Al fuego por el hielo: Un método peligroso (A Dangerous Method, David Cronenberg, 2011)

A primera vista podría decirse que el canadiense David Cronenberg, que a lo largo de la primera década del siglo, gracias a la buena factura, a la aceptación crítica y al éxito de taquilla de títulos como Spider (2002), Una historia de violencia (A History of Violence, 2005) o Promesas del Este (Eastern Promises, 2007), parecía haberse consagrado entre los opinadores más exigentes y el público más generalista (una repercusión hoy ciertamente venida a menos y redirigida de nuevo a los círculos de «culto»), cambió súbitamente de rumbo y se apartó con una película como Un método peligroso, más académica y convencional de lo habitual en su filmografía, de los temas que le habían convertido desde los años setenta en un director de cabecera para los espectadores más inclinados por el cine fantástico y de la ciencia ficción más alucinatoria. Sin embargo, el poso de los intereses del cineasta se mantiene, se adivina latente bajo el argumento más aparente, si bien mucho más estilizado, moderado y maduro: la vida y la muerte, las relaciones paternofiliales, las fronteras difusas entre intelecto, imaginación y fantasía, la exploración de los límites humanos (a veces como producto del empeño personal y autodestructivo de un visionario o un iluminado no siempre comprendido), la forma en que la ciencia cambia la vida de las personas, no siempre necesariamente para bien, o las barreras que la ciencia no puede o no debería poder traspasar, como el amor.

En este caso, a partir de un libro de John Kerr y de la obra de Christopher Hampton, adaptados por este último, Cronenberg se adentra en una historia real, la de los primeros pasos del psicoanálisis, auspiciados por Freud y Jung, en la Europa que lentamente se aproxima a su inmolación en la Primera Guerra Mundial. Carl Jung (Michael Fassbender) es un joven psiquiatra que, en un sanatorio próximo a Zurich, trata a una joven rusa, Sabina Spielrein (Keira Knightley, más anoréxica que nunca, que ya es decir), en la que encuentra una serie de indicios que le permiten encauzar el tratamiento a través de las teorías de su mentor, Sigmund Freud (Viggo Mortensen), lo que supone una nueva y, para entonces, extravagante mezcla de búsqueda intelectual e instintiva en profundos traumas sexuales, generalmente de índole incestuosa, de los pacientes. Es el caso de la joven Sabina, maltratada por su padre pero que encontraba en los golpes y abusos paternos una fuente de irrefrenable excitación sexual que con el tiempo ha derivado en una histeria con episodios incontrolables. Jung y Freud inician así una correspondencia que finalmente culmina en una larga reunión personal para estudiar el caso, un viaje conjunto en busca de las fuentes más ocultas de la pasión más oscura, y en una relación profesional prolongada a lo largo de los años en la que a la comunión de ideas frente al sólido rechazo de los estamentos más fosilizados e inamovibles de la medicina psiquiátrica centroeuropea se sucederá la discrepancia y la ruptura irreconciliable entre ambos.

La película resulta atípica y ambiciosa por su temática puramente intelectual, por su pretensión, llevada a cabo con solvencia, de poner en imágenes claras y limpias un terreno tan difuso, denso e inaprensible como los problemas de la mente humana y presentarlos de una manera comprensible, entretenida y acompañada de un trasfondo dramático y sentimental, aun ciertamente previsible, una combinación que logra mantener el interés gracias a una narración realizada con pulso y meticulosidad a través de un texto y una forma deudores de lo más puramente teatral (en el buen sentido), pero no encerrado en sus limitaciones. A través de la sobriedad formal y de la economía narrativa (apenas noventa minutos de metraje), la película logra transmitir todo el torbellino contradictorio de emociones y pulsiones que subyace bajo la tranquila y cómoda austeridad de la superficie, así como cuestiones de ética profesional desde un punto de vista válido y común para el espectador moderno. A un vestuario y a una ambientación sobresalientes, que se sacuden la naftalina de la época, hay que añadir la espléndida forma en la que Cronenberg capta los aires de la alta burguesía de la mejor sociedad centroeuropea en los años previos al primer cataclismo bélico mundial, dejando caer en el guión una simiente de pequeñas píldoras que anuncian lo que se avecina, en la década siguiente o incluso más allá (el constante recurso a Wagner, por ejemplo, tomado como germánico estandarte más adelante por los nazis). Igualmente, las interpretaciones, más sobrias y contenidas en lo referente a Fassbender (quizá demasiado oculto tras una máscara hierática en la segunda mitad del filme) y Mortensen, y sencillamente devastadora en el caso de Knightley en la primera media hora de película (si bien luego se vuelve más rutinaria, sentimental y melodramática conforme a la evolución del personaje), ayudan a mantener la fuerza de la historia y a clarificar el contexto un tanto espeso de la narración. Un trabajo de contención formal e interpretativa que supone la mayor virtud y, tal vez, también la mayor carencia de una película que en ningún momento se desmelena y que, aunque las alude, no explora las últimas consecuencias del terreno que invita a pisar, que continuamente habla del sexo (y las palabras vienen siempre subrayadas por la posición de la cámara) sin decidirse a mostrarlo, que utiliza el hielo para reflexionar sobre el fuego, que es más cerebro que pasión.

