Los desastres de la guerra: Los girasoles (I girasoli, Vittorio De Sica, 1970)

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Esta es de las películas cuyo visionado deja tocado, una fórmula narrativa absolutamente efectiva desde lo emocional que obliga a pasar por alto las pequeñeces técnicas e interpretativas más discutibles, que atrapa, arrastra, conmueve y te suelta en un estado de desequilibrio anímico difícilmente subsanable, que propicia la reflexión, con argumentos no solo racionales, sobre cómo los grandes conflictos (reales o ficticios, léase aquí nacionalismos de cualquier signo) alteran, siempre para mal, las vidas cotidianas de la gente corriente. Vittorio De Sica, antaño genio del neorrealismo italiano, reconvertido más tarde en director de comedias alimenticias, no pocas veces ridículas, indignas, ofrece un buen exponente de lo que puede llegar a significar la forma en el cine, de cómo una determinada estructura narrativa puede edificar una historia que contada de manera lineal podría seguramente hacer aguas.

Los girasoles (I girasoli, 1970), convenientemente despiezada, fragmentada, deconstruida (como diría algún cocinero, o lo que sea, de moda: uno se niega a reconocer a alguien como cocinero hasta que le vea hacer unas lentejas, una paella o una tortilla de patatas normal y corriente), cuenta distintas fases de la relación sentimental de Giovanna (Sophia Loren) y Antonio (Marcello Mastroianni), que se extiende desde los primeros tiempos de la intervención italiana en la Segunda Guerra Mundial, hasta finales de los años sesenta. Con maestría, De Sica, con guion de Giorgi Mdivani, Tonino Guerra y el genial Cesare Zavattini, construye un relato a saltos que nos lleva del primer encuentro amoroso de la pareja, entre unas barcas en una playa idílica, hasta el doloroso peregrinaje de Giovanna por oficinas y registros militares en busca de noticias sobre el paradero de Antonio, desaparecido en el duro invierno del frente ruso. A medida que el inicio y el aparente final de su matrimonio, a cada cual más repentino, se va entrelazando en la narración, se van cubriendo los huecos que permiten aventurar un desenlace al enigma que representa el destino de Antonio: reclutado a la fuerza para formar parte de las tropas italianas de apoyo al Afrika Korps de Rommel en Libia, conoce a Giovanna unos días antes de incorporarse a filas. Dándole vueltas a la cabeza para escurrir el bulto (en una línea muy italiana, muy mediterránea de hecho), encuentran una forma adecuada y oportuna de, al menos, retrasar lo inevitable: si se casan, el permiso por matrimonio evitará de momento la entrada en combate. De modo que en la relación de Giovanna antes es el sexo, luego el matrimonio y, por último, el amor. Sobrevenido para ambos después de la boda (y de la noche de bodas: divertidísima secuencia la de la gigantesca tortilla de decenas de huevos, remedio familiar de Antonio para recuperarse de las resacas), los diversos medios que emplean para disfrutar de su amor sin que la guerra se interponga en su camino resultan fallidos, especialmente los intentos de Antonio por fingirse demente, así que el remedio termina siendo peor que la enfermedad: el ejército italiano lo destina a Rusia, y no a Libia, y allí, en el crudo invierno, Antonio desaparece junto a miles, decenas de miles de camaradas, tragado por el hielo, la nieve y el olvido. Aunque Giovanna, que no cree en su muerte hasta poder contemplar el cadáver, se empeña una y otra vez en averiguar qué ha sido de él, pregunta en las oficinas, habla con veteranos, aguarda a los trenes que retornan cargados de tropas derrotadas, sigue los historiales de los prisioneros retenidos por los rusos y, finalmente, viaja a la Unión Soviética para visitar los lugares que Antonio frecuentó, a recorrer los cementerios militares italianos en busca de su sepultura (impresionantes imágenes de interminables llanuras sembradas de cruces), hasta toparse con un desenlace sentido, deseado, y al tiempo esperado, inesperado y desesperado. Continuar leyendo «Los desastres de la guerra: Los girasoles (I girasoli, Vittorio De Sica, 1970)»

