Cine en fotos: La mujer y el monstruo (Creature from the Black Lagoon, Jack Arnold, 1954)

Archivo:Ricou Browning in his movie costume at Wakulla Springs  (15055100304).jpg - Wikipedia, la enciclopedia libre

Para dar vida a la criatura de La mujer y el monstruo (Creature from the Black Lagoon, Jack Arnold, 1957) se echó mano de dos actores: Ben Chapman, veterano de la guerra de Corea herido en las piernas, de metro noventa y ocho de altura y que debía contonear el tronco para disimular su cojera, era el idóneo para encarnar al monstruo en tierra firme, ayudado por un lastre de cinco kilos en cada pierna. Bajo el agua, en cambio, era Ricou Browning quien se enfundaba el traje de escamas. Este, una malla sobre la que se adherían las placas escamosas, tenía una perilla de goma conectada a un tubo que permitía insulflar aire para que se movieran las falsas branquias. Colocárselo costaba unas tres horas.

Se cuenta que el origen de la historia está en una leyenda que el productor William Alland escuchó de boca del célebre director de fotografía mexicano Gabriel Figueroa: en algún lugar perdido del Amazonas habitaba una siniestra criatura acuática a la que las tribus de la zona sacrificaban cada año una doncella para lograr así que les dejara vivir en paz. Fantasías aparte, lo que sí es seguro que fueron los muslos de Julie Adams en su bañador blanco los primeros que la censura franquista permitió que se vieran en las pantallas españolas.

Mis escenas favoritas: El demonio de las armas (Gun Crazy, Joseph H. Lewis, 1950)

La que es quizá mejor escena de esta joya de la (a veces mal llamada) serie B que, sin embargo, es todo un clásico indispensable en el cine negro y en el catálogo de películas de atracos, así como en el subgénero de películas de parejas criminales cuya atracción por la violencia adquiere unas muy poco disimuladas connotaciones sexuales.

La cámara en el interior del vehículo y la observación desde el asiento de atrás mete de lleno al espectador en la acción que se desarrolla hacia el punto de no retorno, el momento en que la película se introduce en la decisiva dinámica que la encamina hacia su desenlace, ese golpe irreversible de fatalidad y desesperación que es consustancial al género negro y que marca el destino de unos personajes que no pueden hacer nada para conjurarlo.

John Dall y Peggy Cummins ante la cámara, la dirección de Joseph H. Lewis y la fotografía de Russell Harlan hacen de esta película un clásico ineludible, en cuyo guion participó Dalton Trumbo.

Cambio de papeles – La mujer pirata (Anne of the Indies, Jacques Tourneur, 1951)

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Abrimos temporada con La mujer pirata, hermosa, vibrante y colorista aventura dirigida por Jacques Tourneur en 1951, encuadrada dentro de la llamada serie B pero que con el paso del tiempo ha ido adquiriendo un merecido reconocimiento que excede cualquier intento de devaluación que pueda pretender encerrarse en dicho calificativo. Las antiguas películas de serie B, cuya categoría venía marcada únicamente por el presupuesto invertido y, por tanto, por el segundo orden de las estrellas participantes y el número total de días de rodaje disponibles, ofrecen muy a menudo joyas que, por ejemplo, en el cine actual de presunta clase A, son imposibles siquiera de soñar. La mujer pirata es uno de esos casos: película pequeña, breve (78 minutos), de ritmo vertiginoso y entregada por entero a un carrusel de peripecias y sucedidos casi sin respiro, posee un subtexto y un lenguaje subliminal de una calidad y un nivel de sugerencia que ya quisieran para sí la mayor parte de los guionistas del cine comercial hollywoodiense de hoy.

