Psicopatía depredadora: La última caza (The Last Hunt, Richard Brooks, 1956)

 

Aunque suele señalarse la década de los sesenta, con las últimas obras de veteranos del western como John Ford, Howard Hawks o Raoul Walsh, la irrupción de nuevos autores como Sam Peckinpah o Sergio Leone como avanzadilla y máxima expresión del spaghetti-western, y las relecturas políticas y sociológicas del género en relación con los acontecimientos del momento (derechos civiles, Guerra Fría, guerra de Vietnam…), como la etapa crucial en la renovación y proyección del cine del Oeste hacia el futuro, lo cierto es que, como de costumbre, pueden atisbarse suficientes huellas de evolución, regeneración y transformación en las décadas anteriores, en las películas de esos mismos directores clásicos -perspectiva pro-india o al menos respetuosa con su punto de vista y con la realidad histórica, tratamiento crítico de la violencia, superación de arquetipos y de lugares comunes y mayor profundidad psicológica y narrativa- o en las de otros que, como Richard Brooks, realizaron puntuales pero muy estimables incursiones en el género cinematográfico norteamericano por excelencia, y que, debido precisamente a esa especificidad, se convierte asimismo en universal. En La última caza encontramos un western clásico en el fondo (rivalidad personal y profesional de dos hombres combinada por su atracción por una misma mujer) y en la forma (gran formato, parajes abiertos, grandes paisajes, banda sonora al uso -de Daniele Amfitheatrof- y espectacular y colorista fotografía -de Russell Harlan-) para narrar una historia que, partiendo de mimbres igualmente recurrentes (cazadores de búfalos, la pelea por los beneficios, el enfrentamiento con los indios), proporciona nuevos ángulos -el mismo año que Centauros del desierto (The Searchers, John Ford, 1956)- desde los que observar el western y la sociedad de la que emana.

En primer lugar, destaca la vertiente ecologista y conservacionista del guion escrito por Richard Brooks a partir de la novela de Milton Lott. El hilo argumental, la coincidencia de un grupo de personas variopintas en una partida que se dedica a la caza profesional de búfalos para lucrarse con sus pieles, permite introducir un discurso que responde a una concepción moderna y plenamente vigente de los valores conservacionistas y de preservación de la naturaleza. Personificado en los búfalos, en el decreciente número de sus manadas y de los individuos que las componen, el relato aboga por la conservación incluso atendiendo a las razones egoístas: el mantenimiento de la especie contribuye no solo a garantizar el equilibrio natural, sino que constituye una fuente de prosperidad al permitir a futuro la explotación sostenible y continuada de los recursos, y con ello evitar el inconveniente del nomadismo excesivo o de un sobrevenido y necesario reciclaje personal poniendo el revólver y el rifle al servicio de otros fines tanto o más perversos que el asesinato sistemático de animales. De este razonamiento se deriva otro posterior y tanto o más importante, y es la importancia decisiva que los búfalos tienen para los indios, su cultura y su medio de vida, incluso tras ser derrotados, sometidos y confinados en reservas a menudo fuera de sus territorios tradicionales. Y por esa vía la película llega a presentar la psicología de los personajes, en particular del protagonista negativo de la cinta, el psicópata depredador Charles Gilson (Robert Taylor), que de un pasado sangriento de violencia contra los indios ha pasado a lucrarse con la eliminación brutal, sistemática, sin medida, de todo búfalo, macho o hembra, adulto o cría, que se cruza en su camino, no tanto porque le reconforte matar búfalos, sino porque lo que le gusta es matar, pero si además se gana la vida con ello, mucho mejor. A tal fin recluta a un grupo encabezado por Sandy McKenzie (Stewart Granger), que accede por necesidad pero manifiesta no pocos escrúpulos al comprender los efectos de sus acciones tanto para los animales como para los seres humanos que dependen de ellos; Woodfoot (Lloyd Nolan), un viejo tullido que personifica el viejo Oeste, el medio de vida, no desprovisto del todo de un código de honor, que está a punto de desaparecer junto con el último búfalo; Jimmy (Russ Tamblyn), un joven e ingenuo mestizo (y además, pelirrojo) que concita los odios raciales de Charles; una joven india (Debra Paget) y su pequeño, que sobreviven a la escabechina que Charles hace con un grupo de indios ladrones de caballos y que este acoge, literalmente, como esclavos.

