Mis escenas favoritas: El padrino. Parte 2 (The Godfather: Part II, Francis Ford Coppola, 1974)

Algunos acusan a Coppola de haber glorificado a la mafia a través de su trilogía de El padrino, en particular en sus dos primeras entregas, sin reparar que lo que Coppola hace realmente es glorificar el cine. Si la primera parte parecía insuperable, Coppola se destapó, el mismo año que estrenó la magistral La conversación, con esta nueva visión, corregida y aumentada, hacia delante y hacia atrás, de las aventuras de la familia Corleone en Sicilia y Estados Unidos. Esta secuencia da una idea bastante aproximada del sentido último de la magna obra de Coppola, la de un padre de familia (tanto Vito como Michael Corleone) que desesperadamente, contra el tiempo y contra todas las formidables fuerzas en su contra, intenta reconducir a los suyos hacia la legalidad para convertirse en una familia respetable. Esfuerzos que, sin embargo, tanto desde su llegada a América como varias décadas después, se ven imposibilitados porque el ambiente que les rodea es tan putrefacto, corrupto y malévolo como ellos mismos, e igualmente indignos de respeto. El crimen no ya es una opción, sino el único medio del que disponen para garantizarse el paraíso americano, que a su vez se nutre de ellos. Probablemente, eso es lo que no gusta a los críticos con el tratamiento que Coppola hace de la mafia (que nunca se nombra como tal en la trilogía), que ligue su vigencia y su destino al del propio bienestar estadounidense, idea básica que esta escena pone sobre la mesa con brillantez e inteligencia.

Coctelera de terrores: El ataúd (The oblong box, Gordon Hessler, 1969)

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La productora American International Pictures nació en 1954 y desde el principio se orientó a la producción de películas de bajo presupuesto y corta duración que pudieran nutrir los programas dobles. En la línea de los éxitos de la Hammer británica y su cineasta más celebrado, Terence Fisher, la AIP dedicó gran parte de sus esfuerzos a la producción de películas de terror y encontró a Roger Corman a su propio director fetiche, en particular, a través de su serie de adaptaciones de la obra de Edgar Allan Poe protagonizadas por Vincent Price. El tiempo, la repetición y el agotamiento de la fórmula irían desgastando paulatinamente este tipo de propuestas, pero a finales de los sesenta y principios de los setenta todavía era posible encontrar pequeñas joyas y absolutas rarezas de este terror de serie B. Una de estas últimas es El ataúd (The oblong box, Gordon Hessler, 1969), que no solo parece un compendio de los temas y las formas que tanto la Hammer como la AIP imprimieron a sus respectivos productos, sino que además se alimenta de una recopilación tan exhaustiva de motivos y situaciones de las películas de horror que se la puede considerar un catálogo-homenaje. En El ataúd hay reminiscencias del monstruo de Frankenstein, de Drácula, del hombre-lobo, de Mr. Hyde, del fantasma de la Ópera, de los clásicos de zombis de los años treinta, del sello de terror de Val Lewton en la RKO, de Alfred Hitchcock y de las tramas clásicas del psicópata de turno asesino de mujeres, además de las propias de Edgar Allan Poe, el autor del cuento en que se basa el guion.

La mixtura entre AIP y Hammer queda patente desde el reparto. Vincent Price interpreta a Julian Markham, un aristócrata británico de la época victoriana que mantiene encerrado a su hermano Edward (Alister Williamson) en una torre de su mansión después de que este regresara grotescamente desfigurado de un viaje a África. Christopher Lee (acreditado como «estrella especial invitada»), por su parte, da vida al doctor J. Neuhartt, un hombre de ciencia que realiza sus investigaciones con cadáveres que obtiene de los ladrones de tumbas. Un grupo de turbios amigos de Edward, con la colaboración de un hechicero africano, trama un plan para que el prisionero pueda fingir su muerte y sea enterrado vivo, para su posterior rescate y liberación y que pueda ser operado y reconstruido de las terribles heridas que le obligan a cubrir su rostro con una capucha roja. La casualidad quiere que los ladrones de tumbas le metan mano a la de Edward antes de que sus compinches accedan al cementerio para salvarlo, de manera que el falso cadáver termina en poder de Neuhartt. El intento de huida de Edward degenera en una espiral de violencia y crímenes y en una investigación policial a la busca y captura de un asesino en serie. Continuar leyendo «Coctelera de terrores: El ataúd (The oblong box, Gordon Hessler, 1969)»