La briosa partitura de Franz Waxman, después de un prefacio en el que se nos informa de cuáles han sido los últimos capitanes abatidos por la Marina de Su Majestad (que encontrará su contrapunto al final de la cinta), nos introduce de lleno en las andanzas del capitán Providence, amenaza del mar Caribe, cuya particularidad más llamativa es que se trata de una mujer (Jean Peters) -un hecho, dicho sea de paso, para nada fantasioso en exceso, puesto que, aunque arrinconadas por la historia, mujeres piratas, allí y en otras demarcaciones, las hubo, y bien guerreras, como la verídica Anne Bonny, en la que se basa ligeramente el personaje-. Anne Providence, heredera del puesto de su padre, es además la protegida del último de los grandes piratas, el capitán Teach, más conocido como Barbanegra (Thomas Gomez, con una barba -y ahí sí que se ven las limitaciones presupuestarias, que parece de esparto, o bien de broma, de las que se venden a las mujeres en las parodias judaicas para poder asistir a las lapidaciones…), y como tal coparticipa de no pocos de sus negocios y fechorías. Sin embargo, la ambición pecuniaria no es lo único que mueve a la buena de Anne: el rencor, en su máxima manifestación, la perpetua sed de sangrienta venganza contra los ingleses, asesinos de su hermano, dirige, en última instancia, sus pasos. Desde luego, ningún buque inglés debe esperar clemencia de la Reina de Saba, el barco de Providence, y lo mismo cabe decir de sus tripulantes, invariablemente pasados por la quilla. Excepto cuando se trata de corsarios franceses prisioneros que ella pueda rescatar, como ocurre con Pierre (Louis Jourdan), que entra a formar parte de la tripulación de Anne como piloto, ya que el suyo ha muerto en el abordaje, y que pronto le abre la posibilidad de nuevos horizontes, en forma de tesoros monetarios y de los otros…

Y ahí empieza el festival, una partida de naipes en la que cada jugador va de farol: a Anne, la mujer indómita sin espacio en su corazón para sentimientos, empieza a darle gustirrinín encontrarse en compañía del francés; este, al parecer, esconde algo bajo su identidad corsaria, tal vez su condición de espía y un cargo de oficial de la marina, quizá una esposa (Debra Paget) oculta en algún puerto del Caribe; Red Dougal (James Robertson Justice, en uno de sus papeles medidos como anillo al dedo), puesto entre los oficiales del Reina de Saba por Barbanegra para «proteger» a Anne, empieza a hacer igualmente de espía para su señor, máxime cuando, por vez primera, los intereses de Anne, quizá cegados por el amor, chocan con los de su mentor; mientras que el doctor Jameson (Herbert Marshall), un veterano de la vida, suelta cínicas y socarronas perlas en lo que es una agudísima y lúcida interpretación de lo que está viendo. A partir de ahí, la película se convierte en un tiovivo en el que los personajes se encuentran y desencuentran, se aman y se odian, se combaten y se ayudan, se atacan y se defienden, en la que cabe el amor, el desamor, el odio, los celos, la traición, la aventura, la avaricia, el desengaño, el cumplimiento del deber, la resignación y la redención. Continuar leyendo «Cambio de papeles – La mujer pirata (Anne of the Indies, Jacques Tourneur, 1951)»

La tienda de los horrores – William Beaudine

Gracias a Tim Burton y a su excepcional película de 1995, para el gran público es Ed Wood el que ha pasado a la categoría de peor director de cine de todos los tiempos. Sin embargo, sería preciso a nuestro juicio echar mano de la photo-finish para determinar el orden de prelación en caso de poner a competir las películas de Wood con las de William Beaudine, extraordinariamente prolífico y longevo cineasta nacido en 1872 que se anota en su carrera alguno de los engendros más inexplicables de la historia del cine.

Quizá Beaudine no haya alcanzado la fama de Ed Wood porque en su carrera presenta baches de calidad e interés. Vamos, que no todo fue una basura, al menos al principio. Beaudine se labró fama en el antiguo Hollwyood mudo gracias a su enorme pericia para filmar una gran cantidad de películas en tiempo récord y por presupuestos ajustadísimos. Eso lo llevó a trabajar con importantes estudios y con estrellas de relumbrón, como Mary Pickford (por ejemplo en Gorriones, de 1926) o con el cómico, afamado por entonces y olvidado hoy, Leo Gorcey, con quien estrenó varias comedias como La casa encantada (1943), película que contaba además de con Bela Lugosi (al igual que Ed Wood, Beaudine contó en múltiples ocasiones con el actor húngaro para sus repartos), con una jovencísima debutante que empezaba a hacer sus pinitos en eso del cine, una tal Ava Gardner…

Estos «prometedores» inicios se truncaron cuando Beaudine vio en el cine barato de terror y de ciencia ficción el filón preciso para continuar con su ritmo acelerado de producción y filmación, lo que dio lugar un sinfín de bodrios, una auténtica catarata que, en efecto, le hace sombra al mismísimo Wood: The ape man (1943), Voodoo man (1944), las dos protagonizadas por Bela Lugosi, la serie del personaje de Kitty O’Day, con Jean Parker, y alguna pequeña incursión en el western y en el cine negro de bajo, bajísimo, subterráneo presupuesto.