Los búfalos y la muchacha india son los puntos de fricción entre Charles y Sandy, cuyo antagonismo se va haciendo cada vez más agudo. Primero, porque Sandy sabe que no tiene más remedio que matar para sobrevivir, pero también cuándo parar, cuándo tiene bastante, y distinguir entre el cazador y el carnicero. Segundo, porque poco a poco se enamora de la muchacha india y sufre cuando, cada noche, Charles abusa de ella y la viola sin contemplaciones. Así, el guion une el abuso de los recursos en la infantil creencia de su carácter ilimitado con el hundimiento de una cultura arrasada por el hambre y con el crimen personificado en la violación continuada de la mujer india y su sometimiento a esclavitud, asociación de ideas de lo más revolucionaria en la era Eisenhower. El episodio de la piel del búfalo blanco, animal sagrado para los indios, «gran medicina», y la negativa de Charles a cederla a los indios, tanto por el beneficio económico que espera obtener por ella como por orgullo, por la voluntad de no ceder un ápice ante los indios y de negarse a tener con ellos cualquier rasgo de humanidad, es ilustrativo de esta psicología irreflexiva, destructiva, alimentada de odio.

La película, que alterna exteriores de gran vistosidad a los que la fotografía saca un excelente partido con las escenas menos afortunadas que los recrean en interiores, discurre por derroteros que a la acción (las secuencias de caza, las peleas en los salones y tabernas, los duelos a pistola, las persecuciones de carros y caballos) suman una interesante caracterización de personajes a base de pinceladas suaves pero precisas, buenos diálogos y un subtexto rico en perspectivas y matices que revelan distintas actitudes y sensibilidades, siempre al servicio de la reivindicación de la naturaleza y de una vida armónica en su seno, de la que los indios son ejemplo a seguir (no así en otras cosas). Unos indios que, como tales habitantes de un mundo en estado natural, para individuos como Charles merecen idéntico tratamiento y régimen de explotación que el dedicado a los búfalos. Desde este punto de vista, sin embargo, la película le pertenece por derecho a Robert Taylor. Antaño galán más o menos soso y acartonado en películas de todo tipo, en la fase más veterana de su filmografía supo crear personajes ambiguos y retorcidos como este Charles Gilson, un auténtico psicópata sediento de sangre para quien la vida, humana o de cualquier otro animal, no tiene ningún valor, y que engrosa por derecho propio la larga lista de dementes, psicópatas e iluminados (pistoleros, militares, jugadores, tramperos, cuatreros) que pueblan el género del western. Egoísta, carente de cualquier sentimiento que no sea el de posesión y satisfacción de sus más primitivos instintos, entiende que la única manera de sentirse vivo es acabar con todo lo que vive a su alrededor, ya sea físicamente o anulándolo por completo, despreciándolo, sometiéndolo, aduñándose de él, a veces únicamente, como en el caso de la chica, para imponerse y hacer sufrir a sus semejantes, Sandy en este caso. En este sentido, la conclusión de la película, que funde en un único instante el enfrentamiento entre personajes por la mujer y por los negocios y el discurso sobre la naturaleza, evita el lugar común propio de los desenlaces del western al tiempo que se erige en una especie de manifestación de justicia poética: la venganza de la naturaleza contra un ser humano que le es hostil, que se cree a la vez Dios, soberano todopoderoso y ángel exterminador.

Mis escenas favoritas: La muerte tenía un precio (Per qualche dollaro in più, Sergio Leone, 1965)

Durante décadas, hasta la llegada del José Luis Torrente de Santiago Segura, esta coproducción italo-germano-española se mantuvo como la más taquillera del cine nacional. Segunda parte de la llamada «trilogía del dólar» de Sergio Leone, consolidó a este como director de talla internacional y a Ennio Morricone como compositor reconocido, y su recaudación posibilitó una conclusión ya enteramente de producción italiana y abrió la vía para que Alberto Grimaldi financiara las películas de grandes directores italianos como Fellini, Pasolini o Bertolucci. Su desenlace es la culminación del proceso de reinterpretación y reinvención del western que desde Italia insufló nuevas energías a un género considerado erróneamente amortizado, y que en las décadas siguientes todavía ha producido un buen puñado perlas imprescindibles.

