Diálogos de celuloide: Tras el ensayo (Efter repetitionen, Ingmar Bergman, 1984)

«A mi edad, a veces, cuando me inclino, mi cabeza de repente se encuentra con otra realidad. Los muertos ya no son muertos, los vivos parecen fantasmas. Lo que era evidente hace un minuto, de repente es peculiar e impenetrable. Escucha el silencio de este escenario, imagina toda la energía espiritual, todos los sentimientos, reales y fingidos, risas, rabia, pasión y yo qué sé qué más. Todo permanece aquí, encerrado, viviendo una vida secreta y continua. A veces los oigo, a menudo los oigo. A veces creo que los puedo ver: demonios, ángeles, fantasmas, gente corriente ocupándose de sus propias vidas, apartando la mirada, llenas de secretos. A veces hablamos, casualmente, de pasada».

(guion de Ingmar Bergman)

El perdido placer de la conversación: Mi cena con André (My Dinner with André, Louis Malle, 1981)

Louis Malle asume en esta película un reto que parece imposible que pudiera satisfacer al público de hoy: filmar casi dos horas de una sencilla conversación entre dos personajes en torno a una mesa. Si bien no se trata de dos personajes cualesquiera ni de una larga charla repleta de banalidades, chascarrillos o intimidades en mayor o menor medida chocantes o morbosas, Malle, que no dedica ni un segundo (lo que es de agradecer) a alimentar toda esa inmensa y cara tontería esnob y elitista que rodea el negocio mediático de la gastronomía y la cultura gourmet, sale más que airoso en la construcción de una obra que, sin apartarse de su materia prima central, el texto elaborado por sus propios protagonistas, André Gregory y Wallace Shawn, que además se interpretan a sí mismos, no olvida que es una película, y por consiguiente acompaña los largos parlamentos de los comensales (porque, más que un intercambio verbal se trata de esto mismo, de parlamentos) con una estudiada planificación que subraya, intensifica o relativiza, según el caso, el contenido de lo que se habla y se escucha, que pone la distancia del objetivo y el ángulo de cámara, en suma, al servicio del rostro y del contenido de las palabras de los protagonistas, (casi) únicas presencias en pantalla durante todo el metraje.

En cuanto a la estructura, la película se inicia con un breve prólogo que muestra el recorrido que Shawn hace por las calles y el metro de Nueva York en dirección a su cita en el restaurante, mientras la voz en off del autor-personaje pone en antecedentes al espectador acerca de las circunstancias que afectan al encuentro: André Gregory es su descubridor, su mentor, la persona que le abrió las puertas al teatro, a la interpretación, a la creación. Sin embargo, con el tiempo se distanciaron, Gregory partió a diversos proyectos de teatro experimental en el extranjero (Tíbet, India, África, París, Escocia…), de los que se dice que regresó muy cambiado, traumatizado incluso; por su parte, Shawn manifiesta una intensa preocupación por su estado actual, por su futuro inmediato en la profesión, por la acumulación de gastos y de facturas, por el incierto porvenir y por las dudas sobre su trabajo, como actor y dramaturgo. En resumen, Shawn, que esa noche está libre porque su novia también tiene plan fuera de casa, se ha visto más o menos obligado a aceptar la invitación de su antiguo maestro, algo que le incomoda, le perturba, le remueve por dentro sin saber todavía por qué, pero que le augura próximos tormentos. Una vez transcurrido el extenso capítulo central, la cena propiamente dicha, la película vuelve a mostrarnos la resaca en forma de recorrido en taxi por las calles semioscuras de la ciudad que nunca duerme, de nuevo con la voz de Shawn como acompañamiento. Un catálogo de estampas urbanas subrayadas por la Gymnopédie número 1 de Erik Satie, que puntúa el estado de melancolía y cierta inercia vital que transita Shawn, quien al final del metraje ha experimentado sutiles variaciones en su estado de ánimo y en su percepción de las posibilidades que puede depararle su futuro respecto al planteamiento de apertura.

