Mis escenas favoritas: La fiera de mi niña (Bringing up, Baby, Howard Hawks, 1938)

Muy a menudo, la comedia romántica de enredo funciona como metáfora de un tema intocable para el Hollywood de la época dorada: la lucha de clases. Esto sucede en todas las screwball comedies que emparejan a una joven y rica heredera con alguien pobre y pusilánime. Uno de los mejores ejemplos, aunque ni mucho menos el único, es esta estupenda y divertidísima comedia de Howard Hawks, uno de los grandes maestros del género (y de los géneros, en realidad).

Típica comedia hípica: Saratoga (Jack Conway, 1937)

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Aquí tenemos a Jack Conway (el tipo arreglado pero informal), Jean Harlow (la rubia por cuya cintura asoma un pulpo) y Clark Gable (el apuesto galán del bigotillo y los amplios pabellones auditivos propietario del susodicho pulpo), los tres principales artífices, director y estrellas protagonistas, de esta comedia ambientada en el mundo de las carreras de caballos, o para ser más exactos, en el circuito de apuestas hípicas, que toma por título una pequeña localidad del estado de Nueva York famosa por su hipódromo y por ser escenario de una célebre batalla de la guerra de independencia estadounidense. Se trata de una película ligera, breve (apenas hora y media) y de ritmo ágil, que, si bien no termina de encajar dentro del fenómeno de la screwball comedy, sí posee retazos de sus temas y su humor loco y ácido dentro del marco dramático general que impulsa el desarrollo de la historia.

Ésta da comienzo cuando Frank Clayton (Jonathan Hale), un acaudalado hombre de negocios venido a menos por culpa de las deudas acumuladas tras años de apuestas a los caballos y que padece una dolencia cardíaca, fallece durante la visita de su hija Carol (Jean Harlow) y su prometido, el famoso millonario Hartley Madison (Walter Pidgeon). El mejor amigo de Frank, Duke Bradley (Clark Gable, en otro peldaño en su escalada hacia la inmortalidad cinematográfica propiciada por su Rhett Butler de 1939), es un corredor de apuestas de buen corazón que durante años ha hecho la vista gorda al dinero que Frank le debía, y que aceptó la escritura de propiedad de su mansión como aval de su cobro a regañadientes, más por impedir que cayera en manos menos complacientes que por afán real de arrebatársela a su amigo. Además, Duke se lleva de perlas con el padre de Frank y abuelo de Carol (Lionel Barrymore), antaño un famoso criador de celebridades equinas triunfadoras en no pocas grandes carreras del pasado (estupendo el momento en que lleva a Duke a visitar las tumbas de los caballos que dieron fama y prestigio a las cuadras de la casa). Se da la circunstancia de que de inmediato nace una rivalidad entre Duke y Hartley: a su distinta clase social se une un antiguo episodio de apuestas en el que Hartley casi arruinó a Duke, además del naciente interés del corredor por Carol, que, como es obvio en este tipo de comedias, da inicio con la antipatía mutua y apuntes de guerra de sexos entre ambos. El puzle de personajes lo completan la vivaracha Rosetta (la gran Hattie McDaniel, aquí con una «s» al final, que se encontraría de nuevo un par de años más tarde en Tara con el amigo Gable) y la pareja que forman Jesse Kiffmeyer (espléndido Frank Morgan), otro millonario cuya fortuna proviene del negocio de los cosméticos y que es alérgico a los equinos, y su esposa Fritzi (Una Merkel, con perdón del apellido), amante de los caballos y de las apuestas que tiene una relación de gran confianza con Duke que despierta los celos de su esposo.