Clint Eastwood encuentra a Sergio Leone

Música para una banda sonora vital: Los compañeros (Vamos a matar, compañeros, Sergio Corbucci, 1970)

Probablemente esta sea la peor partitura compuesta nunca por el gran Ennio Morricone, una de las pifias más rotundas en la carrera de cualquier consagrado músico de cine. Se trata de un tardío spaghetti western ambientado en la revolución mexicana dirigido por Sergio Corbucci y que cuenta en su reparto con habituales del género como Franco Nero, Tomas Milian, Jack Palance, Fernando Rey, José Bódalo o Eduardo Fajardo. El tema central da ganas de quedarse con la primera parte del título de la película…

Arqueología de un mito: Desenterrando Sad Hill (Guillermo de Oliveira, 2018)

Resultado de imagen de desenterrando sad hill

Pocas veces se tiene la oportunidad de vivir, en relativa cercanía, una aventura como la que narra este documental de Guillermo de Oliveira, premiado en Sitges y candidato al Goya a mejor película documental. Desenterrando Sad Hill narra el proceso de recuperación del cementerio construido en 1966 en el valle del Arlanza, en los parajes del Carazo y de Mirandilla, término municipal de Contreras (Burgos), entre Covarrubias y Santo Domingo de Silos, para la larga y excelsa secuencia final del western de Sergio Leone El bueno, el feo y el malo (Il buono, il brutto, il cattivo, 1966). La película repasa las circunstancias del rodaje, reúne un buen número de anécdotas e incorpora diverso material gráfico (fotografías, secuencias, documentación) y testimonios directos de algunos de los protagonistas de la filmación del cierre de la llamada «Trilogía del Dólar», tanto en entrevistas especialmente grabadas para la ocasión (Eugenio Alabiso, Carlo Leva, Clint Eastwood o Ennio Morricone, junto con algunos de los extras y figurantes que participaron en el rodaje) como en imágenes de archivo (el propio Leone), además de referir el proceso de restauración del cementerio de mano de sus principales promotores, agrupados en torno a la Asociación Cultural Sad Hill. Una experiencia cinematográfica y vital de primer orden que destaca por su capacidad para conmover con su compendio de cinefilia, de amor a un género, de culto a la obra de un director, y de las circunstancias prácticas tanto del rodaje como de la recuperación y reivindicación de uno de sus escenarios fundamentales, y de la repercusión que esta ha tenido entre seguidores del spaghetti western y medios de comunicación del resto de España y del extranjero.

Resultado de imagen de desenterrando sad hill

Con intervenciones importantes, además de las señaladas (Joe Dante, Álex de la Iglesia, el especialista en Leone Christopher Frayling o James Hetfield, guitarra y vocalista del grupo Metallica, que durante décadas ha abierto sus conciertos con la proyección de la secuencia del cementerio y la música de Ennio Morricone), el documental sitúa en paralelo la reconstrucción material del cementerio y la conformación de una memoria cinéfila colectiva conectada a la realidad física de los lugares de rodaje y de sus habitantes, en un formato tradicional, tan próximo al reportaje televisivo como al cine documental, alejado sin embargo de toda pretenciosidad, que destila emotividad, encanto y entusiasmo. La meritoria hazaña que narra se convierte en protagonista hegemónica, a veces incluso demasiado (la película abusa de las entrevistas a los miembros de la asociación, entrando en ocasiones en valoraciones, opiniones o experiencias personales no siempre relevantes para el espectador), echándose en falta una mayor labor de profundización en el fenómeno del western europeo (tanto en otros países como en otras geografías españolas que no sean el desierto almeriense) y de su contextualización en la época de las coproducciones europeas y de las superproducciones norteamericanas en Europa, apoyada en un mayor uso del material de archivo y en testimonios especializados adicionales. Puede que a ello se deba que, a pesar de la brevedad del metraje, 82 minutos, que podría haberse completado y redondeado con ese trabajo de análisis y aproximación al cine de su tiempo, la película resulte irregular y descompensada, por momentos incluso morosa en su rítmica acumulación de declaraciones de «bustos parlantes» y de especialistas no siempre de la altura necesaria para la correcta y minuciosa explicación del fenómeno. La adecuada y vibrante aproximación a la cinta original, con el empleo de los pocos fragmentos que utiliza y de abundantes fotografías e imágenes de los entresijos de la filmación hacen intuir que un mayor equilibrio entre los materiales originales y la experiencia de rehabilitación de su principal localización hubieran beneficiado al resultado final, aun a pesar del incremento del metraje.