Una de Lepe (o casi): El hombre que nunca existió

En 1943, un pescador de Punta Umbría (Huelva), encontró el cuerpo sin vida del mayor británico William Martin, probablemente procedente de un siniestro aéreo producido en el mar. El hallazgo de cadáveres resultantes de hundimientos, naufragios, derribos y demás operaciones militares en los alrededores del Estrecho de Gibraltar era relativamente frecuente en aquellos tiempos en un país oficialmente neutral que se encontraba en el centro de uno de los teatros de operaciones más decisivos de la Segunda Guerra Mundial. Pero algo tenía ese cadáver que lo hacía más importante que el resto: una cartera llena de documentos con información precisa, minuciosa y auténtica del siguiente paso de los aliados tras haber derrotado al Afrika Korps de Rommel en El Alamein y haber expulsado gracias a ello a los nazis del Norte de África. Y ese paso, contra toda lógica, no era la cercana Sicilia, sino la estratégica Grecia…

El hombre que nunca existió, coproducción anglonorteamericana dirigida por Ronald Neame en 1956, constituye la apasionante crónica de un verídico episodio de espionaje militar que contribuyó decisivamente a la invasión de Italia por parte de los aliados. Neame, que alcanzaría fama mundial en los 70 gracias a La aventura del Poseidón (The Poseidon adventure, 1972) u Odessa (1974), acababa de apuntarse su primer gran éxito de público gracias a El millonario (The million pound note, 1954), en la que un Gregory Peck arruinado recibía un cheque de un millón de libras con la condición de poder vivir sin utilizarlo durante un mes, construye una crónica de acontecimientos salpicada de elementos dramáticos que ayudan a adornar la historia real con una narración eficaz, meticulosa y ordenada que presenta los hechos históricos de forma novelada desde la perspectiva del libro que inspira el guión, obra del propio Ewen Montagu, cerebro de la operación. Interpretado por el siempre elegante Clifton Webb, Montagu se concentra en resolver un gran problema que se le presenta al Almirantazgo británico y por extensión al conjunto de los aliados: los alemanes están convencidos de que los ejércitos británico y norteamericano asaltarán Sicilia desde Túnez, y se preparan para concentrar gran cantidad de tropas y defensas en la isla. La misión de Montagu consiste en despistarles, confundirles, desconcertarles hasta hacerles dudar y obligarles a dispersar sus fuerzas para atender varios posibles frentes, dejando así Sicilia más desprotegida. La cuestión es: ¿cómo sembrar la duda en los alemanes? ¿Cómo construir un engaño de manera tan fiable y tan auténtica que los propios nazis no duden de la veracidad de ese rumor cuya invención sólo han de descubrir con el disparo del primer cañón? Sólo una información puesta al alcance de los alemanes por un aparente capricho del azar puede convencer a éstos de que el Almirantazgo trama algo diferente a lo que prevén, sabiendo, eso sí, que los alemanes harán todo lo posible por confirmar este extremo y que sus mejores espías en las Islas Británicas removerán todos los resortes de los que son capaces para averiguar si se trata de una complicada maniobra de distracción o bien realmente son Grecia y Cerdeña, y no Sicilia, los objetivos militares de los aliados. Tras mucho pensar, la solución se presenta: un cadáver provisto de documentos auténticos con información confidencial convenientemente colocado en el lugar y el momento preciso podría dar inicio a una investigación por parte de los nazis para confirmar el rumor, y un buen número de pistas falsas en los instantes y lugares correctos bien podrían engañar a los alemanes hasta el punto de convencerles de que Sicilia no era la prioridad militar de los aliados. Pero, ¿utilizar un cadáver? ¿El cadáver de quién? ¿De dónde sacar el cuerpo de un oficial ahogado?

