Un misterio de su tiempo: La reencarnación de Peter Proud (The Reincarnation of Peter Proud, J. Lee Thompson, 1975)

 

En tres ocasiones distintas en el último siglo y medio, los fenómenos y las creencias ligados a la parapsicología, el espiritismo y, en general, el más allá y el mundo de lo sobrenatural, tradiciones mantenidas a lo largo de los siglos con independencia de cronologías y geografías, han irrumpido en la sociedad hasta convertirse en una expresión más, plenamente reconocida y aceptada, de la cultura popular. Tras la Primera Guerra Mundial tuvo lugar la gran eclosión del interés por esta clase de actividades; la gran conmoción provocada por la altísima mortandad durante el conflicto y los últimos coletazos del universo victoriano y sus terrores góticos propiciaron el surgimiento de no pocas asociaciones y grupos dedicados a la investigación, no digamos ya a la explotación económica, de todo lo ligado al ocultismo, el esoterismo, lo mágico y lo extraordinario (sabido es, por ejemplo, el acusado interés, por no decir obsesión, del escritor Arthur Conan Doyle por el espiritismo, en aras de irracional deseo de ponerse en contacto con su hijo caído en combate). Después de la Segunda Guerra Mundial, aún más devastadora, y durante la que se produjo el inmenso horror del exterminio sistematizado de millones de personas, hubo un resurgir de este tipo de atracción por las ciencias ocultas, influida, en primer lugar, por las teorías de Freud previas a la guerra, y también por la inclinación de los propios nazis por estas cuestiones, atracción de la que es muestra evidente la significativa cantidad y variedad de películas de Hollywood que desde la segunda mitad de los años cuarenta incidieron en los aspectos mentales, traumáticos, psicológicos, psicoanalíticos de los personajes como piedra angular para los argumentos de sus guiones. Por último, desde los años sesenta, en particular como resultado de la liberación sexual, el protagonismo de distintos gurús y directores espirituales en la carrera de célebres grupos de rock y en la cultura hippie y la proliferación de drogas que conducían a estados de trance y aparentes experiencias místicas, favorecieron un renacer del protagonismo de estas historias, acrecentado por el éxito comercial de cierta literatura y de películas basadas en ella como La semilla del diablo (Rosemary’s Baby, Roman Polanski, 1968), a partir de la novela de Ira Levin, o El exorcista (The Exorcist, William Friedkin, 1973), con William Peter Blatty adaptando su propio libro a la pantalla. La proliferación de títulos que, desde una u otra óptica (espiritismo, enfermedades mentales, posesiones diabólicas, presencias fantasmales, dobles personalidades, reencarnaciones, regresiones hipnóticas, etc.), abordaron este tipo de temática se vio auspiciada por los aires renovadores del Nuevo Hollywood de los setenta, que dieron cabida a otro tipo de prismas e intereses en el cine norteamericano, hasta entonces infrecuentes o muy condicionados por la censura.

Al modo de lo que sucede con la traducción del título de la novela de Levin y de la película de Polanski en España, el de la cinta de Thompson anuncia ya tal vez demasiado el contenido del misterio en torno al cual gira el argumento, sin que en este caso haya que atribuir responsabilidad alguna a traductores o distribuidores, ya que así figura tanto en el original como en el best-seller de Max Ehrlich que él mismo convierte en guion. Producida nada menos que por la compañía de Bing Crosby, la película supone la última obra del otrora estimable Jack Lee Thompson alejada de lo que sería el nicho primordial de sus siguientes tres lustros de carrera, entregada a las películas de acción y violencia protagonizadas por Charles Bronson y Chuck Norris, algunas de ellas auténticos hitos de taquilla, ocasionalmente salpicadas con subproductos menores, en ocasiones incluso ridículos, encabezados por Anthony Quinn, Robert Mitchum o Richard Chamberlain. Y como el título proclama, el nudo del misterio sobre el que se despliega la acción dramática proviene de la creencia del protagonista, un profesor universitario llamado Peter Proud (Michael Sarrazin, uno de los rostros de moda de los setenta), de que las pesadillas extrañas y recurrentes que empieza a padecer cada noche de manera absorbente y acuciante, plagadas de rostros, lugares e incluso objetos desconocidos pero al mismo tiempo extrañamente familiares, son visiones de una vida anterior que tuvo que transcurrir en los años treinta. Ese pálpito inicial parece confirmarse cuando recibe el asesoramiento de un psiquiatra (Paul Hecht) que intenta ayudarle a superar la situación, y sobre todo, cuando por azar, cuando ya cree que está haciendo progresos en su vuelta a la normalidad, descubre en la televisión unas imágenes que reproducen algunos de los escenarios por los que discurren sus sueños. Con ayuda de su pareja (Cornelia Sharpe), Peter cruza el país e inicia una investigación en Nueva Inglaterra a la búsqueda de los indicios que puedan llevarle a descubrir los acontecimientos, los espacios y la identidad de los personajes que pueblan sus pesadillas. Así, logra entrar en contacto con Marcia Curtis (Margot Kidder) y su hija Ann (Jennifer O’Neill), nombres vinculados a lo que él entiende por su vida pasada, y gracias a las que obtiene la información que le permite forjarse, de algún modo, una doble identidad cuya mezcla y combinación origina toda clase de tribulaciones, dudas, trampas y callejones de difícil salida. En particular respecto a Ann, ya que si Peter Proud se siente de inmediato atraído por ella hasta las últimas consecuencias, su otra «personalidad» ve impedida radicalmente esta inclinación natural por razones de parentesco directo.

La puesta en escena se construye sobre la sensación de extrañamiento. A ella contribuye, en primer lugar, el tratamiento de las imágenes del «pasado» de Peter Proud, la sucesión de flashes inconexos de índole pesadillesca (fachadas, cornisas, torres en plano inclinado, espacios vacíos, exteriores sombríos, formas desnudas, las aguas oscuras y profundas de un lago y una barca que se abre paso entre la bruma, rostros y cuerpos desconocidos sorprendidos en la intimidad…), acompañadas en algunos casos de un suave erotismo, que crean esa atmósfera de inestabilidad onírica, de realidad líquida en la que es complicado hacer pie. Esta turbiedad viene subrayada por la fotografía de Victor J. Kemper, atravesada como por un velo de ensueño, por una luz clara de gasa luminosa pero algo sucia que confiere a las imágenes un aire de alucinación, y por la música de Jerry Goldsmith, que explota y acrecienta el tono de enrarecimiento e inquietud general. Entre las interpretaciones, la eficacia de Sarrazin como protagonista contrasta con el parcial error de casting que implica la presencia de Margot Kidder en dos planos temporales diferentes; si bien en el supuesto pasado de los años 30 puede encajar, en su ancianidad del plano actual su caracterización deja bastante que desear, deficiencia aumentada cuando se trata de hacerla pasar por madre del personaje de Jennifer O’Neill, que brilla esplendorosamente como la presencia más bella y atractiva de la película a pesar de que tarda prácticamente una hora de metraje en aparecer. En cuanto al guion, como es lógico en argumentos que se plantean sobre la base de premisas tan altas, la idea del enigma inicial, hasta que se averigua en qué parece consistir realmente el trastorno de Peter, resulta más intrigante y sólido que el desarrollo, en el que abundan los caprichos dramáticos y al que se le ven no pocas veces las costuras de una narración hecha para epatar al espectador, a menudo a costa de la credibilidad y la verosimilitud (al margen de que la historia transcurra por los derroteros de una hipotética reencarnación, detalle que ya exige afrontar la historia con límites de credibilidad y verosimilitud bastante laxos), si bien remonta en un final mítico, al menos para quienes vieron por vez primera la película en algún pase televisivo de los ochenta, remate que cierra una perturbadora estructura circular que se ha ido construyendo paulatinamente hacia un final de impacto.

