La tienda de los horrores – Iron Man (2008)

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El Hombre Sardina vs. El profesor Bacterio. Este título sería sin duda menos glamuroso pero más exacto con el contenido de este megabodrio titulado Iron Man y dirigido por un tal Jon Favreau, insignificante autor de películas de cacharrería insulsa en cuyo contenido el volumen de las explosiones es inversamente proporcional a la cantidad y calidad de la inteligencia y de buen gusto vertidos en ella. El prácticamente unánime (y, por eso mismo, sospechoso) aplauso de la crítica no esconde que se trata de una de tantas películas de superhéroes, adaptación de un tebeo de Stan Lee (que tiene un papelito en la película) con el sello Marvel, en las que sus supuestas notas positivas no son más que antojos publicitarios, amplificados por los corifeos de turno, que no se corresponden más que con un vacío pretenciosamente llenado de humor banal, falsos traumas, tensión hueca, parafernalias y petardeces visuales, y dramatismo de chichinabo. Es decir, lo habitual en una película de superhéroes basada en tebeos.

Como siempre, partimos de una arquetípica y pobrísima explicación de la realidad de las cosas (incluso de las ficticias), ese gran absurdo que supone el combate entre el Bien y el Mal, y de un multimillonario -porque, claro, ser superhéroe cuesta una pasta porque cotiza el máximo en la Seguridad Social- que abomina de lo que representa el capitalismo especulativo y se dedica a hacer el bien sin mirar a quién (eso sí, sin dejar de ser multimillonario y vivir como tal, faltaba más). Exactamente lo contario de los promotores de los tebeos y de la película, que renuncian, claro está, a ganar dinero y hacerse millonarios con ellos… En este caso, el pecado va incluso más allá. Porque el amigo Tony Stark (Robert Downey Jr.) es un bon vivant, frívolo, bebedor, pendenciero y burlón, al que se la trae floja enriquecerse ideando armas y comerciando con ellas, siendo un adalid de la autodestrucción del ser humano. No hay ética ni principios. En esas está cuando, durante una patrulla americana por Afganistán, es capturado, no sin antes hacerse con un «corazón» nuevo. Para huir, crea la Sardina Humana, una armadura de hierro a la que acopla armas como gadgets y con la que le da estopa a los talibanes, que son malísimos. Por supuesto, la película no dice nada que quiénes son los talibanes, quién les llevó al poder en el país y quién los estuvo armando durante años para que lucharan contra los rusos, ni, por supuesto menciona a un cachorro llamado Bin-Laden como agente americano al servicio de la guerra santa anticomunista… Pero claro, es una película de superhéroes: se ponen los calzoncillos por fuera, po tanto, no se les puede exigir que tengan cerebro y mucho menos que lo usen…

Así las cosas, pues el multimillonario decide salvar el mundo, qué narices, y para eso crea una Sardina Humana perfeccionada que dispara mejor que cualquier tanque, vuela más alto y más rápido que cualquier avión, y ametralla que no veas. Todo eso sin que el peso le impida moverse como un gimnasta olímpico en una piscina de bolas. Y es que la experiencia afgana lo ha hecho un hombre bueno y sensato, que cambia de vida radicalmente. Pero, claro está, tiene que haber un malo maloso, que es su socio empresarial (Jeff Bridges), que también vende armas y es malo, no como Stark, que vende armas pero es bueno. Y más buena todavía es su asistente-chica para todo (Gwyneth Paltrow), con la que se abre la puerta a la habitual tensión sexual no resuelta, aunque los dos son ya talluditos para andarse con los tontunos remilgos santurrones con los que el guión los retrata. La bella se verá amenazada, y el bueno se carga al malo. El multimillonario sigue siendo multimillonario, los malos siguen siendo malos, y que viva América. Fin de la historia. Continuar leyendo «La tienda de los horrores – Iron Man (2008)»

La tienda de los horrores – El motorista fantasma

Pues no, El motorista fantasma no es el título de la autobiografía de Nicolas Cage, aunque bien podría serlo; no sabemos en qué grado se considera motero, pero sí que es un fantasmón de la peor especie de entre todos los que han aparecido en la pantalla de cine, o incluso fuera de ella. Sin embargo, en justicia, la última tienda de la temporada tiene que estar dedicada, y por todo lo alto, a quien más momentos de gloria ha dado, y seguirá dando, a esta sección escrita desde la perplejidad y la mala leche. En este caso, para juntar el hambre con las ganas de comer, tenemos a Cage protagonizando una horrorosa adaptación -una más- del mundillo del tebeo norteamericanoide, en concreto de su matriz principal, la Marvel, que tanta bazofia convertida en filme ha copado en las carteleras de medio mundo a golpe de talonario y de vaciado de neuronas.

