¿Ha muerto el cine? Las tres muertes del cine y una improbable propuesta de resurrección.

«El cine ya no existe. El cine con el que crecí y el cual sigo haciendo, ya no existe. Los cines siempre existirán para una experiencia en comunidad, no hay duda de ello. Pero, ¿qué tipo de experiencia será? ¿Será siempre ir a ver una película de parque de atracciones? Da la impresión de que soy un hombre viejo, y lo soy. La pantalla grande para nosotros en los 50 era ver westerns como Lawrence de Arabia y de ahí la experiencia especial de 2001: Odisea en el espacio, en 1968. O la experiencia de ver Vertigo y The Searchers en VistaVision» (Martin Scorsese).

Is Cinema Dead? A Tale Of Streaming Services, Piracy And ...

“El cine ha muerto”, proclamaba pomposo, una vez más, Peter Greenaway en mayo de 2012 con motivo de la presentación de Heavy Waters, 40.000 years in four minutes, pieza de videoarte con la que el polémico cineasta galés, súbitamente enamorado de esta modalidad de creación a través de la imagen, se proponía “deconstruir la idea de la pantalla única y romper con la narrativa tradicional del cine”. A la vista del nulo recorrido de su obra el que realmente parecía estar muerto era Greenaway, que no tardó en volver al cine “tradicional”, si bien desde su abigarrado enfoque culto y multidisciplinar, con Goltzius and the Pelican Company (2012), 3x3D (2013), película colectiva junto a Jean-Luc Godard y el portugués Edgar Pêra, y la, esta sí, espléndida Eisenstein en Guanajuato (2015).

Históricamente, cada vez que el cine ha dado pasos visibles y decisivos en el desarrollo de su técnica y la ampliación de sus posibilidades como medio de expresión artística, alguien, generalmente profesionales de las distintas ramificaciones de la industria, y no precisamente como una boutade producto de un ego que a duras penas encuentra acomodo en el propio cuerpo, ha vaticinado su muerte inminente o lo ha dado prematuramente por enterrado. Sin embargo, aunque cambios revolucionarios como la llegada del sonido, la implantación del color o la aparición de la televisión generaron sus particulares movimientos de resistencia (Charles Chaplin, en defensa de las películas silentes como la más pura y estilizada plasmación del lenguaje cinematográfico, no introdujo diálogos en sus filmes hasta 1936; los grandes maestros a favor del blanco y negro como superior herramienta para la representación idealizada de la realidad, máxima aspiración del cine; las superproducciones en color y formato panorámico rodadas en exteriores para imponerse a la naciente televisión en blanco y negro grabada en estudio…), lo cierto es que los agoreros se equivocaron (como erraron cuando profetizaron la desaparición del cine tras la invención del vídeo doméstico y su posterior sustitución por el DVD), y a pesar de que las sucesivas novedades modificaron el reparto del pastel de negocio, alteraron ciertas relaciones de poder y provocaron un número indeterminado de pequeños terremotos controlados, el cine en su conjunto salió reforzado de estos pulsos, se dotó de nuevos y eficaces instrumentos a través de los cuales desarrollarse técnicamente y multiplicó exponencialmente las opciones disponibles para contar historias. En suma, tras cada una de estas crisis el cine vio apuntalados los cimientos de su condición de principal vehículo de entretenimiento del siglo XX o, en palabras de Orson Welles, el “medio de comunicación más importante desde la creación de la imprenta”.

Al mismo tiempo, no obstante, en cuanto a industria, el cine ha ido dando pasos a primera vista no tan llamativos pero igualmente cruciales en lo que respecta a la forma en que nos hemos acostumbrado a ver las películas. Ha sido precisamente en estos cambios casi desapercibidos, alejados en apariencia de turbulentas situaciones críticas, donde se ha ido inoculando el virus que más de un siglo después del nacimiento del cine supone la mayor amenaza, tal vez definitiva, a su supervivencia, y de cuya superación pueden depender las posibilidades narrativas que se abran a las películas en el futuro. Lo cual, paradójicamente, nos aproxima a la sentencia de Greenaway y a sus intentos por encontrar nuevos mecanismos de expresión creativa.