Más que intriga o terror, la película, que vista hoy no escapa del todo de los aires de telefilme, trata del misterio, de la actitud y del temor ante lo desconocido, lo inexplicable. Muy al hilo de su tiempo y de cierto cine que se hizo entonces y que gozó de buen grado de aceptación entre el público, la historia parece encarnar en Peter Proud las dudas de todo un país que busca obsesivamente la manera de reencontrarse a sí mismo, de reconstruir su identidad maltrecha tras los convulsos años sesenta, la experiencia de Vietnam y la agitación política derivada de la accidentada y corrupta administración Nixon. El empeño de redescubrir el alma de un personaje, o de una América, de rumbo perdido, una búsqueda a ciegas cuya conclusión no puede ser optimista.

Cine al grano: Perro blanco (White Dog, Samuel Fuller, 1982)

 

A cuarenta años largos de su rodaje y su modesto estreno (apenas cuatro salas, en las que se mantuvo solo una semana en cartel antes de ser apartada por indicación del estudio), llama la atención el gran revuelo y el clima de sobresalto, bronca y complicaciones que rodeó a esta modesta producción de estética de telefilme y mensaje simple y diáfano. Basada en una novela de Romain Gary cuyos derechos adquirió Paramount Pictures con idea de que la película fuera dirigida por Roman Polanski, el proyecto fue temporalmente archivado cuando el cineasta franco-polaco huyó de Estados Unidos como resultado de los problemas legales derivados de su acusación de violación en la persona de Samantha Geimer. Años después, se convirtió en la inesperada última película estadounidense de Samuel Fuller, uno de los grandes rebeldes de Hollywood, que tuvo que ajustarse a un presupuesto mínimo y a un escueto plan de rodaje de cuarenta y cinco días. Coescrita por Fuller y Curtis Hanson, a la producción se incorporaron nombres importantes como los del director de fotografía Bruce Surtees y el compositor Ennio Morricone, además de intérpretes característicos como Paul Winfield y el gran Burl Ives. No obstante, la rumorología y las polémicas sobre el supuesto contenido racista de la película y la presunta violencia de sus imágenes llevaron al estudio a replantearse la difusión del filme, a su paralización momentánea y, finalmente, a su tardío y casi clandestino estreno. La oposición de Fuller durante aquellos acontecimientos y su rechazo de las maniobras barriobajeras y de la actitud censora del estudio le granjearon la enemistad de los ejecutivos y la hostilidad del establishment, lo que la postre supuso que las dos últimas películas de su filmografía las realizara en una especie de exilio profesional en Francia.

Hoy, sin embargo, cuesta entender tanto accidente en torno a una película de estas características, de argumento tan plano y mensaje tan directo, de estética tan sencilla y de tan indudables intenciones. Mientras circula por una carretera ya entrada la noche, una joven actriz (Kristy McNichol, que años más tarde haría fortuna en la televisión) atropella a un perro, un pastor alemán de infrecuente pelaje blanco. De inmediato, lo carga en su coche y lo traslada al veterinario. Aunque intenta localizar al dueño, este no aparece, y ante el riesgo de que el perro sea sacrificado, decide quedárselo. En su nuevo amigo encuentra compañía y protección, hasta que un día descubre con horror, cuando lo lleva a un plató de rodaje, que se trata de un perro adiestrado para atacar a personas de raza negra. Lo más fácil sería sacrificarlo pero, apiadada del animal, decide averiguar si existe la posibilidad de reeducar perros adiestrados para el ataque. Así, entra en contacto con unos adiestradores que se dedican a preparar animales para el rodaje de películas, uno de los cuales (Winfield, de raza negra) tiene ya experiencia acumulada, y siempre terminada en fracaso, reeducando lo que se llama «perros blancos», fieros animales entrenados por elementos racistas para atacar a los negros.

Fuller potencia el meridiano sentido de la película a través de la desnudez. Al grano, sin artificios ni distracciones, sin grandes destellos dramáticos (McNichol o su partenaire masculino, Jameson Parker, limitadísimos, dan poco juego) ni elaboradas situaciones de guion, al director le interesa, en particular, contagiar al espectador la emoción y la intensidad de la historia mediante la planificación y el montaje. Es el diseño y la ejecución de las secuencias lo que debe conmover, irritar, escandalizar o repeler, y en ellas se vuelca el interés del guion y el mayor empeño de realización. Particularmente, resultan especialmente brillantes, aunque hoy aparezcan virtualmente superadas por las modernas técnicas de filmación, lo momentos de los ataques, tres, que no ahorran en detalles escabrosos y en sangre mostrada: el conductor de la máquina de limpieza, la actriz atacada en pleno rodaje y el transeúnte que se refugia en la iglesia. Además, hay que añadir el momento del desenlace, cuando se trata de comprobar si, finalmente, el perro está curado, y la ambivalencia que el pulso narrativo de Fuller mantiene prácticamente hasta el final, un vaivén en el que se muestran los pensamientos del perro como los de un animal plenamente consciente e inteligente, con conceptos humanos asimilados como el de la venganza más allá del acto reflejo. De igual modo, el clímax dramático se alcanza en la secuencia en la que la joven rescatadora del perro encuentra por fin a su dueño, que se revela, aparentemente, como todo lo opuesto a lo que cualquiera podría considerar a primera vista como un peligroso y violento militante de una organización racista.

La película concentra su atención en el perro como pilar aglutinante de la acción, haciendo de él, como ya ocurriera con el tiburón de Steven Spielberg, una temible bestia con trazas de inteligencia humana y comportamientos directamente malignos, mientras que deja las subtramas secundarias apenas esbozadas y prisioneras del lugar común. En primer lugar, la soledad voluntaria del personaje de la actriz, cuya situación no viene explicada ni desarrollada, y que tampoco tiene colofón; en segundo término, la lucha continuada y fracasada del criador de raza negra por reeducar los perros blancos, por conseguir que su cerebro mute definitivamente, como metáfora de la necesaria transformación del país, nunca concluida, hacia la igualdad racial real y también como meta en su realización personal. Por otra parte, el personaje de Ives encarna la voz de la razón, la cordura y la sensatez, y también la inocencia y la candidez de una sociedad que, en su conjunto, es víctima de las situaciones de discriminación. Todo este plano dramático, tratado muy a la ligera, contagia en parte, o más bien es contagiada, por cierto descuido en la forma (errores de raccord, algún aspecto de guion poco tratado o abandonado de manera ilógica -la falta de consecuencias tras los ataques del animal-, secuencias de tensión mal concebidas que les hacen perder fuerza y fuelle…). Da la impresión de que Fuller ha concentrado su interés en momentos muy concretos, meticulosamente más preparados y filmados, donde se vuelca la gran contundencia visual que el guion contiene en potencia. Estas son, naturalmente, las de los ataques, en particular el que sufre el transeúnte que corre a refugiarse en la iglesia, y el paralelismo entre la extrema violencia canina y la vidriera de San Francisco de Asís rodeado de pacíficos animales, entre ellos varios perros y, uno en particular, de pelaje blanco.

Una parábola social narrada con buen pulso y ritmo, sin relleno ni esteticismo alguno, en la que no se ahorran episodios desagradables, y cuya lectura última puede resumirse en la adaptación al caso de ese viejo axioma relativo a la energía. En lo que respecta a los perros blancos, o a los blancos racistas, el odio, una vez creado, nunca se destruye; solo se transforma.