Pero si merece un lugar entre lo peor de lo peor, si se ha hecho acreedor de un lugar de honor en el escaparate principal de esta tienda de los horrores, es principalmente por tres de sus títulos (sin excluir del todo El retorno del dragón, codirigida por Beaudine y protagonizada por Bruce Lee), a cual más impresentable, bizarro y macarra:

1) Bela Lugosi meets a Brooklyn gorilla (1952): la relevancia del actor en el ¿argumento? de la película es tal que incluso lo presenta directamente en el título, en esta cosa que parece lo que se le hubiera ocurrido a los directores de King Kong de haber sufrido algún tipo de apoplejía cerebral severa durante el rodaje de su famoso clásico, mezclado con el tema del «científico loco».

2) Billy the Kid versus Dracula (1966): improbable encuentro con Chuck Courtney como pistolero y John Carradine como vampiro. Tremendo subproducto tan tan infumable que hay que verlo para creerlo, y que hará las delicias de todo espectador freak que se precie.

3) Dentro de la misma fórmula, digamos que para explotar el «éxito» de la misma, Jesse James meets Frankenstein’s daughter (1966), con Estelita Rodríguez en el reparto de esta mamarrachada que une al famoso bandido sureño con la hija de Frankenstein inspirada en la obra de James Whale.

William Beaudine vivió mucho, nada menos que hasta 1970 (tenía 98 años en el momento de su muerte), y, lamentablemente, como puede verse, siguió trabajando prácticamente hasta el final (no descartamos que sus películas guarden directa relación con el hecho de haber pasado al otro barrio). Vamos a ahorrarnos su sentencia y su condena porque no se nos puede ocurrir nada peor, más sangrante, más punitivo, que filmar y visionar sus propias películas.

Descanse en paz… Pero bien lejos.

La humanidad en peligro (I): Them!

La humanidad en peligro (Them!), breve película (apenas 90 minutos) dirigida por Gordon Douglas en 1954, es una de las mejores cintas de ciencia ficción de serie B volcadas en el mensaje de advertencia acerca de los peligros de la carrera nuclear inherente a la Guerra Fría. Douglas posee una filmografía extensísima que abarca cinco décadas, si bien sus títulos, algunos de ellos de cierto renombre (sin ir más lejos, su trilogía detectivesca con Frank Sinatra en los sesenta), permanecen en un segundo plano con respecto a los más importantes directores del periodo clásico. No obstante, este artesano (en el mejor sentido) extrae un notable partido a una historia que parece destinada a alimentar las sesiones matinales de fin de semana del público escolar para convertirla en una estimable aventura acerca del ser humano enfrentado a una naturaleza mutante desbocada.

La historia está llena de matices y posee distintos tonos y formas que van acoplándose al desarrollo de la trama. Se inicia con una dinámica de averiguación y suspense: la policía de una pequeña ciudad del suroeste de Estados Unidos encuentra a una niña abandonada que parece encontrarse en estado de shock. Incapaz de hablar y explicar lo sucedido, cómo ha llegado hasta allí o dónde está su familia, sólo parece reaccionar ante determinados estímulos que parecen retrotraerla a un momento de auténtico horror. Este comienzo, contado en clave policíaca, nos sitúa ante las investigaciones del sargento Peterson (James Whitmore) en torno a lo ocurrido a la familia de la niña, un caso que se excede a sí mismo cuando empiezan a llegar noticias de corte similar: desapariciones, extrañas muertes y desastres en los enclaves humanos de los alrededores. Todo ello hasta que el secreto, finalmente, se desentraña: las hormigas de la zona, a resultas de las radiaciones recibidas por las pruebas nucleares que el ejército norteamericano está desarrollando en el desierto, han mutado hasta crecer y volverse gigantescas y construir enormes hormigueros en los que almacenar los cuerpos humanos para alimentarse de ellos.

