Cuentos de la caja tonta

MIRALLES: ¿Le gusta la tele?

LOLA: La veo poco.

MIRALLES: En cambio, yo la veo mucho. Mire, mire qué felices son. Ahora la gente es mucho más feliz que en mi época. Los que hablan pestes del futuro lo hacen para consolarse de que no podrán vivirlo. Es como esos intelectuales. Cada vez que oigo a alguien hablar horrores de la tele, sé que estoy delante de un cretino.

Soldados de Salamina (David Trueba, 2003)

 

All That Heaven Allows (1955) : TrueFilm

En justicia, la conclusión del bueno de Miralles (Joan Dalmau) tiene trampa: al vivir en un aparcadero de ancianos de la ciudad francesa de Dijon no ha de soportar la televisión española…; con todo, parece preferible cerrar filas con ilustres cretinos como Bette Davis (“La televisión es maravillosa; no sólo produce dolor de cabeza sino que además, en su publicidad, encontramos las pastillas que nos aliviarán”) y Groucho Marx (“Encuentro la televisión muy educativa; cada vez que alguien la enciende, me retiro a otra habitación y leo un libro”).

Desde su origen el cine vio en la televisión una seria competidora para su hegemonía. Cuando la tele comenzó a utilizar la ficción para dotarse de contenidos el cine reaccionó exprimiendo al máximo sus cualidades frente al medio televisivo: CinemaScope, Vistavisión, Cinerama, formatos panorámicos y sistemas de color, historias localizadas en espacios abiertos para potenciar al máximo la fotografía de exteriores, superproducciones, estrellas en exclusiva, pantallas gigantes, salas confortables… Los agoreros del final del cine se equivocaron. Claro que la gente prefería quedarse en casa para ver gratis, o eso creían (y creen), programas y series, pero para los grandes espectáculos no había más alternativa que la ópera, el teatro o el cine, más asequible y popular. Con la televisión en color los mismos aguafiestas resucitaron los fantasmas de desaparición. Televisión y cine, en cambio, se repartieron los espacios, los productos, los públicos. La televisión suponía una nueva oportunidad para películas ya superadas, tanto para su visionado y aprecio por nuevas generaciones como para la obtención de una mayor e inesperada rentabilidad económica por parte de los estudios, lo que convirtió en inútil la hasta entonces comprensible y lucrativa práctica del remake, continuada sin embargo de manera absurda hasta la actualidad. Hoy, tras superar la amenaza de los reproductores caseros de vídeo y DVD gracias al nuevo y beneficioso mercado que han supuesto, y especialmente con el acceso prácticamente ilimitado a todo tipo de contenidos a través de Internet, se ve más cine que nunca, pero no en las salas. Las pantallas gigantes y los eficaces sistemas de imagen y sonido permiten disfrutar del cine en formato doméstico en excelentes condiciones de calidad. Al mismo tiempo, la televisión y el cine se han igualado tanto tecnológicamente que a menudo existen pocas diferencias entre una y otra, generalmente y por desgracia a la baja, no sólo en cuanto a los aspectos estéticos y artísticos; los hábitos de consumo televisivo alimentados por la mercadotecnia y la publicidad se han trasladado al cine y han producido generaciones enteras de consumidores de películas, no espectadores, incapaces de captar la diferencia entre entretenimiento (espectador activo) y pasatiempo (espectador pasivo), carentes de una auténtica educación audiovisual, deficiencia incrementada por la pérdida de referentes culturales, sobre todo literarios, merced a sistemas educativos atiborrados de teoría pedagógica pero muy poco preocupados por unos contenidos llenos de lagunas. Como sucede con la informática o Internet, la televisión constituye un invento soberbio, una de las claves del progreso de la humanidad en los últimos decenios. Su uso es lo que puede convertir el futuro en el radiante espacio de oportunidades que ve Miralles o en una realidad monótona y decadente. Si hablamos de la televisión de mayor audiencia, ese futuro puede ser un campo abierto a la chabacanería, la desinformación, la incultura y la ausencia de espíritu crítico.