Juicio final: Pura formalidad (Una pura formalità, Giuseppe Tornatore, 1994)

Una noche tormentosa, un hombre angustiado que a duras penas atraviesa un páramo, y un disparo. Un desconocido que se identifica como Onoff (Gérard Depardieu), famoso escritor que lleva años sin publicar, es arrestado por la policía y trasladado al ruinoso edificio de la comisaría, lleno de goteras, para un largo interrogatorio que se prolongará toda la noche, mientras sigue jarreando como si nunca más fuera a amanecer. A pesar de que el inspector (Roman Polanski) encargado del caso se confiesa un gran admirador de su obra, el ambiente es tenso y hostil, y las complicaciones se acrecientan al no portar el detenido identificación alguna (el célebre Onoff es conocido porque rehúye continuamente la atención de los focos y no se deja ver públicamente) y manifestar amplias lagunas de memoria, reales o fingidas, en el momento de responder las preguntas más comprometidas para sus intereses. Las preceptivas cortesías y cautelas iniciales, el primer intercambio de impresiones que debe descartar cualquier sombra de sospecha sobre el detenido, la pura formalidad contenida en el título, dan lugar a un duro juego del ratón y el gato durante el que el escurridizo Onoff mezcla su biografía, las tramas, los personajes y los sucedidos de algunas de sus novelas y la selectiva distorsión de la verdad, sembrando dudas o negándolas a su gusto sobre algunas de las cuestiones sobre las que es interrogado para desconcierto del policía, correcto en las formas pero extraordinariamente penetrante e inquisitivo, poco dado a dejarse engañar y aparente poseedor de varios ases bajo la manga, de informaciones insospechadas, de revelaciones obtenidas a través de recónditos medios. De igual manera, las indagaciones del inspector parecen versar no solo sobre los acontecimientos del día (horarios, movimientos, compañías, etc.), es decir, no van encaminadas a acreditar o desmontar posibles coartadas o a la búsqueda del móvil criminal; también, y sobre todo, parecen abrir una investigación integral sobre la vida de Onoff, el estado de su matrimonio, las posibles infidelidades de la pareja, su carrera literaria, su psicología, los acontecimientos cruciales a lo largo de su vida, sus amores, amistades y sus relaciones famliares, así como otros instantes relevantes de la vida del escritor que, en apariencia, van mucho más allá del hecho criminal y que pueden obedecer tanto a algún enigmático y retorcido proceso de deducción policial como a la condición de apasionado admirador literario. Poco a poco, el interrogatorio sobre el principal acusado del asesinato detonante de la detención da paso a algo que cobra la forma de una causa general sobre Onoff, un juicio determinante sobre su paso por el mundo, y lo que ha empezado siendo una pura formalidad, una mera cuestión de trámite, termina por adquirir un significado inesperado…

No es de extrañar que el cineasta Roman Polanski aceptara el papel del inspector (un policía sin nombre) en esta película de Giuseppe Tornatore. Porque el universo que recrea el director italiano, la puesta en escena (un edificio antiguo que se mantiene en precario, dependencias lúgubres y sucias, mobiliario viejo y desgastado, goteras por doquier, frío, corrientes y toda clase de incomodidades), está directamente emparentada con esas atmósferas cerradas y absorbentes, si no asfixiantes, que el director francopolaco gusta de utilizar en buena parte de su filmografía. Lo desapacible del entorno impregna el carácter de los protagonistas y, como consecuencia de ello, el tono dramático en que se desarrolla la acción durante la mayor parte de las casi dos horas de metraje, una desairada conversación de ida y vuelta en la que nada es lo que aparenta. La historia se sustenta en las interpretaciones del dúo protagonista, un Depardieu estupendo y un Polanski colosal, que se mueve a plena satisfacción en un escenario y con un material que podría ser propio y que ofrece una de las mejores interpretaciones de su paralela carrera como actor. Continuar leyendo «Juicio final: Pura formalidad (Una pura formalità, Giuseppe Tornatore, 1994)»

El agua, fuente de cine.

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-El 82 % de la sangre humana es agua.

-¿Ya comenzó la guerra por el agua? ¿O todavía siguen con la del petróleo?

-Si apenas está empezando… Sólo se darán cuenta cuando sea demasiado tarde.

-¿Cuánto del cuerpo humano es agua?

-El 55 o 60%.

-¿Y cuánto de la superficie del planeta?

-Cerca del 70% es océano. Y también están los lagos, los ríos…

Sólo los amantes sobreviven (Only Lovers Left Alive, Jim Jarmusch, 2013).

El agua, fuente de vida. No sólo de la vida orgánica, necesario flujo sanguíneo de la naturaleza, también para la vida colectiva organizada. El elemento, por encima de cualquier otro de los considerados principios básicos de la materia por las filosofías india, china, japonesa o griega (tierra, aire, y fuego), cuya conquista y dominación se hizo imprescindible para entender el triunfo del ser humano como especie superior del orden natural, cumbre y rasgo mayor, definitivo, de su evolución, paso ineludible para su conversión en sedentario y su eclosión como ser social, para la fundación de la idea de civilización en torno al Nilo o al Ganges, entre el Tigris y el Éufrates, en Tenochtitlan o en el valle del Ebro. Y, por tanto, fuente de conflicto, de lucha, arma de vida y de muerte. Nadie como Stanley Kubrick para resumir este complejo proceso de milenios en la apertura de 2001: una odisea del espacio (2001: A Space Odyssey, 1968), en el fragmento titulado El amanecer del Hombre:

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“En un pasado desolado en el que aislados grupos de primates, pequeñas manadas de tapires y algún que otro leopardo se mueven por entre la reseca y escasa maleza y buscan refugiarse del ardiente sol en los estrechos salientes de las rocas de arenisca, la inexplicable aparición de un ente extraño de origen incierto viene a quebrar el frágil equilibrio vital de los albores del planeta: un monolito de color negro, estilizadas líneas rectangulares y superficie suave y lisa, un objeto misterioso que va a actuar como catalizador de la evolución de los primates y de su futura conversión en una criatura más perfecta y a priori consciente, al menos hasta cierto punto, de su dimensión en la naturaleza y de su papel protagonista en un universo que a la vez empieza a ensancharse. Como si el monolito se erigiese en imprevisible detonante de una tormenta biológica, algunos individuos dentro del grupo empiezan a experimentar cambios que les sorprenden y atemorizan tanto a ellos como a sus congéneres, y que van extendiéndose al resto de la comunidad. La simple existencia en clave de supervivencia, la búsqueda de carroña o de matorrales con que alimentarse, la protección frente a los felinos y la lucha con otros grupos por asegurarse el sustento se ve súbitamente sacudida por un descubrimiento tan sencillo como capital, un diminuto gesto que encierra miles de años de salto evolutivo hacia un futuro inabarcable y remoto. Uno de los monos, expulsado junto con su grupo lejos del agua de lluvia estancada que les garantizaba la ingestión de algo de líquido en el desierto de arena, piedras y ralos matojos en el que malviven, encuentra por fin utilidad al que quizá es, junto con el cerebro, el mayor rasgo distintivo que existe entre su especie y el resto de los seres que caprichosamente parecen poblar ese mundo en obras: el dedo pulgar oponible. Así, cerrando la mano en torno al fémur que toma de un cadáver disuelto no se sabe cuándo, se entretiene en golpear a su vez el resto de huesos, fragmentándolos, astillándolos, dejándose poseer por una euforia destructiva que simboliza su conversión en cazador y el nacimiento del instinto depredador. Ya no habrán de esperar al hallazgo del cadáver a medio engullir de un tapir o una cebra para variar su dieta de hojas secas arrancadas de la tierra; bastará con buscar una víctima asequible y asestarle un buen garrotazo para llenarse el buche a voluntad.

