Fame, tema de David Bowie, es uno de los hilos conductores musicales de La casa de Jack (The House That Jack Built, Lars von Tier, 2018), inclasificable película sobre un asesino en serie de la América de los años setenta (Matt Dillon) que aspira a hacer de cada crimen una obra de arte. Curiosamente, se usa en el mismo sentido, aunque de manera fugaz, en Copycat (Jom Amiel, 1995), película sobre el mismo tema, cuyo matarife pretende imitar en sus asesinatos a los grandes asesinos psicópatas de la historia criminal de los Estados Unidos.
Etiqueta: Siobhan Fallon
Diario Aragonés – Tenemos que hablar de Kevin
Título original: We need to talk about Kevin
Año: 2011
Nacionalidad: Reino Unido
Dirección: Lynne Ramsay
Guión: Lynne Ramsay, sobre el libro de Lionel Shriver
Música: Jonny Greenwood
Fotografía: Seamus McGarvey
Reparto: Tilda Swinton, Ezra Miller, John C. Reilly, Jasper Newell, Siobhan Fallon, Anna Kuchma, Ashley Gerasimovich
Duración: 110 minutos
Sinopsis: Eva es una escritora especializada en guías de viaje. Cuando queda embarazada de su pareja, Franklin, un fotógrafo dedicado a la publicidad, se abre ante ellos un nuevo horizonte de bonanza y felicidad. Sin embargo, ya desde su nacimiento, Kevin será fuente de preocupaciones y desasosiego, hasta convertirse en una amenaza para la estabilidad de Eva y su vida en común con Franklin.
Comentario: No se entiende muy bien por qué en críticas, comentarios y bombardeos publicitarios en relación con esta película de Lynne Ramsay, el argumento predominante utilizado para su venta o difusión es la supuesta paranoia obsesivamente controladora de Franklin (John C. Reilly) sobre el embarazo y la maternidad de Eva (Tilda Swinton). A la vista de los 110 minutos de Tenemos que hablar de Kevin, poco o nada de eso hay. Muy al contrario, Franklin es la única presencia sobria, equilibrada y sólida de un filme que abunda en inseguridades, miedos, riesgos y catástrofes humanas.
Contada en una serie de flashbacks fragmentados, asistimos a la desastrada vida presente de Eva, en una fenomenal, como siempre, interpretación llena de matices y detalles de Tilda Swinton, una mujer madura que encuentra trabajo en una agencia de viajes. Su apariencia desaliñada y descuidada, su vida desordenada, la casa en aparente precario estado de conservación, parecen simbolizar metafóricamente la situación interior de Eva, que empezamos a conocer a través de cada vez más presentes detalles que nos insinúan un pasado atormentado, y también de un punto de partida salpicado de visiones, pequeñas escenas y situaciones pertenecientes a su vida anterior. Estos pasajes poco a poco van ocupando la mayor parte de la cinta, hasta convertirse en una narración prácticamente lineal que, con puntuales saltos adelante, nos cuenta la historia de Eva, Franklin y su hijo Kevin (interpretado en su adolescencia, de manera extraordinariamente inquietante, por Ezra Miller). Y esta historia no es otra que la de una falta de entendimiento constante, creciente, inevitable, inexplicable, entre Eva y Kevin, y de cómo este distanciamiento afecta al resto de la familia, incluida la pequeña Celia, e incluso se extiende mucho más allá, alcanzando grados de violencia indiscriminada [continuar leyendo]
La tienda de los horrores – Bailar en la oscuridad
Para el escritor Javier Marías, inspirador de esta entrada gracias a su descacharrante artículo Insomnio de cine (2000).
