Picaresca en el infierno: El capitán (Der Hauptmann, Robert Schwentke, 2017)

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De vuelta a Alemania, tras años de perder el tiempo filmando casquería comercial en Hollywood, Robert Schwentke ha filmado su mejor película, a decir verdad, su única película relevante. Coproducida con Francia y Polonia, El capitán se basa en un hecho real para narrar la odisea personal de Herold, un joven soldado alemán de 19 años (Max Hubacher), desertor en los últimos días de la Segunda Guerra Mundial, en cuya historia en persecución de la supervivencia se filtra una de las más devastadoras paradojas del ser humano: convertirse en aquello de lo que, en teoría, se está huyendo. Perseguido por sus antiguos camaradas de armas para, como dicen las ordenanzas, pagar su deserción con la muerte (aunque en una forma que recuerda más a la caza del hombre que a un prodecimiento disciplinario militar), el azar quiere que en un vehículo militar abandonado encuentre el equipaje y los pertrechos de un capitán de la Luftwaffe, la fuerza aérea alemana. Las ropas que en un principio le sirven únicamente para protegerse del frío de las últimas semanas de invierno, sin embargo, producen un resultado muy distinto. Descubierto con su nueva indumentaria por un soldado extraviado (Milan Peschel), este solicita ponerse a sus órdenes, reparar el vehículo y acompañarle en su misión, sea cual sea esta. El uniforme proyecta un doble efecto: hacia el exterior, y a pesar de la juventud y la naturaleza aparentemente frágil de Herold, constituye uno de los últimos destellos de un régimen, el III Reich, que en aquel momento ha adquirido la forma de un puñado de soldados andrajosos, de abrigos deshilachados y botas destrozadas, faltos de víveres y de munición, que campan por los bosques alemanes, hambrientos y sucios. Algunos de ellos, faltos de iniciativa, perdidos, desmoralizados, hartos de deambular sin objeto ni sentido, impacientes de que la pesadilla acabe de una vez, no vacilarán en cobijarse bajo su autoridad para dotar a sus días de cierto orden. Hacia el interior, el uniforme impregna al joven desertor de una personalidad nueva: acostumbrado a obedecer, al maltrato de los oficiales, a ser carne de cañón, a la barbarie y la violencia que ha sufrido como tropa de a pie, Herold descubre la guerra vista desde el otro lado, desde el mando, desde el poder que se ejerce sobre los demás, desde la administración de la vida y la muerte. El uniforme se convierte en una droga, en un poder más fuerte que la voluntad, en un generador de horror por sí mismo más avasallador que sus peores fantasías previas. La lucha por la supervivencia, la picaresca de quien hasta entonces subsistía robando en granjas, comiendo hojas y matando pequeños animales, deriva en infierno particular, en apoteosis del horror, en venganza personal y en fábrica de muerte. La preservación de su nueva identidad y de sus privilegios (camas con sábanas limpias, comida caliente, atención, obediencia y sumisión) le obliga a una huida hacia adelante que convierte al joven soldado en la misma bestia que pocos días antes intentaba acabar con él, mientras el país está a punto de derrumbarse ante los aliados. Nada hay, ningún valor, ideal o principio, mayor ni más importante que la propia supervivencia, aunque eso implique asesinar a pobres desgraciados, a muertos en vida, a aquellos que no cuentan.

El pícaro del inicio, el impostor, el suplantador de personalidad que difícilmente engaña a unos soldados que le siguen por conveniencia (se protegen bajo la autoridad de un falso oficial que sería quien pagara los platos rotos en caso de ser descubiertos por la policía militar), da paso a la bestia. Herold ejerce así de metáfora del devenir de la sociedad alemana del periodo 1933-1945, de los consentidores del horror y de quienes militaron fervientemente en él, por convencimiento o por perturbación. La conclusión de la película, el desenlace del personaje una vez que es descubierto por el ejército, resulta en este punto tan brillante como pesimista, de un pragmatismo tan lúcido como desgarrador. La guerra, la barbarie, el horror, tienen su propia escala de valores, sus propios principios, y el primero de todos ellos es vivir. Como sea, a costa de lo que sea. Cada situación en la que Herold teme ser descubierto precisa de una demostración de su compromiso con el régimen y con la muerte, con el terror y con la violencia. De cada encrucijada de miedos propios emerge Herold mutado en carnicero, en un ser brutal sin escrúpulos ni sentimientos. Herold es la Alemania de la Depresión, la del Reich, la de la guerra y la de la derrota, pero también la de la reconstrucción y la del futuro. A este respecto, los créditos finales, con la unidad de desarrapados que dirige Herold circulando por una ciudad moderna, entre vehículos actuales, con sus uniformes nazis y sus armas, parando a la gente en la calle y pidiéndoles su documentación, resulta de lo más ilustrativa. El horror no se crea ni se destruye, solo se transforma. Continuar leyendo «Picaresca en el infierno: El capitán (Der Hauptmann, Robert Schwentke, 2017)»