Pero en el momento de ese despertar a la violencia consciente, junto a la certidumbre de tener asegurada la obtención futura de alimento, algo más se ha encendido en el tosco cerebro del primate con cada mandoble óseo. Un sentimiento nuevo, poderoso e irresistible cobijado bajo el ala del instinto de supervivencia, subsidiario pero no obstante poseedor de una honda y seductora autonomía propia que ha surgido de la nada para proporcionar a nuestro mono un grado de bienestar mayor que la mera satisfacción de una necesidad física. El grupo de primates descubre el adictivo poder que encierra el ejercicio de la violencia, la capacidad de decisión sobre la vida de otro individuo por razones ajenas al hambre. El ejercicio de su voluntad ligado a ese poder les reconforta, les hace crecerse frente al mundo que los rodea. Una vez llena la panza de carne fresca de tapir, el grupo de monos apunta hacia su siguiente objetivo. Regresados al lugar de su anterior derrota, armados con huesos empuñados a modo de garrote, recuperan sus antiguos dominios gracias al descubrimiento de una herramienta que ya no ha dejado de usarse desde entonces para la consecución egoísta de los propios deseos: el asesinato. El primer crimen de la historia (resulta quizá prematuro denominarlo homicidio), la muerte a golpes del cabecilla del grupo rival, además de resumir en unos pocos fotogramas la última esencia de todos y cada uno de los conflictos bélicos humanos, consagra la violencia como instrumento de control de los propios intereses miles de años antes de que Clausewitz escupiera su famosa cita.

En plena exaltación violenta, tras erigir el primer imperio de la historia en torno a un charco de agua embarrada, el jefe de los asesinos lanza al cielo el arma del crimen y, con un asombroso y magistral corte de plano, ésta se transforma en un transbordador espacial en marcha hacia la Luna para investigar el insólito hallazgo realizado por un equipo geológico allí estacionado: un monolito negro de formas rectilíneas y superficie lisa y suave que además parece ser emisor o receptor de unas extrañas señales de onda corta hacia Júpiter. Y desde ahí, el viaje, la investigación, la búsqueda, de nuevo la violencia y la muerte como vehículo de conservación del propio espacio, el ordenador construido a imagen y semejanza de un ser humano que juega a ser Dios… (…) ¿Qué encierra el monolito dentro de sí? ¿Qué ha activado el interruptor? ¿Dios? ¿Qué conexión lo une al cerebro humano? ¿La conciencia? ¿La inteligencia? ¿La violencia y la crueldad humanas? ¿Son éstas quizá las notas distintivas del ser humano, las características definitorias de su especie? ¿Por ello el hombre ha inventado dioses vengativos, crueles y asesinos a su imagen y semejanza? ¿Posee quizá por eso HAL9000 el recurso de la violencia o no es más que un ser vivo con instinto de conservación escapado del control de su creador como los hombres han escapado a la voluntad de Dios? La máquina hecha a imagen y semejanza del hombre, con buena parte de sus virtudes y todos sus defectos, el orgullo, la malicia, sus deseos de jugar a ser Dios, de creerse inmortal intentando perpetuarse a través del tiempo y del espacio. Un instinto que nace en HAL provocado por unas extrañas señales que provienen de Júpiter. El monolito. El misterio del origen de la vida encerrado en el por qué de su final. El Hombre como venganza de la naturaleza contra sí misma”.

Sea lo que sea lo que represente el monolito, esta chispa evolutiva no es, sin embargo, un ente supremo; queda subordinado al espacio en que ha efectuado su aparición, la orilla de una charca de agua infecta. El descubrimiento del poder sostenido en la violencia como medio para la conservación de los recursos conlleva la necesidad de estructurar ese poder, o lo que es lo mismo, de reglamentar la administración de la violencia. Es decir, de la vida y de la muerte.

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Allí donde no se impone esa autoridad superior, ese poder estructurado, esa administración legal que limita la violencia y la coerción, continúa rigiendo la ley natural, la ley del más fuerte. Ya no se trata de monos ni de garrotes; sino de hombres y revólveres. Horizontes de grandeza (The Big Country, William Wyler, 1958) es la crónica de una guerra por el agua. Los Terrill y los Hannassey, dos familias ganaderas texanas, la primera con ansias aristocráticas, mucho más silvestre y pedestre la segunda, viven una brutal animadversión, un odio visceral, cerril, motivado por la rivalidad en la posesión de Valverde, el único rancho de los alrededores con abundante agua, propiedad de la maestra del pueblo. Continuar leyendo «El agua, fuente de cine.»

Hablamos de Chinatown (Roman Polanski, 1974) en La Torre de Babel de Aragón Radio

El mayor y la menor: Beautiful Girls (Ted Demme, 1996)

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WILLIE: Imagínate lo que significaría tener a esa cosa increíble, tener a esa persona, con ese potencial, con todo ese futuro. Esa chica va a ser algo asombroso: es graciosa, inteligente, preciosa…

MO: Y tiene trece años.

WILLIE: Ya lo sé, Mo, pasa de eso, no se trata de nada sexual… Yo podría esperar.

MO: ¿Qué?

WILLIE: Podría esperar, porque dentro de diez años ella tendrá veintitrés y yo treinta y nueve, y no habrá problema.

MO: Willie… Me estás asustando.

WILLIE: Esa chica es increíble.

MO: Genial.

WILLIE: Llegué a sentirme auténticamente celoso del chico de la bici, ¿sabes?, de ese chico bajito en bici, porque tiene su edad y yo soy una especie de viejo depravado, como si fuera ese…, ¿cómo se llama?

MO: ¿Roman Polanski?

WILLIE: No, no, como Nabokov, como el personaje de Lolita, ¿sabes? Como si fuera un hombre sucio, retorcido, jorobado y apestoso. No sé, no sé colega, sólo sé que me gustaría decirle con todo mi corazón: “llévame contigo cuando te vayas”.

MO: Willie, esa chica era un espermatozoide cuando tú estabas en séptimo, ¿eh?

WILLIE: Bueno, ¿y qué quieres decir con eso? ¿Que tal vez es mi manera de posponer lo inevitable, que es como decir que no quiero envejecer?

MO: No, es tu manera de decir que no quieres crecer.

WILLIE: No, lo único que quiero es tener algo hermoso.

MO: Todos queremos tenerlo, Will.

No se llama Caroline, pero es tan dulce y adorable como proclama la canción de Neil Diamond. Y aunque curiosamente tiene nombre de chico, Marty no es nada masculina, más bien lo contrario, uno de los proyectos de mujer más fascinantes inventados por el cine. Dice tener trece años, pero aparenta –no físicamente– bastantes más. En términos comparativos supone el contrapunto tanto de la Lolita de Nabokov (1955) y Stanley Kubrick (1962) como de su antecedente directo, la Susan Applegate que Billy Wilder y Charles Brackett crearon a partir del relato de Fannie Kilbourne y de la obra de teatro de Edward Childs Carpenter para El mayor y la menor (1942), comedia romántica en la que Ginger Rogers se caracteriza como una niña de doce años para ahorrarse parte de la tarifa del tren que la conduce de vuelta a Iowa desde Nueva York. De la primera la distingue la sensualidad: lo que en la Sue Lyon de Kubrick o en la Dominique Swain del remake de Adrian Lyne (1997) es la descarada exposición de un erotismo transparente encarnado en una adolescente de mayor edad que la señalada en su inspiración literaria por razones de (auto)censura, en Marty es una promesa futura que aguarda la eclosión de una próxima primavera bajo las múltiples capas de ropa de invierno que las bajas temperaturas del norte de Estados Unidos la obligan a vestir y cuya clave de acceso no es la constante insinuación sexual sino la mirada líquida y la sonrisa auténtica de una chica que ya ha aprendido algo sobre los sufrimientos de la vida. De Susan, en cambio, además de la edad real de ambas, la diferencia su, para una joven de trece años, poco frecuente madurez, su aguda inteligencia y su enorme capacidad de observación, características que le permiten elaborar discursos sinceros y complejos acerca de la vida, del amor y del futuro plagados de referencias literarias, de humor ácido y de expresiones y puntos de vista adquiridos de fuentes cuidadosamente escogidas.