Son muchos y diversos los signos de agotamiento que se aprecian en el cine destinado al gran público (el único que, a fin de cuentas, es realmente relevante, el que verdaderamente entendemos como tal cuando utilizamos esa expresión generalista, “el cine”): el escaso poder de renovación del cine de género, la bochornosa e indiscriminada práctica del remake y la multiplicación de sagas, secuelas y precuelas, la abundancia de tópicos, clichés, estereotipos y lugares comunes dramáticos, los guiones previsibles y/o chapuceros, los finales decididos sobre la base de estudios de mercado, el abuso de florituras tecnológicas y el consecuente abandono de otros recursos propiamente cinematográficos que exigen mayor conocimiento y pericia, la infantilización de la comedia o del cine de acción y aventuras, la continua adaptación a la pantalla de best-sellers de escaso valor, la autocensura de autores y productores, la falta de asunción de riesgos en la producción, las modas periódicas, la nefasta influencia del videoclip, la televisión, la publicidad y los videojuegos, la pérdida de referentes culturales, el abuso del sensacionalismo visual, la proliferación de películas construidas sobre “finales sorpresa” que descuidan en cambio la construcción de personajes y situaciones solventes, la mercadotecnia como fin en sí mismo y no como medio para la difusión y comercialización de películas de calidad… La salvación del cine, su capacidad para seguir creciendo, sorprendiendo e innovando sin dejar de conservar su público depende en última instancia de un radical cambio de rumbo, de la recuperación, exploración y explotación de algunas de las vías muertas que el desarrollo industrial del cine fue cerrando o dejando solamente entreabiertas a su paso. Perspectivas que, tradicionalmente asociadas, a menudo en sentido despectivo, al concepto de cine de autor o al cine experimental, y aunque nunca del todo amortizadas, son carne de festival, de filmoteca o de canales televisivos temáticos, están muy poco presentes y durante demasiado poco tiempo en las carteleras comerciales y van dirigidas a una clase muy específica de público, aquel que no considera el cine una mercancía a la que aplicar el modelo económico dominante del consumo basura. No se trata tanto de empecinarse en hallar inciertos caminos experimentales de dudosa existencia como de rehabilitar la vigencia y aceptación generalizada de propuestas cinematográficas alternativas que ya existen, que siempre han existido, y que quedaron marginadas o abandonadas por el cine mayoritario, el impuesto por la industria, en su camino de más de cien años de historia en busca del negocio perfecto.

Primera muerte: el libro mató a la estrella de la cámara.

Las dificultades para la supervivencia del cine y sus esperanzas de futuro provienen de la misma razón de origen que lo hizo vivir y desarrollarse: su doble condición de arte y entretenimiento, de cultura e industria. Esta naturaleza dual se hizo patente desde el mismo instante de su presentación “oficial” en sociedad, el 28 de diciembre de 1895 en el Salón de Té Indio del Gran Café de París, en el número 14 del Boulevard des Capucines.

Las películas iniciales de los hermanos Lumière (como las de quienes les precedieron en la filmación de imagen en movimiento: Le Prince, Muybridge, Marey, Donisthorpe, Croft, Bouly, Edison, Dickson, Friese-Griene, Varley, Jenkins, los hermanos Skladanowsky, Acres, Paul…) constituyen la primera muestra de cine en estado puro, reflejo de la realidad idealizada a través del ojo de la cámara. Para Andréi Tarkovski, La llegada del tren a la estación de La Ciotat supone el instante preciso en que vio la luz el arte cinematográfico: “Y no me refiero solo a la técnica o a los nuevos métodos para reproducir la realidad. Allí nació un nuevo principio estético. Este principio consiste en que, por primera vez en la historia del arte y de la cultura, el ser humano encontró el modo de fijar el tiempo de manera inmediata, consiguiendo a la vez reproducir, cuantas veces desease, ese instante sobre la pantalla, es decir, volver a él. El ser humano obtuvo así la matriz del tiempo real. Visto y fijado, el tiempo se pudo conservar en latas de metal por mucho tiempo (en teoría, para siempre)”. Sin embargo, la renuncia a profundizar en las posibilidades artísticas del cine por parte de los Lumière, que pensaban únicamente aplicarlo para usos científicos, puso el nuevo invento en manos de uno de los treinta y tres espectadores de aquella primera sesión de películas, Georges Méliès, que vio de inmediato en el cine un amplísimo campo abierto para el espectáculo. Con ello el cine comienza a expandirse, pero al quedar en poder de un ilusionista que lo lleva a su terreno, al mismo tiempo que ensancha sus posibilidades, estas se concentran en una dirección muy concreta. El cine pasa de ser una atracción de feria, un fenómeno tecnológico, una curiosidad técnica dentro de la nueva era industrial, a un medio para contar historias siguiendo un canon, no puramente artístico como el de la pintura o la escultura, sino el propio del mundo del espectáculo.

