Huston, tenemos un problema: La horca puede esperar (Sinful Davey, John Huston, 1969)

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En la línea del Tom Jones de Henry Fielding adaptado por Tony Richardson en 1963, John Huston llevó a la pantalla en 1969 la obra de James R. Webb que recoge las andanzas de David Haggart (John Hurt), desertor del ejército, ladrón, aventurero y embaucador de la Escocia del siglo XIX. En un tono ligero y frívolo, esta comedia de época narra y equipara en el mismo plano las peripecias delictivas y las conquistas románticas de Haggart, perseguido tanto por la policía y las tropas británicas como por una enamorada entusiasta que nunca se da por vencida, la joven Annie (Pamela Frankin), cuyo amor por David incluye su propósito absoluto de redención y de retorno a la vida civil y dentro de la ley, para lo cual no evita siquiera sabotear algunos de los más sofisticados planes criminales de su amado. La aventura, en este sentido, es de lo más convencional: hijo de un patriota tan famoso como ladrón (patriota y ladrón, como bien sabemos, suelen ser términos coincidentes en un gran número de casos), la máxima aspiración de David es ensanchar la leyenda del nombre de su estirpe, superar en fama y hazañas a su progenitor, lo que implica, básicamente, que la cifra de recompensa por su captura sea más alta. Para ello, es preciso acometer aquellos robos que su padre no pudo lograr, en especial, humillar al duque de Argyll (Robert Morley). Ganada la confianza del duque, habiendo logrado la perfecta suplantación de un falso caballero, con lo que David no cuenta es con la atracción que surge por la bella hija del noble, la pizpireta Penélope (una joven Fionnula Flanagan, recordadísima entre nosotros por su participación en Los otros, la película dirigida por Alejandro Amenábar en 2001).

Sinful Davey, que ofrece un brillante catálogo de hermosísimos exteriores escoceses, se estructura en un largo flashback: David narra la historia de su vida desde la celda en la que aguarda la hora fatal de su ejecución. Se suceden los hurtos, las persecuciones, las carreras, los equívocos y el continuo paso por calabozos y mazmorras solo o en compañía de alguons de sus compinches (Nigel Davenport, Ronald Fraser). Al relato le sucede un epílogo que contiene el acto mismo de la ejecución por ahorcamiento en una plaza pública, y el posterior ceremonial de su enterramiento, aunque el título español ya advierte torpemente de cuál es el sentido del desenlace (y que es propio del género al que la obra se adscribe, que es la comedia amoroso-aventurera). Además de las localizaciones, maravillosamente fotografiadas por Freddie Young, la gran virtud de la película reside en las interpretaciones, con un elenco de actores británicos de primer nivel (Hurt, Morley, Davenport, Fraser) que se completa con una jovencísima Anjelica Huston en un papel residual, y también en la música de Ken Thorne, en particular cuando echa mano de las melodías y los ritmos propios del folclore escocés. Continuar leyendo «Huston, tenemos un problema: La horca puede esperar (Sinful Davey, John Huston, 1969)»

Un extraño mito del cine: La burla del diablo (Beat the devil, John Huston, 1953)

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Hay películas que se hacen míticas por las más variopintas razones: secuencias memorables, partituras eternas, interpretaciones soberbias, diálogos imperecederos, broncas fenomenales, fracasos estrepitosos, recaudaciones multimillonarias, quiebras abismales, odios viscerales, sucedidos inesperados, romances imprevistos, bromas pesadas… En pocas ocasiones sucede en cambio que una película se convierta en mito por motivos prácticamente ajenos a lo que muestra la pantalla; más bien por la gran cantidad de cosas que pueden llegar a suceder durante un rodaje, pero no exactamente tras la cámara sino paralelamente, fuera de horas de trabajo, aprovechando la existencia de la filmación, utilizándola como pretexto, aprovechando los momentos de descanso y las horas de la noche, las comidas, las cenas, los días de asueto y las visitas de los amigos. Es el caso de la increíble historia de La burla del diablo (Beat the devil, John Huston, 1953).

