El principio y el fin de la aventura revolucionaria de un catador de alimentos, Fielding Mellish (Woody Allen), en la pequeña república de San Marcos. El desamor que lo lleva a vivir nuevas experiencias fuera del país, y el triunfo de la guerrilla y la proclamación de un demente como gobernante y el comienzo del desengaño. Divertida sátira sobre la corrupción del poder y la deriva de los nobles ideales y de las promesas cuando llega el momento de convertirlos en realidades tangibles.
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Música para una banda sonora vital: Rocky (John G. Avildsen, 1976)
La progresiva degeneración de la saga Rocky, acaparada por Sylvester Stallone, a menudo hace olvidar que la primera entrega era un drama bastante digno y bien hecho, con una buena dirección y un guión muy tópico y repleto de épica de tercera cuya mejor virtud eran algunos diálogos concebidos por el propio Stallone. Naturalmente, los Oscar a mejor película y mejor director que logró son una completa broma si la comparamos con su principal competidora de aquel año, Taxi Driver, o con otros clásicos del boxeo, incluso de su misma década. Lo que queda para los restos, sin duda, es la música de Bill Conti, más que apropiada para insuflar ánimos en estos días tan difíciles.
Antes de Ulzana y de Rambo, fue Willie Boy: El valle del fugitivo (Tell Them Willie Boy is Here, Abraham Polonsky, 1969)
Abraham Polonsky es uno de los guionistas y directores más políticamente significados del cine norteamericano. Intelectual neoyorquino, comunista de los de carnet del partido, amigo de juventud del músico Bernard Herrmann, dio sus primeros pasos como autor de ensayos y novelas antes de firmar por la Paramount, aunque no empezó a escribir guiones para el estudio hasta después de la Segunda Guerra Mundial, durante la que sirvió en la Oficina de Servicios Estratégicos (OSS, en sus siglas en inglés), el antecedente de la CIA. Autor de argumentos para Mitchell Leisen, Robert Rossen o Don Siegel, entre otros, debutó como director en la excelente La fuerza del destino (Force of Evil, 1948) antes de ver su carrera truncada tras su negativa a declarar ante el Comité de Actividades Antiamericanas y su inclusión en la lista negra de Hollywood. Después de sobrevivir escribiendo guiones bajo pseudónimo, retornó a la dirección de películas en Hollywood, en este caso en el seno de los estudios Universal, con este western que, como todas sus obras, destaca por su compromiso ideológico y político.
La película recupera un hecho real acaecido en California en 1909 para denunciar el racismo, la persecución y el genocidio indio sobre el que se asentaron los pilares para la construcción identitaria de los Estados Unidos. Willie Boy (Robert Blake), un joven indio paiute, sale de la cárcel y regresa a su reserva, en el entorno de San Bernardino y Palm Springs, al encuentro de Lola (una Katharine Ross teñida de negro y más que bronceada), la joven que ama pese a la oposición del padre de ella y cuyo rapto y fuga motivó su captura y entrada en prisión. Condenados a repetir el mismo error, esta vez tras un hecho sangriento, Willie Boy y Lola inician una huida desesperada, perseguidos por la patrulla encabezada por el sheriff Cooper (Robert Redford) y de la que forman parte veteranos cazadores de indios como Calvert (Barry Sullivan) o el patán Hacker (John Vernon). La persecución viene a romper la dinámica de dependencia sexual que existe en la relación entre Cooper y Liz (Susan Clark), la joven médico que trabaja como administradora de la reserva paiute, y sobre todo siembra de incertidumbre la visita a las cercanías de Howard Taft, 27º presidente de los Estados Unidos, para la que se ha desplegado un importante dispositivo de seguridad. Presionada por esta circunstancia, la patrulla busca capturar a Willie Boy con rapidez y contundencia, pero la astucia y la habilidad del indio no dejan de dificultarles el trabajo y prolongar su aventura. Las dudas, los contratiempos y el cada vez mayor despliegue de fuerzas en su contra hacen mella en la relación entre Lola y Willie, pero no hacen desistir al indio, que se resiste a ser de nuevo enviado a la cárcel.