Son años de películas de pantomimas, trucos y fantasmagorías, deudoras del teatro de variedades, de creadores como Alice Guy o el turolense Segundo de Chomón, formado junto a Méliès en su estudio de Montreuil, y también de proyecciones de insulsas escenas de la vida cotidiana e impersonales estampas urbanas o campestres, simples postales en movimiento rodadas por equipos de filmación repartidos por todo el mundo. Consumido, sin embargo, el efecto sorpresa, acostumbrada la masa de espectadores al nuevo medio, pronto el interés por las películas empieza a disminuir. Méliès, poseedor de múltiples talentos y dueño de una gran imaginación, comienza a escribir entonces sus propios guiones dramáticos, historias que sus actores, y él mismo, representan en la pantalla y que le permiten utilizar buena parte de los recursos técnicos que había incorporado a sus espectáculos de ilusionismo. Donde su fantasía no alcanza, sin embargo, llega la literatura. Es ahí donde el cine empieza a abrirse y cerrarse horizontes. Evidentemente, Méliès no hace adaptaciones de obras literarias completas, se limita a síntesis muy reelaboradas de los argumentos o a retratar los pasajes más conocidos, aquellos que le permiten utilizar sus juegos y trucajes y que al mismo tiempo son fácilmente identificables por el público. Esta puerta entreabierta supone, no obstante, la introducción gradual de la literatura en el cine, una invasión lenta pero incesante que acaba por subordinar las múltiples variables potenciales de la expresividad cinematográfica a los parámetros de la narrativa literaria. El cine deja de ser imagen pura, abandona el principio estético al que se refiere Tarkovski, expresión de la matriz del tiempo real, para convertirse en representación de la literatura a través de la imagen. En 1902 Méliès filma Viaje a la luna y Las aventuras de Robinson Crusoe, y el éxito de estas películas extiende la fórmula a otros competidores. En 1908 ya se han rodado adaptaciones cinematográficas de obras de Hugo, Dickens, Balzac o Dumas, entre muchos otros. En 1912 se presenta una versión de Los miserables de nada menos que cinco horas. En Italia, país que disputa a Francia la hegemonía cinematográfica en Europa durante la primera mitad de los años diez, abundan las adaptaciones a la pantalla de los clásicos latinos y del Renacimiento, las películas bíblicas y, en menor medida, las inspiradas en obras de Shakespeare o en libretos operísticos. En otras cinematografías incipientes como la danesa, la sueca o la soviética, la influencia de la literatura está más condicionada, su implantación es algo más tardía y contestada por otras formas de narrar independientes de las letras, pero termina por triunfar igualmente.

La victoria definitiva de la literatura sobre el cine se produce al otro lado del Atlántico. Desde Edison, en el primer cine norteamericano habían predominado la acción, el documental y la recreación dramatizada de la realidad. Además de noticiarios que recogen auténticos acontecimientos de la guerra bóer de África del Sur, dos de las películas más importantes de esta primera época son Rasgando la bandera española (Stuart Blackton y Albert Smith, 1898), representación de episodios de la guerra de Cuba filmada en la azotea de un rascacielos neoyorquino (película fundacional de la productora Vitagraph, futura Warner Bros.), y, sobre todo, el western Asalto y robo de un tren (Edwin S. Porter, 1903), con el famoso pistolero bigotón que dispara directamente a cámara. Pero con la decisión de Jesse Lasky y Cecil B. DeMille de basar sus primeras películas en Hollywood (de hecho, las primeras películas de Hollywood) en obras de Broadway protagonizadas por los mismos actores que las habían hecho éxito en las tablas neoyorquinas y, especialmente, con el triunfo de El nacimiento de una nación (1915) de David W. Griffith, el cine de raíz literaria se impone por completo. Actor desde 1904, Griffith acude en 1907 a las puertas de Black Maria, el estudio de Edison, donde también trabaja Porter, para ofrecer una adaptación a la pantalla de Tosca. Necesitados de actores, no de autores, Griffith es contratado para un pequeño papel, y termina quedándose en el estudio como “hombre para todo”. En 1908 dirige su primera película, pura acción, sobre el secuestro y rescate de una niña, e inicia un vertiginoso aprendizaje a lo largo de más de cuatrocientos títulos entre los que poco a poco se van filtrando adaptaciones literarias de las obras que conocía gracias a su esmerada y tradicional educación sureña (Shakespeare, Tolstoi, Poe o Jack London, entre otros). De Tennyson toma sus personajes femeninos, ideales para Mary Pickford y las hermanas Lillian y Dorothy Gish, jóvenes ingenuas, tiernas, desgraciadas y perseguidas, propias del folletín victoriano. Todo lo demás lo adapta de Charles Dickens, en especial el recurso de la “salvación en el último minuto” y las acciones simultáneas. Griffith rompe los cuadros de teatro de Méliès y dinamiza las historias gracias al montaje paralelo, los movimientos de cámara, el uso de la perspectiva y los saltos espaciales y temporales. De este modo, Griffith supera a Méliès y consigue que lo fantástico ya no provenga de una reinvención producto de una imaginación desbordante, sino que esté justificado sobre la base de una realidad tangible, que descanse en personajes e historias creíbles, reconocibles. Sus obras son folletines, melodramas llenos de situaciones violentas, de efectismos tragicómicos, de personajes buenos y malos que luchan para que el bien siempre venza en el instante final. Gracias a Griffith se impone en el cine de Hollywood, y gracias a Hollywood en el cine de todo el mundo, lo que Peter Watkins ha dado en llamar monoforma o “modelo narrativo institucional”, a veces también mal llamado “clásico” (porque además del modelo hollywoodiense puede hablarse de otros cines igualmente “clásicos”), expandido, sostenido y potenciado por el imperialismo económico y cultural estadounidense y sus superestructuras neocapitalistas, y que ha copado implacablemente tanto la praxis cinematográfica y audiovisual como el imaginario colectivo universal. Desde 1927, con la llegada del sonido, el dominio de esta forma de narrar, la primacía de la literatura sobre la imagen, con la necesidad de escribir diálogos y la llegada masiva de escritores, periodistas y dramaturgos a los estudios, se convierte en total. Esta monoforma lo ha impregnado todo, hasta la crítica cinematográfica especializada, a menudo seguidora de los intereses comerciales de los medios de comunicación que la amparan y que, en general, se limita a comentar el argumento literario de las películas y su adecuada o no traslación a imágenes, las interpretaciones, la construcción de personajes y guion, el desarrollo de la trama y la oportunidad del desenlace, con algún apunte vagamente técnico siempre referido a los mismos aspectos –música (denominada, erróneamente, banda sonora), fotografía y montaje– tratados de manera superficial, genérica, sin pormenores, y dejando al margen el verdadero comentario cinematográfico de las películas, que queda para los estudiosos y el reducido campo de unas investigaciones que solo encuentran difusión en el ámbito académico o artístico.