Pero la historia, como se ha dicho, al margen de la cámara y del trabajo tras ella. El argumento de la película, la existencia de la película misma, no parecen otra cosa que excusas para reunir en una pequeña población italiana de principios de los cincuenta uno de los más heterogéneos y talentosos grupos de estrellas de Hollywood concebibles. Allí se da cita, obviamente, el elenco técnico y artístico de la película, con John Huston a la cabeza, y Humphrey Bogart, Jennifer Jones, Robert Morley, Peter Lorre, Gina Lollobrigida, Edward Underdown, Bernard Lee, Ivor Barnard y Marco Tulli, además del guionista Truman Capote y unos cuantos amigos de Huston que andan por allí echando una mano en lo que se puede: el escritor Ray Bradbury, el escritor y guionista Peter Viertel, y el cineasta y también escritor Richard Brooks. Y por si fuera poco, no andan lejos la pareja de Bogart, Lauren Bacall, ni la de Jones, David O. Selznick, ni el productor (y también director) Jack Clayton, ni tampoco otra pareja de amigos con querencias euromediterráneas: Orson Welles y Rita Hayworth. Muchos de ellos contarán más adelante anécdotas y ocurrencias relacionadas con lo allí acontecido, más o menos fantasiosas, más o menos verídicas, pero siempre interesantes, con el sabor del viejo Hollywood de gente combativa y pendenciera: para los restos quedan las fenomenales borracheras del personal, las partidas de cartas hasta las tantas de la madrugada, las bochornosas explosiones de mal humor de Huston, el pulso que Capote le ganó a Bogart (que hasta entonces había ridiculizado al escritor por su aire afeminado), la cólera empapada en alcohol de Huston y la resistencia de Richard Brooks, el respeto que su actitud despertó en Capote (hasta el punto de que 14 años más tarde el autor, pudiendo vetar por contrato al director escogido para rodar la versión cinematográfica de su novela A sangre fría, no paró hasta conseguir que Brooks fuera el director), los conatos de peleas, romances, infidelidades y arrestos policiales…

Pero la película tampoco carece de virtudes, aunque el argumento es lo de menos: cuatro estafadores (Morley, Lorre, Tulli y Barnard) que van camino de las colonias británicas de África Oriental, donde pretenden hacer negocio con unas tierras ricas en uranio, utilizan como tapadera para sus acciones al matrimonio italoamericano formado por Billy y Maria (Bogart y Lollobrigida). Sin embargo, estos entablan amistad con Harry y Gwendolen Chelm, una pareja de la alta sociedad británica (Underdown y Jennifer Jones) que también van camino de África para hacerse cargo de una plantación de café heredada por él. Continuar leyendo «Un extraño mito del cine: La burla del diablo (Beat the devil, John Huston, 1953)»

Cine en fotos – John Huston, ‘A libro abierto’

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Al principio, cuando estábamos todavía unos pocos en la selva, no habíamos establecido nuestro servicio de intendencia, así que contratamos a un cazador negro para que nos llenara el puchero. Yo salí a cazar con él varias veces. Sólo tenía un rifle de avancarga y no podía dar en el blanco a menos que estuviera prácticamente encima de la pieza. La caza era escasa y yo me preguntaba cómo demonios se las arreglaba el tipo para abastecernos de suficiente carne para el puchero que estaba encima del fuego. El guiso consistía en una especie indiscriminada de estofado compuesto de mono, cerdo de la selva, ciervo y quién sabe qué. Finalmente, alguien lo supo… Una tarde llegó al campamento un grupo de soldados y arrestó a nuestro cazador negro. No nos dijeron por qué. Pero más tarde supimos que algunos habitantes de la aldea próxima habían desaparecido misteriosamente. Parecer ser que, cuando nuestro cazador no encontraba animales para nuestro puchero, conseguía la carne de manera más sencilla. Debo reconocer que yo no notaba la diferencia de sabor. El cazador negro fue ejecutado unos días después, antes de que llegara la mayor parte del equipo. Sólo unos pocos tuvimos el privilegio de una alimentación tan exquisita.

John Huston, A libro abierto (Memorias), Espasa-Calpe, Madrid, 1986.

