su gran amiga y valedora, aunque murió antes del rodaje; se pensó en Richard Burton y en Lee Marvin para el personaje, que finalmente recaló en un entusiasmado Brando), logra revelar la auténtica naturaleza de su personaje solamente con el lenguaje facial y corporal, sin apenas hablar, y merced a un sobresaliente trabajo de cámara de Huston, que a través de las perspectivas escogidas consigue fijar sin lugar a dudas la psicología del personaje y su adecuada traslación al espectador (el descubrimiento del soldado Williams tomando el sol desnudo y la airada reacción de Weldon ante Leonora y Morris; la forma en que Weldon sigue a Williams al salir de la cantina o al acabar el combate de boxeo, sus gestos, sus miradas, su forma de caminar…). Continuar leyendo «Crónica de horrores latentes: Reflejos en un ojo dorado (Reflections on a golden eye, John Huston, 1967)»

La tienda de los horrores – Psicosis (Gus Van Sant, 1998)

psycho 1998_39

Las razones para enviar esta Psicosis (Pyscho, Gus Van Sant, 1998) y a casi todos los que intervinieron en ella a los infiernos del cine pertenecen a dos grandes grupos: como innecesario, gratuito y banal producto cinematográfico, todo un sacrilegio a una de las mejores películas de la historia del cine de terror, y del cine en general; y, en segundo lugar, como remake propiamente dicho, en el que todas las decisiones artísticas tomadas para «variar» ligeramente, «ampliar» o «corregir» el original, devienen en desastrosas, pésimas, lamentables, dignas de ser castigadas con prisión perpetua.

Vaya por delante una cosa: la Psicosis de Gus Van Sant, en contra de lo que dicen la mayoría de las reseñas y de los críticos, no es un remake plano a plano de la obra de Hitchcock, una fotocopia perfecta, pero en color, de los planos y secuencias elaborados por el mago del suspense y sus asistentes -reconocidos o no- en 1960 con su equipo de rodaje para televisión. Puede serlo en un 95%, pero existen pequeñas eliminaciones, suaves carencias camufladas que se le escaparían a un ojo no experto -o, vaya, que no haya visto la película treinta veces- y también sutiles -cáptese la ironía- añadidos que embarran, estropean o, simplemente, nada aportan, al sello original hitchcockiano. Tras lamentarnos de que el perpetrador de semejante bodrio haya sido Gus Van Sant, reputadísimo autor de ese cine mal llamado independiente en el que alterna estupendos trabajos con importantes bodrios, y después de reivindicar como el único acierto la fotografía del australiano Christopher Doyle, habitual del cine de Wong Kar Wai o Zhang Yimou, entre otros, además de director de sus propias películas, que hubiera merecido quizá emplearse en una película más seria y digna, enumeramos la larga lista de cuestiones que hacen de la Psicosis de Van Sant el peor engendro, con diferencia, que ha recalado por esta sección:

– la música de Bernard Herrmann: acertadamente, los pilotos del proyecto entendieron que Psicosis no puede entenderse sin ella, así que decidieron conservarla. Pero suena diluida, carente de personalidad y de protagonismo. Los fotogramas que la acompañan carecen de intensidad, de vigor, de vida. Limitándose a componer postales y planos bellos, el significado de las imágenes, de los diálogos y de su vinculación a la trama pierde fuerza, se vuelve alimenticia, automatizada, como hecha en serie.