Willie Boy ejerce así de antecedente de personajes como el Ulzana de Robert Aldrich o el John Rambo de la novela de David Morrell y la película de Ted Kotcheff, el hombre incomprendido, inadaptado, rechazado y temido sobre el que se inicia una batida de persecución, pero Polonsky, autor también del guión, emplea la historia del fugitivo paiute como altavoz para denunciar el exterminio de los indios americanos y el racismo existente entre la población blanca con respecto a los nativos. Así, todos los enclaves paiutes en los que Willie Boy espera recibir apoyo y ayuda aparecen despoblados, en estado de abandono, un completo vacío que aboca a la pareja en fuga a la soledad y al fracaso. En el otro bando, las referencias despectivas, el odio y el continuo recordatorio de viejos tiempos en los que la caza del indio era el principal deporte del Oeste y una forma de prestigiarse ante otros exploradores y cazadores blancos, enlaza con un tiempo, el del rodaje, en el que Estados Unidos finalizaba la década de la lucha por los derechos civiles, predominantemente los de la minoría negra, pero que lo dejaba casi todo pendiente para los llamados nativoamericanos. Ello no obsta para que la película desarrolle un progresivo sentimiento de identificación entre Willie Boy y el sheriff Cooper, un papel atípico de antihéroe cínico y desencantado para un Robert Redford que se encontraba en pleno trampolín al estrellato, y que, siempre deseoso de alimentar su conciencia política e intelectual, interpretó este personaje más matizado que el Sundance Kid que lo convirtió en una referencia en Hollywood de Dos hombres y un destino (Butch Cassidy and the Sundance Kid, George Roy Hill, 1969). Una identificación que cristaliza en el desenlace, en el que se produce una aproximación entre uno y otro que desemboca en el reconocimiento mutuo a través tanto de la violencia como de los deseos de Cooper de preservar de la prensa y de la explotación mediática y la humillación pública la captura y la figura de Willie. Continuar leyendo «Antes de Ulzana y de Rambo, fue Willie Boy: El valle del fugitivo (Tell Them Willie Boy is Here, Abraham Polonsky, 1969)»
El día que USA reconoció que Vietnam fue superior: Acorralado (Rambo: First blood, Ted Kotcheff, 1982)
Síntesis de western, cine bélico, cine de aventuras y crítica social, la primera entrega de la saga Rambo, y la más soportable, termina por cometer el pecado de gran parte del cine comercial fuertemente ideologizado de los ochenta: exaltar precisamente el punto opuesto a aquello que pretendía reivindicar. Concebida como una reacción al cine crítico con la guerra de Vietnam y a los dramas existencialistas sobre la crisis de los veteranos en el momento de su readaptación a la vida civil, así como sobre el desengaño de una sociedad que había visto su inocencia disolverse en las noticias televisivas como un azucarillo, la película acaba, involuntariamente, por atestiguar el inmenso ridículo realizado por la primera potencia militar del mundo en un conflicto enquistado en un país de segunda clase del sudeste asiático. Y la herramienta que utiliza es justamente la exacerbada dimensión de su heroico protagonista, John Rambo, boina verde, condecorado con la Medalla del Congreso, héroe de guerra, una auténtica máquina de matar… Un tipo del que su adiestrador llega a decir que mata como nadie con las armas de fuego, las armas blancas, incluso con sus propias manos, que come lo incomible, domina la guerra de guerrillas a la perfección, es experto en supervivencia en condiciones extremas, inmune al dolor (aunque en los flashbacks «vietnamitas» no lo demuestra) y a las inclemencias del tiempo… Porque, si además de ser todo eso, durante la hora y media de metraje él solito hace frente a toda la policía del pueblo y a la fuerza de doscientos hombres que conforman junto a la policía del Estado y a la Guardia Nacional, pone en jaque a las autoridades, atrae la atención de los medios de comuncación, logra que el Pentágono envíe a un coronel del ejército para reconducir y apaciguar su insaciable vena destructora, etc., etc., ¿cómo encaja eso con el hecho de que los guerrilleros del Vietcong le capturaran, lo mantuvieran prisionero en una cárcel subterránea, lo torturaran repetidamente y le dejaran cicatrices y toda clase de secuelas físicas y psíquicas? Fácilmente: si Rambo es superior a sus compatriotas, si es el mejor luchador americano, epítome de las virtudes castrenses del Destino Manifiesto, si va eliminando uno a uno a todos los hombres y grupos de hombres que envían contra él, si domina por completo el escenario y la estrategia del combate, si, como dice en la película, en Vietnam «iban a ganar pero no les dejaron», entonces los vietnamitas que lo redujeron a la condición de triste prisionero de guerra cagado en los pantalones tenían que ser semidioses, y no unos aldeanos descalzos y mal equipados que tiraban con kalashnikovs de segunda mano.