El segundo tramo de la película activa el resto de los mecanismos narrativos introducidos por Douglas y su guionista, Ted Sherdeman, que se inspira en uan historia de George Worthing Yates, autor de obras de ciencia ficción como La Tierra contra los platillos volantes o La conquista del espacio. Las autoridades locales echan mano de los expertos en insectos para que les ilustren acerca de cómo combatir a las hormigas y erradicar su presencia en los alrededores. El profesor Medford (Edmund Gwenn) y su hija Pat (Joan Weldon) se ofrecen a colaborar con la policía e incluso llegan a ilustrar a los personajes y al público con una entretenida e ilustrativa charla entomológica acerca de las hormigas, sus características físicas, sus costumbres y su sociedad. Al mismo tiempo, durante esta fase de la historia, se ponen en marcha las primeras operaciones contra los hormigueros más cercanos, a la vez que se empieza a saber que el mal se está extendiendo se tienen noticias de otros puntos del país o de México en los que se está produciendo el mismo fenómeno. Continuar leyendo «La humanidad en peligro (I): Them!»

La tienda de los horrores – Barbarella

Atención, atención: nos encontramos en el año 40.000 con una heroína espacial, Barbarella (Jane Fonda) camino del planeta Lythion, en el que experimentará extrañas aventuras plagadas de riesgo y amenazas, no sólo mortales sino también sexuales… En este contexto, la protagonista pronuncia inmortales frases para la posteridad como éstas:

Tengo que quitarme este rabo.

Parlez vous français?

¿Quiere decir que viven en un estado de irresponsabilidad neurótica?

Aparte de referencias a «técnicas» sexuales como el «coito manual», por ejemplo…

El caso es que nos encontramos ante el mayor engendro que la unión de cine erótico y la ciencia ficción de serie B han regalado al mundo, Barbarella, infumable pestiño dirigido en 1967 por Roger Vadim, vehículo para la venta al por menor de las ajustadas, apretadas, embuchadas curvas de una Jane Fonda, musa del director por aquellas fechas, que intentaba ser o a la que intentaban presentar como como una sex-symbol a la americana alternativa a los modelos clásicos, pero que en realidad era demasiado parecida físicamente a su padre -de hecho es su padre con pelo largo, como si al bueno de Henry Fonda le hubieran puesto una peluca y lo hubieran vestido de reinona del carnaval de Tenerife- como para despertar según qué instintos.

Todo valor contracultural y contestatario de la película puesta en su contexto temporal, así como toda vocación de erigirse en monumento al naciente Pop-Art, quedan hoy tan pasados de moda, tan trasnochados, han envejecido tan mal, que la supervivencia de este petardo fílmico como película de culto solamente puede entenderse como producto de una época en la que, si así lo quieren los gurús de la publicidad, cualquier cosa puede convertirse en obra de culto si permite el chorreo constante de dólares en la caja. En este punto, la trama es lo de menos: Barbarella, que transita por el espacio en una nave que bien podría asimilarse a la cabina de un peep-show, en la que los chismes tecnológicos y la «decoración» parecen más una acumulación de objetos sexuales y una puesta en escena para voyeurs siderales, es reclutada para detener la principal amenaza para la galaxia: un demonio llamado Durand-Durand (y eso que no habían sacado discos todavía…), que por lo visto anda conspirando desde el planeta Lythion para no se sabe muy bien qué, pero en cuyos propósitos tiene un lugar eminente la utilización de algo llamado «rayo positrónico».

Este argumento, que no tiene ni pies ni cabeza en su planteamiento ni conserva un mínimo de lógica expositiva en su desarrollo y conclusión, viene «amenizado» por la continua y constante carga erótica en distintas versiones (lésbica incluida) para el lucimiento de la anatomía de Fonda y de otros maniquíes ligeros de ropa que se supone deben despertar la libido del espectador. Sin embargo, el resultado parece más bien producto de la aspiración de distintas sustancias psicotrópicas, de la ingestión de mucho alcohol mezclado con queroseno, y del fumeque de gomas de borrar y fibras de tabaco, marihuana, hachís y cualquier otra cosa fumable cuyo efecto en el cerebro consista en el licuado y emborronamiento. Mucho más allá de la cutrez intrínseca de las obras de ciencia ficción de los cincuenta que manifestaban su carácter de serie B en la escasez de medios pero que a menudo sorprendían por la fuerza de algunas escenas o por la doble lectura contextual de sus exiguos guiones, en la película de Vadim parece haber una vocación indiscutible por la vulgaridad alucinatoria, el surrealismo involuntario (la nave espacial con forma de dromedario), los caprichos narrativos y la abundancia de tripis, anfetas y otras drogas, duras y blandas, entre el público. Por no respetar, ni siquiera respeta el encanto del tebeo de culto que da origen a la película y en el que, sin pretensiones, se ofrecían aventuras con carga sexual.