– el reparto: la elección de intérpretes no puede ser más pésima. Anne Heche no atesora ninguno de los atractivos de carnalidad y sensualidad de los que hacía gala Janet Leigh, capaz además de incorporarlos a un personaje que no era sino una mujer más, cualquiera cogida al azar, ordinaria, una entre tantas mujeres modernas de la América urbana de los sesenta, una simple empleada de una inmobiliaria. Pésimamente dirigida, no sólo se limita a emular a Leigh en sus caras y ademanes, sino que es incapaz de ofrecer el lenguaje sutil y soterrado que la actriz imprimía a su personaje en la parte de metraje que le tocaba: no transmite ni las miradas de angustia, terror y remordimiento de Leigh al volante de su coche por las carreteras desoladas de Arizona y California ni, por otro lado, es capaz de esbozar la sonrisa entre divertida y lasciva que Leigh compone cuando rememora en off la voz de la víctima de su robo hablando de cobrarse la deuda en su «carne joven y fresca». Vince Vaughn carece de la ambigua fragilidad de Anthony Perkins, de su naturaleza dubitativa, insegura y dispersa, de su aparente pusilanimidad; si en Perkins adivinamos una mente perturbada escondida bajo la capa de un joven débil y sometido a los designios de su madre, en Vaughn sólo acertamos a ver a un pervertido bastante salido, un tipo vago y a la sopa boba que parece andar a la espera de mujeres solitarias a las que meter mano. William H. Macy es quizá el que menos desentona como detective, aunque su papel se limita a recomponer lo que Martin Balsam ya hiciera tan eficazmente, con una salvedad: la caída por la escalera de Macy es horripilante. Viggo Mortensen no da la talla: su físico es insuficiente en comparación con el de Vaughn; en particular, en su pelea final en el sótano, que Hitchcock liquidaba rápidamente dado el poderío físico con el que John Gavin, todo un mazas, era capaz de dominar al tirillas de Perkins, la comparación Vaughn-Mortensen es risible. En este caso, dada la imposibilidad de que el amante pueda con el asesino en una lucha cuerpo a cuerpo, Van Sant debe tomar una decisión «creativa» que la caga del todo, y es que sea la hermana de Marion, Julianne Moore, la que venza a Norman con una patada en la cara. Ésta, Julianne Moore, es otro horror: la fragilidad y la angustia que transmitía Vera Miles, la de una mujer que inesperadamente no tiene noticias de su hermana durante un anormal periodo de tiempo, se convierte aquí en una mujer del tipo camionero-ordinaria, que viste vaqueros apretados y camiseta, cuyos ademanes y gestos son contundentes y poco femeninos, y cuyo ordinario comportamiento dista mucho de los nervios y la tensión asociados al caso. En los secundarios, destacan Philip Baker Hall, como sheriff de Fairvale, emulando, sin más, a John McIntire, y Robert Forster, que protagoniza otra de las secuencias estropeadas encarnando al psiquiatra que da la clave final del asunto.

– las carencias narrativas: cierto es que son pocas, pero suficientes si entendemos que el proyecto consistía en una copia «perfecta» del original de Hitchcock. Casi todas se concentran en la huida de Marion por la carretera, y consisten básicamente en sus diálogos con el policía que la sorprende dormida dentro de su coche y en la recreación que hace en su mente mientras conduce de distintas conversaciones y diálogos escuchados previamente. El efecto es la pérdida de tensión en un punto fundamental: el miedo y el remordimiento que consumen a Marion y que, tras la conversación con Norman en la salita del motel, habrían de ser sustantivos para obligarla a tomar la decisión de volver a Phoenix y devolver el dinero.

– los «añadidos creativos»: el mayor de los horrores. Empezando por uno superficial: la forma de acercarse a la ventana del hotel de Phoenix en el que se solazan al principio los amantes. Técnicamente más efectiva, carece, no obstante, de otra nota importante: mientras que con Van Sant la cámara vuela directamente hacia esa ventana y esa habitación, en Hitchcock la misma operación parece ir revestida de azar, de capricho del destino: con Hitchcock da la impresión de que elige una ventana cualquiera de un edificio cualquiera y que, por tanto, es esa la historia que le corresponde contarnos, por encima de cualquier otra historia que esté transcurriendo en cualquier otra habitación a la que pueda accederse a través de cualquier otra ventana, y que quizá merecería también ser contada. Pero, más allá de estas apreciaciones, susceptibles de interpretación, hay añadidos que matan la película: el principal: la eyaculación de Norman en la pared mientras observa a Marion desvestirse para entrar en la ducha: precisamente, una de las razones de la psicopatía de Norman y de su fijación con su madre radica en su impotencia sexual, en el deseo frustrado por consumar con las mujeres por las que siente atracción, deseo. Si el personaje de Norman logra satisfacer sus impulsos sexuales mediante un orgasmo masturbatorio, ¿sería igual de profunda y de radical su psicopatía? ¿Le afectaría igualmente el peso de su frustración hasta el punto de utilizar el cuchillo como una prolongación de su miembro viril, clavándose en sus víctimas femeninas? Obviamente, no. Pero no es esta psicología de bar pseudofreudiana el único añadido lamentable, no: las muertes vienen acompañadas de pequeños flashes visuales, de instantáneas añadidas con intención subliminal con el fin de convertir esas tomas en algo más inquitante, casi espectral. Por ejemplo, en la pésima caída del detective por la escalera, momento en el que los fotogramas incluyen la pose sensual de una mujer rubia, por citar uno. ¿Para qué? ¿Con qué fin? ¿A qué viene echar mano del impacto subliminal de unas imágenes innecesarias, que no aportan nada narrativamente, y que Hitchcock no precisó para aterrorizarnos? Por último, otro horror, quizá el mayor: la secuencia en la que el psiquiatra explica la perturbación de la mente de Norman, aclara su testimonio, esclarece el destino de otras mujeres desaparecidas y revela que el dinero está en el fondo de la laguna. Donde Simon Oakland desplegaba una intensa interpretación mediante la que parecía recrear y revivir en su interior el inmenso tamaño de los males de Norman, con uso de mímica, gestos y una pasión excepcional al explicar e intentar hacer comprender tanto a la policía como a los seres queridos de Marion la naturaleza psicopática del criminal, Robert Forster, muy mal dirigido, expone con frialdad burocrática y diálogos formulistas, lo sucedido a la joven, sin implicación ni pasión alguna, y con un detalle todavía más penoso: si Hitchcock utilizaba un plano a media distancia para enfocar a Oakland exponiendo su teoría, recogiendo sus gestos, el lenguaje de sus manos e incluso las operaciones para encenderse un pitillo mientras habla, Van Sant refleja a Forster en un plano americano, de hombros hacia arriba, por lo que nos omite su lenguaje no verbal, congelado en una máscara facial hierática, por no hablar de que nos esconde su acto de encender un cigarrillo, como si fuera más censurable mostrar a un psiquiatra fumando que a un asesino acuchillando a su víctima y manchando de sangre roja y fresca los blancos azulejos de un cuarto de baño.

