La tienda de los horrores – El conquistador de Mongolia (The conqueror, Dick Powell, 1956)

El conquistador de Mongolia_39

Visto el resultado de El conquistador de Mongolia (The conqueror, Dick Powell, 1956) cabe deducir que fue concebida y ejecutada en estado de embriaguez colectiva, o bien que la filmación en los desiertos de Utah cercanos a las áreas que el ejército americano utilizaba para experimentar con explosiones atómicas se contagió de un efecto colateral de la radiación que condujo inevitablemente al rodaje de un churro en toda regla. No hay más que ver a John Wayne maquillado como oriental (su caracterización más absurda, a la que se suma aquella cinta religiosa en la que interpretó a un centurión romano), o pensar que Susan Hayward, actriz de piel blanca, ojos verdes y melena pelirroja, de genes indiscutiblemente irlandeses, pudiera pasar por princesa tártara. Por no hablar del mexicano Pedro Armendáriz como más leal escudero de Temujín, el futuro Gengis Khan, que es de quien va la película.

El caso es que la historia tiene una vertiente seria: como es sabido, un altísimo porcentaje de miembros del equipo técnico y artístico de la película, empezando por el trío protagonista (Wayne, Hayward, Armendáriz) y el director (Powell), terminaron desarrollando cánceres que les costaron la vida (en el caso del actor mexicano, se mató de un disparo antes de que la enfermedad siguiera su curso), probablemente como efecto de la radiación nuclear soportada durante este rodaje. Más allá de este trágico detalle, todo en la película resulta involuntariamente cómico, incluso descacharrante. En primer lugar, por la increíble elección de un reparto con el que la RKO, cuya desaparición se explica por proyectos como este, buscó la comercialidad sin pensar en el ridículo (Wayne y Armendáriz, los pobres, aunque no son los únicos, son risibles); en segundo término, porque el guión es una castaña infumable, llena de tópicos y lugares comunes, sin tensión narrativa ni dramática de ningún tipo, sin nada original que rescatar; por último, las penosas localizaciones elegidas: la arcilla anaranjada salpicada de verdes matojos y los montes de arenisca recortados contra el cielo azul del horizonte remiten directamente al western, e impiden situar con credibilidad en tal escenario las hordas tribales de los guerreros nómadas tártaros y mongoles.

La historia, además, elige la parte de la biografía de Gengis Khan menos interesante. Porque, a pesar del título original y de su traducción española, en esta película Temujín (el nombre del personaje antes de alcanzar su imperial trono) no conquista nada. Al revés, le dan más palos que a una estera. Si acaso, lo único que conquista, y no se sabe muy bien cómo o por qué, porque al principio la moza está más bien por la labor del descuartizamiento del chavalote, es a la tártara pelirroja, que se encandila de él en el momento más difícil, es decir, cuando Temujín está a merced de sus enemigos, nada menos que el padre y el prometido de la susodicha. El tercer lado del triángulo, el fiel Jamuga (Armendáriz), resulta que no es del todo fiel en ningún sentido, tampoco se sabe por qué: lo mismo se pone como una moto con la pelirroja que, llegado el momento, vende a su querido hermano a sus enemigos, al mismo tiempo que le salva el culo, lucha a su lado, le salva la vida, lo traiciona otra vez… Vamos, que duda más que Descartes. Continuar leyendo «La tienda de los horrores – El conquistador de Mongolia (The conqueror, Dick Powell, 1956)»

Diálogos de celuloide – Odio entre hermanos (House of strangers, Joseph L. Mankiewicz, 1949)

odio entre hermanos_39

En el viejo continente, un chico y una chica se comprometen. Esperan un año, dos años. Se casan cuando se aburre el uno del otro. En los Estados Unidos es diferente. Se casan enseguida y después se aburren.

House of strangers. Joseph L. Mankiewicz (1949).

 

Western aventurero de Henry Hathaway: El jardín del diablo

Las mujeres hermosas hablan la misma lengua en todo el mundo.

¿Y las feas?

No las escucho.

