En torno a la mujer en el western y en la posguerra: Vuelve a amanecer (Rachel and the Stranger, Norman Foster, 1948)

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Este atípico western de breve metraje está, sin embargo, repleto de elementos interesantes, tanto por lo que ocurre en la pantalla como por lo que subyace tras ella. Basado en una novela de Howard Fast, el guion está escrito por Waldo Salt, uno de los represaliados durante la «caza de brujas» anticomunista, y está dirigido por Norman Foster, marido de conveniencia (circunstancia que le viene de perlas al tratamiento dramático de la película) de Claudette Colbert, unión cuyo fin primordial consistía en aparentar la «normalidad» heterosexual de ambos cónyuges. En la pantalla, William Holden, Loretta Young y Robert Mitchum dan vida a un triángulo amoroso que permite reflexionar acerca de dos cuestiones ciertamente interesantes y oportunas para su tiempo y para el cine. En primer lugar, sobre el papel de las mujeres en un género, como es el western, eminentemente masculino. En segundo término, cómo el cine, una vez más y siempre, se impregna de las circunstancias de la época de su rodaje para reflejar estados de ánimo y cambios sociales y mentales colectivos.

El planteamiento de base parece circunscribirse al drama romántico, con algún que otro toque cómico, dentro del subgénero del triángulo amoroso, en este caso enmarcado en el contexto temporal y espacial del western, en particular una granja de Ohio. Big Davey (William Holden), granjero que acaba de enviudar y que tiene un hijo a su cargo, Davey (Gary Gray), llega a la conclusión de que necesita a alguien que atienda las labores domésticas y que se ocupe de la educación del muchacho mientras él se encarga de la dura labor de sacar adelante su explotación. Pero Big Davey carece de fondos con los que sufragar la contratación de una preceptora y de una criada, y mucho menos de una mujer que desempeñe ambos papeles y cuya convivencia con un hombre viudo y su hijo resulte respetable a ojos de la moral imperante. Por tanto, la «segunda madre» que necesita para Davey solo puede obtenerla de un modo: comprando una esposa. Sabedor de que un matrimonio de un pueblo cercano «adquirió» en otro tiempo una sirvienta, Rachel (Loretta Young), hace una oferta por ella, dieciocho dólares, que es aceptada, de modo que, con el callado acuerdo de la mujer (está deseando dejar de ser esclava de la pareja que la compró y casi cualquier posibilidad de salir de allí le parece seductora), consigue una esposa de conveniencia que cumpla el expediente formal de las exigencias morales y le proporcione los servicios que necesita. No hay ningún sentimiento de por medio, solo interés, disciplina y cierto desprecio airado por lo que no es más, de nuevo, que una esclava.

Pero si Big Davey no llega a tratar a Rachel como lo que es, su esposa, sí lo hace su amigo Jim (Robert Mitchum), pendenciero y simpático seminómada cuya casa es el Oeste entero y que recala en la granja de Big Davey de vez en cuando. A él le traen al fresco las convenciones sociales, no digamos ya las habladurías, y no le preocupan, más bien le avergüenzan, los pactos económicos cuyo objeto sea la posesión de personas. De modo que trata a Rachel como lo que es, una mujer, una mujer bella e interesante, además, lo que despierta el interés de ella y los celos de Big Davey, que viendo cómo nacen en él sentimientos y deseos por Rachel que, ya presentes antes de la llegada de Jim, estaban dormidos porque se negaba a reconocerlos, no sabe cómo digerirlos, expresarlos, ponerlos en conocimiento de ella, ya que está seguro de que, como patrón antes que marido por un arreglo, lo odia. El triángulo queda así conformado, pero se sale en buena medida de los parámetros habituales de esta clase de historias al trastocar las nociones de matrimonio, romance e infidelidad y al alterar el cliché temporal sobre el que estas relaciones a varias bandas suelen construirse. Lo que sí es un lugar común es la rivalidad naciente entre los dos amigos, los celos que los llevan a enfrentarse y el drama que surge de la alternativa que a ella se le plantea: cumplir con su contrato y su rol social asumiendo junto a Big Davey una vida de esclavitud (porque ella desconoce o no calibra exactamente los sentimientos de él) o la aventura junto a un hombre interesado sinceramente por ella pero junto al que no podrá ocupar ese lugar socialmente aceptado y legalmente válido. Naturalmente, es preciso que la trama se articule a partir de un elemento que obligue a los personajes a convivir y relacionarse dentro de sus tormentos interiores, y ese no es otro que la amenaza de los indios (quizá la parte menos interesante y peor tratada del argumento). La situación de riesgo obliga a los amigos a aparcar sus diferencias y a luchar juntos, más que por lealtad y fidelidad mutua, para proteger y demostrar devoción a la mujer que ambos aman mientras ella, vértice del triángulo, intenta descifrar sus sentimientos por ambos hombres. Continuar leyendo «En torno a la mujer en el western y en la posguerra: Vuelve a amanecer (Rachel and the Stranger, Norman Foster, 1948)»

Magia, amor, humor y ternura a la vuelta de la esquina: El bazar de las sorpresas

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Esta es la historia de «Matuschek & Compañía», del señor Matuschek y de las personas que trabajan para él. Su bazar está a la vuelta de la esquina de la calle Andrassy. En la calle Balta, en Budapest, Hungría.