Por todo esto, y mucho más, unido a la incomprensible estupidez que pudo llevar a los estudios Universal y a un reputado director de cine independiente (que fue convencido gracias a un cheque con muchos ceros) a concebir semejante proyecto, relegamos Psicosis, de Gus Van Sant, y a todos los participantes en ella a nuestra tienda de los horrores.

Sentencia: culpables

Condena: aparecer en un remake de Los zombis comedores de carne, parte III, haciendo de chuletas de ternasco.

Diario Aragonés – Los descendientes

Título original: The descendants
Año: 2011
Nacionalidad: Estados Unidos
Dirección: Alexander Payne
Guión: Alexander Payne, Nat Faxon y Jim Rash, sobre la novela de Kaui Hart Hemmings
Música: Dondi Bastone, Richard Ford y Eugene Kulikov
Fotografía: Phedon Papamichael
Reparto: George Clooney, Judy Greer, Shailene Woodley, Matthew Lillard, Beau Bridges, Robert Forster, Mary Birdsong, Rob Huebel, Michael Ontkean, Troy Manandicm, Scott Morgan, Milt Kogan, Nick Krause
Duración: 119 minutos

Sinopsis: Matt King es un abogado de Hawai que debe afrontar una difícil situación familiar tras el accidente que ha dejado en coma a su esposa. La necesidad de acercarse a sus hijas, de 10 y 17 años, coincide con un momento capital para su amplísima familia: la venta de unas tierras que, herencia de sus antepasados, mezcla de misioneros y de los últimos vestigios de la realeza y la aristocracia de los aborígenes hawaianos, poseen desde 150 años atrás, y que pueden enriquecerles considerablemente, aunque a costa de abrir una tierra virgen, un paraíso natural, a las garras de los especuladores o de la industria del ocio, lucrativa con los hombres pero destructiva con la naturaleza.

Comentario: Poco o nada hay en la última película de Alexander Payne, según las loas recibidas por la crítica, premios incluidos, máxima favorita a los premios Oscar, que no hayamos visto antes. Un padre de familia (George Clooney), traumatizado por el accidente y el estado de coma de su esposa y los cambios que supone para su vida el hecho de tener que encargarse del cuidado y la educación de sus problemáticas hijas, a las que casi desconoce por haber estado tantos años más pendientes del trabajo que de su mujer y las niñas, ha de reconducir su relación con ellas y adaptarse a su nueva vida. Eso mientras, como fiduciario de un importante patrimonio familiar, busca comprador para las tierras de la familia entre los mejores postores de las islas y del continente antes de que los plazos del fideicomiso venzan y la herencia devenga en propiedad pública. Por tanto, la película de Payne trata básicamente de un hombre que mira al pasado para construir un futuro, para reconstruirse a sí mismo.
La virtud de la película, ya que no es la originalidad, consiste en contar esta historia con un guión milimétrico, preciso, riquísimo, y con unas interpretaciones, a destacar la del propio Clooney, sobresalientes [continuar leyendo]

La tienda de los horrores – The code

Este par de mamertos que miran al frente con cara de panoli son los protagonistas de una de las peores películas de atracos jamás filmadas, The code, bodriometraje dirigido en 2009 por Mimi Leder (que, además de amplia experiencia televisiva, también tiene en su haber dos truños como Deep Impact y El pacificador y un filme parcialmente estimable, Cadena de favores), una película que traiciona doblemente al espíritu de lo que pretende homenajear y al club al que insiste en pertenecer: ni funciona como comedia de atracos, ni tampoco como película de ese reducido grupo de joyas en las que la sorpresa final apabulla, desconcierta, reconforta y agrada hasta el punto de convertir el guión en un puzle inolvidable, en un juego de ratón y el gato entre película y espectador que se remata con un gran ohhhh! de emoción y satisfacción.
El cine de atracos nos ha proporcionado no pocos momentos agradables, ya sea disfrutando con la interacción de la mezcla de divergentes y excéntricas personalidades, bien entre el grupo de atracadores, bien entre el de policías que les persigue, bien entre todos ellos a la vez, ya con la minuciosa y elaborada planificación de un golpe aparentemente imposible, así como su ejecución, los múltiples inconvenientes que la ponen en peligro, y las amenazas y sorpresas que la circundan.