Naturalmente, el cuerpo narrativo principal viene constituido por el largo pasaje de la cena: primer plato, segundo plato y café, en un restaurante no identificado, de luces suaves y tenues, concurrido pero no abarrotado, de voces apagadas o con sordina, atendido por un servicio eficiente y discreto (Jean Lenauer y Roy Butler). De inmediato, la cámara va a tomar la misma postura desapercibida, un testigo directo que selecciona y enfatiza, cerrando en primer plano o abriendo plano general de la mesa cuando conviene a los matices del texto, pero que permanece distanciada, aséptica, simple testigo, ojos y oídos del espectador. A tal fin, Malle, por un lado, fragmenta el espacio para romper el estatismo teatral y ofrecer mayor dinamismo al público ideando distintos posicionamientos de cámara, según hable uno u otro personaje (más Gregory en la primera mitad; ambos en intercambio durante el segundo tramo), acercándose o alejándose, ofreciendo uno u otro ángulo de la mesa, con Gregory de frente, Shawn de frente, en escorzo lateral mostrando el rostro de ambos, uno de frente y otro de lado, o bien en diagonal, con el medio perfil de ambos. El objetivo focaliza el interés en el personaje que habla y en el tema de conversación, reajustándose en cada momento o bien desahogando el encuadre para mostrar (más en la primera mitad) de forma indirecta o circunstancial (reflejados en un espejo o circulando tras la figura de Gregory) la actividad normal de un restaurante de una gran ciudad a la hora de la cena, aparte de los momentos en que se abre el ángulo para mostrar cómo los comensales son servidos y atendidos. En este aspecto, lo destacable es que la cámara permanece a la altura de los intérpretes sentados a la mesa, con apenas ligeros picados en perspectiva, de modo que el espectador se sitúa todo el tiempo, según el momento, bien como un tercer o cuarto comensal (según la cámara muestre el rostro de Gregory o de Shawn) sentado a la misma mesa, bien como un voyeur que a su vez cena en una mesa contigua, frontal o lateral, y cotillea u observa lo que ocurre, y sobre todo lo que se dice, en la mesa vecina.

Y este es el nudo central del filme, asistir a la conversación torrencial, al principio casi un monólogo de Gregory, entre los dos personajes. Tras los tanteos iniciales, entre la cortesía, la educación y cierto embarazo, se abre el fuego con el planteamiento de la duda que come por dentro a Shawn: ¿por qué Gregory se marchó al Tíbet? ¿Qué le faltaba? ¿Qué buscaba? ¿Qué encontró? ¿Por qué ha vuelto? ¿Por qué ese empeño en retomar el contacto y cenar con él? ¿Servirán las dudas y confesiones de Gregory para aclarar, suavizar o explicar la encrucijada vital que vive Shawn? A partir de este punto se pone en palabras toda una línea de pensamiento que va del común interés de ambos, la actuación, la escritura teatral, la representación, la experimentación dramática, a lo que en realidad es la sustanciosa búsqueda de un sentido de la vida, individual y colectiva a partir de distintas formas de percibir la realidad, o incluso del cuestionamiento del propio concepto de realidad o de los elementos que la conforman. Vida, muerte, arte, amor, Quijote y Sancho, Holmes y Watson, Gregory y Shawn, distintas actitudes, de lo espiritual a lo puramente materialista, de lo sublime a la inmediata preocupación por los mínimos de supervivencia, del letargo mental, moral y espiritual en el que vive la sociedad occidental a las vivencias experimentadas lejos de ella, con la belleza y el arte como aliados imprevisibles en un redescubrimiento personal que se estima receta global para un cambio, para un nuevo renacimiento común, para aprender a mirar de nuevo el mundo que nos rodea, a relacionarnos con él, a reevaluar nuestra escala de preferencias, intereses, valores. Que las personas, los lugares, los libros, las películas, las obras de teatro, son algo más que nombres o títulos que marcar en la agenda personal de tareas realizadas, que el paso por la vida es algo más que cumplir tareas y superar estadios preconcebidos, dibujados por otros.