Johnny Blaze (Nicolás Jaula) hace un pacto con el diablo (Peter Fonda, cuya filmografía transcurre entre moto y moto), así, como quien no quiere la cosa, el día que se entera de que su padre está mortalmente enfermo, para protegerle a él y de paso a su joven y virginal novia, Roxanne (Eva Mendes). Como, a diferencia de los diablos de verdad, los de los Consejos de Administración (o de Ministros), el diablo de los tebeos tiene palabra y cumple los pactos, le exige a Johnny que haga su parte, que consiste, básicamente, en la busca y captura de demonios díscolos, de diablillos corruptos (¿¿¿¿¡¡¡¡!!!!????). Claro que eso lo hace por las noches, porque en «prime-time» el tío es un temerario acróbata de motos que, como tiene bula con Luzbel, no teme hacer las insensateces más bestias a lomos de su burra porque no tiene nada que perder excepto una vida que depende de los deseos del demonio. Vamos, lo que se dice una vida agitada.

La película pronto rompe con la mayor de las expectativas que despierta. El motivo estético del filme, cómo las llamas devoran al personaje cada vez que se cabrea, especialmente su cabezón, y que llevan a desear que en algún momento lo frían vuelta y vuelta, en plan barbacoa, y que se retire del negocio, se ve traicionado al instante, porque los retoques digitales flamígeros, que parecen pintados con rotulador fosforito, resultan tan vacíos y acartonados que no llegan ni a mascletá. Así que, asumiendo que Cage sobrevivirá a la retahíla de mamarrachadas y delirios que componen el guión, vale la pena concentrarse en el cúmulo de paridas que acumulan los ciento cinco minutos de metraje de esta castaña motorizada. La premisa inicial parece ser elevar un monumento a la sandez hecha cine, pero además regodeándose de ello. La abrumadora mayoría de los diálogos, postizos, con una solemnidad de cartón piedra, pronunciados con toda seriedad, rigor y dramatismo pero de una profunda naturaleza de corte absurdo, ridículo, risible, hacen pensar en si Mark Steven Johnson no es un cachondo mental y se ha dedicado a hacer una parodia del cómic, y no una adaptación con pretensiones e ínfulas serias.

Elementos a considerar «favorablemente»: alguna que otra escena de acción, aunque casi todas son una fantasmada de las que no se permiten ni las de James Bond; la presencia de Eva Mendes, perchero que solo puede aportar eso, presencia física, porque como actriz habrá que juzgarla el día que haga algo que se pueda calificar como actuación; algún que otro diálogo con el que carcajearse gracias a su patetismo y su estupidez intrínsecas; por último, la fastuosa ridiculez de algunos de sus momentos, situaciones e imágenes. La caracterización de Peter Fonda no es la menor de ellas, pero es que la permanente cara de asomado de Nicolas Cage, la inexistencia de una trama ordenada y contada con cierta gracia, la escasez de momentos verdaderamente dramáticos o cómicos, y la tontería general que imprime el conjunto, rebozada de una solemnidad de baratillo, convierten al film en una colección de fotogramas, efectos especiales y dibujos de cómic que despierta un asombro -en negativo- difícil de digerir. Cage pocas veces ha estado más odioso (el título lo tiene la película Ojos de serpienteSnake eyes-, Brian de Palma, 1998), la Mendes, como si no, Fonda, que parece una silueta de cartón piedra de su personaje envejecido de Easy rider, y la atmósfera general, ese mundo de espectáculos ambulantes, las carreteras desérticas, las noches cerradas cruzadas por llamaradas y la persistencia de las hogueras, que casi hacen de la película la noche de San Juan, contribuyen a crear lo que los matemáticos llaman un conjunto vacío.

Una chuminada realmente imposible de tragar, de la que, en la mejor tradición del cine reciente, se ha hecho una secuela, probablemente más estúpida, inútil e intrascendente que ésta, que ya es decir. Con todo lo dicho, el mayor pecado, sin embargo, viene de la traición que la película supone a la idiosincrasia del tebeo, a su espíritu de rebeldía, a su irreverencia, a su voluntad por ofrecer personajes e historias que contravengan los tópicos, que resulten complejos, contradictorios, que buceen en las dudas y contradicciones del ser humano. La película vacía la historia de cualquier connotación racional o cerebral, la despoja de todo valor o ideario y la convierte en un producto de acción y efectos especiales ramplonamente convencional, simplón, facilón, ligero y olvidable. Peor que una adaptación de un tebeo a la pantalla es aquella que no sabe adaptar y que se limita a caricaturizar.

Acusados: todos
Atenuantes: el humor involuntario
Agravantes: el humor involuntario
Sentencia: culpables
Condena: introducción de cerillas de chimenea empapadas en queroseno por el conducto rectal y degustación a punta de pistola de varios kilos de tabasco, chile, guindillas y demás picantes y erosionantes digestivos…