Psicopatía depredadora: La última caza (The Last Hunt, Richard Brooks, 1956)

 

Aunque suele señalarse la década de los sesenta, con las últimas obras de veteranos del western como John Ford, Howard Hawks o Raoul Walsh, la irrupción de nuevos autores como Sam Peckinpah o Sergio Leone como avanzadilla y máxima expresión del spaghetti-western, y las relecturas políticas y sociológicas del género en relación con los acontecimientos del momento (derechos civiles, Guerra Fría, guerra de Vietnam…), como la etapa crucial en la renovación y proyección del cine del Oeste hacia el futuro, lo cierto es que, como de costumbre, pueden atisbarse suficientes huellas de evolución, regeneración y transformación en las décadas anteriores, en las películas de esos mismos directores clásicos -perspectiva pro-india o al menos respetuosa con su punto de vista y con la realidad histórica, tratamiento crítico de la violencia, superación de arquetipos y de lugares comunes y mayor profundidad psicológica y narrativa- o en las de otros que, como Richard Brooks, realizaron puntuales pero muy estimables incursiones en el género cinematográfico norteamericano por excelencia, y que, debido precisamente a esa especificidad, se convierte asimismo en universal. En La última caza encontramos un western clásico en el fondo (rivalidad personal y profesional de dos hombres combinada por su atracción por una misma mujer) y en la forma (gran formato, parajes abiertos, grandes paisajes, banda sonora al uso -de Daniele Amfitheatrof- y espectacular y colorista fotografía -de Russell Harlan-) para narrar una historia que, partiendo de mimbres igualmente recurrentes (cazadores de búfalos, la pelea por los beneficios, el enfrentamiento con los indios), proporciona nuevos ángulos -el mismo año que Centauros del desierto (The Searchers, John Ford, 1956)- desde los que observar el western y la sociedad de la que emana.

En primer lugar, destaca la vertiente ecologista y conservacionista del guion escrito por Richard Brooks a partir de la novela de Milton Lott. El hilo argumental, la coincidencia de un grupo de personas variopintas en una partida que se dedica a la caza profesional de búfalos para lucrarse con sus pieles, permite introducir un discurso que responde a una concepción moderna y plenamente vigente de los valores conservacionistas y de preservación de la naturaleza. Personificado en los búfalos, en el decreciente número de sus manadas y de los individuos que las componen, el relato aboga por la conservación incluso atendiendo a las razones egoístas: el mantenimiento de la especie contribuye no solo a garantizar el equilibrio natural, sino que constituye una fuente de prosperidad al permitir a futuro la explotación sostenible y continuada de los recursos, y con ello evitar el inconveniente del nomadismo excesivo o de un sobrevenido y necesario reciclaje personal poniendo el revólver y el rifle al servicio de otros fines tanto o más perversos que el asesinato sistemático de animales. De este razonamiento se deriva otro posterior y tanto o más importante, y es la importancia decisiva que los búfalos tienen para los indios, su cultura y su medio de vida, incluso tras ser derrotados, sometidos y confinados en reservas a menudo fuera de sus territorios tradicionales. Y por esa vía la película llega a presentar la psicología de los personajes, en particular del protagonista negativo de la cinta, el psicópata depredador Charles Gilson (Robert Taylor), que de un pasado sangriento de violencia contra los indios ha pasado a lucrarse con la eliminación brutal, sistemática, sin medida, de todo búfalo, macho o hembra, adulto o cría, que se cruza en su camino, no tanto porque le reconforte matar búfalos, sino porque lo que le gusta es matar, pero si además se gana la vida con ello, mucho mejor. A tal fin recluta a un grupo encabezado por Sandy McKenzie (Stewart Granger), que accede por necesidad pero manifiesta no pocos escrúpulos al comprender los efectos de sus acciones tanto para los animales como para los seres humanos que dependen de ellos; Woodfoot (Lloyd Nolan), un viejo tullido que personifica el viejo Oeste, el medio de vida, no desprovisto del todo de un código de honor, que está a punto de desaparecer junto con el último búfalo; Jimmy (Russ Tamblyn), un joven e ingenuo mestizo (y además, pelirrojo) que concita los odios raciales de Charles; una joven india (Debra Paget) y su pequeño, que sobreviven a la escabechina que Charles hace con un grupo de indios ladrones de caballos y que este acoge, literalmente, como esclavos.