Tan original en su planteamiento formal como ambiciosa por la cantidad y profundidad de los temas que toca y de las miradas que sugiere, la calidad y trascendencia de los diálogos, así como el placentero disfrute de hilos argumentativos de impecable construcción que llevan al espectador a planteamientos y reflexiones infrecuentes en nuestro mundo de hiperespacios conectado las veinticuatro horas del día, hacen de la película un extraño artefacto narrativo que combina la atmósfera relajada y segura de una charla de antiguos amigos que gana progresivamente en intimidad y confianza con el tratamiento de las grandes cuestiones e inquietudes humanas, reducido en su enorme complejidad a las experiencias y perspectivas vitales de ambos personajes en sus respectivas biografías. Dos citas enmarcan el terreno de juego de esta conversación a la busca de un nuevo renacer: la primera, rememorada por Gregory a partir de una película de Ingmar Bergman: «podría vivir siempre en mi arte pero no en mi vida»; la segunda, también suya pero cosecha aparentamente propia, concluye: «si vives de forma mecánica -esto es, si no aprendes a observar, a sentir, a percibir-, deberías cambiar tu vida». Shawn, por el contrario, es mucho más prosaico, menos elevado, más pegado a la tierra: «a los diez años tan solo pensaba en el arte; ahora solo pienso en el dinero». Es decir, la vida en estado básico, con sus pequeñas y limitadas alegrías, miserias, decepciones, objetivos, rutinas y experiencias. Una película que hibrida cine y teatro, realidad y ficción, texto e improvisación, vida y representación, cuya mayor virtud supone la puesta en imágenes de algo tan inaprensible como el pensamiento o la emoción, y que explora una vía creativa en la trayectoria cinematográfica de Louis Malle que alcanzaría su eclosión en su último y excelente trabajo, también participado por Wallace Shawn y André Gregory, Vania en la calle 42 (Vanya on 42nd Street, 1994).

Títeres de cachiporra: Abajo el telón (Cradle Will Rock, Tim Robbins, 1999)

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En mi país la gente sabe que el gobierno realiza detenciones ilegales, sin derecho a abogado, permitiendo la tortura… La gente lo sabe, pero lo llaman con otro nombre: intervención coercitiva.

Tim Robbins

La pareja que antaño formaban Susan Sarandon y Tim Robbins pertenece al grupo de ciudadanos norteamericanos dotados de cierta autonomía intelectual que manifiestan un continuo cuestionamiento de la política interior y exterior de los Estados Unidos, país que dice ser el más poderoso del mundo y la primera y más cualificada democracia del planeta, a través de una constante demanda de libertad y derechos reales fundamentados en la seguridad social, la abolición de la pena de muerte, la desmilitarización, la extensión de derechos o una economía más social. En ocasiones, ambos han escogido en su trabajo personajes que les permitan mostrar las desigualdades y las profundas contradicciones de la sociedad americana; otras veces son ellos mismos los que diseñado productos a la medida del objeto de su denuncia. Es el caso de Abajo el telón (Cradle Will Rock, 1999), dirigida por Robbins e interpretada, entre otros, por Sarandon. En plena era necocon en cuanto a revisión e incluso retroceso de libertades, Robbins se acerca a un fragmento no muy conocido de la historia norteamericana, en particular, de los mandatos del santificado presidente Roosevelt en los años treinta. Se ha hablado, escrito y filmado mucho acerca de la “caza de brujas” de Joseph McCarthy en los cuarenta y cincuenta pero apenas se recuerda que en la segunda mitad de los treinta hubo un precedente que llenó de sospechas, persecuciones y ostracismos el mundo del espectáculo.