Más allá de la torpeza de base de un argumento que pretendía ir justamente en la dirección contraria, esto es, «los militares hicieron su trabajo y lo hicieron bien, tenían la guerra ganada y fue la retaguardia, tan tiquismiquis con eso de los derechos humanos, las quejas por las matanzas reiteradas y el uso de armas químicas, el give peace a chance, el flower power y toda esa mierda de hippies y comunistas los que lo echaron todo a perder», el planteamiento de la película, enclavado en el western clásico, es prometedor: John Rambo (Sylvester Stallone), veterano de Vietnam, viaja a pie por el norte de los Estados Unidos, en un entorno otoñal, boscoso y húmedo, para reencontrarse con un antiguo camarada de armas; cuando tiene noticia de que falleció de cáncer, deambula por la zona y va a parar a un pueblo cuyo sheriff (Brian Dennehy) no cesa de hostigarle para conseguir que siga su camino sin detenerse allí ni para comer. La sucesiva escalada de enfrentamientos que sigue termina con Rambo evadido a la montaña y con la policía, ayudada por perros, persiguiéndole por el bosque, y la subsiguiente batalla campal cuando ni esta ni sucesivas fuerzas logran someterle. Sin embargo, esa idea inicial se pervierte cuando hace su aparición una figura clave, la del coronel Trautman (y no Truman) que interpreta Richard Crenna. A partir de ese instante el western desaparece y asoma la política de todo a cien, el patrioterismo más barato y chapucero. En la línea de Rocky (John G. Avildsen, 1976), con guion de Stallone, la película que lo convirtió en estrella, y de la deriva que fue cobrando la serie con cada título (de lo poco que tenía que ver con el boxeo en la primera entrega se pasó a que progresivamente ya no tuviera nada que ver), a mitad del metraje de Acorralado brota un contenido ideológico que en sus secuelas se haría con la totalidad del mensaje a emitir. La película abandona el western postmoderno (historia de hostilidad y venganza letal) y entra en la pantanosa reivindicación del papel americano en Vietnam, del belicismo como virtud y de la hostilidad hacia quienes mantienen posiciones diferentes, de paz y conciliación. En varios momentos (desde el rechazo inicial del sheriff al gabán militar que viste Rambo a la cobardía mostrada por los hombres de la Guardia Nacional, pasando por los aires de superioridad de quienes no fueron a la guerra sobre quien la padeció en vivo y en directo) se exalta la figura del militar americano como síntesis de las virtudes y valores americanos, y la ley y el orden son presentados como obstáculos cuando quedan en manos de hombres necios, malvados e incompetentes. Este punto de vista se disfraza de espectacularidad, acción y violencia, Continuar leyendo «El día que USA reconoció que Vietnam fue superior: Acorralado (Rambo: First blood, Ted Kotcheff, 1982)»
Mis escenas favoritas – El prisionero de la segunda avenida (The prisoner of the second avenue, Melvin Frank, 1975)
Ese ¿carterista? llamado Sylvester Stallone…
La tienda de los horrores – Thunder (Fabrizio de Angelis, 1983)
Si el cine en su conjunto fuera un cuerpo humano y cada película formara parte de un órgano o debiera cumplir una función fisiológica determinada, Thunder, bodrio dirigido por el italiano Frabrizio de Angelis en 1983, sería con toda probabilidad… un pedo. Es lo mejor que puede decirse de este truño italiano filmado en localizaciones del Oeste americano (distintos puntos de las reservas de los indios navajos en Arizona) que tiene al joven de las greñas de diseño que en la foto sostiene tremendo escopetoncio (parece una cámara con enorme objetivo para sacar fotos a pie de pista en Roland Garros, pero no, escupe granadas del tamaño de un melón de Villaconejos, o de Aragón, que son igual de buenos, o hasta mejores…) como protagonista absoluto. Criatura monstruosa surgida del «fenómeno emulación», parida (nunca mejor dicho) al calor del tremendo éxito de Acorralado (Ted Kotcheff, 1982), primera parte de las andanzas del John Rambo de Sylvester Stallone, ya desnaturalizada en su conclusión y convertida en parodia de sí misma y en pura propaganda política en sus secuelas, Thunder sigue más o menos las mismas líneas argumentales y narrativas, casi se diría que incluso estéticas más allá de la precariedad de medios, que la película de Stallone, si bien en un tono y un ambiente de cutrez intrínseca que da vergüenza ajena.