Esos locos maravillosos (II): Dementia 13 (Francis Coppola, 1963)

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El debut en el largometraje (cabe llamarlo así aunque dure 74 minutos) de Francis Coppola (entonces no se había añadido todavía el ‘Ford’) bebe directamente de dos fuentes: el cine de terror de Roger Corman (no en vano, el prolífico director oficia aquí de productor) y la influencia de Psicosis (Psycho, Alfred Hitchcock), estrenada tres años antes. De Corman, Coppola, que también escribe el guión, asume la ambientación de su retorcida historia en un malsano caserón irlandés repleto de seres ambiguos y egoístas cuyos objetivos no quedan muy claros, pero que se adivinan ligados al crimen o al deseo o la necesidad de cometerlo. De Hitchcock, de ese Hitchcock, la trama emula una celebrada novedad y una característica visual: respecto a lo primero, el giro argumental severo al primer tercio de película que hace que el panorama y el objeto de la película cambie radicalmente para el espectador, y que de la intriga y el thriller se cruce la delgada línea que los separa del cine de horror; en segundo lugar, la truculencia aparición de un criminal que asesina con golpes que son sentencias inapelables.

El tiempo a las órdenes de Corman proporciona a Coppola una galería de personajes y escenarios cuya interacción abre múltiples vías de misterio: en la mansión irlandesa de los Haloran, una vetusta construcción de negro pasado (en ella falleció el patriarca, un famoso escultor, y luego sabremos que varios antepasados han tenido allí muertes tan terribles como aparentemente azarosas), una familia se reúne para la ceremonia anual de duelo por Kathleen, la benjamina, ahogada en el lago de la finca unos cuantos años atrás. A la matriarca (Eithne Dunne) y los tres hijos, Richard (William Campbell), Billy (Bart Patton) y John (Peter Read), se suman la esposa americana de este, Louise (Luana Anders) y más adelante lo hará la prometida de Richard, también americana, Kane (Mary Mitchell). A Louise no le gusta el testamento que ha redactado Lady Haloran, que pretende dejar la fortuna familiar para obras benéficas, y reprocha a su esposo, John, un hombre débil y enfermizo (tiene el corazón débil), con quien no mantiene precisamente una relación de pareja ejemplar, su pasotismo y su negligencia. La violenta discusión provoca un infarto a John, que muere en el acto. De inmediato, Louise concibe un ambicioso plan: dirá a la familia que John ha tenido que salir en urgente viaje de negocios para Nueva York y, mientras la familia está ocupada con la ceremonia de Kathleen, utilizará el recuerdo de la niña para influir en Lady Haloran y conseguir un cambio en el testamento a favor de John y, por extensión, dadas las circunstancias, de ella misma. Pero Louise no es la única que busca sacar provecho de la situación: todos en la casa abrigan motivos para extraños comportamientos, incluido el doctor Caleb (Patrick Magee), se adivinan antiguos odios y viejos traumas que no van a poner fácil la tarea a Louise, y aunque ella piensa que la historia del encantamiento de la casa y la presencia fantasmal de Kathleen pueden ayudarla a lograr su objetivo, comete un terrible error de cálculo…

La película se beneficia de la necesaria economía narrativa dictada por el bajo presupuesto, detalle que se traslada a la precariedad de medios y de formato en blanco y negro y a lo limitado de las localizaciones empleadas, planos generales de la mansión, escasos interiores desprovistos de planos de gran amplitud, exteriores en el jardín y en torno al lago y una breve salida a un típico pub de la zona, pero Coppola se las arregla bastante bien para construir una atmósfera enrarecida, un clima cargado de densos silencios y elocuentes ausencias. En este punto, resulta crucial la dirección artística, que permite a Coppola aprovechar aquellos elementos del escenario (corredores, pasillos, escaleras, cuartos vacíos, puertas cerradas, sombras nocturnas…) o del utillaje (las muñecas abandonadas de la joven Kathleen, las esculturas del viejo Haloran, la diadema de plata o el hacha clavada en un árbol…) que sirven mejor al propósito de edificar un clima desasosegante, incómodo, lleno de secretos y de preguntas sin respuesta. Continuar leyendo «Esos locos maravillosos (II): Dementia 13 (Francis Coppola, 1963)»

Bienvenidos al Nuevo Hollywood: Mi vida es mi vida (Five easy pieces, 1970)