En 1936 las noticias sobre la guerra de España y la inminente contienda europea circulan por los ámbitos intelectuales del país, que no dudan de que como democracia tendrán que intervenir tarde o temprano contra el fascismo. Muy diferente es la opinión del poder económico y parte del poder político, que permiten la amplia implantación de un partido nazi norteamericano y la presencia de un importante lobby germanófilo formado entre otros por la familia Bush, cuna de presidentes, o la saga de los Kennedy, a cuyo joven John Fitzgerald hubo que inventarle a toda máquina un expediente de héroe de guerra en el frente del Pacífico durante la Segunda Guerra Mundial para acallar bocas y conciencias durante su carrera política. El país se encuentra saliendo de la crisis del 29 gracias al New Deal que, entre muchas otras cosas, incluye el Programa de Teatro Federal, un plan consistente en la subvención de montajes teatrales por todo el país con un doble objetivo, evitar o compensar el apático pesimismo del pueblo proporcionándole distracción y de paso dar trabajo a la innumerable cohorte de actores, técnicos, decoradores, carpinteros, bailarines, cantantes, autores y demás profesionales sin trabajo desde la caída de la bolsa y la casi total desaparición de la cultura del ocio. Son muchas las obras que se ponen en marcha y muchas las compañías que surgen, como el Mercury Theatre de Orson Welles, que representa una versión de Macbeth ambientada en el Caribe y con actores negros, y también la obra Craddle Will Rock, cuyo protagonista es un sindicalista enfrentado a la corrupción política. La película comienza en este momento, cuando desde el poder se inocula la sospecha de que hay elementos comunistas infiltrados en el Programa de Teatro Federal y se crean comisiones de diputados y senadores que interrogan, persiguen, denuncian y condenan a todo individuo susceptible de ser de izquierdas.

Hank Azaria interpreta al autor judío Mark Blitzstein, que con su joven esposa fallecida y el dramaturgo Bertolt Brecht como musas, crea un musical en el que un líder sindicalista se enfrenta y derrota a los grandes magnates económicos no sin antes convertirse en mártir. La obra, una vez que el autor se hace pasar por homosexual para evitar ser tildado de comunista, recibe la subvención del Programa de Teatro Federal, cuyos responsables es ese momento están siendo interrogados. A pesar de todo, el montaje sigue adelante y el productor consigue que la dirija uno de los mayores nuevos talentos de Broadway, un prometedor joven llamado Orson Welles (Angus MacFadyen). Construida como película coral, con un amplio número de personajes cuyas peripecias terminan por converger en dos grupos opuestos, en el mosaico que pinta Robbins hay de todo: parados que se simulan técnicos para obtener un empleo (Emily Watson), actores italianos enfrentados a los fascistas dentro de su propia familia (John Turturro), anticomunistas que no vacilan en denunciar a sus compañeros a cambio de trabajo (Bill Murray, Joan Cusack), aristócratas bienintencionadas que se ponen de parte de los obreros (Vanessa Redgrave), políticos incultos que toman al dramaturgo isabelino Christopher Marlowe por un peligroso comunista, ricos industriales que prestan apoyo económico a los fascistas (Philip Baker Hall) a cambio de obras de arte confiscadas a judíos y trasladadas ilegalmente gracias a la mediación de la embajadora de Mussolini (Sarandon)… Especialmente atractiva es la relación entre Nelson Rockefeller (John Cusack) y Diego Rivera (Rubén Blades), a quien contrata para pintar un fresco en el vestíbulo del Rockefeller Centre. Rivera pinta lo que lleva dentro, un mural revolucionario de lo más izquierdoso con Marx y Lenin presidiendo una pared plagada de alegorías sobre la decadencia de una cultura occidental, podrida a causa del capitalismo exacerbado. Cusack termina por despedirle y deshacer la obra a golpe de mazo. Ahí plantea Robbins el tema del artista mercenario (lo expresa el personaje de Rivera: “¿Tengo que pintar lo que él quiera porque recibo su dinero?”). La película incluso apunta de manera sutil una premonición, el primer contacto entre Orson Welles y William Randolph Hearst, el todopoderoso magnate de la prensa que será objetivo de Welles en la genial Ciudadano Kane (Citizen Kane, 1941). Continuar leyendo «Títeres de cachiporra: Abajo el telón (Cradle Will Rock, Tim Robbins, 1999)»