La trama, pues calcadica. Thunder, un joven indio con melenas, vaqueros, botas y zamarra militar (interpretado por un musculado de gimnasio bastante triste y ramplón que responde al rimbombante nombre artístico de Mark Gregory), regresa a su tierra (de no se sabe dónde porque nadie dice ni mú al respecto a lo largo de los sólo, afortunadamente, 82 minutos de pestiño; eso sí, el chaval no lleva equipaje, ni siquiera un petate como Rambo, así que no debe de volver de muy lejos) para encontrarse que una empresa está realizando prospecciones, se supone que de petróleo, explosión va y explosión viene, en la llamada Montaña Eterna, que es donde están enterrados sus antepasados (no perdérselo, señalados por lápidas como si fuera Pere Lachaise) y que va camino de dejar de ser eterna en un pispás. El mozo va al sheriff (Bo Svenson; se desconoce si tiene algo que ver con los tratamientos capilares del mismo nombre…), con el pergamino de un antiguo tratado en mano, para denunciar la tropelía, pero el tipo no le hace ni puñetero caso, aunque al principio se muestra medio razonable. Su ayudante tiene más mala leche, y desde el principio ya se postula a candidato para estudiarle las caries a la novia de Thunder a lengüetazo limpio. Visto el éxito de la cosa, Thunder se va al banco que financia el asunto para montar un pollo, y como pasan de él, se sienta en la puerta a hacer una protesta silenciosa. El ayudante del sheriff va a tocarle la moral, y lo echa del pueblo. Pero por el camino, unos obreros de la empresa con los que ya ha tenido sus más y sus menos a porrazos en el cementerio indio, lo cazan como a un gamusino y le patean los bajos con fruición. Así que Thunder, que es más bien cortito, vuelve al pueblo a denunciar la agresión, y claro, los guardias, que lo tienen calado, le dan otra paliza de propina. Eso sí, ahora Thunder se rebota y en dos segundos los pone mirando a Cuenca… A partir de ese momento, Thunder se refugia en las montañas y combate a los distintos grupos que van tras él, los policías del sheriff, los obreros de la empresa y todo quisque, porque empieza a salir gente, a pie y a caballo, en todo terreno y camionetas, en avionetas y helicópteros, a la caza del melenas. A ellos se une un reportero televisivo y un pinchadiscos radiofónico, que empiezan una campaña a favor de Thunder (así porque sí, porque no saben nada de él ni lo conocen ni nadie les explica lo que ha pasado) para denunciar su persecución y reivindicar la legitimidad de su causa. Desde entonces, pues tiros, violencia, momentos de acción cutre y poco o ningún seso puesto en el tema.
Para ser un producto de acción y contar con dos continuaciones (o una, porque son del mismo año, 1987), Thunder es cutre con ganas. No sólo porque el diálogo más «brillante» que contiene es este que pronuncia el sheriff: «ese Gerónimo de mierda me ha hecho perder mi cita con el dentista», sino porque, no nos engañemos, el amigo Mark Gregory no sabe ni simular un puñetazo. La cosa empieza mal ya en la pelea del cementerio: ahí, Thunder golpea a un obrero en la espalda con algo que parece un pesado cilindro de metal, pero, aunque el tipo se retuerce y bufa, a Thunder le falta medio metro por lo menos para impactar en su rival. El director, sin duda dio la toma por buena porque estaba demasiado beodo para prestar atención a su propia película, y en distintos momentos optó por la misma «técnica». Así, cuando Thunder, después de apalizar a los policías entra a la fuerza en la tienda de armas para hacerse con unas peladillas arrojadizas con las que hacer pupita al personal, entra a saco lanzándose contra la ventana ¡¡¡con la cabeza!!! Así, en seco, como si fuera de Zaragoza y le dijeran «a que no hay bemoles…». Pero eso no es todo, porque Thunder, del que ya se ha dicho que es más cortico que las polainas de Torrebruno, Continuar leyendo «La tienda de los horrores – Thunder (Fabrizio de Angelis, 1983)»
Pifias en la II Guerra Mundial (I): Evasión en Atenea (Escape to Athena, George Pan Cosmatos, 1979)
Resulta a veces doloroso comprobar cómo una película tira por tierra todo su potencial y se contenta con ofrecer unas pocas viñetas de acción, cómo renuncia al intento de satisfacer a un público preparado, exigente y ambicioso, para contentar a la masa ansiosa de pasatiempos olvidables, a los consumidores de películas. La británica Evasión en Atenea (Escape to Athena, 1979) es un ejemplo palmario de ello; no en vano, a sus mandos está George Pan Cosmatos, que, después de apuntarse un buen tanto comercial (que no artístico, más allá de su excelso reparto) con la superproducción europea El puente de Casandra (The Cassandra crossing, 1976), se embarcaría en las secuelas de las producciones de tiros, musculitos de clembuterol y violencia gratuita de las cintas de Stallone en los años 80. Pero antes «estropeó» esta producción británica que ofrece mucho menos de lo esperado -sin llegar, eso sí, a ser un horror- a pesar del interesante reparto y de lo que podría haber dado de sí el guión de Richard Lochte y Edward Anhalt.