Sin negar todo lo que esta forma “literaria” de hacer cine ha aportado a la historia del arte y la cultura universal, lo cierto es que el cine buscó en la literatura munición creativa para las películas y un prestigio que le permitiera ser aceptado por quienes, precisamente desde el arte, lo despreciaron en los primeros tiempos como simple espectáculo popular. La literatura abrió al cine nuevas vías que se han extendido hasta hoy, pero lo mismo que ha alimentado variantes distintas de hacer cine durante más de un siglo ha desplazado otras igualmente válidas, basadas primordialmente en la imagen, en una narrativa puramente audiovisual. El futuro del medio pasa por el camino hasta hoy minoritario, por la ruptura con la literatura, el abandono de la idea del cine de Méliès o Griffith, la del “cine como la más importante de las artes al comprenderlas todas”, y la asunción del principio estético al que aludía Tarkovski al referirse a las películas de los Lumière: “el cine no debe ser una simple combinación de principios de otras artes […]. La suma de la idea literaria y la plasticidad pictórica no da lugar a una imagen cinematográfica, sino a un producto acomodaticio, inexpresivo y ampuloso”. A partir de este punto, el cine caminaría hacia el documental, no como género cinematográfico sino como modo de reproducción de la vida, de fijación del tiempo en imágenes, con sus formas y manifestaciones efectivas. Para Tarkovski, “la fuerza del cine consiste en atrapar el tiempo y su real e indisoluble relación con la materia misma de la realidad que nos rodea a cada día y a cada hora”. El cine no habría de ser en origen literario sino solo forma, imagen, y considerarse producto intelectual únicamente como resultado, nunca con una intención o finalidad previas. El cine habría de alcanzar su objetivo primordial, la emoción, por la misma vía que la fotografía, es decir, administrando el amplio espacio intermedio entre luz y oscuridad, fijándolo en un tiempo determinado pero con la riqueza añadida del movimiento, permitiendo proyectar mental y emocionalmente su discurrir; no solo captar el tiempo de un instante concreto, también su evolución, su presente y su proyección pasada y futura, su conexión con la vida. El cine como una reelaboración emocional a posteriori por parte del espectador individual, una experiencia vital imposible de extrapolar o de compartir en todos sus matices con otro espectador. El cine, en suma, no como reproducción o representación de la idea que culturalmente compartimos de un sentimiento, sino como expresión y retrato, a ambos lados de la pantalla, de un sentimiento vivo.