De inmediato, el enfrentamiento de Duke y Hartley por Carol se lleva al terreno de las apuestas. Duke, para resarcirse de su anterior tropiezo con el millonario, intenta engatusar a Hartley, dejándole ganar en algunas apuestas para que se anime e incremente las sumas, a fin de ganarle una buena suma de un solo golpe que le permita retirarse y dejar el negocio. Continuar leyendo «Típica comedia hípica: Saratoga (Jack Conway, 1937)»

Deliciosa comedia negra: Ocho mujeres y un crimen (1938)

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Leigh Jason dirigió en 1938 esta Ocho mujeres y un crimen, cuyo título original en inglés The mad Miss Manton (algo así como La loca de Miss Manton), quizá se asemeja más exactamente al contenido global del breve metraje (apenas 80 minutos) que, en cualquier caso, supone una pequeña maravilla de ese subgénero tan prolífico, especialmente en los años 30, que es la comedia de crímenes.

Melsa Manton (Barbara Stanwyck, que se luce bien a gusto en su faceta cómica) capitanea un grupo de frívolas muchachas neoyorquinas adineradas de la exclusiva zona de Park Avenue, famosas por sus «travesuras» públicas, la mayor parte de las cuales traen de cabeza a la policía, en particular al teniente Brent (Sam Levene), que ya se las conoce y suele hacer caso omiso de sus disparatadas denuncias o persigue con desgana sus aparatosos desmanes resultantes de sus desenfranadas fiestas de madrugada (como el robo de un semáforo, por ejemplo). De vuelta de una de esas fiestas, a las tres de mañana, mientras Melsa pasea a sus perritos antes de acostarse, descubre un cadáver en una cercana mansión abandonada. Tras dar el correspondiente aviso, el teniente Brent y su esforzada brigada comprueban que no existe tal cadáver. Es un ejemplo más de la fábula de «que viene el lobo», por lo que, aun siendo cierta la denuncia, la policía no la toma en serio, y es Melsa la que decide investigar por su cuenta con sus siete amigas, a cual más chiflada (un ejemplo de diálogo: «tú registrarás la planta superior»; «nunca he sido una individualista, así que iremos todas»; «eso es comunismo…»). Desde el comienzo de la investigación se ve involucrado un periodista, Peter Ames (Henry Fonda, mucho más físico, elocuente, sonriente y agitado que en sus más conocidos papeles),  que suele recoger en su columna las peripecias de este grupo de señoritas de la alta sociedad, y que se ve mezclado en las alocadas averiguaciones, que se vuelven más amenazadoras y reveladoras cuando aparecen nuevos cadáveres y la policía empieza a tomarse en serio el asunto. Además, mientras asisten a la evolución del caso, un efecto atracción-repulsión comienza a producirse entre Melsa y Peter, y eso incrementa los riesgos para ambos, tanto el de ser asesinados como el de verse… enamorados.

Una magnífica joya producida por los estudios RKO que contiene en las dosis justas los elementos necesarios para proporcionar un divertimento elegante, sofisticado, inteligente, ingenioso, a ratos incluso hilarante, y con emoción y suspense. El comienzo de la historia, con las ocho chicas convertidas en un grupo de detectives aficionadas roza la perfección. Los diálogos y las situaciones son chispeantes, los intercambios de ingeniosos comentarios sarcásticos sobresalientes, y la interacción con el grupo de policías, supuestos profesionales que resultan ser tanto o más frívolos e irónicos y mucho más patanes que las jóvenes, es un prodigio de gracia y tacto guasón en el tratamiento del choque de sexos. La aparición de Peter introduce el elemento romántico, que en ningún caso es sentimental o azucarado, sino que alimentándose de ese choque de sexos, aderezado con la divergencia en la procedencia social, los malos entendidos y el alocado, variable e impredecible comportamiento de Melsa y sus compinches, genera situaciones cómicas muy estimables. A mitad de metraje, cuando van conociéndose datos sobre la intriga que rodea las distintas muertes violentas que se han producido, se revela la identidad de los sospechosos y se localiza a la mujer desaparecida (a través de una pista lograda por las detectives amateurs: Continuar leyendo «Deliciosa comedia negra: Ocho mujeres y un crimen (1938)»