Así, mientras en El mayor y la menor la trama desemboca pronto en una comedia de equívocos basados en razones de edad que dificultan el amor de la “niña” con el mayor Kirby (Ray Milland), el hombre al que ha logrado convencer para que finja ser su padre en el tren, limitándose, excepto en la escena en la que éste le lee un cuento infantil –secuencia en la que radica la posible inspiración para Nabokov-, a pasar de puntillas por la explotación morbosa de la situación, y en Lolita se narra la bajada a los infiernos del pobre profesor Humbert (James Mason o Jeremy Irons), consumido por la obsesión sexual que le ha llevado a casarse con la madre de la muchacha únicamente por la íntima e inconfesable satisfacción de estar cerca de ella en cada momento, en Beautiful Girls (Ted Demme, 1996) la deliciosa Marty (una espléndida, cautivadora y muy natural Natalie Portman, que en el momento del rodaje contaba con apenas quince años) convulsiona de arriba abajo el universo de Willie (Timothy Hutton), y no precisamente en un sentido sexual sino de forma integral, obligándole a replantearse su lugar en el mundo, a hacer balance de una vida en el umbral de la treintena: su marcha, quizá huida, a Nueva York en un pasado no tan lejano, sus relaciones con una familia a la que apenas ve ya y entre la que se siente un extraño, el sentido oculto que adquiere para sí mismo su regreso al pueblo natal, el significado íntimo del reencuentro con los viejos amigos del instituto, ya unos hombres pero en el fondo tan críos como entonces, el abismo amenazador que supone la formalización del futuro junto a Tracy (Annabeth Gish), su novia neoyorquina, la mujer con la que cree ser feliz, que lleva aparejado el abandono de su profesión de pianista de club nocturno para aceptar un trabajo de agente de ventas en la empresa de su suegro…

Para Willie, como para el espectador, Marty es un regalo inesperado, una sorpresa absoluta, la viva imagen de esa juventud a la que por última vez intenta agarrarse y de la que por fin pretende despedirse con su momentáneo regreso a Knight’s Ridge. En su pueblo descubre que todos sus antiguos compañeros de colegio, los amigos para toda la vida, siguen anclados en aquel tiempo, especialmente Tommy (Matt Dillon) y Paul (Michael Rapaport); el primero, llegada casi la treintena, todavía mantiene una relación adúltera con la antigua “chica popular” del instituto (Lauren Holly), mientras que el carácter posesivo y los celos infantiles de Paul echan a perder su relación con Jan (Martha Plimpton). En las chicas, en cambio, percibe la llegada de la madurez por la puerta del sufrimiento. Sharon (Mira Sorvino), la chica ideal, guapa, buena y sensible, antaño prototipo de la típica animadora de equipo de fútbol, soporta a duras penas las infidelidades de Tommy con su amante casada. Gina (Rosie O’Donnell) oculta bajo una personalidad arrolladora y contundente la frustración que le produce la indiferencia que provoca en los hombres a causa de un físico incompatible con los cánones de belleza impuestos por las revistas masculinas. Entre unos y otras, Willie busca su camino, un desvío alternativo que le libre de tomar la autopista que se abre ante él, o bien un atajo o una senda sinuosa que le conduzca a un punto más allá del peaje de entrada. Su vuelta al pueblo es a la vez una labor de indagación en busca de una esencia propia que pueda servirle en bandeja la solución a sus dilemas, la elección entre la soledad y libertad del eterno adolescente o el compromiso personal, familiar, económico y social de una vida adulta, y una despedida, la confirmación de lo que quizá ya sabía pero no podía ni quería reconocer antes de emprender su retorno al pasado: él ya hace tiempo que dejó de ser el Willie de Knight’s Ridge para ser el William adulto y responsable. Y de repente, sumido en la indecisión, en una nebulosa indefinida de nostalgia y temor al vacío, se topa con su Pepito Grillo particular, esa chica que remolonea por el jardín de la casa de al lado o que patina feliz sobre el hielo y que, tras un encuentro quizá no tan casual, se erige en la voz de su conciencia, en una presencia mágica y reconfortante que es capaz no sólo de leer sus pensamientos sino también de adivinar sus deseos y frustraciones, de terminar sus frases o de enunciar las que no se atreve a pronunciar porque teme oírlas de su propia boca. Una chica a la que empieza a buscar sin darse cuenta y sin llegar a sospechar el dolor que le llegará a producir separarse de ella.

Willie capta de inmediato algo en Marty que la hace distinta a Tracy, a Sharon, a Jan o a Gina, que la diferencia de cualquier mujer conocida o por conocer, una poderosa fuerza que emana de su interior con una sencillez desarmante y que la convierte en un ser especial, en ese algo hermoso ante el que no hay dudas ni se buscan desvíos. La verdad, la lucidez, el último sentido de todo concentrados en el prometedor cuerpo y la precoz mente de una jovencita de trece años que sin embargo arrastra un poso de tremenda infelicidad. Siempre sola, recién llegada a un pueblo en el que no conoce a nadie, demasiado mayor mentalmente para sus compañeros de clase, sin amigos y con unos padres que –se adivina– vuelcan su atención en el miembro más joven de la familia, encuentra en Willie la salvación para sus tardes de soledad y aburrimiento y quizá la solución o la esperanza para un futuro tantas veces dibujado en sus ensoñaciones de jardín.

Sin embargo, Willie le ha llegado excesivamente pronto, cuando todo está por escribir. Para él, Marty se presenta demasiado tarde, cuando la ruta de la vida ya le ha sido trazada por otros. Es el primer desengaño para ella, que por una vez reacciona como puede esperarse de una chica de trece años que ve cómo se escapa su primer amor, mientras que para él se trata de una claudicación más, probablemente ni siquiera la última. Sin embargo, dejar atrás a Marty se traduce en la superación de la adolescencia, en la puerta de entrada a la edad adulta. Tomando la decisión más responsable, renunciando al incierto impulso juvenil de una inconsciente aventura consistente en una espera repleta de trampas y riesgos a cambio de las escasas pero estimables certidumbres que disfruta por más rodeadas de vértigos que se encuentren, supera finalmente el peaje de esa autopista vital que han asfaltado para él. Por fin cumple la misión que le ha llevado de vuelta a Knight’s Ridge, decir adiós a sus sueños de juventud. Con dolor y mirando atrás por el retrovisor, pero adelante.

Willie vuelve a Nueva York con Tracy sabiendo que Marty no es sino el embrión corregido y aumentado de una nueva Andera (Uma Thurman), la escultural rubia que también ha visitado el pueblo esos días y que se ha ganado a todos con su extrema sensatez, su cercanía y, para ellos, su sorprendente fidelidad a un hombre que está lejos. Y Willie parte siendo también consciente de que incluso mucho tiempo después de su marcha, en un tranquilo barrio residencial de Nueva York, quizá se sorprenda más de una vez mirando entre los visillos de su ventana al nevado jardín de la casa de al lado o aguzando el oído en busca de unos pasos sobre la madera del porche que le revelen que Marty, su particular Lolita, ha vuelto a visitarle, esta vez para quedarse para siempre.

Un extracto de Hermosas mentiras (Limbo Errante, 2018)

«El misterio, elemento esencial de toda obra de arte, falta en general en las películas. Autores, realizadores y productores tienen mucho cuidado de no perturbar nuestra tranquilidad, cerrando la ventana de la pantalla al mundo de la poesía. Prefieren proponer argumentos que son una continuación de nuestra vida cotidiana, repetir mil veces el mismo drama, hacernos olvidar las penosas horas del diario trabajo. Todo eso sazonado por la moral habitual, por la censura gubernamental, la religión, el buen gusto y el humor blanco y otros prosaicos imperativos de la realidad. Al cine le falta misterio.»

Luis Buñuel

(…) No es hasta el final de su famoso libro-entrevista cuando Alfred Hitchcock y François Truffaut abordan, paradójicamente, el problema del principio, de la primera escena, el por dónde, cómo y con qué empezar una película. A la pregunta del francés, el británico responde a la gallega, con un “depende”, antes de citar de forma somera algunos de los trucos empleados a lo largo de su filmografía y de concluir con una de sus maravillosas ironías: “En realidad, no hay ningún problema en “vender” París con la torre Eiffel en el plano de fondo o Londres con el Big Ben en profundidad”.