Los búfalos y la muchacha india son los puntos de fricción entre Charles y Sandy, cuyo antagonismo se va haciendo cada vez más agudo. Primero, porque Sandy sabe que no tiene más remedio que matar para sobrevivir, pero también cuándo parar, cuándo tiene bastante, y distinguir entre el cazador y el carnicero. Segundo, porque poco a poco se enamora de la muchacha india y sufre cuando, cada noche, Charles abusa de ella y la viola sin contemplaciones. Así, el guion une el abuso de los recursos en la infantil creencia de su carácter ilimitado con el hundimiento de una cultura arrasada por el hambre y con el crimen personificado en la violación continuada de la mujer india y su sometimiento a esclavitud, asociación de ideas de lo más revolucionaria en la era Eisenhower. El episodio de la piel del búfalo blanco, animal sagrado para los indios, «gran medicina», y la negativa de Charles a cederla a los indios, tanto por el beneficio económico que espera obtener por ella como por orgullo, por la voluntad de no ceder un ápice ante los indios y de negarse a tener con ellos cualquier rasgo de humanidad, es ilustrativo de esta psicología irreflexiva, destructiva, alimentada de odio.

La película, que alterna exteriores de gran vistosidad a los que la fotografía saca un excelente partido con las escenas menos afortunadas que los recrean en interiores, discurre por derroteros que a la acción (las secuencias de caza, las peleas en los salones y tabernas, los duelos a pistola, las persecuciones de carros y caballos) suman una interesante caracterización de personajes a base de pinceladas suaves pero precisas, buenos diálogos y un subtexto rico en perspectivas y matices que revelan distintas actitudes y sensibilidades, siempre al servicio de la reivindicación de la naturaleza y de una vida armónica en su seno, de la que los indios son ejemplo a seguir (no así en otras cosas). Unos indios que, como tales habitantes de un mundo en estado natural, para individuos como Charles merecen idéntico tratamiento y régimen de explotación que el dedicado a los búfalos. Desde este punto de vista, sin embargo, la película le pertenece por derecho a Robert Taylor. Antaño galán más o menos soso y acartonado en películas de todo tipo, en la fase más veterana de su filmografía supo crear personajes ambiguos y retorcidos como este Charles Gilson, un auténtico psicópata sediento de sangre para quien la vida, humana o de cualquier otro animal, no tiene ningún valor, y que engrosa por derecho propio la larga lista de dementes, psicópatas e iluminados (pistoleros, militares, jugadores, tramperos, cuatreros) que pueblan el género del western. Egoísta, carente de cualquier sentimiento que no sea el de posesión y satisfacción de sus más primitivos instintos, entiende que la única manera de sentirse vivo es acabar con todo lo que vive a su alrededor, ya sea físicamente o anulándolo por completo, despreciándolo, sometiéndolo, aduñándose de él, a veces únicamente, como en el caso de la chica, para imponerse y hacer sufrir a sus semejantes, Sandy en este caso. En este sentido, la conclusión de la película, que funde en un único instante el enfrentamiento entre personajes por la mujer y por los negocios y el discurso sobre la naturaleza, evita el lugar común propio de los desenlaces del western al tiempo que se erige en una especie de manifestación de justicia poética: la venganza de la naturaleza contra un ser humano que le es hostil, que se cree a la vez Dios, soberano todopoderoso y ángel exterminador.

Mis escenas favoritas: El demonio de las armas (Gun Crazy, Joseph H. Lewis, 1950)

La que es quizá mejor escena de esta joya de la (a veces mal llamada) serie B que, sin embargo, es todo un clásico indispensable en el cine negro y en el catálogo de películas de atracos, así como en el subgénero de películas de parejas criminales cuya atracción por la violencia adquiere unas muy poco disimuladas connotaciones sexuales.

La cámara en el interior del vehículo y la observación desde el asiento de atrás mete de lleno al espectador en la acción que se desarrolla hacia el punto de no retorno, el momento en que la película se introduce en la decisiva dinámica que la encamina hacia su desenlace, ese golpe irreversible de fatalidad y desesperación que es consustancial al género negro y que marca el destino de unos personajes que no pueden hacer nada para conjurarlo.

John Dall y Peggy Cummins ante la cámara, la dirección de Joseph H. Lewis y la fotografía de Russell Harlan hacen de esta película un clásico ineludible, en cuyo guion participó Dalton Trumbo.

Tradición y futuro del western: Río Bravo (Howard Hawks, 1959)

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A Howard Hawks y a John Wayne no les había gustado nada Solo ante el peligro (High Noon, Fred Zinnemann, 1952). No sólo por su evidente condición de alegato contra la caza de brujas emprendida por el Comité de Actividades Antiamericanas, una labor inquisitorial con la que ambos no estaban en excesivo desacuerdo; para cineasta y estrella la película de Zinnemann cometía un pecado mayor que el de erigirse en altavoz de la discrepancia, en signo de debilidad, en paños calientes frente a la persecución del comunismo en Estados Unidos en plena Guerra Fría, cuando más contundente e inequívoco había que ser frente al poderoso adversario soviético: la película que protagonizaban Gary Cooper y Grace Kelly contravenía abiertamente las reglas básicas del western y, por extensión, de lo que debía ser el alma de América. Un sheriff no podía ser un «llorón», un tipo errabundo, dubitativo y pusilánime que buscaba, imploraba, suplicaba la ayuda de tenderos, granjeros, camareros y barberos para cumplir con su trabajo, con su obligación de defender la ley y el orden, con el mandato de convertirse en héroe. Se imponía un acto de desagravio, una recuperación de los valores clásicos del Oeste que un director extranjero había vulnerado, además con subrepticias motivaciones políticas. Río Bravo (1959) es, además de la respuesta americana a la película de Zinnemann, un compendio del universo del western, del ya existente y progresivamente agotado y del que estaba por venir. La película, además de abrir la «trilogía» (en cuanto a temática y similitudes de escenario, personajes y situaciones) que completarían El Dorado (1966) y Río Lobo (1970), sería el tercero de los «ríos» dirigidos por Hawks, que incluye, además de los mencionados, Río Rojo (Red River, 1948) (en España son cuatro, si sumamos la traducción de The big sky (1952), titulada por estos lares Río de sangre).