Tensión y suspense a bordo: Morituri

En 1942 un carguero alemán parte de Japón con destino a Burdeos en un desesperado intento por transportar al frente europeo una gran cantidad de toneladas del imprescindible caucho que la Wehrmacht necesita para sus operaciones de los próximos meses, en los que se va a dilucidar el futuro inmediato de la guerra, con las inminentes batallas de El-Alamein y Stalingrado en el horizonte. La misión no es sencilla, porque consiste básicamente en cruzar el mundo de parte a parte a través de aguas enemigas, los océanos Pacífico y Atlántico. Sin embargo, los aliados tampoco andan muy sobrados del material, y habiendo tenido conocimiento del envío, aspiran a hacerse con él, con lo cual no les basta con acosar al barco o incluso atacarlo y hundirlo, ya que el protocolo de actuación germano incluye la oportuna colocación de varias cargas explosivas estratégicamente situadas en la estructura del buque que permitan su voladura en caso de riesgo inminente de captura por el enemigo. Por ello es preciso que un agente infiltrado consiga inutilizar esas cargas antes de que los destructores norteamericanos se lancen en la persecución del Ingo, el barco alemán del que dependen los abastecimientos de caucho de Hitler.

Admitiendo la debilidad argumental de la premisa, así como, en general, de los puntos de partida de la trama, cabe reconocer, sin embargo, que Morituri, dirigida en 1965 por Bernhard Wicki, autor, entre otras, de la magnífica El puente (1959), y codirector de la superproducción bélica El día más largo (1962), consigue sobradamente su objetivo, esto es, crear una historia de tensión y suspense no exenta de crítica política y existencial y de un profundo mensaje antibelicista, aderezado con un notable estudio psicológico en cuanto a la evolución de personajes y situaciones en un entorno cerrado dentro del amenazante marco de la Segunda Guerra Mundial y, en concreto, del frente del Pacífico. Lo que más interesa a Wicki y a su guionista, Daniel Taradash, inspirado en la novela de Werner Jörg Lüddecke, es la convivencia de personajes tan diferentes en un espacio único en el que se reúnen de manera obligatoria, sin escapatoria posible y sin opción de abandono, y en cómo los distintos acontecimientos introducen en sus vidas elementos de presión casi casi irresistibles que les mueven a comportamientos extremos, al límite de la vida o la muerte: el capitán del barco (Yul Brynner) es un hombre desencantado, alejado de fanatismos políticos y guerreros que, bajo sospecha de incapacidad debida a que su último barco fue hundido mientras él estaba borracho, es amenazado por el alto mando alemán con represalias sobre su hijo, oficial en un submarino en el Mar del Norte, en caso de fracaso en su misión; Crain (Marlon Brando), es un alemán de orígenes aristocráticos que tras desertar se ha escondido en India y que, descubierto por los británicos, es obligado por un general (Trevor Howard) a introducirse como pasajero entre la tripulación bajo la falsa identidad de un responsable político del partido nazi a fin de asegurarse la desactivación de las cargas; Kruse (Martin Benrath), un nazi convencido, junto a otros miembros de la tripulación, lamentan encontrarse lejos del frente en una misión residual; en cambio, una parte de la tripulación está constituida por prisioneros políticos e individuos bajo sospecha que están permanentemente vigilados y, por otro lado, ansiosos de escapar… Al puzzle se añaden unos invitados sobrevenidos: un submarino japonés que ha hundido un buque norteamericano traspasa sus prisioneros al carguero alemán, entre los que se encuentra Esther (Janet Margolin), una joven judía.

Más allá de las limitaciones narrativas del argumento (la debilidad de la premisa o de aspectos tales como la forma en que los británicos podrían conseguir introducir en un barco alemán anclado en territorio enemigo a un espía haciéndolo pasar nada menos que por responsable político del partido nazi), Wicki se maneja acertadamente en un triple aspecto. Continuar leyendo «Tensión y suspense a bordo: Morituri»

CineCuentos – La tumba de Pasha ‘el perdedor’

En un rincón apartado y descuidado del Memorial Mamayev Kurgan de Volgogrado hay una tumba sin nombre apenas visible bajo la capa de tiempo que ha ido amontonándose sobre ella. Pero, según me cuenta Irina, la traductora sin cuya ayuda estaría perdido en mi viaje, Vasili, el anciano achacoso y encorvado que, luciendo orgulloso sus medallas descoloridas y oxidadas en el bolsillo de su raída americana oscura, hace de cicerone por este monumento al horror y la muerte, jamás deja de enseñarla a quienes, cada vez en menor número, se acercan a rendir homenaje a los dos millones de espectros de un pasado que nutre nuestro presente. Síganme, síganme, va repitiendo mientras asciende por la colina con un ánimo y una fuerza impropios de su edad en dirección al último muro de ladrillo que separa el complejo funerario de la hermosa pradera de flores silvestres que brotan para honrar los recuerdos, justo al otro extremo de la impresionante figura de piedra que, representando a la Madre Patria, desde lo alto de la colina, blande una enorme espada al cielo ruso. Al llegar por fin junto a la tumba, apenas una baldosa cuadrada de ni un metro de lado cubierta de césped y hierbajos, Vasili se detiene y nos observa curioso y divertido. ¿Sabe quién descansa aquí?, pregunta por la dulce voz de Irina. Aguarda con su sonrisa metálica y desdentada que me dé por vencido y entonces añade: el buen Pasha, el hombre cuya desgracia salvó mi vida.

