Blaxploitation y Chester Himes: Algodón en Harlem (Cotton Comes to Harlem, Ossie Davis, 1970)

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Un Rolls Royce circula por las populosas, deprimidas y soleadas calles del Harlem neoyorquino de 1970 seguido de un transporte blindado, de los mismos que utilizan los bancos para trasladar lingotes de oro, recaudaciones y fondos en líquido. De él desdiende el reverendo O’ Malley (Calvin Lockhart), que pese a su apellido irlandés es más negro que el tizón, toda una institución en la comunidad afroamericana del barrio. Su objetivo es dar el enésimo mítin de su campaña para, en la línea que propugnaban los movimientos panafricanos de aquel tiempo, impulsar y financiar el retorno de los estadounidenses negros a su tierra de origen, África, vendida en su encendido discurso como tierra de promisión y de abundancia. Los más pobres invierten el dinero que no tienen -contribución mínima, cien dólares- en comprar opciones preferentes y pasajes para uno de los cruceros que dentro de no mucho tiempo comenzarán a «repatriar» a los negros al continente africano. La evidente maniobra fraudulenta (muy propia de su tiempo, cuando no era infrecuente encontrar timos similares vinculados a supuestos viajes espaciales promovidos en supuesta colaboración alienígena) queda a la vista cuando el furgón blindado donde se custodia la recaudación, 87000 dólares, es asaltado a plena luz del día durante la concentración de fieles. El producto del robo, camuflado en una bala de algodón, irá de un lado para otro del barrio, cambiando de poseedor a veces por azar y otras por ansia de negocio, mientras los policías «Grave Digger» Jones (Godfrey Cambridge) -«enterrador» Jones- y «Coffin» Ed Johnson (Raymond St. Jacques) -«el ataúd» Johnson- investigan el caso e intentan atrapar a los estafadores y hallar el botín.

En plena era del blaxploitation, y basada en una novela del escritor negro de novela negra y criminal Chester Himes (fallecido en la provincia de Alicante en 1984), Ossie Davis dirige esta colorista comedia policiaca y de acción protagonizada en los principales papeles por afroamericanos y en la que casi todos los personajes blancos son completos estúpidos. La cinta evidencia sus estrecheces presupuestarias en las secuencias de acción, los consabidos tiroteos y persecuciones, que no resultan siempre efectivos; más bien, en ocasiones son descaradamente paródicos o se regodean deliberadamente en lo cutre. Por otra parte, la película recoge los motivos temáticos y visuales del fenómeno blaxplotation que, gracias primordialmente al Shaft de Richard Roundtree, estaba teniendo una inusitada repercusión en taquilla: revindicación racial, violencia, sentido del humor, erotismo de baja intensidad y, en el caso de Davis, una muy agradecida intención de unir las reivindicaciones raciales a un lúcido y certero sentido de la autoparodia, a la representación y asunción de algunos de los clichés que el cine clásico de Hollywood y las películas de acción habían establecido y ayudado a difundir sobre los negros de Estados Unidos. Así, los predicadores de las religiones más variopintas, los coros góspel, los locales nocturnos en los que se interpreta soul, blues y jazz, los pelos a lo afro, las túnicas, los oros y las decoraciones abigarradas, y también la cara menos amable que protagonizan delincuentes, camellos y los distintos grupos terroristas que tomaron las armas para defender sus aspiraciones de igualdad racial (abierta parodia de los llamados Panteras Negras y similares), comparten espacio con las peripecias policiales de una pareja de detectives que se ve de continuo sometida a acusaciones de estar traicionando a los suyos por ayudar a mantener el statu quo blanco. Los conscientes aires de serie B y el humor y la buscada ligereza que impregnan el metraje (no siempre logrado, todo hay que decirlo: contiene algunas salidas de tono y unas cuantas réplicas sin gracia) permiten disfrutar de este divertimento que, no obstante, plasma con intuición y agudeza no pocas de las cuestiones cruciales que todavía a comienzos de los años setenta permanecían ligadas al problema racial. Continuar leyendo «Blaxploitation y Chester Himes: Algodón en Harlem (Cotton Comes to Harlem, Ossie Davis, 1970)»

¡Viva Puerto Rico libre!: Tras la huella del delito (Badge 373, Howard W. Koch, 1973)

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La irrupción en el cine de los 70 de Harry Callahan, ese policía de métodos muy particulares, violento, indisciplinado, socarrón, poco amigo de la burocracia y de los políticos, dicen que misógino, aseguran que racista, acusado de fascista entre otras lindezas, fue sin embargo más que rentable en las taquillas. Y en el cine, como siempre que la rentabilidad anda de por medio, se produjo un doble fenómeno: por un lado, las secuelas; por otro, las imitaciones. A las distintas continuaciones de la serie durante esa década y bien entrada la siguiente, se unieron actores como John Wayne, Gene Hackman, Paul Newman, Richard Roundtree o Charles Bronson, entre otros, y títulos como McQ, Brannigan, The French connection, Distrito apache: el Bronx, Shaft, o Kinjite para, más allá del desigual resultado final, conformar un subgénero con características propias dentro de la corriente del cine policíaco: convulsión social, barrios marginales, narcotráfico, bandas organizadas, violencia reflejada con crudeza, erotismo en mayor o menor medida, el conflicto racial, el difícil encaje de la población de origen inmigrante y una autoridad sin medios suficientes, incapaz de hacer cumplir la ley y de imponer el orden.