Los colores chillones, la sobreabundancia del plástico y de la felpa por todas partes, los penosos efectos especiales (cutres, cutres, cutres, como si se hubieran hecho en la España de entonces), son el marco en el que Jane Fonda trota cochineramente en una sucesión de episodios inconexos, se supone que con doble -y hasta triple- contenido sexual subliminal, mientras se cruza con pintorescos personajes a cada cual más cretino o imbécil -Pygar, el angelote medio en bolas; La Gran Tirana (Anita Pallenberg), que quiere llevarse al huerto a Barbarella; el Profesor Ping (interpretado por el mimo Marcel Marceau, que no se sabe cómo acabó en esta mierda, como tampoco se sabe por qué Ugo Tognazzi se prestó a aparecer en ella)- en un mundo que parece construido con los descartes de decoración de una desquiciada fantasía de José Luis Moreno.

El personaje de Fonda, a caballo entre la ingenuidad más virginal y la desinhibición más descarada, resulta hortera a más no poder pero, resultón como encarnación hippie de una parodia sideral de James Bond, que al igual que él intenta vencer al mal regalando paz y amor -esto es, acostándose con todo bicho viviente-, es lo más rescatable de una película penosa que convierte a Ed Wood en un cineasta de categoría. Necesitada de la complicidad estupefaciente del espectador, la película es involuntariamente surrealista, no se puede creer si no se ve, está a la altura de subproductos que jamás debieron existir, como Xanadu o las películas de Britney Spears, Mariah Carey o las Spice Girls, pero resulta tan mala, tan abominable, tan absurda, tan ridícula, que si se tiene la oportunidad es imperdonable no verla. Eso sí, para reírse con ella, para no terminar arrancándose el cuero cabelludo con las uñas o amputándose las partes más blandas del cuerpo, es imprescindible el dopaje en grandes dosis…

Acusados: todos
Atenuantes: ninguno
Agravantes: su apología de lo bizarro, su carácter descerebrado, su vocación seria cuando ni siquiera da para parodia
Sentencia: culpables
Condena: un paseo espacial muy muy largo sin dotar al traje del habitáculo para la recogida de los residuos orgánicos del astronauta…

La tienda de los horrores – Las mujeres-gato de la Luna

Esta sección se viste de gala para recibir a posiblemente una de las peores películas de todos los tiempos, nada menos que Las mujeres gato de la luna (1953), dirigida por Arthur Hilton (nada que ver, en principio, con los hoteles) y protagonizada por Marie Windsor, Sonny Tufts, Victor Jory y un catálogo de increíbles mujeres gatuno-selenitas. La película lo tiene todo para ser un absoluto bochorno: un guión lamentable repleto de situaciones ridículas, un reparto nefasto que hace lo que puede, o sea, nada, con un texto delirante, una escenografía de todo a cien y unos efectos especiales que son simplemente defectos sin especialidad alguna. Es una cosa tan extraña, tan impresentable, tan asombrosamente extravagante, que casi hay que verla.