Fiske (Richard Widmark) en El jardín del diablo

Cuando uno tiene la suerte de disfrutar de El jardín del diablo (Garden of Evil, Henry Hathaway, 1954) no puede evitar llegar a la conclusión de que, con los años, el cine de aventuras ha empequeñecido tanto como las pantallas en las que se proyecta actualmente. No hay duda de que habrá quien califique esta película de pequeña, de western rutinario, artesanal, normalmente los mismos que pierden el culo por la última bobada de superhéroes de cómic que llegue a la cartelera. Y sin embargo, este western de aventuras dirigido por Henry Hathaway, uno de los más importantes y más cualificados directores todo-terreno (abominamos de la definición de «artesanos») de la época dorada del Hollywood clásico, poseedor de una filmografía enorme, repleta de títulos fenomenales y que, especialmente en el western, era considerado (quizá junto a Howard Hawks o Anthony Mann) como la mejor alternativa a John Ford, es una película vibrante, vigorosa, absorbente y no carente de peculiaridades psicológicas y temáticas que la dotan de algo más que acción y aventura. La premisa no puede ser más convencional, la coincidencia de un grupo de personas de caracteres diversos en una misión común a realizar en un entorno exótico presidido por la amenaza de indios hostiles; la ejecución no puede ser más excelente.

Un barco de vapor se acerca a Puerto Miguel, un pequeño pueblo de la costa mexicana, para reparar una avería. Tres de los pasajeros que viajan en el barco camino de un yacimiento de oro (se supone que californiano, estamos por tanto en 1848-1850), Hooker (Gary Cooper), un pistolero de enigmático pasado, Fiske (Richard Widmark), un jugador que huele el dinero fácil, y Daly (Cameron Mitchell), un entusiasta convencido del gran porvenir que le espera, desembarcan para estirar las piernas y tomar unas copas de mezcal. A la cantina del pueblo (tras un par de canciones en español de Rita Moreno) llega una mujer blanca, Leah Fuller (Susan Hayward, luciendo falda-pantalón y cartuchera al cinto), en busca de ayuda para rescatar a su marido, sepultado por un corrimiento de tierras en la mina de oro que poseen en territorio apache, en unas tierras sagradas que llaman El jardín del diablo. Cada uno, por unas razones distintas que no ocultan una razón común a los tres, decide acompañar a la mujer en el rescate de su marido, acompañados por un lugareño, Vicente (Víctor Manuel Mendoza), a diferencia de sus compañeros, más interesado en el oro que en la mujer.

Una vez planteada la trama, la historia consta de tres segmentos: la ida, la estancia y la vuelta. El camino a la mina son los minutos de la cinta más ligados a la aventura. Un viaje a través de unos bellísimos parajes mexicanos, fotografiados maravillosamente en Technicolor por Milton Krasner, que hace resaltar la grandiosidad interminable de las montañas, los bosques y las llanuras para potenciar la sensación de exposición del pequeño grupo a los rigores y los riesgos del trayecto, en especial ese tránsito a caballo por una estrecha cornisa montañosa abierta a un profundo abismo que supone el único acceso al territorio indio (y la célebre secuencia del salto a caballo del único tramo de esa cornisa que se ha hundido). Durante esta fase de la película, el guión de Frank Fenton y la pericia en la dirección de Hathaway no sólo avanzan buena parte de las situaciones y peligros que van a tener lugar en el metraje posterior, sino que caracterizan a la perfección a los personajes gracias a su distinta actitud ante los avatares del camino. Así, vemos a Vicente marcando la ruta para recordarla, supuestamente con ansias de repetir la expedición con algo más que unas alforjas para acercarse a la mina; sabemos que Daly desea a Leah, y también que Hooker, fuera lo que fuera en el pasado, es un tipo íntegro y legal, que corrige a Daly en sus excesos con una buena paliza pasada por las brasas. Por último, Fiske inicia una relación curiosa con Hooker, de comprensión mutua y de rebelión ante su, según él, manía de dirigir el grupo (de la que se extraen datos que pueden explicar al espectador el posible pasado del personaje).

