Uno de los más vibrantes momentos de este fantástico (y fantasioso) «western medieval» inspirado en la legendaria figura de Rodrigo Díaz de Vivar es el combate entre el paladín castellano (el mismísimo Cid, Charlton Heston) y el aragonés por la posesión de la ciudad de Calahorra (aunque en algún momento del guion hay confusiones, absurdas y desconcertantes para el espectador español, y no digamos ya para el iniciado en el medievo peninsular, entre Calahorra y Zamora).
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De cine y literatura, de elefantes y de surf
Las de su salón eran, en expresión de Billy Wilder, las mejores butacas de California. John Huston, citado por el Comité de Actividades Antiamericanas durante la época macarthista para ser interrogado, entre otras cosas, respecto a lo que allí ocurría, declaró que se trataba de una de las personas más hospitalarias y generosas que había conocido.
El hogar de Salomea Steuermann, Salka Viertel, en el 165 de Mabery Road, Santa Mónica, fue centro de acogida y encuentro de exiliados europeos, gente del cine e intelectuales de paso por Hollywood durante el ascenso del nazismo y la Segunda Guerra Mundial, algo así como lo que la mansión de Charles Chaplin (The House of Spain, en palabras de Scott Fitzgerald) supuso para los españoles que acudieron a la llamada de los grandes estudios para rodar talkies (las versiones de las películas en otros idiomas, práctica previa a la instauración del doblaje). Greta Garbo, Marlene Dietrich, Thomas Mann, Bertolt Brecht, Aldous Huxley, André Malraux, Sergei M. Eisenstein, Billy Wilder, Sam Spiegel, Christopher Isherwood, Irwin Shaw, John Huston, James Agee, Katharine Hepburn, Norman Mailer… Todos ellos frecuentaron las tertulias dominicales en casa de los Viertel y se deshicieron en elogios cantando las alabanzas de su anfitriona, auténtica alma máter de aquella burbuja cultural surgida junto a las soleadas playas californianas.
Berthold y Salka Viertel se instalaron en Hollywood atraídos nada menos que por B. P. Schulberg, entonces dueño de la Paramount, padre de Budd Schulberg, periodista y escritor célebre por ser autor del reportaje y la novela que dieron origen a La ley del silencio (Elia Kazan, 1954) y por ser la última persona que estuvo a solas con Robert Kennedy antes de su asesinato en 1968, y cuñado del agente de actores e intérprete Sam Jaffe, conocido por sus personajes en Gunga Din (George Stevens, 1939) o La jungla de asfalto (John Huston, 1950). Los Viertel formaron parte aquella oleada de profesionales y de intelectuales centroeuropeos que irrumpió en Hollywood en aquellos años, que tanto harían por el cine americano y que tan decisivos resultarían en el tránsito del mudo al sonoro. Ambos eran oriundos del Imperio austrohúngaro y pertenecientes al mundo de la cultura, la literatura, el teatro y el cine, Berthold como poeta y director cinematográfico y teatral, y Salka como actriz y guionista. Hija de un abogado judío, crecida en un ambiente acomodado, políglota y culto, Salka Steuermann comenzó su carrera de actriz a los 21 años, en 1910, y en Berlín, Viena, Dresde o Praga se codeó con Max Reinhardt, Bertolt Brecht, Oskar Kokoschka, Rainer Maria Rilke, Franz Kafka o su futuro marido, Berthold Viertel. Tras su llegada a Hollywood en 1928, Berthold trabajó para Paramount, Fox y Warner Bros. adaptando para el público alemán películas en lengua inglesa y colaborando con el maestro F. W. Murnau en los guiones de algunos de sus proyectos en América, como Los cuatro diablos (1928) y El pan nuestro de cada día (1930), antes de iniciar su propia carrera en Hollywood como director con un puñado de películas de las que la más estimables son las últimas, producidas en el Reino Unido, en especial Rhodes el conquistador (1936), epopeya protagonizada por Walter Huston (padre del guionista y director John Huston) sobre el famoso colonizador de África del Sur. Por su parte, Salka Viertel coescribió varios guiones y actuó en algunas películas (en general, talkies para el público alemán) como Anna Christie, adaptación de la obra de Eugene O’Neill en la que intervino junto a Greta Garbo. Precisamente, en 1931 fue Salka Viertel quien le presentó a Garbo a la escritora Mercedes de Acosta, con la que mantuvo una larga y accidentada relación sentimental. Continuar leyendo «De cine y literatura, de elefantes y de surf»
Música para una banda sonora vital: El Cid (Anthony Mann, 1961)
Miklos Rozsa pone sus fanfarrias y trompeteos habituales, con algún que otro interludio lírico, al servicio de este western medieval dirigido por Anthony Mann que fantasea en torno a la figura de Rodrigo Díaz de Vivar (Charlton Heston), en la que fue una de las más esplendorosas producciones de la aventura española de Samuel Bronston.