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Hay cuatro excelentes razones para acercarse a esta maravillosa película dirigida por Bob Rafelson: a) es el primer papel protagonista de Jack Nicholson; b) constituye una de las fundamentales cartas de presentación del llamado Nuevo Hollywood (está producida por Bert Schneider y su compañía, Raybert, una de las más importantes en el descubrimiento y la financiación de nuevos talentos en aquellos años), aquel movimiento «revolucionario» que presidió el cine americano entre 1967 y 1980 y que a punto estuvo de dejarnos en herencia un cine maduro, inteligente, comprometido, responsable, ambicioso en lo argumental, lo intelectual y lo sentimental, y grandioso y magistral en cuanto a lo estético, es decir, justamente lo contrario del Hollywood generalista de hoy; c) la interpretación de Karen Black, una camarera frívola y despreocupada que ve pasar los últimos días de su juventud y empieza a darse cuenta de que su vida está vacía, que está tremendamente sola; y d) la secuencia en la que Jack Nicholson se «pelea» con una camarera de un bar de carretera para conseguir que le sirva una simple tostada como acompañamiento a la tortilla que le apetece tomar. Por si fuera poco, puede añadirse la espléndida fotografía de Laszlo Kovacs y la inteligencia en el uso de la música, o mejor dicho, de la no-música, puesto que su aparición en la banda sonora se reduce a clásicos de Bach, Chopin y Mozart, siempre de forma fragmentada o interrumpida.

Nicholson, encauzado definitivamente hacia la interpretación tras el éxito de su aparición en Buscando mi destino (Easy rider, Dennis Hopper, 1969) y sus primeros coqueteos con las películas de terror de Roger Corman y los westerns de serie B de finales de los sesenta, así como con la escritura de guiones y la producción de títulos menores, abre su filmografía como primer actor con un personaje que ya avanza las características fundamentales de sus más celebradas interpretaciones, el antihéroe carismático que alterna cierto histrionismo absurdo, a menudo con inclinaciones violentas, si no direcamente dementes, y al mismo tiempo una rara y extrema sensibilidad que le conduce a la melancolía y la depresión: Robert Dupea trabaja como operario en una refinería de petróleo. Sus coordenadas vitales transitan entre su trabajo y las noches en casa junto a Rayette (maravillosa Karen Black), su novia camarera, una chica triste y con pájaros en la cabeza que lo ama con locura pero a la que él considera como otro objeto decorativo de su vida. Quizás una noche en la bolera y algunas copas junto a Elton (Billy ‘Green’ Bush), su compañero de trabajo y amigo (junto al que no deja pasar ninguna oportunidad de echar una cana al aire con chicas que conoce en los bares o directamente con prostitutas), son sus únicos momentos de respiro. Rayette es muy buena chica, pero a Robert le irrita que sea tan profundamente convencional, previsible y pavisosa. Sin rumbo, vive caprichosamente al momento, dando tumbos, al día y sin pensar en más allá. Al menos hasta que un día se harta de Rayette, de su trabajo, de Elton, de su vida circunscrita a rutinas, y decide echar la vista atrás. Así sabemos que Robert fue un niño prodigio del piano, y que hace tres años que no pasa por la casa familiar ni sabe nada de su padre o sus hermanos. Sin embargo, después de ir a ver a su hermana y enterarse de que su padre está muy enfermo, decide viajar al norte, casi hasta la frontera de Canadá, para reencontrarse con él y «ver cómo van las cosas».

Ese ensimismamiento de Robert en su propio pasado y en su conflictiva relación con el presente es donde se concentra la narración de Rafelson, un tanto caprichosa, tortuosa, vacilante y anárquica, igual que el personaje, un puzle a través del que Rafelson, coautor del argumento del filme, refleja entre otras cosas esa desorientación tan propia del ciudadano medio americano de la era Vietnam. Continuar leyendo «Bienvenidos al Nuevo Hollywood: Mi vida es mi vida (Five easy pieces, 1970)»

La tienda de los horrores: La carrera de la muerte del año 2000

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Después del paréntesis veraniego, retomamos esta sección como debe ser, es decir, por todo lo bajo, con La carrera de la muerte del año 2000 (Death race 2000, Paul Bartel, 1975), inexplicable producción de Roger Corman que ha quedado en los anales (con perdón, pero nunca mejor dicho) del cine como una de las cosas más extravagantes y estomagantes jamás filmadas. Estos atributos, como es lógico dada la actual catadura moral y artística de los productores de Hollywood, ha posibilitado que, ya en este siglo, a este bodrio mayúsculo no sólo se lo haya bendecido haciéndole un remake con gran despliegue de cacharrería y explosiones, sino que incluso se ha convertido en una saga que va ya por la tercera entrega. Pero el producto auténtico, el genuino, el vómito original en forma de película, es esta obra del irrelevante Bartel, que mejor hubiera hecho en alistarse en el ejército a probar granadas de mano sujetas por los esfínteres.