A pesar de ello, Cronenberg consigue sacudirse de encima el corsé del drama de época apostando de manera ambiciosa por una historia compleja en la que se dan cita los problemas del cuerpo y de la mente, incómodas cuestiones psico-sexuales tratadas de una manera alejada del morbo gratuito, los dilemas de la ética profesional en cuanto a la relación médico-paciente y la búsqueda a través del intelecto de lo que todo ser humano anhela, la felicidad en forma de satisfacción de los propios deseos. David Cronenberg sale airoso del reto en el fondo y en la forma, gracias a un trabajo escrupulosamente cuidadoso y medido en lo visual y fenomenalmente soportado en las interpretaciones de su reparto, al servicio de una historia dura y difícil no dirigida al público alimenticio que llena las salas del cine de consumo.

Elemental, querido Holmes.

Texto publicado originalmente en Imán, revista de la Asociación Aragonesa de Escritores, en junio de 2016.

Rostros y rastros de Sherlock Holmes en la pantalla

Sherlock_Holmes_cabecera“Mi nombre es Sherlock Holmes y mi negocio es saber las cosas que otras personas no saben”. Toda una declaración de principios o carta de presentación que define (aunque no del todo) al personaje literario más popular del arte cinematográfico. Y es que, junto a una figura histórica, Napoleón Bonaparte (cuyo busto es clave en una de las más recordadas aventuras holmesianas), y otra, el Jesús bíblico, que combina la doble naturaleza de su desconocida realidad histórica y su posterior construcción literaria, política, mítica y religiosa, el detective consultor creado por Arthur Conan Doyle –se dice que tomando como modelo al doctor Joseph Bell, precursor de la medicina forense y entusiasta defensor de la aplicación del método analítico y deductivo al ejercicio de su profesión, de quien Conan Doyle fue alumno en la Universidad de Edimburgo en 1877– completa el podio de los personajes que más títulos cinematográficos y televisivos han protagonizado en la historia del audiovisual, pero es el único de los tres con dimensión exclusivamente literaria.

separador_25El cine ha sido al mismo tiempo fiel e infiel a Conan Doyle a la hora de trasladar el universo holmesiano a la pantalla. Infiel, por ejemplo, en cuanto al retrato de la figura del doctor Watson, al que se representa habitualmente como poco diligente, despistado, torpe, ingenuo y en exceso amante de las faldas, de la buena comida y de la mejor bebida, cualidades que no parecen propias, y así queda demostrado en la obra de Conan Doyle, de un hombre que ha cursado una carrera meritoria, que se ha especializado en cirugía y ha sobrevivido como oficial del ejército a complicados escenarios militares como Afganistán, lugar de algunas de las más dolorosas y sangrientas derrotas del imperialismo británico. Un hombre muy culto, que ha leído a los clásicos, sensible a las artes, en especial a la música, que lleva un pormenorizado registro de los casos de su compañero y mantiene al día álbumes de recortes con las principales noticias que contienen los diarios. Un hombre que se ha casado y enviudado tres veces, que participa activamente y cada vez de manera más decisiva en las investigaciones de su colega, y que trata a Holmes con la misma ironía con que su amigo se refiere a él en todo momento. Tampoco el cine se ha mostrado especialmente afortunado al aceptar en demasiadas ocasiones esa reconocible estética de Holmes, ese vestuario tan característico que en ningún caso nace de la pluma de Conan Doyle: su cubrecabezas y su capa de Inverness provienen de una de las ediciones de El misterio del valle del Boscombe en la que el ilustrador Sidney Paget convirtió en gorra de cazador lo que el autor describía como una gorra de paño; respecto a su famosa pipa se le atribuyen dos modelos, una meerschaum o espuma de mar que no existió hasta bien entrado el siglo XX y una calabash utilizada por el actor William Gillette (junto con la lupa y el violín) en las versiones teatrales a partir de 1899, cuando lo cierto es que el Holmes de Conan Doyle posee al menos tres pipas para fumar su tabaco malo y seco, una de brezo, una de arcilla y otra de madera de cerezo.