Lejos de confinarse en reducidos guetos experimentales, obviados por la industria, la crítica y el gran público pero repletos de tesoros y de propuestas interesantes, tanto el cine construido fuera de la literatura (la exploración de los límites del lenguaje audiovisual convencional y el empleo de nuevos recursos para encontrar otras maneras de provocar experiencias, sentimientos, emociones y concepciones) como el cine pensado desde la literatura pero con la declarada intención de contravenirla, de desmontarla, de crear nuevas formas de contar desde su descomposición, no solo han enriquecido cinematografías de todo el mundo (las vanguardias rusas y alemanas, el cine avant-garde francés, los estructuralistas, el cine de propaganda y agitación ligado al 68, el cine underground, el cine militante –gay, feminista, el cine política y socialmente comprometido–, españoles como José Val del Omar, Javier Aguirre, Antonio Maenza, Joaquín Jordá, Ricardo Muñoz Suay, Fernando Arrabal, entre muchísimos otros) sino que marcan el camino de supervivencia del cine como arte, incluso como negocio, toda vez que la industria tradicional del cine se ha visto superada claramente por la del videojuego y se ve amenazada por la ficción hecha por y para la televisión, su fragmentación en forma de series, por lo común visualmente pobres e impersonales (son los diferentes directores y técnicos de cada capítulo los que deben ajustarse a una planificación estética uniforme marcada desde el diseño de producción para toda la serie), que suponen la consagración definitiva de la concepción de la narrativa audiovisual como mera reproducción en imágenes de la narrativa literaria.

Wiene y Murnau, Buñuel y Dalí, Vigo y Cocteau, Fellini y Lynch han logrado trasladar al cine la dinámica caótica y la textura etérea de la memoria y de los sueños; Dziga Vertov o Walter Ruttmann construyeron cautivadores mosaicos visuales a partir del retrato de la maquinaria de sus realidades urbanas; Bresson y Resnais, Antonioni y Oliveira, Cassavetes o Wong Kar-Wai, Haneke o Chang-wook, Ki-duk o Jim Jarmusch han superado la literalidad del guion literario y rodado excelentes películas desde la inexistencia de un guion y a partir de la improvisación, con la palabra subordinada por completo a la imagen; La jetée de Chris Marker (1961) presenta su futuro apocalíptico a través de fotografías, con un único fotograma en movimiento; Sayat Nova (1968) de Sergei Paradjanov relata la biografía del poeta armenio Aruthin Sayadin a través de la lectura en off de algunas de sus obras y su paralela traducción a hermosísimas imágenes estáticas representativas de los principales pasajes de su vida; Basilio Martín Patino capta en Canciones para después de una guerra (1976) el espíritu de una época combinando el montaje de fotografías y música popular; Tarkovski en El espejo (1975) narra la historia de una familia soviética (sospechosamente parecida a la suya propia) a lo largo de cuarenta años (desde la guerra civil española hasta el presente del rodaje) a través de recursos exclusivamente cinematográficos que combinan el empleo de la música, los noticieros de época o las imágenes rodadas en los frentes de guerra reales con un uso imaginativo de la puesta en escena, los cambios de color a sepia y blanco y negro para remarcar la diferencia entre presente vivido, memoria y sueño, y la identificación de personajes de distintos momentos temporales con el empleo de los mismos intérpretes; Ingmar Bergman en Persona (1966) analiza el concepto de identidad y rompe la narrativa tradicional para triunfar sobre la literatura quemando el propio negativo de la película y fusionando en uno solo los rostros de Bibi Andersson y Liv Ullmann; en el cine de Alfred Hitchcock, bajo su aparente capa de narración tradicional vinculada al crimen y el suspense, o en el de Fritz Lang, que navega continuamente entre la luz y la oscuridad de la lucha entre civilización y barbarie, late todo un universo visual plenamente autónomo que transita en sincronía pero de manera independiente de cada guion literario; Stanley Kubrick parte de la literatura en 2001: una odisea del espacio (1968) para edificar una obra maestra de puro cine, sin sobrecarga de diálogo, liberado de ataduras teatrales, con la imagen y la música como principales vehículos transmisores de información, emoción y pensamiento; Orson Welles abre y cierra un género en sí mismo, el del falso ensayo irónico-crítico, para analizar las trampas y la hipocresía que rodean el mundo del arte, y de paso reírse de su propia identidad como artista, en Fraude (1972), complejo, efectivo y apasionante artefacto fílmico construido desde el montaje que es una lección de cine de primerísimo nivel; Al Pacino en Looking for Richard (1996) utiliza el documental, la entrevista o el reportaje para retratar, y representar, un montaje teatral del Ricardo III de Shakespeare; Erice o Kieslowski ofrecen a lo largo de sus breves y magistrales carreras todo el catálogo de posibilidades narrativas del cine más allá de la literatura, imágenes puras compuestas de iluminación, música, uso dramático del color y un diálogo economizado y puesto al servicio de la narrativa visual… Estos nombres prueban que el cine que se aparta de la monoforma de la que habla Peter Watkins, del “modelo narrativo institucional”, no tiene por qué ser un complicado reducto para iniciados y entendidos destinado a museos, instalaciones videoartísticas y festivales especializados, sino que multiplica las posibilidades futuras del cine, que puede lograr la aceptación popular y resultar económicamente rentable si se superan las limitaciones comerciales impuestas por el cine cimentado en la mera reproducción audiovisual de la literatura, y por la industria que sigue el modelo estadounidense.