Hollywood anticomunista (II): Rojo atardecer (The journey, Anatole Litvak, 1959)

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Echando cuentas, resulta bastante llamativo el hecho de que, justo tras Alfred Hitchcock, John Ford y Billy Wilder, el cineasta del que más se ha ocupado esta escalera sea Anatole Litvak. Son hasta tres las ocasiones en las que se ha comentado alguna de sus películas, a saber, por orden de publicación: La noche de los generales (The night of the generals, 1966), producción británica, Un abismo entre los dos (Le couteau dans la plaie, 1962), producción francesa, y Voces de muerte (Sorry, wrong number, 1948), producción norteamericana. Si bien la primera y la tercera de ellas resultan muy estimables, la segunda acumula demasiadas debilidades. Contribuimos a aumentar esta involuntaria estadística favorable al director ucraniano por el lado de las cintas más flojas con una cuarta entrega, también norteamericana, englobada dentro del movimiento hollywoodiense adscrito a la política propagandística propia de la Guerra Fría, titulada Rojo atardecer (The journey, 1959) y protagonizada, tres años después de su éxito conjunto como pareja principal en El rey y yo (The King and I, Walter Lang, 1956), por Deborah Kerr y Yul Brynner.

En esta ocasión, sin embargo, la química entre ambos está más que ausente, debido principalmente a la escasa elaboración que su, en teoría, ambivalente relación tiene en el guión original de George Tabori. La premisa, sin embargo, resulta atractiva, aunque un pelín cogida por los pelos: tras varios días retenidos en el aeropuerto de Budapest tras la ocupación soviética de Hungría en 1956, un grupo de ciudadanos extranjeros de las prodecencias más diversas (diplomáticos, turistas, estudiantes, empleados de empresas occidentales destinados en Oriente Medio, etc., incluido un antiguo oficial alemán nacionalizado etíope…) recibe autorización por parte de las autoridades soviéticas para abandonar el país en autocar por la frontera austríaca. Entre los pasajeros, como se ha dicho, hay de todo: un diplomático inglés (Robert Morley), una familia americana compuesta por una pareja (E. G. Marshal y Anne Jackson), sus dos hijos pequeños (uno de ellos el futuro actor juvenil y luego oscarizado -no se sabe por qué- Ron Howard) y otro que viene en camino, el ex-nazi ya citado junto a su hija, un estudiante francés, un diplomático japonés, un profesor… Y una pareja demasiado elocuente a pesar de sus esfuerzos para no ser asociada, la que forman Diana Ashmore (Deborah Kerr), la conocida esposa de un político británico, y otro inglés, Paul Flemyng (Jason Robards, acreditado como Jason Robards Jr., en su debut en la gran pantalla, bastante crecidito ya, la verdad), que viaja maltrecho y agotado como producto de una herida de bala que intenta esconder a las tropas rusas. Este variopinto grupo se pone en marcha y llega a la última localidad húngara antes de la frontera con Austria. Pero allí, el mayor Surov (Yul Brynner) ha recibido órdenes de retenerlos hasta que puedan formalizarse ciertos permisos producto de las nuevas normas, por lo que soviéticos, húngaros y occidentales deben confraternizar más de lo deseable para todos.

La película flaquea en todos sus aspectos principales: el enigma que oculta el personaje de Flemyng, su verdadera identidad y la razón de su proximidad a Lady Ashmore se adivinan con excesiva prontitud; por otro lado, el triángulo que ambos forman junto a Surov no termina de cerrarse, y la relación entre el militar y la dama inglesa queda insuficientemente tratada. En particular, la evolución de Surov respecto a ella resulta demasiado virulenta y repentina, casi se diría que caprichosa por necesidad del guión, por no decir sencillamente inverosímil, o al menos increíble. El capítulo final de esa evolución no resulta mucho mejor, y pretende convertir a Surov en una suerte del inolvidable Rick de Bogart, si bien truncado a última hora. Otra carencia brutal es la falta de suspense: ni a lo largo del viaje ni en el necesario receso en la huida del país hay situaciones en las que la tensión por un descubrimiento, por una captura, por una revelación que pueda amenazar a los amantes y hacerles volver a Budapest llega a explotarse adecuadamente, y Litvak parece apostar por el romance a tres bandas, que nunca estalla, en vez de por la coyuntura política y aventurera que le permitiría la historia, contendándose con despachar este prisma con un par de episodios bélicos de escasa importancia, y con un intento de fuga no muy logrado y en el que se echa en falta un mayor despliegue de medios. Continuar leyendo «Hollywood anticomunista (II): Rojo atardecer (The journey, Anatole Litvak, 1959)»