No hay que dejarse engañar, de entrada, por la presunta estilización visual y artística de los fotogramas aquí seleccionados. La película es cutre, cutre, un adjetivo que parece haber sido creado que ni pintado para la ocasión. Más allá de que uno se quede admirado de la flexibilidad lumbar y vertebral de la chica de la foto superior (todavía quien escribe no es capaz de asimilar la magnitud del giro sobre sí misma de la moza en cuestión), o de cierta emulación de la Sodoma de Pasolini con un Batman de pacotilla en los particulares boxes en los que los pilotos gozan de un «merecido» descanso, la película no hay por dónde cogerla, y abusa más de los muñecos de trapo y de los petardos que de otra cosa.

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El argumento es de videojuego, aunque por entonces esa industria no anduviera más que en pañales: en un futuro que, como hipótesis, al menos en lo material, es esperpéntico con ganas, el mundo está dominado por una dictadura global que, como pasatiempo, idea una competición deportiva, seguida por las masas contentadizas e irreflexivas, que consiste en una carrera de coches mortal, sin ética, sin reglas, sin ninguna conexión en realidad con lo que entendemos por deporte, a lo largo del país (se entiende que los Estados Unidos); el apellido «mortal» de la carrera no afecta sólo a quienes pilotan los coches de tuneo estrafalario, invariablemente acompañados de un copiloto femenino, los cuales pueden tirotearse, chocarse, sacarse de la pista, etc., sino también al público, porque en la carrera hay dos formas de ganar: como en cualquiera, llegando primero, pero además, atropellando al mayor número de personas posible según una escala de puntuación que va de los niños y las mujeres embarazadas (los que más puntos dan) a los ancianos y los animales (los que menos). Por otro lado, la resistencia contra la dictadura, que no se sabe ni quiénes son ni de dónde salen, pretenden atentar contra la carrera, lo que une otro factor de riesgo para los participantes.

Lo malo no es sólo la precariedad de efectos especiales (en Las Fallas hay explosiones mejor conseguidas), Continuar leyendo «La tienda de los horrores: La carrera de la muerte del año 2000»

Amor se escribe con plomo: La matanza del día de San Valentín (1967)

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Roger Corman ha pasado a la historia del cine por su prolífica carrera dentro de los cánones del cine fantástico y de terror, con preferencia por las adaptaciones literarias de Edgar Allan Poe y la presencia de actores inolvidables como Vincent Price, Peter Lorre, Boris Karloff o Lon Chaney Jr., entre muchos otros, además de una joven promesa llamada Jack Nicholson. Dentro de su abundantísima relación de títulos, casi siempre enmarcada en los estrechos márgenes de los bajos presupuestos y de la mediocridad del acabado final de buena parte de las cintas debido precisamente a esta limitación, se esconden no obstante pequeñas joyas fuera de las líneas habituales del cine de Corman, pertenecientes, cosa rara en él, a géneros como el bélico –Secreta invasión (The secret invasion, 1964), antecedente directo de Doce del patíbulo (The dirty dozen, Robert Aldrich, 1967) o el clásico El barón rojo (Von Richthoffen and Brown, 1971), sobre el famoso aviador alemán- o el western (La cabalgada de los malditos, A time for killing, 1967), siendo esta faceta del director probablemente superior, técnicamente hablando, que no quizá en cuanto a empleo de la imaginación, a sus empeños cinematográficos más comunes. A esta corriente minoritaria pero mucho más que estimable pertenece La matanza del día de San Valentín (The St. Valentine’s day massacre, 1967), crónica casi periodística de los sucesos acaecidos en Chicago el 14 de febrero de 1929.