Que en España se preste atención excesiva a eventos como los Óscar o los Goya y las mediocridades que ambos promueven mientras el cine español es sistemáticamente ignorado por las secciones oficiales de los festivales de clase A (Berlín, Venecia y Cannes, con la excepción de San Sebastián, donde siempre se cuenta con la oportuna cuota nacional, no siempre por razones de calidad) no es precisamente buena señal. Que la producción de cine en España quede en manos de las televisiones comerciales y que directores españoles como José Luis Guerín, Oliver Laxe o Albert Serra, con todo lo que de bueno y menos bueno pueda decirse de sus obras, gocen de reconocimiento y atención internacional mientras en el circuito español se les hace prácticamente el vacío, no son señales que inviten al optimismo. Continuar leyendo «¿Ha muerto el cine? Las tres muertes del cine y una improbable propuesta de resurrección.»

Música para una banda sonora vital – Regreso al futuro (Back to the future, Robert Zemeckis, 1985)

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Esta película de Robert Zemeckis, el ‘pequeño Spielberg’, inicio de una saga que, como suele ser habitual, decaía con cada nueva entrega, aglutina lo mejor y lo peor del cine palomitero de los ochenta, que no por casualidad es, en términos generales, la década menos afortunada de la historia del cine.

Entre aquellos aspectos del filme que cobraron más trascendencia destaca la banda sonora de Alan Silvestri, y acompañándola, el tema The power of love, de Huey Lewis and the News, grupo de estilo indefinido que se llevaba grandes palos de la crítica, y no por nada.

El hombre de la cámara: El ojo público (1992)

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Su amigo Art (Jerry Adler), un exitoso escritor teatral neoyorquino, define a Leo Bernstein (Joe Pesci) durante un arrebato de mal humor regado con demasiado alcohol como «un tipo andrajoso, que duerme vestido, come comida de lata y pasa tanto tiempo entre cadáveres que huele igual que ellos». Otros, en cambio, lo llaman «El Gran Benzini» por su mágica capacidad de presentarse en el lugar de los hechos antes que la policía y ser así el primero en fotografiar todos los detalles de cada fiambre y poder vender las fotos a los periódicos antes que nadie (gracias a todo un laboratorio de revelado que oculta en el maletero de su coche). Pero Leo es mucho más que un tipo ordinario y regordete, un vanidoso que masca continuamente el extremo de un cigarro. Leo no sólo se cree un artista, el mejor fotógrafo de América, sino que, seguramente, lo es. Clasificadas en cajas de cartón, o seleccionadas en un libro  que intenta en vano que le publiquen, sus fotografías muestran la cara B de la América en guerra (estamos en 1942, en plena Segunda Guerra Mundial), con sensibilidad, tacto y un sentido crítico que no se les escapa a los observadores más avezados, aunque la mayoría piensen que solamente es una exacerbación comercial del morbo. La ventaja de Leo sobre cualquier otro fotógrafo es su neutralidad: conoce a todo el mundo, se lleva bien con todo el mundo, no toma partido, no juzga ni denuncia a nadie, paga cuando debe y no hace más preguntas que aquellas que le permiten hacer sus fotos, y, aunque de vez en cuando no se resiste a manipular el escenario de un crimen cuando una buena foto está en juego («que la realidad no te estropee una buena foto»), lo hace por un elevadísimo sentido artístico, y no por confabulaciones o amiguismos con ningún verdugo o sabueso. Así es al menos hasta que se enamora; el pobre, desgraciado, virginal Leo, solitario, noctámbulo, abandonado, desposeído de la gracia que supone atraer al bello sexo, cae en las redes románticas de Kay Levitz (Barbara Hershey), la hermosa viuda que regenta un exitoso club nocturno heredado de su difunto marido. Los oscuros tratos de éste con algunos miembros de la mafia, las conexiones con el gobierno, un misterio en torno a los bonos de guerra y la amenazadora presencia del crimen organizado, de la policía y de los federales, que presionan a Kay por distintos frentes, hacen tomar partido a Leo por vez primera, y claro, termina sufriendo más de la cuenta…