Que Lars von Trier es gilipollas perdido es algo que se viene comentando hace días por los mentideros estos de las películas. Él mismo no lo niega sino que, habiéndolo confirmado de palabra motu proprio en no pocas ocasiones, no le duelen prendas en mostrarse tal cual es incluso en las ruedas de prensa promocionales de las películas que acaban de recibir ovaciones y elogios (ya se sabe, su estúpido discurso en Cannes sobre su particular comprensión de los comportamientos de Hitler). Hasta ese momento, sin embargo, a un montón de juntaletras y no pocos críticos de buena fe impresionables con cada reinvención de la rueda, Von Trier les parecía la panacea de la rebelión y de la provocación tras la cámara, el culmen de la intelectualidad y de una refrescante y necesaria nueva mirada cinematográfica (el tal Dogma, que, salvo excepciones contadas, ha producido películas que parecen resultado de largas horas de orgía etílica), haciendo caso omiso de sus pretenciosos y casi siempre huecos juegos pseudosesudos y de sus artes promocionales basadas en la ofensa, la controversia y la polémica gratuitas, hasta que la falla ha ardido del todo y el amigo Lars ha terminado retratándose como un pretencioso director sin más con una carrera llena de altibajos, con películas excelentes (Dogville, El jefe de todo esto, Rompiendo las olas), mediocres (Europa, Los idiotas) o directamente espantosas, entre las que destaca por encima de todas este celebrado engendro llamado Bailar en la oscuridad (2000).
Lo que llama la atención es que semejante plaste haya logrado tal corriente de admiración casi unánime entre críticos, aficionados y público en general tratándose de una casi ridícula traslación a imágenes de un guión todavía más ridículo. Y más aún que en Cannes, donde hoy no le darían ni las buenas tardes, le regalaran nada menos que la Palma de Oro en la edición que probablemente más barata se ha vendido, por no mencionar el premio a la mejor ¿actriz? para su horripilante protagonista, la pseudocantante Björk, que cansada de sus perpetraciones musicales decidió aprovechar la oportunidad de trasladar su abominable presencia a la pantalla. La película (que, como viene siendo habitual en Von Trier y su productora, Zentropa, aspira al título de coproducción más superpoblada de la historia, pues forman parte de ella productores de Dinamarca, Alemania, Holanda, Italia, Estados Unidos, Reino Unido, Francia, Suecia, Finlandia, Islandia y Noruega; casi la ONU…), por más premiada que esté y más elogios que reciba, desprende por sí misma lo que es, una musicalización (si es que a lo suyo, obra de la susodicha islandesa, se le puede llamar música) de una historia que asume uno por uno todos los pestilentes postulados del culebrón más ramplón y del folletín decimonónico de más baja estofa concebible: sin escatimar azúcar, lágrimas y cursilerías varias, Von Trier nos acerca a la historia de Selma (la pedorra de Björk, una de las ¿artistas? más incomprensiblemente sobrevaloradas de todos los tiempos), una inmigrante checa en Estados Unidos que malvive en un régimen de semiesclavitud en una fábrica. Como tal caracterización es poca desgracia, la muchacha es madre soltera y además padece una extraña enfermedad ocular degenerativa y hereditaria (sin que en ningún momento digan cuál es) que la está dejando ciega. Pero este cúmulo de desgracias contrarresta su mala fortuna siendo un cacho de pan: más buena, más dulce, más amorosa, más pava, no puede ser. Más bien pavisosa, con esa congelada sonrisa como si permanentemente se regocijara de una ventosidad expulsada sin que nadie se haya dado cuenta. El primer problema de la película radica precisamente ahí: mientras que todos los personajes la adoran por su bondad, al otro lado de la pantalla sólo se ve a una idiota suprema, a un ser bobo, meloncio, consciente de manera autocomplaciente de su propia bondad y, por tanto, falsa, soberbia, engreída, presuntuosa, una Teresa de Calcuta de andar por casa, de cartón piedra.
Si ahí terminaran las incongruencias y los caprichos narrativos, el pecado se quedaría a medias. Para continuar con la estructura telenovelera, resulta que su nene, que padece de la misma enfermedad ocular que ella y que no desempeña ningún otro papel en la película que ser una coartada emocional sin protagonismo alguno más que de manera tangencial (ni la propia Selma, como señala Marías, le hace ni puto caso), precisa de una operación cuyos costes ella sola no puede afrontar sin realizar enormes sacrificios y pasar por grandes privaciones, guardando cada céntimo y cada dólar que puede en el calcetín destinado a la intervención quirúrgica. Continuar leyendo «La tienda de los horrores – Bailar en la oscuridad»