Resultado de imagen de el bueno el feo y el malo cementerio

No obstante, si entendemos que la finalidad de la película no es tanto relatar el proceso de producción del filme de Leone, ni mucho menos contar de forma pormenorizada la historia del western europeo, y sí registrar la experiencia de quienes, desde su personal combinación de amor a la tierra y de cinefilia de culto, han vivido una experiencia vital casi regeneradora, de reconstrucción de sí mismos y de su memoria personal en paralelo a la cinéfila, la película cumple con creces. Es ahí desde donde proyecta toda su emotividad, de donde nace todo su poder de conmoción. Porque lo que sí es Desenterrando Sad Hill es una plasmación gráfica de la importancia que los mitos generados por el cine han alcanzado en la memoria colectiva. De cómo las películas han llegado a impregnar las vivencias y los recuerdos de las personas, de cómo llegan a introducirse en su ánimo y en sus sentimientos, de cómo ha podido llegar a conformarse eso que podría denominarse una memoria sentimental ligada a las películas, que conecta cine y vida personal, memoria, experiencia y recuerdos, individuales y colectivos. Desde su contagioso entusiasmo, explotado particularmente en el fragmento que recoge la proyección en pantalla gigante de la película de Leone en el cementerio de Sad Hill en el cincuenta aniversario del rodaje, la película nos recuerda hasta qué punto la cultura de la imagen ha influido en nuestras vidas, ha ido creando nuestro imaginario común, como si se tratara de mitos modernos. Para quienes hemos tenido la oportunidad de conocer de primera mano el estado de la localización antes y después del inicio de los trabajos de recuperación, para quienes apreciamos en su justa medida los westerns de Leone, la experiencia personal y la cinematográfica quedan ya indisolublemente unidas a través de este trabajo, tras cuyo visionado resulta difícil, casi imposible, no lanzarse de nuevo a perseguir y disfrutar el Oeste almeriense y burgalés de Sergio Leone, esta vez desde una nueva mirada más íntima, acompañado por las voces y los rostros de quienes mantienen viva su memoria fuera de las pantallas.

Música para una banda sonora vital: El bueno, el feo y el malo (Il buono, il brutto, il cattivo, Sergio Leone, 1966)

A falta de pocos días para partir al Oeste -al del western europeo, cerca del cementerio de Sad Hill, en el término de Contreras (Burgos), y del monasterio de San Pedro de Arlanza, escenarios ambos, junto con otros almerienses, de esta obra maestra de Sergio Leone-, nada mejor que escuchar la banda sonora compuesta por Ennio Morricone para ambientarse de camino a Interferencias, las III Jornadas sobre cine y arquitectura en las que, de nuevo, participamos.

Tradición y futuro del western: Río Bravo (Howard Hawks, 1959)

Resultado de imagen de Rio bravo

A Howard Hawks y a John Wayne no les había gustado nada Solo ante el peligro (High Noon, Fred Zinnemann, 1952). No sólo por su evidente condición de alegato contra la caza de brujas emprendida por el Comité de Actividades Antiamericanas, una labor inquisitorial con la que ambos no estaban en excesivo desacuerdo; para cineasta y estrella la película de Zinnemann cometía un pecado mayor que el de erigirse en altavoz de la discrepancia, en signo de debilidad, en paños calientes frente a la persecución del comunismo en Estados Unidos en plena Guerra Fría, cuando más contundente e inequívoco había que ser frente al poderoso adversario soviético: la película que protagonizaban Gary Cooper y Grace Kelly contravenía abiertamente las reglas básicas del western y, por extensión, de lo que debía ser el alma de América. Un sheriff no podía ser un «llorón», un tipo errabundo, dubitativo y pusilánime que buscaba, imploraba, suplicaba la ayuda de tenderos, granjeros, camareros y barberos para cumplir con su trabajo, con su obligación de defender la ley y el orden, con el mandato de convertirse en héroe. Se imponía un acto de desagravio, una recuperación de los valores clásicos del Oeste que un director extranjero había vulnerado, además con subrepticias motivaciones políticas. Río Bravo (1959) es, además de la respuesta americana a la película de Zinnemann, un compendio del universo del western, del ya existente y progresivamente agotado y del que estaba por venir. La película, además de abrir la «trilogía» (en cuanto a temática y similitudes de escenario, personajes y situaciones) que completarían El Dorado (1966) y Río Lobo (1970), sería el tercero de los «ríos» dirigidos por Hawks, que incluye, además de los mencionados, Río Rojo (Red River, 1948) (en España son cuatro, si sumamos la traducción de The big sky (1952), titulada por estos lares Río de sangre).