Ni el verbo, “vender”, ni el entrecomillado que le adjudica Truffaut en la transcripción son en modo alguno inocentes. Escoger esos monumentos por delante de otras opciones, si bien no comporta un problema, sí importa, y no poco. Implica elección y descarte, la toma de una decisión que obedece a una postura ética y estética, a una intencionalidad que marca y condiciona el contenido íntegro de lo que siga después. Lo que en su respuesta hace Hitchcock, gran publicista de sí mismo, es avalar una práctica particular desde la autoridad de su posición de aclamado cineasta y empresario multimillonario, justificar una opción personal ante un director de la nouvelle vague poco proclive a hacer de su ciudad natal materia de postal visual para turistas del cinematógrafo. No en vano, la filmografía hitchcockiana está repleta de lugares señeros utilizados como elemento de fondo de sus tramas (pistas de esquí suizas, molinos de viento holandeses, el Corcovado de Río de Janeiro, el quebequés castillo de Frontenac, la plaza Yamaa el Fna de Marrakech, el Golden Gate, el Bridge Tower londinense…) o, a la manera de King Kong (Merian C. Cooper y Ernest B. Shoedsack, 1933) y el Empire State, escenario determinante en su resolución (el Museo Británico, la Estatua de la Libertad, el Royal Albert Hall, el monte Rushmore…).

“Vender” París a través de un plano de la torre Eiffel puede suponer un problema si todo el mundo lo hace o aspira a hacerlo. Ahí están el culebrón para millonarios titulado Le divorce (James Ivory, 2003), presuntos musicales de qualité como Moulin Rouge (Baz Luhrmann, 2001) o el comienzo de Midnight in Paris (Woody Allen, 2011), publirreportaje que refleja un día entero a la manera de Walter Ruttmann en Berlín, sinfonía de una ciudad (Berlin, Die Symphonie der Großstadt, 1927) o de Dziga Vertov en El hombre de la cámara (Chelovek s kino-apparatom, 1929), concentrado en los tres minutos de Si tu vois ma mère de Sidney Bechet. Si del París hollywoodiense se habla es ineludible acudir al hermoso rostro de Audrey Hepburn, en solitario (Sabrina, Billy Wilder, 1954) o junto a Fred Astaire en Una cara con ángel (Funny Face, Stanley Donen, 1957), Gary Cooper en Ariane (Love in the afternoon, 1957), Cary Grant en Charada (Charade, Stanley Donen, 1963) o William Holden en Encuentro en París (Paris-When it sizzles, Richard Quine, 1964).

Hollywood toma conciencia de su entrega al estereotipo y contraataca con una respuesta no menos tópica: la caricatura. El cineasta, con permiso de George Cukor, más ligado al planeta glamour, Blake Edwards, se ríe del París de postal acumulando las torpezas de Peter Sellers en El nuevo caso del inspector Clouseau (A shot in the dark, 1964); Billy Wilder blanquea de romanticismo frívolo el tráfico de sexo llevándose a decorados de estudio los hotelitos y cafés del barrio de Les Halles (batería de clichés: Hotel Casanova de la calle Casanova, cerca del mercado central, seguramente, donde Marlon Brando compraba la mantequilla para sus juegos con Maria Schneider…); el 007 más paródico, Roger Moore, corre tras la asesina Grace Jones en los exteriores de la torre Eiffel al inicio de Panorama para matar (A view to a kill, John Glen, 1985), en una larga secuencia que lo mismo sirve para el videoclip de Duran Duran que como spot publicitario del modelo de Renault del taxi que Bond destroza en la persecución. La irreverencia con los símbolos puede surgir de la comedia involuntaria: los extraterrestres invasores, pésimos estrategas, revelan una absurda preferencia por desintegrar monumentos inofensivos y carentes de valor táctico como la torre Eiffel o el Big Ben antes que las instalaciones militares terrícolas.

En su huida del lugar común, otros se fijan en cómo ruedan los autóctonos. París se ennegrece cuando Louis Malle encierra los pecados de Francia (la codicia, la traición, la lujuria, el adulterio, el asesinato, su desastrosa política colonial) en un ascensor en blanco y negro con hilo musical de Miles Davis. Ese jazz de tugurios, cuevas y garitos nocturnos que, en versión Duke Ellington y Louis Armstrong, alimenta a Paul Newman y Sidney Poitier en Un día volveré (Paris Blues, Martin Ritt, 1961). Jean-Pierre Melville traslada a El silencio de un hombre (Le samouraï, 1967) la estética del noir clásico americano de los años cuarenta. En Frenético (Frantic, Roman Polanksi, 1988), dos réplicas de la Estatua de la Libertad roban el protagonismo a la omnipresente torre Eiffel: mientras esta aparece fragmentada en algunas tomas de fondo, la reproducción a escala de Liberty erigida en la angosta Isla de los Cisnes preside el desenlace, y otra mucho más pequeña, el típico souvenir para turistas, esconde el MacGuffin que desencadena la trama (alegoría pobretona, tratando la cosa de un secuestro). Más sombría y hermética es la fantasía de El sueño del mono loco (Fernando Trueba, 1989). El guionista Dan Gillis –heredero por línea divina del Joe Gillis (William Holden) de Billy Wilder– queda atrapado en una tenebrosa trampa durante el rodaje de la película maldita que él mismo ha escrito: París como escenario de un siniestro cuento infantil que desemboca en delirante pesadilla gótica.

De la filmografía mundial se extrae la ridícula conclusión de que la torre Eiffel es visible desde cualquier ventana, tras cualquier esquina, al fondo de cualquier calle, sobresaliendo de los tejados de todo edificio o entre los árboles de cualquier parque. En un tiempo en que las comunicaciones y la sociedad de la información han generado cambios sustanciales en la percepción del público, lo que antaño podía tomarse por un ingenioso y elocuente recurso narrativo hoy nos parece pobre, manido y facilón, pero ante todo innecesario. Así lo acredita Paris Je t’aime (2006), macedonia de cortometrajes rodados por directores de todo el mundo en distintos barrios de París, surgida en parte como reacción a ese cine de comienzos del siglo XXI que, en busca del abaratamiento de costes, se mudó a ciudades del Este de Europa como Belgrado, Budapest o Bucarest (en su día, “la París de los Balcanes”), donde se filmaron localizaciones que en pantalla pasaron sin apuros por auténticos exteriores de la ciudad del Sena.

En otras palabras, colocar un plano de la torre Eiffel en una película que transcurra en París ha terminado por convertirse en un cliché. En un “lugar común, idea o expresión demasiado repetida o formularia”, tal como define el término, en su segunda acepción, el diccionario de la Real Academia Española de la Lengua.

François Truffaut resume hermosamente su idea de lo que es el cine: “mitad verdad, mitad espectáculo”. Para el poeta John Keats “la belleza es verdad; la verdad, belleza”. En sus filmes españoles, Alice Guy no solo rodó danzas gitanas y vistas de Sevilla que el espectador pudiera identificar con las guías de viajes y las revistas ilustradas, con los dibujos, las pinturas y los grabados, con las novelas por entregas o con el vodevil y las operetas populares. Su cámara retrató fábricas, almacenes y depósitos del puerto del Guadalquivir, igual que en Madrid no se limitó a registrar las multitudes agolpadas en el centro de la ciudad, los altos edificios, los transeúntes, los tranvías y los monumentos; también los humildes conglomerados de las afueras, el desorden urbano de casuchas insalubres y calles embarradas por las que transita un esforzado coche fúnebre.