El ojo público (The public eye), escrita y dirigida por Howard Franklin y producida por Robert Zemeckis (cachorro de Spielberg, para bien -poquito- y para mal -casi todo-) transita por el delicado hilo que separa el cine policíaco de intriga y el cine negro clásico, pero termina encuadrándose en el primer aspecto. Poseedora de una fenomenal ambientación, tanto en escenarios y localizaciones (el Nueva York nocturno de los años cuarenta, magníficamente retratado en sus locales nocturnos, callejones, cuartuchos de hoteles baratos, oficinas desiertas, comisarías de policía, cafeterías abiertas las 24 horas…) como en cuanto a vestuario y caracterizaciones, se circunscribe por completo a la noche, retratada en toda su sordidez, dramatismo y belleza poética por la cámara de Leo, que no es más que un apéndice de él mismo. Leo ve la realidad a través del objetivo, y quizá por eso conoce mejor que nadie las debilidades humanas, y también las estampas de sublime belleza que éstas pueden producir. Con una excepción: Kay, la hermosura pura, delicada y sensual, en contraposición a la fuerza bruta que representan los boxeadores que observa congelada en la foto de ella que Leo incluye en su libro… Su mayor secreto, su mayor ilusión, ese libro que le convierta en un artista, que los demás ven pero no miran, pasando las hojas a gran velocidad sin fijarse en otra cosa que la sangre y la muerte, es lo que él más desea compartir con Kay, su forma de abrirle un corazón que hasta entonces ha estado siempre cerrado. Y ella, al menos durante un tiempo, capta ese esfuerzo en lo que vale y se siente inclinada a corresponderlo.

Esa es quizá la parte más débil de una película que, más que interesante en su trama (dos familias mafiosas enfrentadas por el suculento negocio del tráfico de cupones de gasolina auténticos convenientemente «extraviados» en las oficinas del gobierno), Continuar leyendo «El hombre de la cámara: El ojo público (1992)»

La tienda de los horrores – Peggy Sue se casó

Pues nada, ya tenemos otra vez por aquí al amigo Nicolas Cage…

Cuando Francis Coppola (se recuerda que el Ford de sus apellidos es un postizo) se sumerge en proyectos de encargo, en películas que no surgen de apetencias personales que consigan enajenarle hasta el punto de poner en riesgo todo su equilibrio vital, el grado de excelencia que logra en sus trabajos decae bastante, incluso desaparece; tanto, que resulta imposible descubrir en el resultado final nada que recuerde al director de la trilogía de El Padrino o de esa magnífica epopeya del lado oscuro que es Apocalypse now. Uno de los más bochornosos episodios de esta disolución en la nada más absoluta es la presunta comedia romántica Peggy Sue se casó (1986), una especie de Regreso al futuro sin cachivaches tecnológicos, sin abordar la cuestión de las consecuencias de la manipulación del pasado y sus efectos futuros, sin gags a recordar, y también más preocupada de azucararlo todo que de soltar de vez en cuando, como hace la película de Zemeckis, algún que otro dardo de mala baba. Y, desde luego, sin nada de ingenio.

La catástrofe se ve venir nada más comenzar: Peggy Sue (Kathleen Turner, esforzadísima en sacar petróleo de un personaje profundamente estúpido) y su hija (Helen Hunt) se preparan para asistir al vigesimoquinto aniversario de graduación del instituto de la primera, una ocasión gracias a la cual espera reponerse por un rato del desánimo que la invade desde que se separó de su marido (Nicolas Cage, simplemente horrendo, que debe su papel a ser sobrino del director). Las dos, en plan moñas, ocupan el rato en embuchar a la madre en el mismo vestido que llevó, todo con mucho besuqueo, mucha gilipuertez almibarada, mucho «te quiero», «felicidad» arriba y abajo, y demás pijotadas. Cuando llegan allí, el aliciente consiste en reencontrarse con los viejos compañeros de curso y contarse cómo les han ido sus respectivas vidas, a la par que recuperar aquellos romances de pasillo y fiestas de fin de curso (o escandalizarse de cómo fue uno capaz de aquello). Por supuesto, el atontado de Cage aparece, y también el típico graciosete mamarracho de todas estas películas, que encarna un Jim Carrey que ya apuntaba maneras diciendo tonterías y bobadas supuestamente graciosas, gesticulando y articulando poses de absoluto ceporro sin gracia, como si su cerebro se hubiera quedado veinticinco años atrás. Como la idiotez está incompleta, es preciso culminarla eligiendo a los reyes del baile (recordemos, veinticinco años después se supone que ya son adultos) y, por supuesto, eligen a la recauchutada Peggy (imposible evitar paralelismos con la cerdita Piggy de los teleñecos…); a ésta, en vez de ponerse como una moto como Sissy Spacek en Carrie y bañarlos a todos en morcilla, le da un jamacuco de la emoción y se desmaya en el escenario. Cuando despierta, en plan Rip Van Winkle (sobre el que Coppola dirigió un programa televisivo al año siguiente), se da cuenta de que amanece veinticinco años atrás, y que todos sus compañeros de instituto, su familia, su ciudad, han regresado al pasado con ella.