The show must go on: Noche de estreno (Opening night, John Cassavetes, 1977)

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Pedro Almodóvar utilizó al comienzo de Todo sobre mi madre (1999) la premisa inicial de esta obra mayor de John Cassavetes: a la salida de un teatro, una de las más fieles seguidoras de la gran actriz Myrtle Gordon (excepcional Gena Rowlands, premiada en Berlín por su interpretación), que se suma al grupo de decenas de personas agolpadas bajo la lluvia a la caza de autógrafos y fotos, es mortalmente atropellada. Este desgraciado hecho fortuito marca profundamente a la actriz, una mujer que vive intensamente la profesión, que se mete hasta la médula en la psicología de sus personajes, lo cual destapa una crisis personal en la que la vida privada y el presente y el futuro en el oficio se confunden en una encrucijada de difícil salida. El papel que interpreta en la obra que tiene en cartel, el de una mujer que se rebela ante las consecuencias del paso del tiempo, viene a agravar su delicado equilibrio emocional y el estado de sus relaciones con los responsables de la obra y sus compañeros de reparto. Este sobrevenido caos vital se traslada a su manera de entender la profesión, a su relación con el texto que interpreta y, finalmente, a su actitud, tanto sobre las tablas del teatro donde ensaya y representa su papel en la gira de provincias previa al desembarco en Broadway, como en su propia vida personal.

Noche de estreno es, además, tal vez ante todo, un sentido homenaje al teatro y al papel capital que la ficción ocupa en nuestras vidas. Magníficamente interpretada, la gran virtud de Cassavetes, que escribe, produce y dirige el filme, además de reservarse uno de los principales papeles, está en relatar una historia de trasfondo puramente teatral con mecanismos narrativos exclusivamente cinematográficos, en los que prima la mirada, la imagen, sobre el texto. Como es costumbre en su cine, su marca de fábrica, las secuencias transitan entre una elaborada construcción visual, aparentemente azarosa o casual, a menudo con cámara en mano y personajes fuera de cuadro, y un contenido que, delimitado en líneas generales en el argumento esbozado en el guion, es rellenado, construido, «escrito» sobre la marcha por los intérpretes sobre la base de la improvisación y de la interacción dramática entre ellos. Ben Gazzara y el propio Cassavetes son los contrapuntos masculinos al protagonismo central de Rowlands, mientras que dos viejas glorias del Hollywood en blanco y negro, Joan Blondell y Paul Stewart, en excelentes interpretaciones, completan con breves pero sustanciosos papeles las relaciones a varias bandas que se producen entre los distintos agentes que intervienen en la puesta en pie de una producción teatral con pretensiones (autora, productor, director y reparto). Con todo, es Gena Rowlands la que ofrece un auténtico recital, primero como célebre actriz de carácter que se convierte súbitamente en una criatura frágil y vulnerable, y más adelante, en el tramo final, en su magistral labor de reconstrucción, en especial, en la larga secuencia final, la del estreno, uno de los más importantes retratos del Ave Fénix que ha dado el cine, en el que Myrtle recupera, a través de su personaje, la integridad y la fuerza, el verdadero carácter que ha hecho de ella una de las más reconocidas actrices de las tablas estadounidenses. Por otro lado, las secuencias que comparte con su pareja, Cassavetes (o con otros miembros de su familia, como su hermano David o su suegra, Katherine), destilan una química especial, pero, en particular aquellas de gran tensión, denotan una capacidad interpretativa superior, conmueven al tiempo que sorprenden por el grado de tensión emocional que alcanzan y dan una idea de la complejidad y la gran labor de introspección personal o, en este caso, de pareja, que puede conllevar el trabajo del actor. Continuar leyendo «The show must go on: Noche de estreno (Opening night, John Cassavetes, 1977)»