Y la cosa no empieza mal, pero no tarda en torcerse hasta desmoronarse por completo al término de sus 106 minutos. Nos encontramos con unos planos aéreos de una isla, de inmediato identificada como perteneciente al Mediterráneo, pista que, completada por la banda sonora con ecos griegos a lo Zorba compuesta por Lalo Schifrin, nos lleva directamente al Mar Egeo. Desde el cielo comprobamos su perfil y, acercándonos poco a poco, no sólo contemplamos una especie de gigantesca excavación arqueológica, sino también una serie de barracones y alambradas más propias de un campo de prisioneros, extremo que se confirma cuando se muestra en lo alto de un mástil una roja bandera nazi. Estamos en Grecia, por tanto, durante la Segunda Guerra Mundial, y ya cerca de su fin, en 1944. De ahí la cámara se mueve, siempre en plano aéreo, hasta un conglomerado de casas encaladas desperdigadas por una geografía accidentada, rocosa, y a una fila de lugareños que son retenidos contra la pared por un pelotón de soldados alemanes. La fuga de uno de los cautivos y su persecución por las estrechas callejas del pueblo nos conduce hasta unos baños, donde son capturados dos prisioneros de guerra fugados, el americano Nat Judson (Richard Roundtree) y el italiano Bruno Rotelli (el cantante Sonny Bono, ex de Cher). Su detención nos lleva al interior del campo y al meollo de la película: el comandante Otto Hecht (Roger Moore) dirige una especie de excavación privada con ayuda del profesor Blake (David Niven), un prisionero de guerra británico trasladado desde otro campo para ese fin. Hecht no es ningún tonto: sabe que la guerra está perdida y, mientras envía a Berlín las piezas de menor valor, desvía los hallazgos arqueológicos más interesantes hacia su propia colección, con la cual espera gozar de un retiro tranquilo al final de la contienda. Sus planes, sin embargo, van a verse truncados muy pronto: Blake, Judson y Rotelli han concertado un plan con el líder de la resistencia, Zeno (Telly Savalas) y su ayudante y amante, Eleana (Claudia Cardinale), la dueña del prostíbulo del pueblo al que van a «desahogarse» los mandos y soldados alemanes, para hacerse con el control, primero del campo, y luego de la isla, con el fin de apoyar la invasión británica del país. El momento escogido será el espectáculo de variedades (destape incluido) que dos americanos apresados, Dottie Del Mar (Stefanie Powers) y su representante Charlie (Elliott Gould, toda una estrella en los años setenta) van a realizar para los nazis en el campo. Sin embargo, dos circunstancias vienen a complicar el plan: la primera, la presencia de un submarino alemán en los alrededores; la segunda, la ambición que en algunos de los implicados en el plan despierta el conocimiento de que el monasterio ortodoxo que hay en las montañas de la isla esconde (además de un secreto militar) fabulosas riquezas en oro y plata de eras pasadas.