Música para una banda sonora vital: El hombre de La Mancha (Man from La Mancha, Arthur Hiller, 1972)
El más conocido fragmento de la partitura compuesta por Laurence Rosenthal para este musical de Arthur Hiller basado, muy libremente, en Don Quijote de La Mancha y en su autor, Miguel de Cervantes, más un acopio de tópicos y escenas de la obra que un intento riguroso de adaptación del universo cervantino.
Los desastres de la guerra: Los girasoles (I girasoli, Vittorio De Sica, 1970)
Esta es de las películas cuyo visionado deja tocado, una fórmula narrativa absolutamente efectiva desde lo emocional que obliga a pasar por alto las pequeñeces técnicas e interpretativas más discutibles, que atrapa, arrastra, conmueve y te suelta en un estado de desequilibrio anímico difícilmente subsanable, que propicia la reflexión, con argumentos no solo racionales, sobre cómo los grandes conflictos (reales o ficticios, léase aquí nacionalismos de cualquier signo) alteran, siempre para mal, las vidas cotidianas de la gente corriente. Vittorio De Sica, antaño genio del neorrealismo italiano, reconvertido más tarde en director de comedias alimenticias, no pocas veces ridículas, indignas, ofrece un buen exponente de lo que puede llegar a significar la forma en el cine, de cómo una determinada estructura narrativa puede edificar una historia que contada de manera lineal podría seguramente hacer aguas.
Los girasoles (I girasoli, 1970), convenientemente despiezada, fragmentada, deconstruida (como diría algún cocinero, o lo que sea, de moda: uno se niega a reconocer a alguien como cocinero hasta que le vea hacer unas lentejas, una paella o una tortilla de patatas normal y corriente), cuenta distintas fases de la relación sentimental de Giovanna (Sophia Loren) y Antonio (Marcello Mastroianni), que se extiende desde los primeros tiempos de la intervención italiana en la Segunda Guerra Mundial, hasta finales de los años sesenta. Con maestría, De Sica, con guion de Giorgi Mdivani, Tonino Guerra y el genial Cesare Zavattini, construye un relato a saltos que nos lleva del primer encuentro amoroso de la pareja, entre unas barcas en una playa idílica, hasta el doloroso peregrinaje de Giovanna por oficinas y registros militares en busca de noticias sobre el paradero de Antonio, desaparecido en el duro invierno del frente ruso. A medida que el inicio y el aparente final de su matrimonio, a cada cual más repentino, se va entrelazando en la narración, se van cubriendo los huecos que permiten aventurar un desenlace al enigma que representa el destino de Antonio: reclutado a la fuerza para formar parte de las tropas italianas de apoyo al Afrika Korps de Rommel en Libia, conoce a Giovanna unos días antes de incorporarse a filas. Dándole vueltas a la cabeza para escurrir el bulto (en una línea muy italiana, muy mediterránea de hecho), encuentran una forma adecuada y oportuna de, al menos, retrasar lo inevitable: si se casan, el permiso por matrimonio evitará de momento la entrada en combate. De modo que en la relación de Giovanna antes es el sexo, luego el matrimonio y, por último, el amor. Sobrevenido para ambos después de la boda (y de la noche de bodas: divertidísima secuencia la de la gigantesca tortilla de decenas de huevos, remedio familiar de Antonio para recuperarse de las resacas), los diversos medios que emplean para disfrutar de su amor sin que la guerra se interponga en su camino resultan fallidos, especialmente los intentos de Antonio por fingirse demente, así que el remedio termina siendo peor que la enfermedad: el ejército italiano lo destina a Rusia, y no a Libia, y allí, en el crudo invierno, Antonio desaparece junto a miles, decenas de miles de camaradas, tragado por el hielo, la nieve y el olvido. Aunque Giovanna, que no cree en su muerte hasta poder contemplar el cadáver, se empeña una y otra vez en averiguar qué ha sido de él, pregunta en las oficinas, habla con veteranos, aguarda a los trenes que retornan cargados de tropas derrotadas, sigue los historiales de los prisioneros retenidos por los rusos y, finalmente, viaja a la Unión Soviética para visitar los lugares que Antonio frecuentó, a recorrer los cementerios militares italianos en busca de su sepultura (impresionantes imágenes de interminables llanuras sembradas de cruces), hasta toparse con un desenlace sentido, deseado, y al tiempo esperado, inesperado y desesperado. Continuar leyendo «Los desastres de la guerra: Los girasoles (I girasoli, Vittorio De Sica, 1970)»