Territorios humanos: Mesas separadas (Separate tables, Delbert Mann, 1958)

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Coescrita para el cine por el autor de la obra de teatro en que se inspira, Terence Rattigan, Mesas separadas, dirigida por Delbert Mann tres años después de la inolvidable Marty (1955), constituye, ante todo, un extraordinario recital interpretativo, un auténtico disfrute de lo que implica la profesión de actor. Lo consigue, además, contrastando dos escuelas a priori diametralmente opuestas, la británica, sostenida principalmente gracias a su excelsa tradición teatral, y la estadounidense en su versión ajena a Broadway, la edificada en torno a Hollywood.

En el coqueto y modesto hotelito de la costa británica que regenta la señorita Pat Cooper (Wendy Hiller), en el que transcurren los cien minutos de metraje, se da cita un curioso grupo de huéspedes residentes, cada uno con su propia historia, pero, a su vez, extrañamente envueltos en los avatares de sus compañeros de alojamiento. El primero, la relación que la dueña de la casa mantiene, más o menos secretamente, con el periodista John Malcolm (Burt Lancaster), un hombre que arrastra un pasado de desencanto y frustación que lo mantiene anclado a la bebida. Por otra parte, la joven Sibyl (una impresionante Deborah Kerr), una muchacha tímida y pusilánime, no logra sacudirse el dominio que sobre ella ejerce su madre, Mrs. Railton-Bell (Gladys Cooper), que pasa sus días en compañía de otra vieja chismosa, Lady Matheson (Cathleen Nesbitt). El gran animador del lugar es el comandante Pollock (grandioso David Niven, premiado con el Óscar por su personaje), militar retirado que no cesa de recordar sus experiencias en el norte de África durante la Segunda Guerra Mundial. Otros huéspedes más o menos circunstanciales son Fowler, veterano profesor de cultura griega (Felix Aylmer), Miss Meacham (May Hallatt), una solterona obsesionada con las apuestas, y dos jóvenes novios que, ante los demás, se hacen pasar por estudiantes que preparan sus exámenes de Medicina (Rod Taylor y Audrey Dalton). El pacífico equilibro del tranquilo aburrimiento del hotel se quiebra debido a una doble circunstancia: en primer lugar, la llegada de Ann Shankland (Rita Hayworth), famoso personaje del mundo de las revistas del corazón que es, además, la antigua esposa de Malcolm; en segundo término, la publicación de una noticia en la prensa que cubre de vergüenza a uno de los huéspedes, y que, además, revela la falsedad de su identidad.

Como buena adaptación teatral, no solo no rehúye, sino que aprovecha las limitaciones espaciales de la historia para hacer de la necesidad virtud. Mann fragmenta el espacio del hotel para conformar distintos escenarios paralelos y distribuir las presencias y ausencias de los personajes, sus encuentros y sus diálogos, con las zonas comunes como foco de atención principal, con puntuales excursiones a determinadas habitaciones, la cocina, la recepción, las dependencias privadas de Pat o la terraza exterior, poseedora esta de un valor narrativo crucial en la relación retomada entre Ann y Malcolm. Naturalmente, la gran fuerza de la historia radica en el texto y en el reparto, que administran magníficamente los distintos giros del argumento y la inversión de la carga moral y emocional de las sucesivas escenas, que alteran sus relaciones y sus estados de ánimo y en las que dominan la nobleza y el anhelo de romper con la soledad en la que viven todos estos territorios humanos, como islas próximas a la costa pero incomunicadas con ella. La narración funciona a distintos niveles, y si en un primer plano se exponen el juego de odios aparentes y ascuas ardiendo de la pareja Malcolm-Ann, la sumisión de Sybil para con su madre y las dudas y angustias de Pollock, el retrato colectivo de los distintos personajes y de sus relaciones ofrece un mosaico prácticamente completo del devenir de las relaciones amorosas entre un hombre y una mujer. De este modo, asistimos al cortejo (en los temerosos inicios, por ambas partes, de la relación entre Sibyl y Pollock), la pasión (los jóvenes estudiantes), el compromiso (Malcolm y Pat), el matrimonio, el abandono y el espejismo de la reconciliación (el triángulo que forman Malcolm, Pat y Ann) y la viudez y la soledad (Lady Matheson, Mrs. Railton-Bell, tal vez Fowler y Miss Meacham). Continuar leyendo «Territorios humanos: Mesas separadas (Separate tables, Delbert Mann, 1958)»