A los diecisiete años, relata el anciano a través de Irina, yo había matado ya a media docena de hombres, casi todos alemanes, pero nunca había besado a una chica. Cuando llegué en el invierno del 42 no me hacía ilusiones de que fuera a salir de aquí con vida; nadie se las hacía. Pensé que moriría sin sentir los labios de una joven contra los míos, el calor de su cuerpo, la tensión de sus muslos… Y casi estuvo a punto de ser así, si Pavel, porque ya no era tan joven como para seguir llamándolo Pasha, no se hubiera cruzado en mi camino. Y jamás hubiera venido a Stalingrado a encontrar la muerte en mi lugar si, muchos años atrás, Larissa no le hubiera abandonado por Yuri Zhivago.

El viejo notó mi sorpesa cuando escuché por boca de Irina el nombre de Zhivago. La novela de Pasternak, la película de David Lean, con Omar Sharif, Julie Christie, bellísima, Alec Guinness, Rod Steiger… Una historia de amor ambientada en la Revolución Rusa y la posterior guerra civil, rodada en buena parte en Soria y con equipo y actores españoles. Pero, yo al menos, desconocía que la obra de Pasternak estuviera basada en personajes reales, de carne y hueso, personas a las que él hubiera podido conocer y tratar, y mucho menos que, a la larga, su historia fuera a desembocar entre las ruinas de Stalingrado, hoy Volgogrado, en el invierno de 1942-43, con la derrota de Paulus y el principio del fin del III Reich. Además, por lo que yo recordaba, Pasha había muerto mucho antes, se había suicidado al enterarse de la marcha de Lara con Komarovski o, capturado en la guerra civil por los rusos blancos, había logrado matarse antes de que lo fusilaran cerca de Yuriatin. Por supuesto, me dispuse a escuchar con la mayor atención todo lo que el anciano tuviera a bien decir mientras intentaba hacer memoria y recordar quién daba vida a Pasha en la película, el jovencito con gafas redondas y gorra a lo Trotski que, enamorado de Lara, la hermosa Lara, volcaba en la causa bolchevique toda su frustración, el desamor acumulado durante años… Sí, recordé al fin, Tom Courtenay. Un revolucionario por amor, quién lo diría viendo a Lenin o Stalin, a Beria o Molotov, los crímenes de Magadán o Kolymà.

Pero el viejo no dijo nada más. Hizo el signo ortodoxo de la cruz y ya daba media vuelta cuando, con la ayuda de Irina, le pedí que me contara algo más de Pasha. Pavel Antipov, se limitó a contestar, un perdedor. Se hizo bolchevique para olvidar el amor, dio lo mejor de su vida por una causa que creyó justa pero que terminó por desengañarle como a todos, para terminar aquí, uno más entre millones de fantasmas, sin nadie que lo recuerde, que sepa que, si Lara le hubiera amado, si él hubiera dedicado su vida a hacerla feliz, yo llevaría años muerto. Él me salvó, ni siquiera se sacrificó por un general, por el partido o por la patria; lo hizo por un humilde y desconocido carpintero de Novosibirsk. Gracias a él sobreviví a Stalingrado, y a Varsovia, y al frente húngaro, y al cruce del Elba, y a la toma de Berlín. Gracias a él me casé con una buena mujer, trabajé décadas en una fábrica de tractores. Gracias a él tuve dos hijos que ahora se ganan la vida en occidente…

¿Cómo ocurrió? ¿Cómo le salvó la vida?, le preguntó Irina traduciendo mis palabras. ¿Qué más da?, contestó. En la guerra ocurren esas cosas continuamente. A nadie le importan de verdad los Pavel Antipov de este mundo, sólo a mí. Ni siquiera quien relató su historia tuvo el detalle de dejar constancia para la posteridad del digno y heroico final que tuvo. Perdió su amor, perdió su vida y ha perdido hasta el recuerdo.

Tras limpiarse las lágrimas con un pañuelo sucio y lleno de agujeros, sacó algo del bolsillo de su americana, un libro pequeño y de pocas páginas. Trabajosamente, se inclinó sobre la tumba y lo colocó encima sujeto con una piedra. Sin más, echó a andar colina abajo.

Un momento después, levanté la piedra y ojeé el libro, una vieja edición de los poemas de Yuri Zhivago. En la primera página, la fotografía de una hermosa mujer de rasgos delicados, rubia, con el pelo recogido. Al pie, un texto. Irina lo leyó: «Larissa Fiodorovna Guishar». Lara Antipovna.