El planteamiento se ve inmediatamente truncado por la voluntad de Cosmatos de ofrecer un producto «de guerra» algo atípico, un híbrido de comedia y de película de comandos culminado por dos exabruptos fílmicos anticlimáticos que, especialmente el segundo, bordean el absurdo. Sin embargo, algunos detalles estimables muy anteriores a eso permiten disfrutar parcialmente de esta película irregular y de factura algo precaria (al menos en la mayoría de las copias que circulan por ahí: problemas de encuadre y de colores desvaídos, fallos de montaje y falta de respeto, en las copias de DVD, del formato de pantalla original). En primer lugar, el propio entorno de la cinta, el paisaje rural y urbano de una isla griega, bien insertado en la acción y estupendamente utilizado como recurso cinematográfico. A continuación, el reparto, si bien pocos personajes son retratados como algo más que meras perchas, pretextos para la acción, con tres notables excepciones: Continuar leyendo «Pifias en la II Guerra Mundial (I): Evasión en Atenea (Escape to Athena, George Pan Cosmatos, 1979)»
La tienda de los horrores: La carrera de la muerte del año 2000
Después del paréntesis veraniego, retomamos esta sección como debe ser, es decir, por todo lo bajo, con La carrera de la muerte del año 2000 (Death race 2000, Paul Bartel, 1975), inexplicable producción de Roger Corman que ha quedado en los anales (con perdón, pero nunca mejor dicho) del cine como una de las cosas más extravagantes y estomagantes jamás filmadas. Estos atributos, como es lógico dada la actual catadura moral y artística de los productores de Hollywood, ha posibilitado que, ya en este siglo, a este bodrio mayúsculo no sólo se lo haya bendecido haciéndole un remake con gran despliegue de cacharrería y explosiones, sino que incluso se ha convertido en una saga que va ya por la tercera entrega. Pero el producto auténtico, el genuino, el vómito original en forma de película, es esta obra del irrelevante Bartel, que mejor hubiera hecho en alistarse en el ejército a probar granadas de mano sujetas por los esfínteres.
No hay que dejarse engañar, de entrada, por la presunta estilización visual y artística de los fotogramas aquí seleccionados. La película es cutre, cutre, un adjetivo que parece haber sido creado que ni pintado para la ocasión. Más allá de que uno se quede admirado de la flexibilidad lumbar y vertebral de la chica de la foto superior (todavía quien escribe no es capaz de asimilar la magnitud del giro sobre sí misma de la moza en cuestión), o de cierta emulación de la Sodoma de Pasolini con un Batman de pacotilla en los particulares boxes en los que los pilotos gozan de un «merecido» descanso, la película no hay por dónde cogerla, y abusa más de los muñecos de trapo y de los petardos que de otra cosa.
El argumento es de videojuego, aunque por entonces esa industria no anduviera más que en pañales: en un futuro que, como hipótesis, al menos en lo material, es esperpéntico con ganas, el mundo está dominado por una dictadura global que, como pasatiempo, idea una competición deportiva, seguida por las masas contentadizas e irreflexivas, que consiste en una carrera de coches mortal, sin ética, sin reglas, sin ninguna conexión en realidad con lo que entendemos por deporte, a lo largo del país (se entiende que los Estados Unidos); el apellido «mortal» de la carrera no afecta sólo a quienes pilotan los coches de tuneo estrafalario, invariablemente acompañados de un copiloto femenino, los cuales pueden tirotearse, chocarse, sacarse de la pista, etc., sino también al público, porque en la carrera hay dos formas de ganar: como en cualquiera, llegando primero, pero además, atropellando al mayor número de personas posible según una escala de puntuación que va de los niños y las mujeres embarazadas (los que más puntos dan) a los ancianos y los animales (los que menos). Por otro lado, la resistencia contra la dictadura, que no se sabe ni quiénes son ni de dónde salen, pretenden atentar contra la carrera, lo que une otro factor de riesgo para los participantes.
Lo malo no es sólo la precariedad de efectos especiales (en Las Fallas hay explosiones mejor conseguidas), Continuar leyendo «La tienda de los horrores: La carrera de la muerte del año 2000»
Otro Marlowe es posible: Adiós, muñeca (Farewell, my lovely, 1975)
En los años setenta, Robert Mitchum contribuyó a actualizar el cine negro al protagonizar distintas revisiones que se filmaron de las obras de Raymond Chandler. Si en 1978 dio vida a Philip Marlowe en la nueva versión que de El sueño eterno (The big sleep, Howard Hawks, 1946) dirigió Michael Winner, titulada en España Detective privado y que, siendo más exacta como adaptación que la obra de Hawks, se atrevía, de forma un tanto exótica, a trasladar la acción a Inglaterra, tres años antes, en 1975, Mitchum encarnó al famoso detective en otra de las grandes historias de Chandler, Adiós, muñeca (Farewell, my lovely), ya filmada en 1945 por Edward Dmytryk con el título Historia de un detective (Murder, my sweet).