Aunque este seductor cuento de almas infelices bien pudiera transcurrir en otras coordenadas temporales y geográficas igualmente propensas a las fábulas de anhelos insatisfechos y corazones hambrientos, la atención del mundo se concentra por un instante, de puntillas, casi sin hacer ruido, a través de ese microscopio de emociones que es el cine, que nos invita, cogidos de la mano, mecidos por una voz cálida y amable que cita el texto que abre este artículo, a colocarnos ante un sencillo, modesto, pero encantador y coqueto escaparate de, como dice la canción, seres imperfectos, soledades compartidas, ideales desmesurados y amores a escondidas, de sentimientos expuestos a la espera de alguien que sepa apreciar su calidad pagando su precio hace mucho tiempo rebajado, en un pequeño pero próspero comercio de marroquinería y artículos de importación de la vieja capital húngara en un momento, 1939, en que Europa está a punto de perder la inocencia, si es que alguna vez la tuvo o creyó haberse fabricado una memoria a medida que la hiciera olvidarse por completo y por siempre de sí misma. Así, llevados del brazo, con el susurro de la promesa de un amor a un tiempo sencillo y épico, legendario y corriente, mágico y cotidiano, nos situamos en la esquina de las calles Andrassy y Balta del viejo Budapest a la temprana hora matutina en la que los empleados de Hugo Matuschek van concentrándose ante la luna de la tienda a la espera de la irrupción del taxi que traslada al gran hombre mientras comentan las noticias del primer periódico del día, se cuentan los avatares acaecidos la tarde anterior en sus quehaceres privados, lamentan la nueva enfermedad de la esposa del señor Pirovitch, esperan el relato de Kralik sobre la cena de la noche anterior en casa del jefe, o hacen buenos propósitos para la jornada en curso, aunque algunos de ellos, de reojo, a la vez preocupados y ansiosos, aguardan la llegada del coche para ser ellos quienes, por una vez antes que el señor Vadas, tengan el privilegio de abrirle la puerta a Matuschek y mostrar su abnegación por la empresa y su inquebrantable adhesión a la persona de su dueño en forma de un servilismo extremo que les vuelva visibles a sus ojos, que les proporcione un momento de notoriedad que abogue por su compromiso en el negocio antes de subsumirse en el anónimo marasmo cotidiano de clientes, proveedores, trastiendas, caja registradora, horas de teléfono, cuentas y tratos, antes de que Matuschek se encierre en un despacho al que sólo Kralik, su ojito derecho, parece tener acceso libre e ilimitado.