Dejando aparte películas que, como Television Spy (Edward Dmytryk, 1939), retratan, aunque sea en clave de espionaje, el nacimiento de la televisión como hecho tecnológico, comedias musicales como Televisión (Hit Parade of 1941, John H. Auer, 1940) y caspa sentimental patria como Historias de la televisión (José Luis Sáenz de Heredia, 1965), el medio televisivo ha proporcionado al cine abundante munición como pretexto para comedias –Atrapado en el tiempo (Groundhog Day, Harold Ramis, 1993)-, dramas –incluso almibarados y cursis, como Íntimo y personal (Up Close & Personal, John Avnet, 1996)- o el terror más agotador y previsible –REC (Jaume Balagueró y Paco Plaza, 2007)-, pero también como excelente vehículo de reflexiones sobre el medio audiovisual, el periodismo y la sociedad en que vivimos. Continuar leyendo «Cuentos de la caja tonta»

Hollywood anticomunista (II): Rojo atardecer (The journey, Anatole Litvak, 1959)

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Echando cuentas, resulta bastante llamativo el hecho de que, justo tras Alfred Hitchcock, John Ford y Billy Wilder, el cineasta del que más se ha ocupado esta escalera sea Anatole Litvak. Son hasta tres las ocasiones en las que se ha comentado alguna de sus películas, a saber, por orden de publicación: La noche de los generales (The night of the generals, 1966), producción británica, Un abismo entre los dos (Le couteau dans la plaie, 1962), producción francesa, y Voces de muerte (Sorry, wrong number, 1948), producción norteamericana. Si bien la primera y la tercera de ellas resultan muy estimables, la segunda acumula demasiadas debilidades. Contribuimos a aumentar esta involuntaria estadística favorable al director ucraniano por el lado de las cintas más flojas con una cuarta entrega, también norteamericana, englobada dentro del movimiento hollywoodiense adscrito a la política propagandística propia de la Guerra Fría, titulada Rojo atardecer (The journey, 1959) y protagonizada, tres años después de su éxito conjunto como pareja principal en El rey y yo (The King and I, Walter Lang, 1956), por Deborah Kerr y Yul Brynner.

En esta ocasión, sin embargo, la química entre ambos está más que ausente, debido principalmente a la escasa elaboración que su, en teoría, ambivalente relación tiene en el guión original de George Tabori. La premisa, sin embargo, resulta atractiva, aunque un pelín cogida por los pelos: tras varios días retenidos en el aeropuerto de Budapest tras la ocupación soviética de Hungría en 1956, un grupo de ciudadanos extranjeros de las prodecencias más diversas (diplomáticos, turistas, estudiantes, empleados de empresas occidentales destinados en Oriente Medio, etc., incluido un antiguo oficial alemán nacionalizado etíope…) recibe autorización por parte de las autoridades soviéticas para abandonar el país en autocar por la frontera austríaca. Entre los pasajeros, como se ha dicho, hay de todo: un diplomático inglés (Robert Morley), una familia americana compuesta por una pareja (E. G. Marshal y Anne Jackson), sus dos hijos pequeños (uno de ellos el futuro actor juvenil y luego oscarizado -no se sabe por qué- Ron Howard) y otro que viene en camino, el ex-nazi ya citado junto a su hija, un estudiante francés, un diplomático japonés, un profesor… Y una pareja demasiado elocuente a pesar de sus esfuerzos para no ser asociada, la que forman Diana Ashmore (Deborah Kerr), la conocida esposa de un político británico, y otro inglés, Paul Flemyng (Jason Robards, acreditado como Jason Robards Jr., en su debut en la gran pantalla, bastante crecidito ya, la verdad), que viaja maltrecho y agotado como producto de una herida de bala que intenta esconder a las tropas rusas. Este variopinto grupo se pone en marcha y llega a la última localidad húngara antes de la frontera con Austria. Pero allí, el mayor Surov (Yul Brynner) ha recibido órdenes de retenerlos hasta que puedan formalizarse ciertos permisos producto de las nuevas normas, por lo que soviéticos, húngaros y occidentales deben confraternizar más de lo deseable para todos.