La película, dirigida por el oscuro Dick Richards, sin duda el mejor título de su no demasiado prolífica ni interesante filmografía, contiene todos los elementos, formales y narrativos, típicos del cine negro y de las novelas de Chandler. Marlowe (Mitchum), rememora en un largo flashback la situación que le ha llevado a aguardar en una habitación de hotel al teniente Nulty (John Ireland), y que tiene que ver con dos casos que, como casi siempre, se han solapado de manera extraña hasta coincidir en un punto crítico. En primer lugar, Moose Malloy (el enorme, físicamente hablando, Jack O’Halloran), un ex convicto por atraco que acaba de salir a la calle, le contrata para que encuentre a su antigua chica, Velma, una bailarina de clubes de mala muerte de la que hace seis largos años que no tiene noticia y de la que sigue enamoriscado como un niño. La cosa no parece tan sencilla como un simple caso de desaparición porque, por un lado, Moose tiene la mano demasiado larga y amenaza con liquidar a todo el que pueda dar noticias de Velma, y por otro, algún grupo organizado de matones parece no tener mucho interés en que Marlowe progrese en sus investigaciones en el turbio mundo de los clubes nocturnos, que le ponen en contacto con una antigua propietaria borracha (Sylvia Miles, nominada al Oscar) y un antiguo músico del club de Velma. El otro caso le cae encima a Marlowe cuando cree tener resuelto el primero (ha encontrado a Velma ingresada en un manicomio, ya sin recuperación posible) de la mano de Lindsay Marriott (John O’Leary), un afeminado de perfumes muy intensos que lo recluta para que le sirva de acompañante en el pago de un rescate por la devolución de un valiosísimo collar de jade que le han robado a una buena amiga suya, Helen Grayle (Charlotte Rampling), esposa de un anciano juez muy importante en California y amiga de Laird Brunette (Anthony Zerbe), conocido hampón del lugar. Para complicar más las cosas, la búsqueda de Velma se reactiva, y Marlowe se ve envuelto en un difícil episodio con la brutal dueña de uno de los más afamados burdeles de Los Ángeles, una madame lesbiana con varios esbirros a su servicio, entre ellos un bisoño Jonnie (no menos bisoño Sylvester Stallone).
La película transita por los derroteros esperados: asuntos turbios, personajes ambiguos, ambientes sórdidos, locales de dudosa reputación, policías corruptos (Rolfe, interpretado por Harry Dean Stanton), dobles juegos, identidades disfrazadas, sobornos, asesinatos y una ciudad de cine y crimen a la que llegan como ecos lejanos las noticias sobre las evoluciones de los frentes de la Segunda Guerra Mundial. Formalmente, la película no arriesga. De factura clásica, solvente y al mismo tiempo más explícita que su precedesora, por ejemplo, en el tratamiento de la violencia y del sexo, abunda en secuencias nocturnas y también en el empleo de músicas asociadas al género (predominantemente jazz, con la partitura de David Shire). Los recursos técnicos y narrativos empleados, como el doble flashback (es decir, un pasado contado a su vez desde la evocación de una situación pretérita) o su señalamiento, las imágenes onduladas que sirven de transición para los sucesivos saltos en el tiempo, van en consonancia, así como la meticulosa ambientación (vehículos, despachos, utensilios, objetos, armas, etc.). Pero la gran virtud de la película, y de cualquier adaptación de las obras de Chandler que se haga con el respeto debido a su autor, radica en Marlowe, en su magnetismo personal, sarcástico, violento y brutal según el caso, y en su maravillosa personalidad, su capacidad para la ironía, las réplicas agudas, los diálogos punzantes, su forma de utilizar el humor para sobrellevar el desagradable entorno en el que suele tener lugar su trabajo. Mitchum está espléndido Continuar leyendo «Otro Marlowe es posible: Adiós, muñeca (Farewell, my lovely, 1975)»
Quintaesencia del film noir británico: Asesino implacable (1971)
