Diálogos de celuloide: Gritos y susurros (Viskningar och rop, Ingmar Bergman, 1972)

-¡Ven aquí! Ven. ¿Ves tu imagen en el espejo? Eres bella. Tal vez más bella que hace unos años. Pero algo ha cambiado y quiero que lo veas. De tus ojos se desprende una mirada calculadora. Antes mirabas abierta y directamente, sin disimulo. En tu boca se percibe una mueca de desagrado. Antes tu sonrisa era dulce. Tu piel ahora es más pálida, por eso te maquillas. Ahora, cuatro pliegues atraviesan tu hermosa y despejada frente, que no puedes distinguir con esta luz, pero que se manifiestan claramente a la luz del día. ¿Conoces el origen de esos pliegues?

-No.

-Los provoca tu indiferencia, Marie. Y la línea perfecta de tu mandíbula ya no está tan dibujada por tu abulia y tu dejadez. ¿Y sabes a qué se debe? A que no ríes con tanta frecuencia. ¿lo ves? ¿Te das cuenta, Marie? Debajo de tus ojos, esas arrugas finas e imperceptibles de sufrimiento y desengaño.

-¿De verdad ves todas esas cosas en mi cara?

-Sí, lo veo de cerca cuando me besas.

-Creí que eras tú el que me besaba a mí. Y sé muy bien lo que ves en mí.

-¿El qué?

-Te ves a ti mismo. Somos tan parecidos tú y yo…

-¿Es decir, orgullosos, fríos, con un fuerte sentimiento de culpabilidad?

(guion de Ingmar Bergman)

Odio incubado: El huevo de la serpiente (Das Schlangenei, Ingmar Bergman, 1977)

Resultado de imagen de Das Schlangenei, 1977

Ciertos problemas con la hacienda sueca (que generaron un gran revuelo mediático a nivel internacional, pero que finalmente no supusieron más que un problema contable que se resolvió abonando la diferencia) llevaron una vez más a Ingmar Bergman a la depresión, al ingreso en un psiquiátrico y, finalmente, al exilio voluntario en Alemania. Acuciado por sus problemas personales, su recién adquirida condición de extranjero y su habitual inestabilidad emocional, Bergman concibió el primer proyecto de su ciclo alemán, El huevo de la serpiente (Das Schlangenei, 1977), que propone un particular análisis del estado de la sociedad alemana que propició la aparición y el ascenso del nazismo. Coproducida con Dino de Laurentiis, la participación norteamericana y alemana en la financiación implica, además de la intervención de un, por entonces, popular actor de Hollywood (David Carradine), el empleo de mayores medios y un esfuerzo de ambientación superior a la austera, aunque efectiva, concepción de la puesta en escena en la anterior filmografía de Bergman. Con todo, la película transita por una atmósfera tenebrista, pesadillesca, de ecos kafkianos, en su sombrío retrato del caldo de cultivo del mayor de los horrores concebibles.

En la Alemania de 1923, un paquete de tabaco cuesta cuarenta billones de marcos. La moneda alemana está tan devaluada que el valor de un billete es menor que el del papel en que está impreso. El tráfico de dólares y de bienes de primera necesidad alimenta el mercado negro. A la incertidumbre política se unen las enormes compensaciones económicas que Alemania tiene que pagar como resultado de su capitulación en la Gran Guerra, la ocupación por parte de las fuerzas francesas de la región industrial del Ruhr, el antisemitismo, la amenaza interna del comunismo y el inminente golpe de mano que un nuevo partido, dirigido por un tal Adolf Hitler, prepara en Munich. En este impreciso marco de futuribles, Abel Rosenberg (Carradine), un trapecista norteamericano de origen judío y con excesiva querencia por el alcohol (los bares, los garitos turbios e insalubres, los cabarets, son los únicos negocios prósperos en la noche berlinesa), descubre que su hermano y compañero de número circense se ha suicidado en el cuarto de la pensión que ambos comparten. Abel se siente responsable de su cuñada, Manuela (Liv Ullmann), que canta y baila en un cabaret y se prostituye ocasionalmente. Ambos inician una enrarecida relación de mutua dependencia enfermiza, en un entorno hostil de ruina, crisis y violencia, en el que los judíos son hostigados, apaleados e incluso asesinados impunemente. El panorama se complica cuando una serie de muertes se produce en el vecindario, de las que el inspector Bauer (Gert Fröbe, aquí Froebe) considera inicialmente sospechoso a Abel. Gracias a uno de los clientes esporádicos de Manuela, el doctor Hans Vergerus (Heinz Bennent), antiguo conocido de la familia de Abel de cuando esta veraneaba en Baviera, Manuela y Abel consiguen un nuevo alojamiento y sendos empleos en el hospital, ella como lavandera, él en los archivos, un recóndito laberinto de dependencias, pasillos, estanterías, carpetas y documentos que encierran un misterio atroz y advierten de un futuro desolador.