Tanto en este pasaje como en el capítulo central, la llegada a la mina y el hallazgo del marido, el factor dramático predominante consiste en la rivalidad masculina por la mujer, y también en la utilización por parte de ella de todas las armas femeninas a su alcance con tal de conseguir sus fines; Continuar leyendo «Western aventurero de Henry Hathaway: El jardín del diablo»

La tienda de los horrores – Caravana hacia el sur

Henry King es uno de los directores clásicos de la edad dorada de Hollywood. Con una carrera que transita entre el periodo mudo de los años veinte y los primeros años sesenta, su filmografía destaca por resultar tan heterogénea como mediocre. En ella abundan los títulos de aventuras (El cisne negro, El capitán de Castilla, El capitán King), las intrigas ligeras (María Galante), los melodramas (La colina del adiós, Esta tierra es mía), los bélicos poco memorables (Un americano en la RAF, Aguas profundas, Almas en la hoguera), alguna que otra adaptación de Hemingway (Las nieves del Kilimanjaro, ¡Fiesta!), relatos bíblico-religiosos (La canción de Bernadette, David y Betsabé) y otro puñado de películas de corte histórico, westerns y casi cualquier otro género. Una de las películas por las que convendría echarle de comer aparte es Untamed, titulada -absurdamente, una vez más- en España, Caravana hacia el sur.

La cosa no hay por dónde cogerla por el empeño de King y su equipo de media docena de guionistas (el más destacado, Talbot Jennings, y digo yo: ¿pa’ qué tantos? ¿Pa’ esto?) en convertir la historia en un híbrido entre el cuento de hadas y amores imposibles en un marco aristocrático de su comienzo y el western más típico en su desarrollo y conclusión, consistiendo el único sello distintivo en trasladar la acción a Irlanda y Sudáfrica, en lugar de ceñirse al clásico Oeste de toda la vida, sin que el cambio geográfico consiga impregnar el metraje de ninguna novedad o matiz propio ni tampoco sirva para dotar a la historia de temas, visiones o profundidad ligada a su novedosa localización. Parte de la responsabilidad del tibio -tirando a gélido, a pesar de los calores africanos- resultado final es la atribución del protagonismo, cosa del viejo sistema de estudios, a Tyrone Power, al que King utilizó como protagonista de sus historias de romance y/o aventuras nada menos que una decena larga de veces. El caso es que se todo se desvirtúa por la manía de King en presentar los temas y situaciones de manera edulcorada.

Para empezar, el segmento inicial, casi a modo de prólogo, que transcurre en Irlanda a mediados del siglo XIX, justo cuando algunas familias de bien de la isla (por supuesto, ligadas a los ocupantes ingleses) vienen a menos por culpa de la crisis y las hambrunas derivadas de la plaga de las patatas. La película empieza con la clásica escena de caza propia de los entornos anglosajones aristocráticos (ellas montando de lado, a lo amazona, con vestido largo; ellos con casaca roja, botas y gorrito ridículo), el mismo donde se desarrolla el inicial desencuentro y posterior romance de Paul Van Riebeck (Tyrone Power), un rico, cómo no, comerciante bóer de origen holandés, y Katie (Susan Hayward), no menos rica (inglesa, por tanto) dama de alta sociedad irlandesa. La marcha de él a su país viene sucedida por el matrimonio de ella -por despecho o por comodidad, viendo el devenir del personaje en el filme casi hay que pensar en lo segundo, casquivana que es la tía…-, con Shawn, un irlandés de origen británico de su mismo estatus y alcurnia. King omite cualquier referencia, siquiera tangencial, a la cuestión de la ocupación británica de Irlanda o a las hambrunas y las políticas de los ocupantes para exterminar a la población autóctona aprovechando la carestía. El único efecto de la crisis es que la familia de Katie viene a menos, sus mansiones son vendidas, sus campos son abandonados, y ha de buscar una salida, como millones de irlandeses mucho menos afortunados (de los que la película no dice ni mú), en la emigración. ¿Y dónde va? Pues claro: a Sudáfrica, tierra de oportunidades. Continuar leyendo «La tienda de los horrores – Caravana hacia el sur»

Diálogos de celuloide – Las nieves del Kilimanjaro

snows-of-kilimanjaro1.jpg

TÍO BILL: Beatriz, hay algo de divinidad en ese nombre. Dante, ¿te acuerdas?

CONDESA: Sí tío.

TÍO BILL: Mi querida muchacha ¿es usted divina?

BEATRIZ: Oui, monsieur.

TÍO BILL: Lo suponía.

The snows of Kilimanjaro. Henry King (1952).