Mis escenas favoritas: Robin de los bosques (The Adventures of Robin Hood, Michael Curtiz y William Keighley, 1938)

La relación entre Errol Flynn y Basil Rathbone no pudo empezar peor. En el rodaje de El capitán Blood (Captain Blood, Michael Curtiz, 1935), al regodeo de Rathbone por cobrar más que el protagonista de la película le siguió un comentario bastante zafio de Flynn acerca de las preferencias sexuales del primero. Contra todo pronóstico, el antagonismo inicial devino en estrecha amistad, que se afianzó durante el rodaje de esta película, uno de los más gloriosos clásicos de aventuras del cine de Hollywood. Se da, no obstante, la circunstancia de que Rathbone, espadachín experto, siempre tenía que verse superado por el galán protagonista, aunque sus leotardos y su peinado lo asemejaran al príncipe de las galletas.

Esta secuencia es uno de los mejores duelos a espada filmados en el periodo clásico, a toda velocidad, como si las armas y los años no pesaran. Fastuoso colorido gracias a la fotografía de Tony Gaudio y Sol Polito, y vibrante y grandiosa partitura de Erich Wolfgang Korngold.

Música para una banda sonora vital: Robin y Marian (Robin and Marian, Richard Lester, 1976)

Maravillosa partitura de John Barry para esta estupenda reinvención del mito de Robin Hood dirigida por Richard Lester en 1976, que contiene toda la carga de nostalgia, melancolía y romanticismo que destila este epílogo de la recuperada historia de amor de unos talluditos Robin (Sean Connery) y Marian (Audrey Hepburn).

Reinventando un mito – Robin y Marian (Richard Lester, 1976)

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Esta magnífica obra de Richard Lester forma parte de esa corriente no oficial que podría llamarse ‘cine de la decadencia’, películas que subvierten el orden establecido en el tratamiento de los géneros cinematográficos de la etapa clásica y cuya reformulación deja espacio a la derrota, al desencanto, al descreimiento, a la figura del perdedor como epicentro de la narración cinematográfica. Un fenómeno particularmente explotado en la década de los setenta que ya había dado comienzo en la era dorada del cine negro (1941-1959), había encontrado en John Huston a su avezado cronista y se había convertido en poesía en dos de los grandes clásicos del western dirigidos por John Ford, Centauros del desierto (The searchers, 1956) y El hombre que mató a Liberty Valance (The man who shot Liberty Valance, 1962) antes de eclosionar en la filmografía de dos grandes como Sam Peckinpah o Clint Eastwood. Esta Robin y Marian está además estrechamente emparentada con otra película que engrosaría esta lista de amargos desengaños retratados en vivos colores y narraciones vibrantes, La vida privada de Sherlock Holmes (The private life of Sherlock Holmes, Billy Wilder, 1970), otra obra que, igual que este clásico moderno de Richard Lester, logra utilizar personajes, situaciones y entornos por todos conocidos para, sin traicionar su esencia y los rasgos distintivos y de carácter que les son propios, innovar ofreciendo nuevas historias concebidas desde originales puntos de vista que sin embargo conservan los esquemas de siempre. Películas en las que Holmes y Watson o Robin y Marian son otros sin dejar de ser ellos mismos, siendo incluso más ellos mismos que nunca, más humanos, más de verdad. Más mortales. Y la manera en que Lester o Wilder logran esta aproximación más directa y honesta a la que debiera ser la realidad de carne y hueso de unos seres humanos imperfectos, especialmente dotados de talentos y habilidades concretos en algunos aspectos pero desesperadamente normales en cualquier otro, consiste en dar la vuelta a las situaciones, en desubicar al espectador, en conseguir que al público le suene la letra pero tarde en reconocer la melodía.

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Así, de entrada, no nos encontramos a Robin y Little John en el bosque de Sherwood, hostigando a las tropas del sheriff de Nottingham entre carreras en leotardos, competiciones de tiro con arco y sorbos de aguamiel, sino en la parte de Francia ocupada por Inglaterra, asediando el castillo de un noble por orden del rey Ricardo recién retornado de Tierra Santa, en un entorno reseco y pedregoso (en realidad Villalonso, provincia de Zamora; el resto de la película se filmó en las cercanías de Pamplona), abandonado de la mano de Dios bajo un impenitente sol de justicia. A partir de este momento asistimos a una reconstrucción del personaje de Robin Hood, a un relato posterior a sus famosas hazañas en el que reconoceremos los nombres pero no las situaciones que representan. El tradicionalmente magnánimo rey Ricardo Corazón de León, el eternamente esperado libertador del pueblo inglés de la tiranía de su hermano el príncipe Juan Sin Tierra, aquí es un rey botarate y autoritario, cruel y vengativo, sanguinario y egoísta (fenomenalmente compuesto por Richard Harris). Un hombre que no duda en encarcelar y condenar a sus fieles capitanes simplemente por la intrascendente desobediencia de una orden inútil y gratuita, únicamente amparada en su avidez por un oro inexistente. Este síntoma inicial se traslada al resto de la cinta, en la que nada es lo que fue.