Al Capone (Jason Robards) ha pasado en apenas seis años de ser un simple guardaespaldas a convertirse en la cabeza del crimen organizado de Chicago. Es el más osado, el más implacable, el más vengativo y el más violento. En los últimos años ha eliminado a otros hampones importantes de la ciudad que podían intentar hacerle sombra ante los grandes jefes del sindicato del crimen. Pese a su enorme poder, el líder de los gangsters de la zona norte, ‘Bugs’ Moran (Ralph Meeker), jefe de una banda de alemanes, polacos e irlandeses, desea arrebatar a los italianos el primer lugar en el escalafón de la delincuencia en la ciudad e idea un meticuloso plan para ir ocupando poco a poco el área de acción de los hombres de Capone, con la ayuda, entre otros, de su matón Pete Gusenberg (George Segal). La guerra de bandas está servida, porque los intentos de negociación que sugieren algunos de los hombres de Capone ya han fracasado en ocasiones anteriores con otros jefazos revoltosos a los que finalmente hubo que borrar del mapa. Por tanto, el deseo de Capone triunfa y sus hombres comienzan a preparar la respuesta, que culmina con la famosa matanza, llevada a cabo por esbirros disfrazados de policías, el exilio y posterior encarcelamiento de Moran y la investidura de Al Capone como jefe supremo de la mafia de Chicago.

La película, de apenas 95 minutos de duración, está construida en un formato casi periodístico. Una voz en off ayuda al espectador a situarse identificando a los personajes más importantes del drama, con sus lugares de procedencia, sus más relevantes antecedentes penales y los aspectos más cruciales de su futuro, o su marcha de este mundo antes de tiempo, una vez superado -o no- el episodio de la matanza. De este modo quizá no demasiado efectivo desde el punto de vista de la narración cinematográfica, Corman logra que su película cobre dinamismo y ritmo, además de ahorrar en economía narrativa. Los personajes y las situaciones son así situados desde el inicio, y asistimos sin más a conversaciones y tiroteos que hacen avanzar la acción paulatinamente hacia su esperado final, el cual es ya anunciado al comienzo del film. Dos aspectos destacan en el desarrollo: en primer lugar, que nos encontramos de nuevo ante una película de Corman con un presupuesto muy limitado, si bien en esta ocasión el talento del director y los esfuerzos del equipo de decoración y ambientación logran dar bastante el pego. En segundo término, el manejo de la tensión en una situación violenta de confrontación cuyo clímax es conocido y esperado y que, aún así, resulta dramático, violento, excesivo.

Corman elabora sofisticadas secuencias de tiroteos que sin duda inspiraron a uno de sus más jóvenes colaboradores de aquellos tiempos, un tal Francis Coppola, Continuar leyendo «Amor se escribe con plomo: La matanza del día de San Valentín (1967)»

Mis escenas favoritas – El baile de los vampiros

El baile de los vampiros (The fearless vampire killers or Pardon me, but your teeth are in my neck, Roman Polanski, 1967) es una parodia de los productos que, desde la irrupción del exitoso Drácula de Terence Fisher de 1958 y sus cinco secuelas, todas protagonizadas por Christopher Lee, eran junto a la serie de Frankenstein y Peter Cushing la respuesta de bajo presupuesto con que la célebre productora británica Hammer intentaba competir con las películas y comedias de terror marca Roger Corman que llegaban desde América con Boris Karloff, Vincent Price, Peter Lorre, Lon Chaney Jr. o un jovencísimo Jack Nicholson, muchas de ellas basadas en historias de H.P. Lovecraft y Edgar Allan Poe.

La película de Polanski, de magistrales banda sonora, atmósfera y ambientación, es al mismo tiempo una ácida comedia con personajes y situaciones plenamente irreverentes con la herencia del mito del vampiro, y un genuino y muy conseguido producto del mismo cine de terror que pretende parodiar, incluidos sus coloristas aires pop. La escena del baile mismo, el famoso minueto, ofrece muestras de ambas tendencias presentes y entrelazadas en prácticamente todos los minutos del metraje.

Con recuerdo especial para la malograda Sharon Tate.

Cine en fotos – Forges y Peter Lorre

Viñeta publicada en El País el 29 de noviembre.

(Dedicado a quienes ni saben ni quieren saber cómo acabar con la crisis porque les llena los bolsillos, a ver si revientan…)

Me pareció ver un lindo gatito… (Piolín).

Observar así a Peter Lorre, quien diera vida a M, el vampiro de Dusseldorf (M, Friz Lang, 1931), a Joel Cairo en El sueño eterno (The big sleep, Howard Hawks, 1946), a Ugarte en Casablanca (Michael Curtiz, 1942) y a una larga lista de villanos y secuaces junto a Vincent Price y otros en las producciones de terror y crimen de Roger Corman, transmite cierta paz y serenidad, la belleza y la sencillez de las pequeñas cosas y de los momentos de una armónica placidez.

(Dedicada a Silvestre, ese incomprendido…)