Asesino implacable (Get carter, 1971), debut tras la cámara de Mike Hodges –Flash Gordon (1980), Réquiem por los que van a morir (A prayer for the dying, 1987), Croupier (2000)…- es la antítesis de los ambientes de lujo y glamour en los que, combinados con una descarnada sordidez, tienen lugar a menudo las tramas del ciclo dorado del cine negro americano. En esta espléndida cinta los locales glamourosos, los personajes carismáticos, los diálogos chispeantes y los sabuesos concienzudos brillan por su ausencia, entregándose desde el principio a una -falsa, como se verá, es decir, como recurso meramente narrativo, pero no en cuanto a su tema- frialdad formal y a un estilo de documental cuasi-realista en el que la única emoción presente parece ser la satisfacción por el ejercicio de una violencia brutal, cruel, despiadada. O, en otras palabras, el ánimo de venganza, cuanto más sangrienta, mejor. Esa apuesta formal, acompañada de una inicial y fenomenal confusión de nombres, lugares y personajes que induce a continuos errores por parte del público y que inevitable y deliberadamente distancia al espectador, es también el truco empleado por Hodges para, súbitamente, atraparlo por la nuca y acercarlo a la pantalla gracias al poderío de secuencias e imágenes concretas, tan hipnóticas como impactantes.
Jack Carter (excepcional Michael Caine, que compone un personaje hierático, de mirada gélida, aparentemente imperturbable, y guasón y sarcástico en la mejor tradición del humor británico) es un matón del crimen organizado de Londres cuyo hermano, que tampoco era precisamente trigo limpio, ha sido asesinado en Newcastle, la ciudad natal de ambos. Jack acude allí para resolver las cuestiones relativas al funeral, encontrarse con la amante de su hermano y también con su hija, es decir, su sobrina, por la que manifiesta un cariño y un carácter protector más bien paternal, quizá porque en el pasado mantuvo una aventura con su propia cuñada y sería incapaz de saber con certeza si la joven es hija de su hermano o suya. Pero su otro propósito es averiguar las circunstancias del asesinato, sondear a los tipos con los que se relacionaba, buscar a los responsables y, desde luego, eliminarlos. Eso le lleva a frecuentar a varios gángsteres locales, a antiguos conocidos de los bajos fondos de la ciudad, a tipos que viven en mansiones campestres que son templo para la prostitución, las orgías, las drogas y otros vicios, a peregrinar por bares y tabernas de las zonas industriales, visitar pensiones, cuartuchos y callejones, embarcaderos, muelles, puertos e incipientes negocios inmobiliarios, desplazarse en coches angostos, envejecidos, destartalados, modelos de Ford, Austin, Rover, Triumph, Sunbeam que ya resultaban anticuados para entonces, todo ello en busca de unos culpables a los que quiere masacrar. Sus averiguaciones destapan una alambicada trama de negocios alrededor del rodaje y la comercialización de películas pornográficas en el que su hermano estaba mezclado, y cuya víctima principal está demasiado cerca de él.
En la película no hay mujeres fatales, sino vulgares, zafias, casi repugnantes (como la dueña de la pensión que Jack convierte en su amante casi por necesidad), aparte de esa exótica y sensual mujer que intenta seducir a Jack y que, casi sin querer, le da la pista definitiva que le costará la vida. Tampoco hay mafiosos ocurrentes, elegantes, ingeniosos, sino tipos comunes y corrientes, feos y viejos, mal vestidos y sudorosos, horteras, con tripa y verrugas, que juegan al póker alrededor de una mesa baja mientras beben alcohol barato, aunque vivan en antiguas casonas decoradas al modo rústico. Los personajes parecen contagiarse de una ciudad industrial incómoda, horriblemente deshumanizada, gris, oscura, en la que el acero, el hormigón, el asfalto y la mugre conviven con el ladrillo sucio, los descampados, los callejones llenos de basura y las casas estrechas con paredes empapeladas con flores y rayas estilo Regencia, en las que el verde de parques, praderas y riberas parece únicamente un escenario dedicado al abandono selectivo de cadáveres mutilados. Continuar leyendo «Quintaesencia del film noir británico: Asesino implacable (1971)»