La película presenta en paralelo, con predominio de las labores de inteligencia militar, por un lado, la preparación de toda la operación, Continuar leyendo «Una de Lepe (o casi): El hombre que nunca existió»

Billy Wilder en pie de guerra: Cinco tumbas a El Cairo

Antes de El-Alamein, nunca vencimos; después de El-Alamein, nunca fuimos vencidos (Winston Churchill).

En un desierto velado de sueños, teñido de magia onírica por la fotografía de John F. Seitz, un escenario idóneo para ricas caravanas de mercaderes o apto para hallar algún idílico oasis abarrotado de jaimas, un tanque británico anda a la deriva a través de las dunas, alzándose perezoso hasta las cumbres y hundiéndose terco en las profundidades para remontar de nuevo hacia la luz para caminar en circulos marcados por el fuego y la muerte. Los cadáveres de sus ocupantes son mudos fantasmas de una guerra que se libra ya a decenas de kilómetros de allí, testigos de su sacrificio anónimo y estéril, mientras el Afrika Korps de Rommel amenaza con internarse en Egipto y acabar con el frente mediterráneo que amenaza la ocupación nazi de Grecia. Entre los cadáveres, de pronto, unos miembros en movimiento, y un oficial herido (Franchot Tone, discreto actor de una carrera de más de treinta años, con títulos como Tres lanceros bengalíes, Rebelión a bordo o Tempestad sobre Washington) que, desolado ante la contemplación de sus camaradas muertos, lucha por salir del interior del vehículo hasta que cae accidentalmente y se enfrenta a una muerte segura bajo el sol inclemente del desierto. Tras su agonía de kilómetros a pie sin víveres ni agua, cuando ya cree que su vida va a terminar en medio de ninguna parte, encuentra un espejismo: un edificio medio derruido abandonado a su suerte en medio del desierto. Pero lo que cree espejismo no es tal, sino el último vestigio de civilización en un lugar devastado por el clima y la guerra, un resto de un pasado de esplendor gracias a la circulación de turistas pudientes que acudían a Egipto para visitar las antiguas ruinas de los faraones. El único hotel abierto en el desierto es su salvación. O el inicio de una aventura insospechada…

Con este fulgurante comienzo, el gran Billy Wilder nos sumerge en su única película bélica propiamente dicha, aunque, en puridad, más bien destaca por la intriga, el suspense y la lucha psicológica en una atmósfera de guerra que por las tangenciales, escasas y siempre evocadas a distancia, escenas de combate. Con esta, su tercera película, Wilder, ayudado por su coguionista de la época, Charles Brackett, contribuye al esfuerzo propagandístico de guerra (estamos en 1943) con un episodio de espionaje, acción, romance y tensión que tiene como escenario el frente del Norte de África previo a la gran batalla de El-Alamein entre Montgomery y Rommel que dictó sentencia en cuanto a la guerra en el continente y que propició el principio del fin del conflicto con la liberación del África francesa ocupada, el desembarco de Sicilia y el hostigamiento constante a las tropas alemanas en Creta y el resto de Grecia. Continuar leyendo «Billy Wilder en pie de guerra: Cinco tumbas a El Cairo»

El día más largo: momento crucial de nuestro presente

Los largos sollozos del otoño hieren mi corazon con monotona languidez (Paul Verlaine).