En Tras la huella del delito (Badge 373, Howard W. Koch, 1973), Robert Duvall interpreta a Eddie Ryan, un policía suspendido de empleo y sueldo después de que un narcotraficante puertorriqueño se haya precipitado desde una azotea al intentar detenerle durante un redada. Contratado como camarero en un bar de copas, la misma noche en que su antiguo compañero le hace una visita, éste es asesinado a puñaladas fuera de su distrito. Ryan se lanza a investigar su muerte al margen de la policía y descubre que mantenía una relación adúltera con una prostituta puertorriqueña, también asesinada. Las pesquisas de Ryan le llevan a una oscura organización independentista y a una trama de tráfico de armas que pretende provocar un levantamiento armado en Puerto Rico contra la autoridad estadounidense.

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Howard W. Koch, productor veterano y ocasional director de telefilmes y series de televisión que más tarde llegaría a ser presidente de la Academia de Hollywood a finales de la década, dirige un thriller convencional, repleto de tensión y violencia, salpicado de algunos lugares comunes y algo falto de brío y de tensión. Continuar leyendo «¡Viva Puerto Rico libre!: Tras la huella del delito (Badge 373, Howard W. Koch, 1973)»

Pistoletazo al Blaxploitation: Las noches rojas de Harlem

Pocas veces el mito cinematográfico supera con tanta holgura la calidad de la propia película que le da origen como ocurre con Shaft, la obra de Gordon Parks, uno de los más importantes creadores negros de los Estados Unidos de los setenta (escritor, fotógrafo y cineasta), en 1971, considerada por muchos como la obra que dio inicio al breve periodo de auge del fenómeno conocido como blaxploitation, que marcaba la emancipación de los personajes e intérpretes negros respecto a las historias centradas en la mayoría blanca y a sus frecuentes tópicos sobre los negros, así como al papel marginal y pintoresco, casi más bien caricaturesco, de éstos en el cine americano hasta entonces. El detective John Shaft encarnó en las novelas de Ernest Tidyman y en la pantalla la imagen que muchos líderes y grupos nacionalistas «de color», algunos de ellos de carácter violento, pretendían impregnar en los ciudadanos negros del país a fin de lograr una mayoría de edad política, económica, social y cultural que ni la victoria nordista en la Guerra de Secesión ni las leyes contra la segregación racial impulsadas por Kennedy habían conseguido llevar más allá de la letra impresa en papel mojado.

Con guión del propio creador del personaje y protagonizada por Richard Roundtree, antiguo modelo y ocasional actor de teatro casi desconocido en el que se vieron los valores y cualidades de brutalidad, virilidad, machismo y violencia de los que se quería dotar al personaje, la trama recupera el antiguo clima del cine negro clásico para ofrecer una historia de acción y violencia continuadas apenas salpicadas de un par de interludios presuntamente eróticos envuelta en lugares comunes y tópicos bastante manidos, eso sí, decorada con la estupenda música de Isaac Hayes, premiado con un Oscar por ella, y un buen puñado de peinados, vestuarios y decorados horteras, de colores y formas excesivos y combinaciones de tonalidades y objetos a cual más chirriante, que alternan con la presentación de la acción en el Harlem más deprimido, empobrecido y suburbial en oposición al tantas veces visto Nueva York de oropeles, rascacielos, parques y restaurantes y tiendas de lujo popularizado por el cine por todo el mundo. Lejos de Manhattan, el Harlem de John Shaft es el campo de batalla en el que confluyen traficantes de drogas y armas, rateros, prostitutas, mafiosos, policias corruptos y detectives amorales. Shaft se ve inmerso en un asunto de doble vertiente: tras la muerte accidental en su despacho del esbirro de un conocido traficante negro de Harlem, la policía le aprieta las clavijas para que averigüe algo sobre el próximo estallido de una guerra de bandas en el barrio. Por otro lado, el jefe del matón muerto le contrata para que descubra el paradero de su hija, presuntamente secuestrada por un grupo rival, aunque resulta encontrarse en manos de unos mafiosos italianos que pretenden invadir el territorio de la delincuencia negra. Con ayuda de un antiguo camarada y de su grupo de nacionalistas negros, elabora un plan de rescate en el que los disparos y la sangre abundan a mansalva.
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