Robin (un zumbón Sean Connery) es un anciano desengañado de la vida que cabalga sin pantalones y que ya no reconoce el bosque en el que vivió sus aventuras. No queda rastro de su casa ni del campamento de sus arqueros, Continuar leyendo «Reinventando un mito – Robin y Marian (Richard Lester, 1976)»

Mis escenas favoritas – Robin y Marian (Richard Lester, 1976)

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El clímax emocional de esta magnífica película de Richard Lester se encuentra entre las cimas del romanticismo cinematográfico de todos los tiempos. Una película que demuestra que se puede innovar y ofrecer nuevas perspectivas a partir de personajes e historias conocidos, en este caso la leyenda de Robin Hood, sin necesidad de pervertir, edulcorar, traicionar o «suavizar» su realidad para un público adulto, confiando en la inteligencia del espectador, en su capacidad para relacionar sus conocimientos previos con la propuesta narrativa, sin perderle en ningún momento el respeto, ni a la fuente ni al público, llegando a enriquecerlos a ambos. Disfrútese esta obra maestra y compárese después, por ejemplo, con la versión azulada de Ridley Scott y sus lanchas de desembarco, construidas con madera, que responden a un modelo que no existió hasta la Segunda Guerra Mundial y que se usan para contar una invasión francesa de Inglaterra que jamás ocurrió.

Mucho mejor quedarse con una Audrey Hepburn y un Sean Connery en estado de gracia, perfectamente ensamblados a unos personajes a una edad en la que la leyenda hace tiempo que dejó paso a la desencantada realidad de una vida demasiado corta, invertida en demasiadas cosas accesorias, y pasada demasiado deprisa.

La tienda de los horrores – Robin Hood

Si es que no hay manera: Ridley Scott es sin duda el director que más veces ha aparecido en esta escalera; si no nos falla la memoria, en total, esta es la quinta vez, y sólo en una ocasión ha sido para bien. En el resto, sus trabajos tan correctos en lo formal (a veces) como vacíos y planos en cuanto a contenido han ido a engrosar las filas de esta gloriosa sección, y su Robin Hood, película de este mismo año (primera excepción a la tradición de este blog, que jamás habla de estrenos) ocupa un puesto de honor en ella por méritos propios. Vaya por delante que Robin Hood es un personaje de leyenda producto de la noche oscura de los tiempos y que, nacido al calor de las tradiciones populares de primavera del campo medieval inglés (como dejaremos bien constatado cuando hablemos de esa joya titulada Robin y Marian), diversos expertos, en un ejercicio más voluntarioso que eficaz, han pretendido colocar encajes históricos con personajes y contextos reales y comprobados históricamente, generalmente sin conseguir otra cosa que conjeturas e hipótesis imposibles de aseverar. Scott, por el contrario, huye de la leyenda y pretende presentar a Robin como un personaje de su tiempo inmerso en los acontecimientos políticos y militares, convenientemente tergiversados, de un pedacito de la Edad Media, en concreto, el paso del siglo XII al XIII, y lo consigue, es un decir, a través de una acumulación de absurdos y tonterías difícilmente igualable.

Robin (Russell Crowe) es un arquero cualquiera del ejército del rey Ricardo que asalta el castillo de un noble francés que se resiste a su autoridad. El hombre, que ejerce de trilero en sus ratos libres, se mete en una pelea con un gañán que por casualidad termina con el rey Ricardo por los suelos. Éste, admirado por el coraje de ambos, les invita a soltar un speech de lo más guay sobre las bondades y maldades de la campaña militar en marcha, y acaban en un cepo de prisioneros del que se evaden para darse con la noticia de la muerte del rey y con una emboscada en la que los malos, franceses por supuesto, matan a quienes llevan la corona inglesa a Londres para que se la ciña su sucesor, Juan. Los fugitivos se hacen pasar por la escolta y llegan a Inglaterra, pero Robin, tan bueno él, va a cumplir la promesa del jefe de escolta de llevar su espada a su padre (Von Sydow) y, una vez en su casa, llega a un pacto por el cual él se hará pasar por su hijo y por esposo de Marian (Cate Blanchett, demasiado crecidita para su papel, aquí de viuda y no de doncella) para que el nuevo rey no les quite sus tierras. Que mola un pegote.

Para que nadie piense que es que tenemos manía al bueno de Ridley, repasaremos sucintamente las virtudes más sobresalientes del filme: estupenda puesta en escena, enorme trabajo de producción para conseguir una ambientación magnífica, una excelente partitura musical que no huye de los modos y maneras de la propia época, un par de escenas bien construidas y mejor resueltas (porque Scott, a diferencia de su hermano Tony, no es un incompetente audiovisual), la belleza de algunas de las localizaciones escogidas para el rodaje, y dos personajes que por solidez e interpretación (Max Von Sydow y Eillen Atkins) dan algo de empaque a este desbarajuste. Además, cabe citar el mérito de director y guionistas que, a pesar de rebajar notablemente el contenido violento y peyorativo del protagonista, inicialmente presentado como forajido despiadado y cruel y con cada pase de vista, endulzado, edulcorado y metasexualizado, intenta dar un aire nuevo (que resulta ser viejo, como ya se dirá) al personaje de Ricardo Corazón de León, ni tan bueno, ni tan león, más bien tirando a hijoputa (senda abierta por Richard Lester y Richard Harris en el clásico mencionado anteriormente de 1976 y resuelto de manera más coherente y acertada). Y por último, y no es poco en los tiempos que corren, mucho menos si de Scott hablamos (defecto que sepulta Gladiator en la nada absoluta pese a su pretenciosidad formal), la borrachera de ordenador y efectos digitales esta vez es bastante discreta y no estropea los fotogramas. Continuar leyendo «La tienda de los horrores – Robin Hood»