Estos versos sirvieron de mensaje cifrado a los aliados para advertir a la Resistencia europea de que se avecinaba el momento que llevaban un lustro esperando, del principio del fin de la Segunda Guerra Mundial, de la sangría que llevaba devastando Europa desde 1914 e incluso antes. Casi novecientos años después de que Guillermo el Conquistador cruzara el Canal de la Mancha con sus normandos y robara Inglaterra a los sajones, y apenas cuatro años después de que Hitler fracasara en esa misma invasión como habían fracasado antes Felipe II o Napoleón Bonaparte, tuvo lugar la operación militar más formidable de toda la Historia de la Humanidad: el traslado, esta vez haciendo el camino a la inversa, de más de tres millones de soldados y cientos de millones de toneladas de material en unas cuatro mil embarcaciones de todo tipo y con el apoyo de más de once mil aviones de combate, cientos de submarinos e incontables combatientes anónimos tras las líneas alemanas de la costa. El desembarco de Normandía, la operación Overlord, cuyo posible fracaso había sido ya asumido por escrito por los oficiales que la diseñaron (encabezados por Eisenhower, Montgomery o Patton, entre otros) en unas cartas ya firmadas que jamás vieron la luz hasta décadas más tarde, constituye un hecho de los más trascendentales de nuestra historia moderna. Primero, por la ubicación, ya que entre otros lugares para efectuar la operación entraban las costas españolas, con el fin de desalojar ya de paso a Franco (pero, curiosamente, fue Stalin quien se opuso por razones estratégicas y de urgencia, salvándole así el culo al dictador anticomunista), y además, porque los hechos que propició pusieron las bases de las modificaciones en el mapa de Europa que siguieron produciéndose durante décadas hasta convertirlo en el que conocemos hoy.

En 1962, el productor-estrella Darryl F. Zanuck, una de las piedras angulares del cine clásico americano, casi una leyenda, decidió llevar a la pantalla el novelón de Cornelius Ryan, adaptado por el propio autor, con una tripleta a los mandos de la dirección (Ken Annakin, Andrew Marton y Bernhard Wicki), para recrear de manera monumental y con un reparto de lujo hasta el mínimo detalle del desarrollo de la invasión de Europa el 6 de junio de 1944, el principio del fin del poder de los nazis en el continente. Con los épicos acordes de la pomposa música de ecos militares de Maurice Jarre (debidamente respaldada por los primeros instantes de la Quinta Sinfonía de Beethoven, tres puntos y una raya que en código trelegráfico identifican el signo de la victoria) y una maravillosa fotografía en blanco y negro ganadora del Premio de la Academia, la película recoge los largos prolegómenos de la invasión y las primeras horas de las tropas aliadas combatiendo en las playas de Normandía. Película de factura colectiva, adolece por tanto de una enorme falta de personalidad y se acoge al poder de lo narrado, apela continuamente a la épica y busca constantemente la trascendencia de frases de guión y encuadres superlativos, como forma de contrarrestar la frialdad y la distancia de una historia demasiado grande incluso para tres horas de metraje y que no puede ser contada de otra forma.

Con todas las carencias apuntadas en orden a su carácter impersonal, la película no carece de grandes momentos y de imágenes imperecederas. Continuar leyendo «El día más largo: momento crucial de nuestro presente»

A 23 pasos de Baker Street: más -o menos- cerca de Alfred Hitchcock

Resultaba imperdonable que en dos años y medio de escalera no hubiera asomado por aquí el gran Henry Hathaway, director de un buen puñado de clásicos inmortales como Tres lanceros bengalíes, La jungla en llamas, Rommel, Niágara, El jardín del diablo, El fabuloso mundo del circo, Los cuatro hijos de Katie Elder, El póker de la muerte o Valor de ley. Un director de estudio de gran oficio y una forma casi artesanal de entender el cine que en 1956 se apuntó al suspense que tan buenos réditos estaba dejando en las taquillas al aire del enorme éxito comercial del cine de Alfred Hitchcock y aunó la moda del momento con la memoria de uno de los más populares detectives de novela, el Sherlock Holmes de Conan Doyle, para crear esta excelente intriga psicológica que contiene todos los elementos del género y los combina a la perfección.