La tienda de los horrores – Siete veces mujer

No cabe duda; la fotografía tiene que ilustrar necesariamente a los tres actores viendo su propia película…

Generalmente, las películas construidas a base de episodios o cortos no suelen funcionar. La variación de tonos, formas, tratamientos narrativos, por no hablar de los objetos de interés de las tramas, suelen proporcionar al conjunto altibajos de ritmo, lagunas de intensidad, pérdidas de pulso, cuando no ligereza o escasez en el retrato de personajes y situaciones. Cuando la cosa encima se hace con intención paródica o caricaturesca, la catástrofe suele estar asegurada. Es el caso de este inexplicable engendro, Siete veces mujer, de 1967.

Y lo más inexplicable es que sea así con la nómina de participantes en semejante zancocho: dirigida nada menos que por Vittorio De Sica, uno de los padres del neorrealismo italiano, autor de indiscutibles obras maestras, que en un momento dado de su carrera empezó a filmar morralla, comedias costumbristas de nivel ínfimo con el sexo edulcorado como vehículo para el lucimiento de carnalidades tipo Sophia Loren; escrita por el gran Cesare Zavattini, el mismo de quien Truman Capote decía que era el único guionista-creador con talla de verdadero artista en el mundo del cine, corresponsable junto a De Sica de películas inolvidables, pura Historia del Cine; interpretada por una inigualable nómina de célebres actores y actrices: Shirley MacLaine (en la cresta de la ola tras El apartamento o Irma la Dulce, aunque como cómica siempre ha resultado más que deficiente), Peter Sellers (sin comentarios), Vittorio Gassman (ídem), Michael Caine, Alan Arkin, Robert Morley… Y bellezas como Anita Ekberg, otra que tal tras La dolce vita, y Elsa Martinelli. ¿Qué es entonces lo que pudo fallar en un proyecto tan, a priori, solvente? Posiblemente la abundancia de productores (americanos, franceses e italianos) y la necesidad de rodar la película en inglés, con un reparto internacional y destinada a Hollywood; sacar de su medio natural a De Sica y Zavattini, e incluso a Gassman, no salió gratis.

La película, que no hay por dónde cogerla, fracasa en toda la línea. Como comedia resulta tediosa, fallida, ridícula, risible, sin que la sonrisa asome en ningún momento a la cara del espectador, que asiste con indignación creciente a una de las mayores decepciones imaginables en el campo del cine de humor. Construida en siete capítulos que en teoría hablan del adulterio desde el punto de vista de la mujer, o al menos con una mujer como protagonista, las situaciones carecen de gracia, de ingenio, de talento, el humor bufonesco es patético, los intérpretes se pierden en grandilocuencias forzadas (MacLaine) o en mímicas absurdas (Gassman, Sellers, perdidos en personajes absolutamente lamentables), los chistes son tontos, el humor no llega a explosionar, y uno asiste impávido, perplejo, a una sucesión de acontecimientos, a cual más torpemente hilvanado con el anterior, que no transmiten paradojas, mensajes, sarcasmos ni guiño alguno. La «gracia» está en que cada capítulo, todos protagonizados por MacLaine, reflejan a un estereotipo distinto de mujer, siguiendo los tópicos más vulgares de la recreación femenina por los ojos masculinos, primordialmente los que tienen tendencia al machismo más exacerbado. La secuencia del desastre, que elige París como escenario para el desaguisado, es la siguiente: Continuar leyendo «La tienda de los horrores – Siete veces mujer»

Diálogos de celuloide – Cromwell

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Es curioso, señor Ayton. Todo el que se lanza a una guerra cree que Dios está de su parte y Dios debe de preguntarse a menudo quién es el que está con Él.

Cromwell. Ken Hughes (1970).