En lo que el cine sí se ha esmerado ha sido en la elección de intérpretes que pudieran encarnar a un héroe tan atípico como Holmes, atractivo, contradictorio, cautivador e irritantemente egomaníaco. Un adicto al tabaco de la peor calidad (célebre su enciclopédico opúsculo literario que cataloga y distingue entre los diferentes tipos de ceniza existentes en función del cigarro o cigarrillo del que provienen) y a la droga en la que busca salvarse del aburrimiento de la monotonía. Un virtuoso del violín, con preferencia por los compositores germanos e italianos, un melómano que conoce los recovecos más oscuros de la historia de la música lo mismo que se especializa en el dominio de una antigua y enigmática modalidad de lucha japonesa, un arte marcial olvidado denominado bartitsu. Un ser que expone abiertamente una atrevida ignorancia sobre conocimientos generales al alcance de cualquiera pero capaz de alardear de erudición de la manera más pedante cuando lo posee el aguijón de la deducción, que se tumba indolente durante semanas o se embarca en una investigación sin comer ni dormir en varios días. Un individuo cerebral que relega al mínimo la importancia de los sentimientos pero que es dueño de una vida interior inabarcable, con un elevadísimo sentido de la moral, no siempre coincidente con el imperante, gracias al que puede aplicar su particular concepto de la justicia si encuentra que la ley, utilizada con propiedad, choca moralmente con él (si, por ejemplo, una mujer asesina al causante de su dolor o si un ladrón roba a otro ladrón que arrastra un delito mucho más censurable, como alguien que ha asesinado previamente para robar). Y, no obstante, un hombre que falla, que puede salir derrotado, en lucha continua contra sus límites, que llega tarde, que piensa despacio o al menos no siempre con la rapidez necesaria, y que también puede ser víctima del amor. Un héroe que sabe ser humilde, ponerse del lado de los más desfavorecidos, ganarse la confianza de la gente porque no ejerce los métodos autoritarios y amenazantes de la policía, que en el criminal ve el mal pero también un producto social, la pobreza y la carestía que gobierna la vida de la mayor parte de la población bajo la alfombra del falso esplendor victoriano, que da una oportunidad al arrepentimiento y a la redención de los delincuentes menores pero que no duda en resultar implacable conforme a su privada idea de justicia, incluso de manera letal si es preciso, cuando no hay opción para la recuperación de la senda de la rectitud. En resumen, un héroe profundamente humano, alejado de cualquier tipo de poder superior. Continuar leyendo «Elemental, querido Holmes.»

Diario Aragonés – Un método peligroso

Título original: A dangerous method
Año: 2011
Nacionalidad: Canadá
Dirección: David Cronenberg
Guión: David Cronenberg, sobre la novela de Christopher Hampton
Música: Howard Shore
Fotografía: Peter Suschitzky
Reparto: Keira Knightley, Viggo Mortensen, Michael Fassbender, Vincent Cassel, Sarah Gadon, Katharina Palm, Christian Serritiello
Duración: 92 minutos

Sinopsis: Carl Jung inicia una correspondencia con el famoso psiquiatra Sigmund Freud a propósito del caso de una joven paciente rusa, un extraordinario banco de pruebas para las nuevas teorías freudianas acerca del origen sexual de muchos de los problemas psiquiátricos.

Comentario: A primera vista podría decirse que el canadiense David Cronenberg, que en los últimos años, gracias a la buena factura y al éxito de películas como Una historia de violencia (A history of violence, 2005) y Promesas del Este (Eastern promises, 2007) parece haberse consagrado entre la crítica más exigente y el público más generalista, se ha apartado con Un método peligroso de los temas que le habían convertido desde la década de los setenta en un director de culto para los espectadores más inclinados por el cine fantástico y de la ciencia ficción más alucinatoria. Sin embargo, el poso de los intereses del cineasta sigue estando ahí, si bien mucho más estilizado, moderado y maduro: la vida y la muerte, las relaciones paterno-filiales, las relaciones entre intelecto, imaginación y fantasía, la exploración de los límites humanos (a veces como producto del empeño personal y autodestructivo de un visionario o un iluminado no siempre comprendido), y la forma en que la ciencia cambia la vida de las personas, no necesariamente para bien, o de las barreras que la ciencia no puede saltar, como el amor.

En este caso, a través de la adaptación de la novela de Christopher Hampton, Cronenberg se adentra en una historia real, la de los primeros pasos del psicoanálisis, auspiciados por Freud y Jung, en la Europa que lentamente se aproxima a su inmolación en la I Guerra Mundial. Jung (Michael Fassbender, en un pasito más de esa incipiente y prometedora carrera) es un joven psiquiatra que en un sanatorio próximo a Zurich trata a una joven rusa, Sabina Spielrein (Keira Knightley, más anoréxica que nunca, que ya es decir), en la que encuentra una serie de indicios que le permiten encauzar el tratamiento a través de las teorías de su mentor, Sigmund Freud (Viggo Mortensen), que suponen una nueva y, para entonces, extravagante mezcla de búsqueda intelectual e instintiva [continuar leyendo]