Las mamarrachadas comienzan desde el principio, con la primera escena: una nave espacial tripulada por cinco astronautas, cuatro hombres y una mujer, va camino del satélite de la Tierra. Los primeros minutos no tienen desperdicio: el lenguaje pseudo-técnico relacionado con la travesía espacial, la comunicación con el mando terrestre y la “artesanal” presentación de los personajes sólo tienen comparación con la nulidad de los efectos especiales y la horrorosa ambientación espacial: esta nave no es más que el decorado de una oficina de mediados de los cincuenta, con sus archivadores, escritorios, sillas con ruedas, lámparas, relojes y demás, eso sí, con unas hamacas que, colgadas de las paredes, hacen de habitáculo de descanso para los tripulantes. Pero eso no es lo peor, porque la llegada a la Luna supone el hallazgo de una inmensa cueva de atmósfera similar a la Tierra, es decir, con oxígeno respirable por los humanos, en la que, tras el descacharrante ataque de unas arañas gigantes y peludas que parecen Trancas y Barrancas (no perderse esta secuencia, de verdad, es de lo “mejor” que se puede ver, y se verá nunca, en una pantalla), los astronautas descubren una civilización únicamente compuesta de mujeres-gato con poderes telepáticos. De hecho, ahí radica el secreto que gobierna esta extraña misión: son ellas, con su influencia telepática, las que han provocado el envío desde la Tierra de la nave y la inclusión en ella de Helen, la astronauta, con el fin de, ejerciendo sus poderes, convencer a los tripulantes de que las lleven a la Tierra y así huir de su abandono en el satélite, con la voluntad, eso sí, de controlar telepáticamente los cerebros de todos los seres humanos y así dominar el planeta desde su llegada… Creo que si cualquier grupo de niños diseñara una fantasía similar para sus juegos, sus padres no dudarían en encerrarlos en el frenopático más próximo.

Que conste que Hilton no era ningún inútil. Arthur Hilton había sido montador de dos excelentes películas, Perversidad de Fritz Lang y Forajidos de Robert Siodmak, entre otras, y conocía a la perfección el arte de contar buenas historias. Sin embargo, la primera escena del film, ya comentada, se las trae, pero sólo es el principio de lo que sigue. Continuar leyendo «La tienda de los horrores – Las mujeres-gato de la Luna»

La tienda de los horrores – Blood feast

Por definición, cualquier porquería cinematográfica adscrita a ese subgénero terrorífico conocido como “gore”, consistente en la acumulación de sinsentidos narrativos que desemboquen irrevocablemente en la muestra en planos cortos de vísceras, pedacitos de cerebro, miembros amputados, sesiones de canibalismo, torturas, malos tratos y demás ejercicios de corte y confección bisturí o sierra mecánica en mano, ha de ir de cabeza a engrosar esta sección. Y a mancharla. Pero incluso en la bazofia del “gore” hay clases, películas con cierto gramo de inteligencia y atisbos de crítica social, parodias que no hacen sino cachondearse conscientemente de su propia naturaleza y también involuntarios ejercicios de comedia delirante y surrealista, que por más mondongos que induzcan a la repulsión del espectador, apenas da tregua a las carcajadas con sus continuas demostraciones de incompetencia técnica, absurdos argumentales y ridículos visuales. Es el caso de Blood feast (1963), considerada por muchos como fundadora del subgénero “gore”, y realmente una desternillante imbecilidad sanguinolenta.

Y no se trata de que la salsa de tomate embadurne hasta al apuntador: es que más idiota no puede ser, aparte que repugnante, claro. Partimos de un antihéroe al menos original: un proveedor de comida rápida egipcia. Ése va a ser nuestro psicópata, el tarado mental a través del cual la película va a exponer su orgía de vísceras y hemoglobina en un continuo ejercicio de repetición para ofrecer lo único que le importa: la exposición explícita de una violencia cruel y sangrienta a través de la loca carrera criminal de un mendrugo de categoría que, como buen perturbado egipcio, intenta recrear con partes de los cuerpos de sus víctimas la imagen de su diosa, nada menos que Ishtar. Y ahí radica el primer problema, que Ishtar no es una diosa del Antiguo Egipto, sino una divinidad babilónica del amor y de la guerra, de la virilidad y la fertilidad, entre otras muchas competencias exclusivas dentro del habitual pluriempleo de las deidades ancestrales (cuando no había problemas de paro, claro). El caso es que tenemos a un asesino psicópata de origen egipcio que para reconstruir el cuerpo de una divinidad babilónica insiste en despachar de manera salvaje y cruel a una serie de señoritas de más o menos buen ver en la soledada Miami donde ejerce su labor de catering. Y no las pasaporta de cualquier manera: su modus operandi incluye la liquidación tipo Norman Bates (esto es, cuchillo en mano y en plena ducha), la muerte a latigazos y el rebanamiento de cerebro a morena retozona en pleno éxtasis amoroso con su churri en la playa. Continuar leyendo «La tienda de los horrores – Blood feast»