Bergman y su habitual colaborador en tareas de fotografía e iluminación, Sven Nykvist, diseñan un ambiente opresivo y asfixiante. Los interiores se dividen entre los abigarrados y recargados espacios de los hogares y cabarets, y la desnudez y austeridad de los tugurios, las oficinas y la comisaría de policía. Los interiores predominan sobre los exteriores, apenas secuencias de transición o insertos que, del mismo modo, combinan los atascos y la acumulación de gente en las calles con la soledad y el vacío de los descampados y las escombreras cubiertas de basura, de los callejones oscuros en los que las pandillas de violentos cometen a gusto sus fechorías contra los judíos, antes de que puedan hacerlo a plena luz del día ante la indiferencia de los agentes de la ley. El antisemitismo es moneda común en las conversaciones, incluso en el discurso de los representantes de la autoridad, se masca en el aire una animosidad y un desprecio generales, un abrumador abandono por parte del resto de la sociedad, un señalamiento mudo de su condición de chivos expiatorios para todos los pecados del país. Paralelamente, la Berlín de la opulencia para quienes pueden pagársela: hoteles de lujo, restaurantes caros, atenciones casi serviles de su personal para aquellos empresarios que, como el promotor del circo que se entrevista con Abel para ofrecerle un empleo en Suiza, dejan un buen rastro de marcos devaluados a su paso. Continuar leyendo «Odio incubado: El huevo de la serpiente (Das Schlangenei, Ingmar Bergman, 1977)»

Silencio atronador: Los comulgantes (Nattvardsgästerna, Ingmar Bergman, 1963)

Segundo capítulo de la «Trilogía del silencio de Dios» (empezada en Como en un espejoSåsom i en spegel-, 1961, y terminada con, precisamente, El silencioTystnaden-, 1963), la película se abre con la desasosegante y meticulosa secuencia de la celebración de la eucaristía durante una misa luterana en una humilde, y prácticamente vacía, parroquia rural. El pastor Ericsson (Gunnar Björnstrand) reparte con gesto y rostro escépticos la hostia consagrada y el vino entre unos asistentes aburridos, desganados, descreídos, triste público de un espectáculo hueco y rutinario (bostezos y miradas discretas que consultan sus relojes). La excepcional puesta en escena de Bergman, subrayada por la espléndida fotografía en blanco y negro de Sven Nykvist, y el hieratismo y el laconismo de los personajes conducen a la inexorable pesadez de la ausencia, a una atmósfera de desesperanza y agobiante presión espiritual que nace, precisamente, de ese silencio, de la revelación de que el Dios que a todos reúne allí, en realidad, no pasa de ser mera efigie adherida a las húmedas paredes de la iglesia. Esa humedad, el frío, la helada desolación de unas estancias desprovistas de calidez, de una austeridad desértica, se contagia a las relaciones humanas, ajenas a cualquier noción de empatía, de comunidad, de amor.