La película flaquea en todos sus aspectos principales: el enigma que oculta el personaje de Flemyng, su verdadera identidad y la razón de su proximidad a Lady Ashmore se adivinan con excesiva prontitud; por otro lado, el triángulo que ambos forman junto a Surov no termina de cerrarse, y la relación entre el militar y la dama inglesa queda insuficientemente tratada. En particular, la evolución de Surov respecto a ella resulta demasiado virulenta y repentina, casi se diría que caprichosa por necesidad del guión, por no decir sencillamente inverosímil, o al menos increíble. El capítulo final de esa evolución no resulta mucho mejor, y pretende convertir a Surov en una suerte del inolvidable Rick de Bogart, si bien truncado a última hora. Otra carencia brutal es la falta de suspense: ni a lo largo del viaje ni en el necesario receso en la huida del país hay situaciones en las que la tensión por un descubrimiento, por una captura, por una revelación que pueda amenazar a los amantes y hacerles volver a Budapest llega a explotarse adecuadamente, y Litvak parece apostar por el romance a tres bandas, que nunca estalla, en vez de por la coyuntura política y aventurera que le permitiría la historia, contendándose con despachar este prisma con un par de episodios bélicos de escasa importancia, y con un intento de fuga no muy logrado y en el que se echa en falta un mayor despliegue de medios. Continuar leyendo «Hollywood anticomunista (II): Rojo atardecer (The journey, Anatole Litvak, 1959)»

La tienda de los horrores – La mujer de tu vida

Vale, esto no va de cine, al menos en principio. No se trata de una cosa horrenda protagonizada por Nicolas Cage o Christopher Lambert ni uno de los bodrios de Ron Howard o James Cameron. Nunca hablamos de televisión (salvo para ponerla a parir en algún comentario) y casi nunca de cine en televisión.

Sin embargo, en 1990 primero, y durante el periodo 1992-1994, Fernando Trueba produjo para Televisión Española la serie La mujer de tu vida, un proyecto compuesto por capítulos independientes con distintos protagonistas escritos y dirigidos cada uno de ellos por diferentes guionistas (entre ellos Rafael Azcona) y directores pero todos con un nexo común: la presencia, por encima de cualquier otra cosa, de un arquetipo de mujer sobre el que giraban los distintos aspectos de la trama. La primera entrega constaba de seis episodios: La mujer feliz (dirigido por José Manuel Ganga y con Carmen Maura, Antonio Banderas, Mario Gas, Juan Luis Galiardo, Diana Peñalver, Imanol Airas, Ana Obregón y Cristina Marcos), La mujer lunática (dirigido por Emilio Martínez Lázaro y con Victoria Abril, Santiago Ramos, María Luisa Ponte, Juanjo Menéndez, Carmen Conesa, Pedro Reyes, Nancho Novo y Eulalia Ramón), La mujer infiel (dirigido por Jose Luis García Sánchez y con Sarah Sanders, Juan Echanove, Kiti Manver, Guillermo Montesinos, Asunción Balaguer y Antonio Gamero), La mujer fría (dirigido por Gonzalo Suárez y con Clara Sanchís, El Gran Wyoming, Ana Obregón, Ricard Borrás y Pep Molina), La mujer oriental (dirigido por Miguel Hermoso y con Yuri Fujimori, Chema Muñóz, José Coronado, Mapi Galán, Eva León y Bertín Osborne), La mujer perdida (dirigido por Ricardo Franco y con Marisa Teigell, Jesús Bonilla, Fernando Fernán-Gómez, Patrick Bauchau y Enrique San Francisco) y La mujer inesperada (dirigido por Fernando Trueba y con María Barranco, Antonio Resines, Miguel Rellán y Chus Lampreave). Entre 1992 y 1994: La mujer duende (dirigido por Jaime Chávarri y con Rosario Flores, El Gran Wyoming y Pepa López), La mujer gafe (dirigido por Imanol Uribe y con Emma Suárez, Marta Fernández Muro, Loles León, Eva León, Javier Gurruchaga, Álex Angulo y Enrique San Francisco), La mujer impuntual (dirigido por Jaime Botella y con Aitana Sánchez Gijón, Pere Ponce y Tito Valverde), La mujer cualquiera (dirigido por Jose Luis García Sánchez y con María Barranco, Francisco Rabal, Juan Echanove y Antonio Gamero), La mujer vacía (dirigido por Manuel Iborra y con Verónica Forqué, Antonio Resines, Quique San Francisco y Torrebruno) y Las mujeres de mi vida (dirigido y protagonizado por Fernando Fernán Gómez junto a Alejandra Grepi, María Luisa San José, Manuel Alexandre y Agustín González).