Esta verdad de la que hablan Keats y Truffaut y que filmó Alice Guy no encaja en la vulgar subjetividad de las convicciones irrefutables, de las ideologías excluyentes, de las declaraciones de fe, los discursos partidistas o las soflamas interesadas. Su verdad es una realidad idealizada, la belleza entendida como el espectáculo de la vida. “Es imposible hacer una buena película sin una cámara que sea como el ojo en el corazón de un poeta”, dice Orson Welles. El ser humano, sin embargo, necesita certezas. Ansía saber que sus sentimientos son algo más que el producto de ciertas reacciones químicas en el interior de su cerebro. Que sus principios, valores y creencias son legítimos e indispensables, dignos de ser respetados y adoptados por el resto del mundo. Que su comunidad es diferente, que está tocada por la gracia superior de la razón y la justicia, que merece la posteridad, alcanzar la trascendencia. El ser humano ama proclamar verdades, son el cimiento de su construcción como civilización. En caso de que no las haya o no las encuentre, de que lo hallado no le guste o no le convenga, las inventa, porque el ser humano, ante todo, quiere creer lo que le aprovecha, lo que aumenta su autoestima y aquieta su conciencia. “Cuando la leyenda se convierte en hecho, imprime la leyenda”, dice el periodista de El hombre que mató a Liberty Valance (The Man Who Shot Liberty Valance, John Ford, 1962).

Entrevista sobre Cartago Cinema

A continuación, la entrevista completa que apareció ayer en Heraldo de Aragón, por cortesía de Antón Castro, sobre la novela Cartago Cinema. Se incluye el texto completo, sin los obligados recortes motivados por la limitación de espacio en las páginas del periódico. Aquí, además, la breve entrevista grabada para el canal televisivo Heraldo TV.

-¿Qué le ha dado el cine a Alfredo Moreno?

Dice José Luis Garci que el cine es una vida de repuesto. Yo creo, como digo en la novela, que el cine tiene mejores guionistas que la vida. La ficción introduce una relación causa efecto, un orden secuencial que en la vida no siempre se da. Tiene reglas, posee un sentido, conduce a un lugar concreto; la vida no, o no necesariamente. Se puede decir que el cine ordena el caos vital, tanto en el tiempo como en el espacio.

-¿En qué consiste, para ti, ser cinéfilo?

Como Valdano dice del fútbol, la cinefilia es un estado de ánimo. Una forma de estar en el mundo. No solo es la curiosidad por ver nuevas películas, por descubrir títulos, directores y filmografías, por saber más, devorar decenas de libros que ayudan a completar, a entender, a interpretar, a contextualizar, a concebir la historia del cine como un todo entrelazado por vasos comunicantes que van más allá del tiempo y del espacio. Implica compartir miradas, lenguajes y perspectivas. Comunicarse con personas de otras geografías y de otras épocas. Al mismo tiempo, cuando revisitas clásicos y vuelves a tus películas de cabecera, es como reencontrarse con los amigos de toda la vida.

-¿Cómo respondes la pregunta de Truffaut: “¿Es el cine más importante que la vida?”?

La conclusión es que son inseparables. No puede entenderse la vida sin la ficción. Sin la lectura, sin el teatro, sin el cine, sin la poesía. El ser humano se ha contado historias desde que tiene conciencia de sí Es algo tan importante como respirar o como los latidos del corazón.

-Parecía claro que al dar el paso a la ficción iba a escribir de cine. ¿Qué novela has querido hacer y cuántas películas, e incluso cuántos guiones has querido escribir?

Me atraen mucho las películas y las novelas que hablan de la gente que hace cine, del proceso de producción y rodaje, en especial, en Hollywood. Todos los capítulos de la novela se titulan como una película que habla del cine dentro del cine. Tenía claro que, salvando las distancias literarias, quería compartir subgénero con Scott Fitzgerald, Gore Vidal, Nathanael West, Norman Mailer, Gómez de la Serna o Edgar Neville, autores todos ellos de estupendas novelas ambientadas en el mundo del cine. En cierto modo, he tratado de contar la película que no me es posible dirigir, de convertir su guion en novela. Si pudiera escribir o incluso dirigir una película, sin embargo, me decantaría por un western que visibilizara la importancia real del componente hispano, tanto español como mexicano, en la conquista del Oeste. El western es interesante porque permite jugar con el concepto de frontera en todas sus acepciones, geográfica, política, temporal, espiritual, tecnológica…

-¿Quién es y quién te ha inspirado John Ferris Ballard?

Comparte rasgos físicos y de temperamento con el actor Lee Marvin pero, en realidad, se trata de un director del llamado Nuevo Hollywood, la generación surgida tras la desaparición del antiguo sistema de estudios a finales de los años sesenta. El cine americano cambió de la mano de directores como Peckinpah, Scorsese, Coppola, Allen, Pollack, Penn, Hopper, Cimino, Friedkin, Ashby, Altman, Beatty… El movimiento contenía en sí mismo la semilla de la autodestrucción, pues de él surgieron también Spielberg o Lucas, que condujeron a Hollywood hacia el blockbuster y la infantilización del cine de los ochenta, que dura hasta hoy. Ferris Ballard resume varias características de algunos de los cineastas que disfrutaron de aquella corta época de esplendor.

-¿Qué intriga de un hombre así, parecido a Lee Marvin, su éxito inesperado, su silencio, su leyenda?

Precisamente, el enigma que rodea al hecho de que buena parte de aquellos grandes directores, por distintas circunstancias, nunca volvieran a hacer grandes películas con posterioridad a 1980. El misterio está en ese proceso de cambio que, en pocos años, los llevó desde un lugar preminente a un plano residual, o incluso al abandono temporal o definitivo de la profesión.

-La novela está contada por un guionista Elliott Gray… ¿Es un esbirro a sueldo de una productora o es alguien que decide vivir una aventura?

En parte, está inspirado en Robert Towne, el guionista de Chinatown (Roman Polanski, 1974). Durante la mayor parte de su carrera se dedicó a arreglar y pulir guiones ajenos para diversos estudios, hasta que escribió el que es, posiblemente, uno de los tres mejores de la historia de Hollywood, aunque Polanski cambiara el final. Gray, como Towne respecto a Polanski, ve en Ferris Ballard la oportunidad de salir del papel que Hollywood le ha adjudicado, de crecer personal y profesionalmente.

-Al otro lado anda un productor, Sheldrake, entre malencarado, oportunista y desafiante. ¿Has pensado en alguien?

Le debe su apellido a dos personajes de la filmografía de Billy Wilder, uno de ellos un productor que aparece en El crepúsculo de los dioses, pero se asemeja más a los grandes magnates de la edad dorada de Hollywood, gente como Adolph Zukor, Carl Laemmle, Irving Thalberg William Fox, Harry Cohn, Darryl F. Zanuck, Louis B. Mayer, Samuel Goldwyn o David O. Selznick. Combinaban un instinto innato para entender el lenguaje del cine, lo que funcionaba en pantalla y los gustos y las expectativas del público con, en muchos casos, una falta absoluta de empatía, unas maneras autoritarias y unos modales displicentes o incluso ordinarios.

-¿Qué te interesaba más: descubrir los secretos de la vida de este personaje escurridizo o pasear por la historia del cine?

En cierta manera, la vida profesional de Sheldrake sirve de vehículo de la historia del cine. Es un productor de la vieja escuela que, como ocurrió con los antiguos estudios tradicionales, se ve obligado a reinventarse para sobrevivir a la nueva ola de los sesenta y setenta. Esos grandes estudios regresaron convertidos en lo que son hoy, gigantescas distribuidoras que dominan el mercado mundial.

-¿Por qué se le ocurre a alguien crear un autocine?

En Estados Unidos, el país del automóvil, tuvo y tiene un sentido. En España, no tanto, aunque durante unos años se crearon unos cuantos e incluso sobrevive alguno. Tal vez adquiera otra importancia si seguimos emulando el modelo urbanístico norteamericano, creando ciudades gigantescas de enormes distancias y extrarradios inabarcables, cercados de radiales y autopistas.