Resultado de imagen de Rio bravo

La película es a un tiempo canónica y atípica, pero en cualquier caso magistral. El sheriff John T. Chance (John Wayne) es sin duda un tipo íntegro, un profesional de una pieza cuyo código moral coincide a pies juntillas con la ley que ha jurado defender. Cuando encarcela por asesinato al hermano (Claude Akins) de un poderoso terrateniente (John Russell, futuro villano en algún que otro western de Clint Eastwood), este ocupa el pueblo con sus pistoleros poniendo prácticamente sitio a la oficina del sheriff, que es también la cárcel. Frente a él, Chance sólo puede oponer la ayuda de sus ayudantes, un anciano cojo (Walter Brennan) y un borracho (Dean Martin). Finalmente, cuando los esbirros del villano acaben con su patrón (Ward Bond), a ellos se unirá un muchacho (el cantante Ricky Nelson y su tupé), excelente pistolero con ambas manos, y entre los cuatro deberán hacer frente a los hombres enviados contra ellos. Precisamente aquí está la contestación a la película de Zinnemann: un anciano inválido, un borracho y un muchacho son las únicas personas que en Solo ante el peligro ofrecen su ayuda al sheriff Will Kane que interpreta Gary Cooper.

La película de Hawks expresa su canon cinematográfico a la perfección. El guion de Leigh Brackett y Jules Furthman no se somete a reglas demasiado estrictas más allá de utilizar el esqueleto de planteamiento, nudo y desenlace. Al contrario, anticipa ya la libertad total a este respecto que supondrá Hatari! (1962): coloca a los personajes en una situación límite y se dedica a desarrollar la historia a partir de las maneras en que sus personalidades chocan: la ancianidad, la embriaguez, la inexperiencia y el orgullo, la templanza y la resignación, el amor, el desencanto, la incertidumbre del futuro, la creación de una nación desde la nada. De este modo, la historia está hecha, pero Hawks y compañía todavía introducen dos elementos más: en primer lugar, la chica (Angie Dickinson), para nada el habitual personaje femenino del western (se trata de una mujer autosuficiente, jugadora profesional, que sabe arreglárselas sobradamente en un mundo predominantemente masculino); por otro lado, el ingrediente racial, la ubicación física de la ciudad en las proximidades de México, la presencia hispana, la herencia cultural y social de un territorio que hasta 1821 fue español y hasta 1848 mexicano.  Continuar leyendo «Tradición y futuro del western: Río Bravo (Howard Hawks, 1959)»

Western punk: Extraño Oeste (Libros del Innombrable, 2015)

extraño_oeste_39

Rodrigo Martín Noriega, Israel Gutiérrez Collado, Diego Luis Sanromán, Fernando López Guisado, José Óscar López, Juan Vico, Raúl Herrero Herrero e Iván Humanes son los forajidos que acechan tras los ocho relatos que componen Extraño Oeste, volumen editado por Libros del Innombrable. Su portada, híbrido de los diseños de las tapas blandas de las antiguas novelas baratas de quiosco del Oeste (Francisco González Ledesma-Silver Kane, José Mallorquí, Marcial Lafuente Estefanía) y de las criaturas que suelen surcar los universos del terror y de la ciencia ficción, y el título, que nos advierte de que el contenido versa sobre un Oeste para nada convencional, avanzan la heterogénea y sabrosa mezcolanza que esconden sus páginas: Oeste, porque en sus relatos viven y transitan caravanas y desiertos, pueblos mineros y tribus indómitas, aguerridos pistoleros y pioneros esperanzados, parroquianos de iglesia y de saloon, salteadores, bandidos, cuatreros, sheriffs, tahúres, predicadores, peones de ganado, buscadores de oro, mujeres «de la vida» y maestras de escuela. Extraño, porque en el Oeste de John Ford, Sam Peckinpah o Sergio Leone encontramos además seres mutantes, apariciones espectrales, seres dotados de insólita clarividencia, dioses ancestrales ocultos en las profundidades de las montañas, futuros desolados poblados por humanos y androides, exploraciones espaciales de universos a lo Ray Bradbury o Philip K. Dick, misteriosos escritores de fantasías o incluso maestros de lo oculto revestidos de celebridades de las artes marciales.