Situando pues la historia geográficamente muy cerquita de la memorable residencia de Holmes y Watson, Hathaway nos presenta a Philip Hanon (el, para quien escribe, siempre insulso Van Johnson), un dramaturgo norteamericano instalado en Londres desde que perdiera la vista tiempo atrás. Vive encerrado en su lujoso piso, con su secretario Bob (memorable Cecil Parker, irónico y mordaz), y pasa el tiempo grabando en un magnetófono las nuevas obras que Bob le pasa al papel. Philip se encuentra resentido con la vida por culpa de su fatalidad e intenta disimular su ceguera ante todo el mundo, a la vez que pretende olvidar todo aquello que le recuerda el pasado en el que podía ver. Por eso, cuando le visita su antigua secretaria y posterior prometida (Vera Miles, en la cima de su éxito tras actuar aquel mismo año en Centauros del desierto), el mal humor y los nervios le llevan a olvidar las penas a su pub habitual, donde, a través de los débiles ventanales de un reservado, escucha cómo dos personas elaboran lo que parece ser un plan criminal. Sin rasgos físicos que puedan ayudarle a identificar a los interlocutores y con unas débiles pistas captadas a través de una máquina tragaperras que alguien no dejaba de hacer funcionar, vuelve a casa, graba los retazos de conversación que recuerda en su magnetófono y comienza una labor de investigación con ayuda de su ex novia y de su secretario mientras la policía, escéptica y también sin indicios reales a los que agarrarse, intenta disuadirle. Sin embargo, cuando algunas cosas empiezan a no encajar, y más aún cuando ve su propia vida amenazada, Philip no tiene ya duda de que va por el buen camino.

Encontramos por tanto una mezcla de una historia de suspense, un débil MacGuffin tan etéreo, impreciso y abstracto como un plan escuchado a medias del que no se sabe autores ni objetivo, con un romance retomado tras haber sido roto en pleno auge años atrás. Así, el desarrollo de la investigación, la averiguación de los hechos, va paralela a la reconstrucción del afecto y la confianza entre los antiguos amantes, mientras que la nota de ironía y humor la pone el secretario y algún que otro personaje secundario con sus comentarios mordientes. Y como no puede ser menos contando con un protagonista invidente, se aprovecha esta circunstancia, de manera un tanto tópica ya a estas alturas, para la construcción entre penumbras y oscuridades de la escena final en la que investigador y culpable se las «ven» en el mismo terreno en un duelo con las luces apagadas. Si añadimos además la localización en plena City londinense y el aprovechamiento como decorado de los exteriores monumentales de la ciudad y también sus particulares características climatológicas, en especial la lluvia y la niebla, obtenemos una película que sigue la senda del mejor suspense inaugurada por Alfred Hitchcock mientras que, por otro lado, conecta la historia con la tradición detectivesca británica, tanto en el fondo como en la forma, de la era victoriana.

Entre los aspectos negativos, cabe mencionar dos: la ausencia de carisma en los villanos, interpretados por actores de segunda fila que, además de que no llegan a cobrar la importancia que mereciera una atención minuciosa por el espectador, apenas ocupan minutos relevantes dentro del metraje, que incorporan a unos personajes a los que se muestra siempre a distancia y sin que el espectador posea claves suficientes para ir por delante de los investigadores y poseer así información que les haga partícipes de la historia en mayor medida, y por otro lado, el poco acierto en recrear al dramaturgo ciego por parte de Van Johnson, especialmente en las escenas que transcurren en lugares en los que el personaje no habría de desenvolverse con habilidad, sin que quepa la coartada de la ayuda o la compañía de quienes se hallan con él. Pero donde más se percibe esta falta de elaboración del personaje es precisamente en las escenas cotidianas, en las situaciones normales, donde Johnson, simplemente, sólo es ciego porque se recuerda constantemente que es ciego.

Con todo, pequeñas debilidades que no consiguen empañar el magnífico guión y la gran dirección de Hathaway, así como el interés de una historia que bien merece con el paso del tiempo situarse entre los más reconocidos y celebrados filmes de suspense de la época clásica del cine, con perdón de Sir Alfred.