-La novela sucede en París, en una mansión, en Los Angeles, en Madrid, pero Aragón es capital. Aragón, Zaragoza, el desierto de La Sabina. ¿Por qué?

Aragón es un plató natural completamente desaprovechado; todavía está pendiente el descubrimiento de todo su potencial. Era mi intención reivindicarlo. Además, vincular Aragón a una historia que tiene Hollywood como epicentro es una forma de recordar la posición de importancia que tiene en la historia del cine a través de sus profesionales, algunos como Chomón, Buñuel o Saura, de relevancia mundial, referencias de talla universal.

-¿Cuál es el lugar de las mujeres: Martina, la más constante, la joven Ana, Christelle…?

Los personajes femeninos están construidos y situados a la manera de las películas de John Ford. En apariencia las mujeres ocupan en su cine un plano secundario y su papel podría considerarse residual, porque los personajes que teóricamente impulsan la acción son masculinos. Sin embargo, cuando se examinan a fondo sus guiones, los personajes femeninos son los que controlan realmente los resortes dramáticos, los que soportan el mecanismo interno del argumento, los únicos que verdaderamente le dan sentido completo. En Cartago Cinema ocurre lo mismo. Todo, en sus distintos planos temporales, gira en torno a una mujer y está condicionado por los personajes femeninos.

-¿Cómo conviven en tu narración el cine y la novela negra?

Toda obra de arte, en mi opinión, debe poseer misterio. Algo que quede en una zona de sombras, que no tenga que ser necesariamente explicable conforme a la razón o sobre la que no se esté obligado a dar una respuesta al público. El género negro atesora algo más que la intriga o el suspense, que son la puerta de entrada a esa zona de misterio: la fatalidad. El género negro supera la frontera de lo meramente criminal porque está surcado de parte a parte por el fatum, esa atmósfera de predestinación, de condena, de hundimiento consciente pero irrefrenable, inevitable, hacia el que los personajes se dirigen sin que nada, ni siquiera su voluntad, pueda pararlos, como en la tragedia griega clásica. Al mismo tiempo, el noir, como el western, es un género contenedor, en él cabe de todo: la reflexión política, la crítica social, el humor, el sexo, los referentes históricos, artísticos y culturales. Son géneros que a la vez interpretan y son espejo de la sociedad, así como receptores y depositarios de una ingente tradición narrativa y cultural.

-¿Has tenido en la cabeza novelistas concretos?

Más bien historias concretas, más próximas al cine que a la literatura. Mr. Arkadin, de Orson Welles, novela y película, o Cautivos del mal, la cinta de Vincente Minnelli. Luis Buñuel, Groucho Marx, Alfred Hitchcock y el monstruo de Frankenstein son referencias ineludibles en todo lo que hago. La novela tiene mucho de ellos, aunque no todo salte a primera vista. Las referencias cinematográficas, de lo más oculto a lo más explícito, son innumerables. Tanto en estructura como en desarrollo o incluso en la música de los diálogos, lo que he intentado es llevar al papel el cine clásico de Hollywood. Que el lector, como el narrador de la novela, se sienta introducido en una película de la RKO de los años cincuenta, en blanco y negro, tanto por lo que “ve” como por lo que “escucha”.

Música para una banda sonora vital: Chinatown (Roman Polanski, 1974)

Tema principal de la magnífica obra de Roman Polanski, compuesto por Jerry Goldsmith. Jazz, ritmo cadencioso y vaporosa atmósfera nocturna para un misterio que transcurre en la luminosa California, todo un tratado sobre la oscura historia de Los Ángeles.

Decadencia Hammer, terror y morbo: The vampire lovers (Roy Ward Baker, 1970)

En 1970, la mítica productora británica Hammer, célebre sobre todo por sus películas de terror, en especial por sus cintas de Drácula protagonizadas por Christopher Lee y sus horrores de toda condición con Peter Cushing en el reparto, había iniciado ya su imparable decadencia. Los nuevos aires del género, consistentes en rebozar de descarado erotismo y sangre a chorros las evoluciones de vampiros, brujos, monstruos y demás criaturas de la noche, insuflaron un último estertor de vida a un género que iba a renovarse casi por completo en el nuevo Hollywood de los años setenta. Mientras tanto en Europa, al hilo del giallo italiano de Mario Bava y Darío Argento y del cine de Jesús Franco, terror, vampirismo y sexo, desde siempre relacionados, actuaban en explícita conjunción para despertar el miedo y el deseo a partes iguales, y conformar un puzle de sensaciones opuestas pero íntimamente conectadas con las que compensar la falta de garra (aunque no de mordiente, valga el chiste malo…) de una manera de producir películas de terror que se anunciaba ya agotada.

The vampire lovers, cuya traducción en España ha ido variando en función de los temores de la censura (Las amantes del vampiro es el título más extendido y aceptado, aunque por el argumento y el tipo de sensualidad imperante cabe más bien hablar de Las amantes vampiras) está protagonizada por Ingrid Pitt, musa del erotismo terrorífico, o del terror erótico, que interpreta a una apetitosa jovencita descendiente de una vieja familia, los Karnstein, que en el Ducado de Estiria, en Austria, se dedica a seducir, amar y después desangrar a las no menos jóvenes y apetitosas hijas de los ricos hacendados de los contornos. En sus maniobras erótico-vampirizantes no vacila, si sirve a sus intereses, en encamarse con la institutriz de una de ellas o con el mayordomo, al que también exprime como un gorrino. La cuestión es poder seguir con sus tejemanejes vampírico-sexuales sin mayores contratiempos, y sacándole todo el jugo, del tipo que sea, a sus ocasionales amantes.

Además de Ingrid Pitt, caras conocidas y reconocidas del cine británico de la época y también algunas de sus inminentes promesas tienen mayor o menor protagonismo en el relato. A las sinuosas chicas de la partida (Kate O’Mara, Madeline Smith, Pippa Steel, Dawn Addams y Janet Key) se unen los veteranos Peter Cushing (en un pequeño aunque significativo papel), George Cole o el clásico Douglas Wilmer (recientemente fallecido y que diera vida también a otro clásico, Sherlock Holmes) en una breve pero decisiva intervención, el carismático Ferdy Mayne, que pocos años antes había interpretado justamente a un trasunto del conde Drácula a las órdenes de Roman Polanksi en El baile de los vampiros, y Jon Finch, que después iba a protagonizar la versión de Macbeth del propio Polanski o Frenesí para Alfred Hitchcock. Todos ellos participan de una trama en la que, como es costumbre en la Hammer (en coproducción en esta ocasión con la American International Pictures), la labor de ambientación constituye su mejor baza. Con una meticulosa construcción de decorados y una adecuada atmósfera de tinieblas, peligros y amenazas (antiguos cementerios, oscuras criptas, bosques hostiles, corredores en penumbra, dormitorios de ventanas abiertas, noches neblinosas…) se crea el necesario clima para una historia en la que también adquieren importancia los vaporosos y semitransparentes vestidos de las actrices, adecuadamente cortos o largos según la parte del cuerpo que adornen, cubran o deban descubrir. En esta ocasión, sin embargo, y dado el agotamiento de la fórmula narrativa habitual en este tipo de películas, el guion está presidido por el tópico, el lugar común, la falta de frescura y de renovación en las ideas: de nuevo una herencia diabólica entre los descendientes de una antigua familia, otra vez la alarma renacida entre los habitantes de la zona, los ajos, los crucifijos y los colmillos, y de nuevo un grupo de intrépidos hombres de bien dispuestos a acabar de una vez por todas con las demoníacas criaturas clavándoles la estaca (con más connotaciones sexuales que nunca) en pleno escote. Continuar leyendo «Decadencia Hammer, terror y morbo: The vampire lovers (Roy Ward Baker, 1970)»