Nada de eso hay en The code, ni gracia ni meticulosidad, ni tensión ni preocupación por cómo se resolverá el entuerto. Para empezar, resulta difícil la empatía con un personaje, digamos positivo (Keith, el ladrón que interpreta Morgan Freeman, típico delincuente que roba sólo a los malos que lo merecen, con una integridad moral mayor que la del Alcoyano y más aún que la de los policías que le quieren dar caza, típico bueno-malo tan querido al cine de Hollywood y que tantas pampurrias da), que nos es presentado como un asesino a sangre fría. Por otro lado, Gabriel Martín (Antonio Banderas) no resulta creíble en su papel de joven alocado e impulsivo, ratero callejero que se conoce los recovecos de Nueva York como la palma de la mano. Y no es creíble porque ni es tan joven ni da el pego como ladronzuelo guaperas, ingenioso y además diestro en persecuciones, cabriolas, peleas, salvaciones imaginativas en el último momento y demás características de un héroe de acción, personaje en el que ya resultara más paródico y caricaturesco que atractivo en El Zorro. Para empeorarlo todo, nada mejor que introducir una tercera pata, por supuesto femenina, que relacione la historia con lo emocional y sentimental, la hija adoptiva de Keith (Radha Mitchell), una rusa de la que Gabriel se enamora, y que da ocasión para desviar la trama hacia la labor de acoso y derribo a la chica que despierta la contrariedad de Keith y amenaza el buen resultado del golpe con el crecimiento del recelo mutuo. Por último, Robert Forster dista mucho de ser el policía ocurrente, irónico o perverso que el género requiere, y desde luego, la relación de amor-odio, de admiración y animadversión que supuestamente mantiene con Keith a lo largo de los años, tan tópica como superficialmente apuntada, tampoco funciona ni aporta nada que no se haya visto mil veces.

Tres secuencias demuestran la penosidad a la que asistimos: primero, la «espectacular» persecución en el metro, en la que Gabriel se arrastra por el techo de unos vagones de videojuego (literalmente, la escena es recreada con computadora y está más cercana a los dibujos animados que al cine), chirriante y espasmódico fragmento apto para la casquería de chapa y pintura tan querida al falso cine-espectáculo; segundo, Continuar leyendo «La tienda de los horrores – The code»

Quentin Tarantino: ¿genio, copión o farsante?

tarantinoq

Sabido es que en el mundo del cine no hay nada nuevo bajo el sol. Todo está inventado. De hecho todo lo estaba ya antes de la llegada del cine sonoro, excepto el uso del sonido, por supuesto. Por eso resulta cuando menos prudente relativizar aquellos fenómenos surgidos, aparentemente de manera repentina, y que de inmediato mueven a otorgar etiquetas de genio, de maestro de la innovación, de insuflador de aire fresco, a diestro y siniestro sobre criterios más bien precarios, de la misma forma que exige plantearse el valor real que supone crear cine aparentemente nuevo gracias a la mixtura de mimbres ya lo suficientemente dados de sí por grandes maestros del cine. Un ejemplo paradigmático de esta doble tendencia, la consagración automática e irreflexiva y la degradación refleja e igual de irreflexiva, es la figura de Quentin Tarantino, el niño mimado de parte de la crítica de los noventa que con el tiempo ha ido adquiriendo su lugar real en el planeta cine.

Cierto es que sólo hay tres o cuatro historias que se repiten constantemente en el cine, el teatro y la literatura. Estas artes, en el fondo, no son sino la continua variación en la forma de contar una y otra vez las mismas historias, y Tarantino no es una excepción. Sólo que su mayor valor, o al menos el más destacado por la crítica, «su» especial forma de contarlo, no es ni nueva ni suya, aunque, al igual que sucede con otros directores de culto como Pedro Almodóvar, consigue con elementos ajenos que forman parte del imaginario colectivo y de la cultura cinematográfica del espectador, crear productos nuevos que, si bien no son en nada originales, funcionan. Continuar leyendo «Quentin Tarantino: ¿genio, copión o farsante?»