Lo más chocante, o lo más patético, era la conclusión de los capítulos, con la canción La mujer de tu vida perpetrada de este modo tan lamentable, vídeo con el que queda acreditado que eso del Macho Español no es más que un mito o que, si es que alguna vez ha existido, quedó demolido con semejante demostración de bochornosa masculinidad. Es que no da ni para acusación, ni agravantes, ni condena ni sentencia ni nada; es que viendo -y escuchando- esto se quitan las ganas de tener ganas…

Cine en serie – Willow

MAGIA, ESPADA Y FANTASÍA (VII)

Willow (1988) era hasta El desafío: Frost contra Nixon (cinta que algunos pensamos que se la hizo un primo listo) la mejor película, cosa tampoco muy difícil viendo las demás, de Ron Ronnie Howard, el niño pelirrojo de American Graffiti o El último pistolero reconvertido después en infumable director de bodrios comercialoides. Su mediocre filmografía, que ya le valió un lugar en una tienda de los horrores para él solito, sólo aparece salpicada por algún momento apreciable en su cine, si bien las dos películas citadas son lo más rescatable de una carrera tan variopinta como repleta de concesiones al público (esa característica denominada «cine para toda la familia» que a un servidor especialmente le da pampurrias). En esta película de espadas y brujería ambientada en un imaginario mundo medieval, no obstante, consigue apuntarse un tanto con una buena película de aventuras, puro entretenimiento y nada más, pero de calidad estimable, gracias principalmente a un excelente y vibrante ritmo sostenido en un guión previsible y tópico pero con la acción muy bien planificada, enriquecido además, y es un detalle muy a su favor, de ciertos toques de humor, incluso a veces inteligente, si bien flaquea en las fuentes religiosas que Howard utiliza siempre como inspiración para sus films, los cuales destilan mensajes tendenciosamente ultraconservadores y apologetas de los planteamientos más retrógados y cavernarios.

En las mazmorras del castillo de la malvada reina Bavmorda (Jean Marsh), una cautiva da a luz a una niña que viene marcada con las señales que una antigua profecía atribuye a quien será capaz de terminar con el dominio de terror que la hechicera ha impuesto sobre el país. Cual Herodes, Bavmorda planea liquidarla para que no le quite la poltrona, pero la comadrona que ha atendido el parto, apiadada de la niña, huye con ella. Cuando los perros de presa lanzados por la reina en su busca dan por fin con ella, pone a la niña en un canasto sobre las aguas de un río, que la llevan, cual Moisés por el Nilo, hasta una villa en la que todos sus habitantes son de talla menuda. Entre ellos, Willow (Warwick Davis), un joven campesino, sueña con convertirse en un poderoso mago que consiga sorprender a sus conciudadanos con unos cuantos trucos a lo Tamariz. Allí nadie sabe qué hacer con la cría, pero cuando llegan noticias de que Bavmorda anda tras ella, el valiente Willow emprende un largo viaje para ponerla a salvo y, en compañía de un guerrero mujeriego y venido a menos llamado Madmartigan (Val Kilmer, uno de sus tres buenos papeles junto al atracador de Heat y el Jim Morrison de The Doors) y otros aliados perseguidos por la malvada reina, tendrá que enfrentarse a los soldados de la hechicera comandados por su hija Sorsha (Joanne Whalley, que a partir de esta película añadiría un Kilmer a su nombre artístico). Continuar leyendo «Cine en serie – Willow»

El final de un mito: El último pistolero

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El último pistolero. No haría falta decir mucho más, con permiso de Clint Eastwood. Curiosamente, y sin que tenga nada que ver en esta película, hay mucho de Eastwood en ella, o mejor dicho, mucho de ella, y también del resto de la filmografía de Don Siegel, en buena parte del cine de Eastwood. No en vano, Sin perdón, el último de sus westerns hasta la fecha (y parece que definitivamente) iba dedicado a Don y a Sergio (por Leone). Y es que si unimos por un lado Solo ante el peligro de Fred Zinnemann y por otro Sin perdón de Clint Eastwood, le damos unos toques de Sam Peckinpah pasados por el coladero habitual de Quentin Tarantino, y le ponemos unas gotitas de telefilm de sobremesa salpicado de viejas glorias del cine casi olvidadas, removemos, y lo dejamos reposar durante noventa y nueve minutos, como resultado tenemos esta película de Don Siegel filmada en 1976, la última película del último pistolero, insistimos, con permiso de Eastwood: John Wayne. El adiós de un mito, el hasta luego del western.