En esta colección de vibrantes y sorprendentes relatos se dan la mano la visión castiza y nostálgica del Oeste más ortodoxo con las parábolas apocalípticas de un reinventado porvenir, la búsqueda del mar con el terror psicológico de Stephen King, el desierto de Tabernas con holocaustos nucleares que refundan la humanidad, osamentas de vacas muertas y rifles Winchester con dioses olvidados y monstruos tentaculares, H. P. Lovecraft con Sergio Corbucci, el spaghetti-western con criaturas venidas de otros mundos, sangrientos ceremoniales del pasado con el cine de palomitas y programa doble, Blade Runner, La zona muerta, La ingenua explosiva o Caravana de paz con Oro sangriento, Los crímenes del museo de cera, Furia Oriental o Le llamaban Trinidad, John Ford con William Beaudine, en una mixtura nada chirriante y perfectamente ensamblada porque todas sus historias comparten una base, un territorio común que hace del western, del terror y de la ciencia ficción géneros hermanos: el concepto de frontera.

Fronteras físicas, ríos, montañas, valles, costas y desiertos, planetas, galaxias y sistemas solares, pero también mentales, emocionales, sensoriales, espirituales. El misterio, el terror que nace de lo desconocido, de lo temido, de lo perdido, elevado a la máxima frontera. Los relatos que conforman Extraño Oeste parten de un territorio seguro y conocido para indagar más allá, subvertir las reglas y los compartimentos de los géneros para cruzar la frontera de lo inusual, de lo inesperado, de lo chocante, de lo desconocido, para adentrarse en inexploradas oscuridades de la imaginación en un tiempo en que las cartografías digitales han revelado todos los secretos y misterios de nuestro mundo, de una realidad en la que ya no queda nada que explorar. El culto al misterio, a la eterna búsqueda, a la búsqueda interior y exterior de nosotros mismos y de nuestro entorno, el ser humano revisitado por la imaginación, el humor y el divertimento, y la advertencia, como en toda buena ciencia ficción, que implica recrear otros mundos para hablar del nuestro, componen los pilares centrales de un libro de relatos que no se lee; se absorbe, se piensa, se ríe y se siente. Pero que, sobre todo, se disfruta. Un Extraño Oeste que, aunque es muchas más cosas, no deja de ser, ni por un momento, nuestro Oeste de siempre.

Música para una banda sonora vital – Django (Sergio Corbucci, 1966)

django_39

El auténtico, el genuino Django, es hispano-italiano, y su autoría se debe a los hermanos Corbucci, Sergio y Bruno, el alma de spaghetti western en dura competencia con el mismísimo Sergio Leone. Protagonizada por Franco Nero, el éxito de esta película, prohibida en el Reino Unido por su carácter ultraviolento (de ella, ni más ni menos, extrajo Quentin Tarantino, además de una película del doble de duración que su inspiración, la famosa secuencia de Reservoir dogs donde le rebanan la oreja a un policía), dio origen a una saga en la que el personaje del pistolero que arrastra un ataúd y acaba con todo lo que se mueve fue interpretado por varios actores después de que Nero se hartara del papel y buscara abrir nuevos caminos en su carrera (con Luis Buñuel, por ejemplo, en Tristana, cuatro años más tarde). Entre ellos, el «mítico» Terence Hill, con el que la serie, cada vez más autoparódica, no tardaría en convertirse en otro tipo de saga muy distinta cuando coincidió en pantalla con Bud Spencer.

Tarantino también fusiló, literalmente, su música, obra de Luis Enrique Bacalov. Como homenaje, claro.

Música para una banda sonora vital – La muerte tenía un precio (Per qualche dollaro in più, Sergio Leone, 1965)

La muerte tenía un precio_39

La «trilogía del dólar» de Sergio Leone no sería lo mismo sin las partituras de Ennio Morricone. Una vez más, en esta ocasión con el añadido decorado de un surtido internacional de carteles de clásicos del western.