Un thriller patoso: Un abismo entre los dos
El cuchillo en la herida, título original de esta producción francesa llamada en España, buscando acercarse más al drama que al thriller, Un abismo entre los dos (Anatole Litvak, 1962), despierta el interés de su visionado por sus premisas, aunque prácticamente decepciona al final en todas ellas. Primero, por su director, Anatole Litvak, no precisamente un primer espada de la cinematografía mundial, ni tampoco de la británica ni de la francesa, países en los que desarrolló la mayor parte de su filmografía junto a los Estados Unidos, pero que tiene un puñado de interesantes películas en su haber como El sorprendente Dr. Clitterhouse (1938), Nido de víboras (1948), Anastasia (1956) o La noche de los generales (1966) y que contó con el beneplácito de los estudios y de las mayores estrellas del momento, ya que a lo largo de su carrera trabajó con intérpretes como Claudette Colbert, Charles Boyer, Basil Rathbone, Errol Flynn, Bette Davis, John Garfield, Ann Sheridan, Tyrone Power, Joan Fontaine, Thomas Mitchell, Henry Fonda, Vincent Price, Barbara Stanwyck, Burt Lancaster, Kirk Douglas, Vivian Leigh, Ingrid Bergman, Yul Brynner, Deborah Kerr, Omar Sharif o Peter O’Toole, entre muchísimos otros. Segundo, por su improbable pareja protagonista, Anthony Perkins, con el que Litvak había trabajado un año antes en No me digas adiós (1961), y la diva Sophia Loren. Tercero, por la colaboración en el guión de Peter Viertel, reputado guionista y novelista (autor, por ejemplo, de Cazador blanco, corazón negro, entre otras obras, llevada al cine en 1990 por Clint Eastwood -mal, según el propio Viertel-). Cuarto, por la música del griego Mikis Theodorakis, que acompaña a unas hermosas y por momentos desasosegantes imágenes de París en blanco y negro fotografiadas por Henri Alekan. Pero la suma de estos talentos da como resultado una fallida película solo parcialmente disfrutable, con giros de guión de cierto mérito que despiertan un notable interés, pero con errores de tratamiento y falta de garra y profundidad que pervierten (o perViertel, no he podido resistirme al chiste malo) el resultado final.
Robert y Lisa, un joven matrimonio formado por un norteamericano y una italiana que se conocieron en el Nápoles de la posguerra antes de trasladarse a París, se encuentra en un profundo bache sentimental que les está separando (obvio, vista la nula química entre ambos protagonistas…). Ambos tienen distintas maneras de encarar la vida, intereses diferentes, formas opuestas de divertirse, anhelos inconfesables incompatibles. Vamos, lo corriente. Sin embargo, aunque él da muestras de cierto desequilibrio emocional (hasta el punto de que en sus ataques de celos llega a cruzarle la cara de una bofetada a su esposa) y ella es posible que haya sucumbido a alguna infidelidad en sus salidas nocturnas, no se resignan al fracaso total. Más bien él, que en busca de un futuro mejor, más tranquilo y más estable económica y emocionalmente para ambos, se traslada a Casablanca para optar a un puesto de trabajo que puede ser la solución a sus problemas: un nuevo país, otro ambiente, otras costumbres… Una forma de empezar de nuevo, de borrar el pasado. Sin embargo, el avión en el que viaja Robert se estrella sin dejar supervivientes. Lisa afronta el funeral con cierta tristeza, pero igualmente con una sensación de liberación. De súbito pierde también a su amigo -y quizá algo más- Alan (Jean Pierre-Aumont), que tiene que volver a Estados Unidos, aunque su sustituto, David Barnes (Gig Young) empieza a colmarla de atenciones, por no decir que le pone sitio de inmediato. Pero el futuro parece aclararse cuando a Lisa le informan que la póliza de seguros que Robert firmó en el aeropuerto justo antes de embarcar va a reportarle una sustanciosa indemnización. No es más que otra esperanza truncada, porque una noche se escuchan unos golpes en la puerta de casa. Cuando Lisa abre, se encuentra con Robert vivito y coleando, aunque magullado y herido. De inmediato surge un plan alternativo: la compañía de seguros, la línea aérea y las autoridades dan a todos los pasajeros por fallecidos; por tanto, nada más fácil que cobrar el seguro, repartir el dinero entre los dos y que cada uno siga con su vida, ya que el amor de sus primeros tiempos de matrimonio parece ya irrecuperable… O al menos eso parecen o quieren creer…