John Bernard Books no es sólo el último personaje de Wayne: es John Wayne en sus últimos años. Es un personaje de leyenda, un pistolero que forjó su fama a golpe de revólver, siempre al mejor postor pero siempre con una intachable moral a la hora de escoger patrón, nunca un bandido, nunca un ladrón, un hombre que acababa con todos aquellos forajidos a los que la ley no atrapaba o a los que los cazadores de recompensas no podían enfrentarse. Ahora es anciano, los días de tiroteos en el centro de la calle y de cabalgadas por Monument Valley han pasado. Sólo le quedan sus armas, su caballo y la ropa que le cabe en un bolso de viaje. Y un cojín en el que apoyarse cuando la silla de montar muerde sus doloridos huesos (qué impresión, que imagen más sencilla, cruel y devastadora de mostrar la decadencia: John Wayne teniendo que ayudarse de un cojín para montar a caballo). Y recuerdos. Y remordimientos. Y el lugar donde nació, casi disuelto en la bruma de la memoria. Y ese lugar donde nació es el que ha escogido para terminar sus días, como un cementerio de elefantes. Porque John Bernard Books está enfermo, moribundo, tiene ya anotada la fecha de caducidad. El cáncer no es como una bala, no mata tan rápido… pero no falla (al menos a principios de siglo XX). El cáncer es un traidor, siempre mata por la espalda. Su culata está llena de muescas por las vidas a las que ha puesto fin, y John Bernard Books es su última víctima. Pero para John Bernard Books la lista no está completa. Antes de que el cáncer se lo lleve aún tiene una última misión, tres bandidos a los que cazar y quitar de enmedio como último legado, como postrero servicio a sus semejantes, como advertencia para quienes, ya ansiosos de modernidad, sienten la tentación de pasar página de aquellos viejos días de gloria escritos a fuego de Colt o a impacto de Winchester: el oeste puede poblarse de automóviles, de teléfonos, de farolas de gas, las ciudades de madera pueden ser ahora pobladas urbes de ladrillo, con paseos, jardines y tranvías, los salones pueden ser sustituidos por lujosos cafés, los pieles rojas pueden haber quedado confinados en una trastienda, pero sigue siendo el oeste y los problemas se resuelven como se ha hecho siempre, como manda su ley. Una ley que dice que un pistolero muere de frente y con el revólver en la mano, no postrado en una cama mientras su cuerpo se pudre lentamente. Por eso John Bernard Books ha vuelto: a matar y a morir, pero a morir de pie.
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La tienda de los horrores – El Gran Halcón

hawk

Así, a rosca, debió de ponerse el sombrero Bruce Willis el día que se le ocurrió participar en tamaña memez como la que hoy nos ocupa, una presunta comedia de ingeniosos robos de guante blanco que cuenta las peripecias de Eddie Hawkins (Willis), un, a pesar del aspecto de camionero de Milwaukee del actor, sofisticado chorizo que acaba de cumplir diez años de prisión y sólo desea reinsertarse en la sociedad. Sin embargo, la irrupción de un estrafalario y excéntrico millonario, Mayflower (ay dios, James Coburn) y las amenazas de acabar con la vida de Tommy (Danny Aiello), su amigo y cómplice, si Hawkins no realiza un último trabajo, le convencen de dar un nuevo golpe para cuya consecución tendrá que enfrentarse a una serie de esbirros caracterizados más bien como si fueran personajes de cómic y no de cine, como por ejemplo ese chófer de gadgets afilados y mortales.

De este modo, ya en 1991 tenemos la típica peliculita de secretos vaticanos relacionados con la obra de Leonardo Da Vinci, algunas de cuyas obras, libros incluidos, se supone que Hawk debe robar, una senda que pseudoescritores de baratillo (léase, Dan Brown) y directores más de baratillo aún (inexplicable cómo un merlúcido como Ron Howard puede filmar la excelente El desafío: Frost contra Nixon siendo autor de infamias realmente insoportables, tales como El Código Da Vinci o la inminente Ángeles y demonios, que promete ser todavía más ridícula y espantosa; debió ayudarle un primo suyo).
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