Así, con unas breves, soberbias, delicadas pinceladas, con unos diálogos agudos, ágiles, rápidos, certeros, se nos presenta el pequeño universo humano que va a deleitarnos apenas hora y media. Pirovitch (Felix Bressart, un fijo en las más recordadas películas de Lubitsch), es un hombre de mediana edad, algo triste y desencantado, hecho a una rutina familiar plácida y tranquila, que se deja llevar por una vida sin sobresaltos, sin alicientes, y que encuentra en su esposa e hijos todo lo que anhela de la vida, un frágil y quizá timorato y cobarde pero también cómodo equilibrio vital que no desea ver perturbado, ni por su suegra ni por el tío con el que odia compartir veladas ni tampoco por culpa de un trabajo que necesita conservar a toda costa ante la imposibilidad de poder ser aceptado en otro sitio, de ahí que desee refugiarse en ese mismo anonimato laboral que otros rehuyen, escondiéndose o haciendo mutis por el foro cada vez que Matuschek busca un empleado al que pedir consejo u opinión si no tiene a Kralik a mano, y que hace que, precisamente sea él el objeto de los malos humores del dueño del lugar cuando una sombra se cruza por su cabeza. Flora (Sara Haden) es una mujer madura que, adivinamos, probablemente perdió el tren del amor hace mucho tiempo, por mala suerte o porque no tuvo coraje para comprar el billete, y pasa sus días en compañía de su anciana madre. En el trabajo es tan eficiente como silenciosa y discreta, es el talento contable que hay tras el diario cierre de caja, su tardío momento de gloria cotidiano, pero no nos cuesta imaginarla en la intimidad de su hogar, suspirando por las oportunidades perdidas. Ilona (Inez Courtney) también hace gala de timidez y discreción ante Matuschek, aunque no vacila en opinar abiertamente, criticar o colgar sambenitos si es menester cuando el jefe no está delante, buscando en la aceptación de sus compañeros el trato afectivo diario del que quizá está privada al llegar a casa. Ferencz Vadas (Joseph Schildkraut, magistral en su difícil componenda de ser el rostro antipático en un metraje repleto de afabilidad) no busca ser querido o respetado por nadie más que no sea el señor Matuschek, y no por aprecio o simpatía personales, sino por su acentuado egoísmo: no duda en meter cizaña, en conspirar o en dar la vuelta o sacar punta a comentarios de sus colegas con tal de tener algún chascarrillo que vender al gran jefe que le permita así ganar puntos en su ranking de lealtades. Rastrero, ruin, vil y despreciable, utiliza la hipocresía y la falsedad como armas de conducta ante todos con tal de lograr su único propósito, su propia prosperidad. Adulador, soberbio, egocéntrico, mezquino y despreocupado por otra cosa que no sea él mismo, sin límite ético alguno a la hora de conseguir lo que quiere, en el fondo es el caso más lamentable de Matuschek y Compañía, porque sólo hay algo peor que el hecho de que la persona amada no corresponda a nuestros sentimientos: no tener uno mismo alguien a quien amar, o mucho peor, carecer de la capacidad para hacerlo. Pepi (William Tracy), el chico de los recados destinado a convertirse en el eficiente dependiente conocido como señor Katona, es un golfo amable, simpático. Viene del hambre, y de ella ha salido con mucho y buen trabajo, pero también con grandes sufrimientos y amarguras, aprendiendo de la vida en las calles con sus buenas dosis de cara dura, continuas triquiñuelas, y, probablemente, con algún leve quebrantamiento de la ley. No hay maldad en su corazón, sólo la alegría de vivir a toda costa, ganas de disfrutar por anticipado de una felicidad de la que se ve acreedor como justo depositario de ella, que siente segura, una mera cuestión de tiempo, pero a diferencia de Vadas, no en exclusiva, sino como uno más que pueda compartirla con otros al mismo tiempo que la recibe de los demás. Hugo Matuschek (Frank Morgan) es un patriarca, ejerce de padre de familia de su comercio. Pese a llevar veintidós años casado con Emma, no tiene hijos, de ahí que el negocio lo sea todo para él y se relacione con sus empleados como un padre entre bienintencionado y cascarrabias, quisquilloso y de buen corazón, siempre absorbido por las cuentas, atento con los caprichos monetarios de su esposa y, aunque él forjó su fama y fortuna de la nada, a su avanzada edad está ya necesitado de un apoyo en quien confiar para superar las limitaciones de su indecisión ante los nuevos tiempos. Su reputación de hombre de negocios próspero no está a la altura de la realidad: probablemente sin el apoyo de Kralik todo fuera distinto. Alfred Kralik (espléndido, maravilloso James Stewart, toda una estrella ya por aquel entonces, en una de sus mejores encarnaciones de hombre ordinario, común, cotidiano) es un héroe anónimo de firmes convicciones morales, de conquistas pequeñas y, no obstante, decisivas, que persigue un ideal tan recto como sencillo, la felicidad. Lleva nueve años en Matuschek y Compañía, desde que era un aprendiz como Pepi, le ha dedicado a la tienda toda su vida, y conoce los entresijos del negocio tanto y tan bien como el propio Hugo Matuschek, o quizá más y mejor, dado que a él no le cuesta ir adaptándose a los nuevos tiempos. Una vez convertido en encargado, sin embargo, la vida le sabe a poco, necesita abrirse a nuevas experiencias que han permanecido ajenas a él mientras ha necesitado invertir todo su tiempo en hacerse con una posición. Ahora siente la llamada de la poesía, de la música, de la vida, busca enriquecer su existencia antes de seguir los pasos de Pirovitch y llegar tarde a casi todo. Buscando alguna oferta de venta de enciclopedias de segunda mano ha encontrado un anuncio en el que una joven con inquietudes culturales busca interlocutor epistolar con quien intercambiar ideas filosóficas. Apartado de correos 237 de Budapest. Inmejorable para empezar. Con lo que no cuenta es con pasar de la cultura al amor, un terreno nuevo y resbaladizo para Alfred. Continuar leyendo «Magia, amor, humor y ternura a la vuelta de la esquina: El bazar de las sorpresas»