Vaaale. Y entonces, ¿qué pasa? Pues que Peggy no para de abrazarse a los seres queridos que perdió y a los que recupera más jóvenes, revive antiguos momentos, dispone de nuevas oportunidades y, sobre todo, se encuentra en encrucijadas en las que ahora puede escoger otro camino al elegido en su día… Continuar leyendo «La tienda de los horrores – Peggy Sue se casó»

Música para una banda sonora vital – Jefferson Airplane

La música de Jefferson Airplane, grupo de rock influenciado por la psicodelia y las drogas alucinógenas contemporáneo de The Mamas & The Papas o Scott McKenzie, suele ir ligada, como muestra el primero de los vídeos que aparecen a continuación, a un periodo muy determinado de la historia reciente norteamericana, los años sesenta y setenta, a acontecimientos como la guerra de Vietnam, Woodstock o la lucha por los derechos civiles y a figuras como los hermanos Kennedy o Martin Luther King. No se le escapó este detalle a Robert Zemeckis para Forrest Gump y ese doble compendio de rock, pop y folk que constituye su banda sonora, todo un éxito de ventas en su día que incluía joyas de la música imprescindibles. Precisamente la abre Volunteers, un clásico del grupo californiano convertido en himno contra la intervención militar norteamericana en el sudeste asiático. Otro de los grandes clásicos del grupo, Somebody to love, tenía una presencia destacada en Apolo 13, de Ron Howard, y además es perpetrada por Jim Carrey en esa cosa llamada Un loco a domicilio, bodrio dirigido por Ben Stiller, el eslabón perdido de Atapuerca.

Cine en serie – Como agua para chocolate

CINE PARA CHUPARSE LOS DEDOS (VII)

Alfonso Arau, actor mexicano que fue uno de los más habituales rostros del tópico sobre los hispanos en el cine ‘gringo’ (véase, por ejemplo, en Grupo Salvaje de Sam Peckinpah, Los tres amigos, de John Landis, o Tras el corazón verde de Robert Zemeckis) revitalizó en 1992 el cine de aquel país gracias a su versión cinematográfica de la exitosa novela de su esposa por entonces, Laura Esquivel, que se hizo cargo además del guión de esta historia que oscila entre lo cómico, lo dramático y lo surrealista, que combina amor y gastronomía y que fue favorablemente acogida por festivales, crítica y público de todo el mundo.

La trama, centrada en una historia de amor improbable en la zona fronteriza entre México y Estados Unidos en pleno efluvio revolucionario de las primeras décadas de siglo XX, cuenta la historia de Tita (Lumi Cavazos), la joven hija de una viuda terrateniente de la zona, que según tradición familiar, se ve condenada a permanecer soltera para cuidar de su madre cuando ésta no pueda valerse por sí misma. Eso impide el amor de Tita con Pedro (Marco Leonardi, aquel adolescente amante del cine que retrató Giuseppe Tornatore en Cinema Paradiso), el cual, como única solución para estar cerca de su amada, no tiene mejor idea que casarse con su hermana mayor, un matrimonio desgraciado para ambos y que todos reconocen como artificioso.
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Música para una banda sonora vital – La joya del Nilo

Esta película es la deficiente secuela de la mediocre aunque entretenida comedia de aventuras Tras el corazón verde, de Robert Zemeckis, en la que Michael Douglas, Kathleen Turner, iniciando ya el declive de su carrera, y Danny DeVito daban vida a un trío de aventureros muy particular.

Como puede esperarse del cine sin más pretensión que el entretenimiento, la música tampoco destaca por su especial calidad. Sin embargo, traemos aquí el tema principal de la película, When going gets tough, the tough get going, de Billy Ocean, en cuyo videoclip interviene un coro muy especial.