A partir de ese instante, la película abandona el perfil del drama sentimental de corte intimista que narra el desencuentro de dos personajes para convertirse en un thriller a lo Alfred Hitchcock, aunque con un guión lleno de huecos. Continuar leyendo «Un thriller patoso: Un abismo entre los dos»
La tienda de los horrores – Siete veces mujer
No cabe duda; la fotografía tiene que ilustrar necesariamente a los tres actores viendo su propia película…
Generalmente, las películas construidas a base de episodios o cortos no suelen funcionar. La variación de tonos, formas, tratamientos narrativos, por no hablar de los objetos de interés de las tramas, suelen proporcionar al conjunto altibajos de ritmo, lagunas de intensidad, pérdidas de pulso, cuando no ligereza o escasez en el retrato de personajes y situaciones. Cuando la cosa encima se hace con intención paródica o caricaturesca, la catástrofe suele estar asegurada. Es el caso de este inexplicable engendro, Siete veces mujer, de 1967.
Y lo más inexplicable es que sea así con la nómina de participantes en semejante zancocho: dirigida nada menos que por Vittorio De Sica, uno de los padres del neorrealismo italiano, autor de indiscutibles obras maestras, que en un momento dado de su carrera empezó a filmar morralla, comedias costumbristas de nivel ínfimo con el sexo edulcorado como vehículo para el lucimiento de carnalidades tipo Sophia Loren; escrita por el gran Cesare Zavattini, el mismo de quien Truman Capote decía que era el único guionista-creador con talla de verdadero artista en el mundo del cine, corresponsable junto a De Sica de películas inolvidables, pura Historia del Cine; interpretada por una inigualable nómina de célebres actores y actrices: Shirley MacLaine (en la cresta de la ola tras El apartamento o Irma la Dulce, aunque como cómica siempre ha resultado más que deficiente), Peter Sellers (sin comentarios), Vittorio Gassman (ídem), Michael Caine, Alan Arkin, Robert Morley… Y bellezas como Anita Ekberg, otra que tal tras La dolce vita, y Elsa Martinelli. ¿Qué es entonces lo que pudo fallar en un proyecto tan, a priori, solvente? Posiblemente la abundancia de productores (americanos, franceses e italianos) y la necesidad de rodar la película en inglés, con un reparto internacional y destinada a Hollywood; sacar de su medio natural a De Sica y Zavattini, e incluso a Gassman, no salió gratis.
La película, que no hay por dónde cogerla, fracasa en toda la línea. Como comedia resulta tediosa, fallida, ridícula, risible, sin que la sonrisa asome en ningún momento a la cara del espectador, que asiste con indignación creciente a una de las mayores decepciones imaginables en el campo del cine de humor. Construida en siete capítulos que en teoría hablan del adulterio desde el punto de vista de la mujer, o al menos con una mujer como protagonista, las situaciones carecen de gracia, de ingenio, de talento, el humor bufonesco es patético, los intérpretes se pierden en grandilocuencias forzadas (MacLaine) o en mímicas absurdas (Gassman, Sellers, perdidos en personajes absolutamente lamentables), los chistes son tontos, el humor no llega a explosionar, y uno asiste impávido, perplejo, a una sucesión de acontecimientos, a cual más torpemente hilvanado con el anterior, que no transmiten paradojas, mensajes, sarcasmos ni guiño alguno. La «gracia» está en que cada capítulo, todos protagonizados por MacLaine, reflejan a un estereotipo distinto de mujer, siguiendo los tópicos más vulgares de la recreación femenina por los ojos masculinos, primordialmente los que tienen tendencia al machismo más exacerbado. La secuencia del desastre, que elige París como escenario para el desaguisado, es la siguiente: Continuar leyendo «La tienda de los horrores – Siete veces mujer»