El centro de esa decadencia espiritual parece ser el alma de Ericsson, que ha perdido la fe después de la muerte de su esposa, abandonada por ese Dios en el que decía creer. El pastor ha perdido los dos mayores, tal vez únicos, alicientes de su vida, el amor y la fe, que se sostenían mutuamente. «Murió con ella», le dice el sacristán de la parroquia a Marta (Ingrid  Thulin), la maestra del pueblo que, secretamente, ansía convertirse en la nueva esposa del pastor. Sin embargo, Ericsson, muerto por dentro, asesinado su amor por el descubrimiento de la inutilidad de su fe, no vacila en rechazarla de manera impertinente, arisca, intolerable. Ya no hay nada en el corazón de Ericsson, ni siquiera la posibilidad de una regeneración emocional, su práctica de la religión se limita a la reproducción formal de un ritual, fórmula interiorizada y repetida que ya no significa nada. De ahí que cuando uno de sus feligreses, el atormentado Jonas (Max von Sydow), le pide consejo espiritual ante las amenazas de destrucción que sacuden el mundo debidas a la Guerra Fría, Ericsson apenas pueda reprimir la confesión de su fracaso, de la inutilidad de su ministerio, y que por tanto el desamparado Jonas, en la línea de Stefan Zweig, no encuentre más alternativa a sus sufrimientos que un suicidio que, sin fe, ya no es un pecado y deja sin efecto cualquier condena futura de su alma inexistente. Continuar leyendo «Silencio atronador: Los comulgantes (Nattvardsgästerna, Ingmar Bergman, 1963)»

Autodestrucción masiva: El quimérico inquilino (Le locataire / The tenant, Roman Polanski, 1976)

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Tras su estudio/homenaje sobre Los Ángeles en Chinatown (1974), Roman Polanski regresa a Europa para adaptar a la pantalla la primera novela de Roland Topor, una historia que se ajusta como un guante al gusto del cineasta franco-polaco por las atmósferas densas y enrarecidas, por los ambientes crecientemente crispados y amenazantes. Para Polanski supone además un plus de atrevimiento y de riesgo, ya que, sabida su hitchcockiana afición por mostrarse ocasionalmente delante de la cámara, en esta ocasión se reserva el dificilísimo desafío de encarnar al sencillo y humilde Trelkovsky, un hombre corriente que no sospecha que el simple (y a la vez complicado) hecho de alquilar un apartamento en París es el primer paso de un accidentado camino hacia su autodestrucción.

Con producción francesa pero filmada en inglés (excepto aquellas secuencias de grupo con actores franceses), con un reparto que combina viejas glorias de Hollywood (Melvyn Douglas, Jo Van Fleet, Shelley Winters) y secundarios locales (Isabel Adjani, Claude Dauphin, Bernard Fresson, Claude Piéplu), Polanski asume con solvencia (también interpretativa) el complicado reto de trasladar a la pantalla el insano y retorcido universo literario de Roland Topor, escritor proveniente del surrealismo y posteriormente miembro fundador del Grupo Pánico junto a Fernando Arrabal y Alejandro Jodorowsky. Con guión de su colaborador habitual, Gérard Brach, Polanski nos sumerge en la historia de Trelkovsky, un oscuro y modesto oficinista que alquila un apartamento en un tenebroso y enigmático edificio parisino que ha quedado libre después de que su anterior inquilina intentara suicidarse arrojándose por la ventana. La paulatina obsesión del joven Trelkovsky por este suceso, la extraña relación con su comunidad de vecinos, invariablemente pintorescos, excéntricos, enrevesados y misteriosos, lo inhóspito del edificio, la atracción que siente por Stella (Adjani), amiga de su antecesora en el apartamento a la que ha conocido durante una visita al hospital, y una serie de incomprensibles episodios y alucinados fenómenos que empieza a vivir en primera persona, desembocan en un estado febril que termina alcanzando la forma de una idea paranoica: sus vecinos conspiran para llevarle a un desesperado estado de demencia y conseguir que él también se lance por la ventana.

Recibida en su día con división de opiniones (en algún caso extremo incluso a pedradas y escupitajos), despreciada e incomprendida, elevada hoy a la siempre discutible y controvertida categoría de film de culto, la película logra traducir a desasosegantes y hechizantes imágenes el nacimiento y desarrollo de una paranoia autodestructiva, no desencadenada conforme a las canónicas reglas de la relación causa-efecto en la línea del thriller psicológico clásico, sino como acumulación de factores internos (del personaje) y externos (crisis de valores, de modo de vida, soledad, preocupación por el futuro, deshumanización de la sociedad…) que conducen a Trelkovsky a la disolución de su propia identidad y a la asunción de una realidad espectral, alucinatoria, encarnada en su imagen mental de la anterior inquilina fallecida, y que le arrastra delirantemente a seguir (por partida doble) sus pasos. Continuar leyendo «Autodestrucción masiva: El quimérico inquilino (Le locataire / The tenant, Roman Polanski, 1976)»