Diálogos de celuloide – La venus de las pieles (La vénus a la fourrure, Roman Polanski, 2013)

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VANDA: ¿Qué desea usted en el fondo de su corazón?
THOMAS: Ser algo suyo, desaparecer dentro de su esencia sublime, vestirla y desnudarla, ponerle las medias y los zapatos. No volver a tener una voluntad propia.
VANDA: ¿Llama usted amor a eso?
THOMAS: Es el único amor que debe haber. En el amor, como en la política, sólo uno debe tener el poder. Uno debe ser el martillo; el otro, el yunque. Yo acepto encantado ser el yunque.
[…]
VANDA: Muy bien debe ser usted algo único, Herr Kushemski. En su lugar, yo iría con más cuidado. Su mujer ideal podría resultar aún más cruel de lo que usted deseara.
THOMAS: Estoy dispuesto a correr el riesgo.
VANDA: Yo sé lo que es usted: un hi-per-sen-sual. Un asceta de la voluptuosidad.
THOMAS: Y usted Frau Vanda von Dunayev, ¿quién o qué es?
VANDA: Una pagana. Lo que quiere decir que soy joven, bella, rica, y que cuento con sacar el máximo provecho posible. No me opondré a nada.
THOMAS: Tengo el máximo respeto por sus principios.
VANDA: Le ruego que me perdone, pero me río de su respeto. Amaré al hombre que me complazca y complaceré al hombre que me haga feliz. Pero sólo mientras me haga feliz, porque después me buscaré a otro.
THOMAS: No hay nada más cruel para un hombre que la infidelidad de una mujer.
VANDA: Para una mujer hay algo peor: la fidelidad forzosa.
 .
Guion de Roman Polanski y David Ives, a partir de la obra de este.

 

Ese otro cine español – Culpables (Arturo Ruiz-Castillo, 1960)

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Cuatro actores mediocres de una compañía en liquidación, Margarita (Anna María Ferrero), Emilio (Jacques Sernas), Mercedes (Lina Rosales) y Mario (Fernando Rey) son citados por su director, Ignacio (Pastor Serrador), a una hora intempestiva de la noche en el teatro donde hicieron su última representación, con el fin de discutir el futuro de sus relaciones contractuales. Las calles están desiertas, húmedas y frías a esas horas de la noche, solo un viejo violinista acompaña con sus tristes melodías la caída de la oscuridad. Sin embargo, Ignacio se retrasa, y eso hace que los cuatro compañeros comiencen a intercambiar sarcasmos, reproches, anécdotas, recuerdos e invectivas. Al menos hasta que Emilio descubre el cuerpo de Ignacio en su despacho del teatro, cosido a tiros y desfigurado. Nadie conocía su reunión excepto ellos cinco, y de repente se dan cuenta de que las puertas del teatro están cerradas. Por tanto, uno de ellos puede ser un asesino, y a nadie le consta que su propósito fuera matar solamente a Ignacio…