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La película es a un tiempo canónica y atípica, pero en cualquier caso magistral. El sheriff John T. Chance (John Wayne) es sin duda un tipo íntegro, un profesional de una pieza cuyo código moral coincide a pies juntillas con la ley que ha jurado defender. Cuando encarcela por asesinato al hermano (Claude Akins) de un poderoso terrateniente (John Russell, futuro villano en algún que otro western de Clint Eastwood), este ocupa el pueblo con sus pistoleros poniendo prácticamente sitio a la oficina del sheriff, que es también la cárcel. Frente a él, Chance sólo puede oponer la ayuda de sus ayudantes, un anciano cojo (Walter Brennan) y un borracho (Dean Martin). Finalmente, cuando los esbirros del villano acaben con su patrón (Ward Bond), a ellos se unirá un muchacho (el cantante Ricky Nelson y su tupé), excelente pistolero con ambas manos, y entre los cuatro deberán hacer frente a los hombres enviados contra ellos. Precisamente aquí está la contestación a la película de Zinnemann: un anciano inválido, un borracho y un muchacho son las únicas personas que en Solo ante el peligro ofrecen su ayuda al sheriff Will Kane que interpreta Gary Cooper.

La película de Hawks expresa su canon cinematográfico a la perfección. El guion de Leigh Brackett y Jules Furthman no se somete a reglas demasiado estrictas más allá de utilizar el esqueleto de planteamiento, nudo y desenlace. Al contrario, anticipa ya la libertad total a este respecto que supondrá Hatari! (1962): coloca a los personajes en una situación límite y se dedica a desarrollar la historia a partir de las maneras en que sus personalidades chocan: la ancianidad, la embriaguez, la inexperiencia y el orgullo, la templanza y la resignación, el amor, el desencanto, la incertidumbre del futuro, la creación de una nación desde la nada. De este modo, la historia está hecha, pero Hawks y compañía todavía introducen dos elementos más: en primer lugar, la chica (Angie Dickinson), para nada el habitual personaje femenino del western (se trata de una mujer autosuficiente, jugadora profesional, que sabe arreglárselas sobradamente en un mundo predominantemente masculino); por otro lado, el ingrediente racial, la ubicación física de la ciudad en las proximidades de México, la presencia hispana, la herencia cultural y social de un territorio que hasta 1821 fue español y hasta 1848 mexicano.  Continuar leyendo «Tradición y futuro del western: Río Bravo (Howard Hawks, 1959)»

Música para una banda sonora vital – Degüello (Río Bravo, 1959)

El toque a degüello era una indicación militar mediante la que se ordenaba a las tropas la muerte del enemigo sin la captura prisioneros. De origen musulmán durante su presencia en la Península Ibérica, los ejércitos de los reinos cristianos así como después los de la Corona española lo adaptaron en sus distintas campañas bélicas en Europa, África y América, de donde pasó a algunos ejércitos de las repúblicas independientes de los antiguos dominios españoles en el continente, como México, por ejemplo.

Como cuentan en Río Bravo, magistral western dirigido por Howard Hawks en 1959, el general mexicano Antonio López de Santa Anna ordenó en el asedio de El Álamo durante la guerra de independencia texana (o más bien de invasión encubierta y posterior anexión a EE.UU.) que se diera el toque a degüello durante varios días antes del asalto definitivo a la antigua misión española de San Antonio de Béjar, como recurso de desgaste psicológico para los defensores y continua advertencia de la más que segura ausencia de cuartel si la rendición no se producía con anterioridad al asalto.

Howard Hawks traslada la situación a la película, con John Wayne, Ricky Nelson, Dean Martin y Walter Brennan cercados en una cárcel y expuestos a la violencia de un grupo de pistoleros que quieren liberar a su cabecilla arrestado.

Una pieza sobrecogedora, musicada en la película por el gran Dimitri Tiomkin, que inspira directamente las composiciones de Ennio Morricone para los westerns de Sergio Leone, de todo el fenómeno del spaghetti western, y de sus imitadores, más o menos afortunados.