Sabueso del espíritu: El detective (Father Brown, Robert Hamer, 1954)

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Una película de intriga criminal en la que desde el principio se conoce la identidad del culpable y cuyo misterio radica en si la redención del delincuente será posible antes de que el largo brazo de la ley se pose sobre su hombro. Ese es el nudo dramático central de esta comedia detectivesca producida por Columbia en la línea de la mítica Ealing británica, es decir entre el costumbrismo y el humor irreverente, y protagonizada por uno de sus rostros más conocidos, Alec Guinness. El actor se mete en la piel del Padre Brown, el sacerdote-detective creado para la literatura por G. K. Chesterton, en una historia de robos y cuitas espirituales narrada en tono amable y con un fino y socarrón sentido del humor. A su lado, como oponente y oveja que reconducir al redil, el célebre ladrón Flambeau (Peter Finch), legendario y escurridizo autor de rocambolescos robos de valiosísimas obras de arte que, misteriosamente, nunca terminan en los circuitos de venta de piezas robadas, sino que parecen volatilizarse, desaparecer. Y es que Flambeau no es un ladrón con ánimo de lucro, sino un alma sensible y romántica que no puede vivir si no es rodeada de belleza.

Y el primer oficio del Padre Brown, aunque se trate de un detective aficionado absorbido por su afición las veinticuatro horas, es ser pastor de almas. Por eso no busca el mero castigo penal, sino la recuperación del pecador para los campos del Señor. Por tanto, se ocupa únicamente de delitos «blandos», es decir, de pequeños robos, leves transgresiones de la ley, o de delincuencia de guante blanco, todo muy civilizado y comedido, sin espacio para la violencia extrema, la sangre a borbotones, el asesinato, los ángeles caídos de forma irrecuperable. A veces él mismo se convierte en herramienta para esa remisión de condena, como ocurre en el episodio que abre la película: sorprendido en una oficina, con la caja fuerte abierta y un maletín repleto de fajos de billetes, la policía lo detiene y lo lleva al calabozo, lo que da pie a una serie de divertidas confusiones de diálogos chispeantes, en la que más importante que el humor verbal es el lenguaje visual. Cuando el Padre Brown es despojado de sus objetos personales antes de ser encerrado, incluidos los propios de su oficio, su cara de tristeza, su mirada lastimera, se dirigen a ¡¡¡una chocolatina!!! Y es que, además del crimen de perfil bajo, su otra gran atracción son los dulces, y en particular el chocolate. Después de este prólogo, la película entra en materia: sin duda el famoso Flambeau, maestro del disfraz, a quien nadie conoce, cuyo rostro nadie ha visto, querrá apoderarse de la cruz medieval de madera tallada, una reliquia de San Agustín, que, cedida por el obispado, el propio Padre Brown va a llevar a Roma para su exposición en el Vaticano. Durante el viaje en tren, en barco y de nuevo en tren, las sospechas del Padre Brown se dirigen contra un dicharachero y campechano comerciante (Bernard Lee) del que pronto deduce que no es quien dice ser, y busca la constante compañía de otro sacerdote en tránsito a Roma para mantenerse a salvo. Sin embargo, despojado de su valioso objeto en una estupenda secuencia situada en las catacumbas de París, y ya de regreso en Inglaterra, el Padre Brown diseña una trampa para lograr la captura de Flambeau y la recuperación de su crucifijo: Continuar leyendo «Sabueso del espíritu: El detective (Father Brown, Robert Hamer, 1954)»

Crime never pays: Supergolpe en Manhattan (The Anderson tapes, Sidney Lumet, 1971)

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Dentro del cine de robos y atracos, rico en tópicos y lugares comunes, destaca la variante del especialista recién salido de la cárcel que desde el primer minuto de su recuperada libertad piensa ya en dar un nuevo golpe, si cabe más osado, mejor preparado y más lucrativo que aquellos que le han llevado a prisión, en una especie de resentida venganza contra el mundo que le persigue y acosa. Esta es la premisa inicial de este sencillo y divertido (a ratos) entretenimiento, Supergolpe en Manhattan (el título español, además de imbécil, no hace justicia ni capta el sentido de la trama del original, The Anderson tapes), dirigido por el (en otros momentos) gran Sidney Lumet en 1971, protagonizado por un Sean Connery (ambos habían trabajado ya juntos en la excepcional  La colinaThe hill, 1965-) por entonces deseoso de huir de todo aquello que sonara a 007 (aunque el mismo año volvería a meterse en la piel del famoso agente británico, su anterior encarnación era ya de 1967).

Connery es, por supuesto, el Anderson del título, un célebre ladrón famoso por sus rocambolescos golpes que acaba de ser puesto en libertad tras diez años de condena en los que no ha dejado de hacer planes para proseguir su carrera criminal con vistas, como indica el tópico, a su retirada definitiva. En su primera visita a Ingrid (Dyan Cannon, lejos del careto recauchutado que se puso años después), cuya actividad principal consiste en acostarse con tipos acaudalados que costeen su forma de vida, concibe un proyecto revolucionario: desvalijar el edificio en que vive su novia, una casoplón de la mejor zona de Nueva York con enormes pisos y apartamentos llenos de joyas, antigüedades, obras de arte y otros objetos valiosos, tecnología, cajas fuertes y dinero en efectivo. De inmediato, recluta una banda de lo más variopinta, en la que se citan antiguos compinches venidos a menos, el excéntrico anticuario y decorador de interiores Tommy Haskins (magnífico Martin Balsam, una vez más), un joven compañero de celda, conocido como The Kid (Christopher Walken), y, por necesidades de financiación, un miembro de la delincuencia organizada de lo más bajo de la ciudad (Dick Anthony Williams), el conductor, y un matón de la mafia, Angelo (Alan King), que los italianos exigen incluir en la operación para que controle su inversión y haga que las cosas no se vayan de madre. Lo que ocurre es que el tal Angelo es de gatillo fácil y de puños aún más fáciles, por lo que el riesgo de estallido, contra sus compañeros y hacia los rehenes, será constante. No es el único peligro al que se enfrenta Anderson: desde que abandona la cárcel sus pasos son seguidos y sus conversaciones grabadas (de ahí el título original) por alguien desconocido cuyo propósito el espectador ignora… Continuar leyendo «Crime never pays: Supergolpe en Manhattan (The Anderson tapes, Sidney Lumet, 1971)»