La premisa de Culpables, resulta así lo más estimulante de un film irregular, con aciertos parciales pero endeble en el conjunto. A priori, la fórmula funciona. En los compases iniciales de la trama, los egos de los cuatro invitados chocan entre sí, se retrotraen a los primeros tiempos de la compañía, a los primeros encuentros y relaciones (narrados en forma de flashback), al enamoramiento de Mario y Mercedes y a los coqueteos de Ignacio con toda actriz a su alrededor (incluida Margarita), y también a sus primeros choques y enfrentamientos, con Ignacio y entre ellos. Sobre todo, el hilo conductor es el común resentimiento de todos hacia Ignacio con motivo de los draconianos contratos con que los mantiene vinculados a la compañía, que les impiden aprovechar su naciente fama para trabajar en otros montajes o en otras ciudades, y también los continuos impagos de sus emolumentos, situación que los sujeta a Ignacio, les impide escapar de él y, al mismo tiempo, ganarse la vida con su profesión buscando el porvenir en otra parte. Este tejido de relaciones a cinco bandas cumple una función primordial en el argumento: el reparto racional y proporcional de las sospechas entre los cuatro posibles asesinos. Continuar leyendo «Ese otro cine español – Culpables (Arturo Ruiz-Castillo, 1960)»

Puro teatro… y algo más: Looking for Richard (Al Pacino, 1996)

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Retomamos el título de un libro de otro hombre de teatro, Fernando Fernán Gómez, para referirnos a esta inclasificable (para bien) y excelente película dirigida por Al Pacino, Looking for Richard, excepcional mixtura entre cine vanguardista y experimental, falso documental y adaptación teatral que, partiendo del proceso de creación de un montaje cuasi-privado de la obra Ricardo III de William Shakespeare, nos ofrece una visión global del proceso creativo de puesta en marcha de una obra, desde el estudio del texto original, su análisis, su contextualización histórica y el acercamiento a la figura de su autor, hasta la selección del reparto, el debate en el seno de la compañía en cuanto a los distintos puntos de vista sobre las escenas más relevantes y su tratamiento y, por último, de la percepción por parte del público tanto de la obra como del autor, del teatro en general y del shakespeariano en particular. Todo ello, no con vistas a la representación de la obra en un marco teatral -o, mejor dicho, no sólo- sino, y ahí radica buena parte del mérito innovador del filme, para la puesta en imágenes cinematográficas de una forma de expresión artística puramente teatral traducida al lenguaje de la cámara sin olvidar la naturaleza última de su raíz, la esencia íntima del teatro. La gran virtud de la cinta reside en que, construyéndose en un formato documental mediante el que Pacino pretende acercarse -y acercar al público- a una de las obras más complejas y difíciles de representar del inmortal dramaturgo inglés, la película termina conteniendo en su metraje final, 107 minutos, la práctica totalidad de la obra, o al menos sus fragmentos más importantes y reconocibles, una nueva forma, más dinámica, didáctica, amena y apasionante de brindar al público generalista la oportunidad de zambullirse en el universo de conspiraciones, crímenes, envidias, celos, asesinatos, ambiciones, traiciones y venganzas que comprende el inagotable caudal de las tragedias shakespearianas. De tal manera que el espectador, que al principio asiste al proceso de construcción, o más bien de deconstrucción, de un denso drama de complot, ascenso y caída con mucha sangre vertida, obtiene finalmente la recompensa de una representación superlativa de un clásico imperecedero, y a día de hoy no superado, sobre la naturaleza del poder y de la corrupción de su ejercicio, en un destilado lenguaje, además, que ofrece lo mejor del teatro con una exposición cinematográfica ejemplar, que roza el virtuosismo en la dirección y en el montaje. Este aspecto de mezcla de lenguajes queda simbolizado ya en los créditos iniciales: en primera instancia, las palabras «king richard» aparecen sobreimpresionadas en la pantalla; después, son «look» y «for» las que ocupan su orden para componer el título del filme.

Pacino nos lleva de la mano, en un tono ligero, atractivo, moderno y extraordinariamente dinámico, de lo general a lo particular, de los fríos datos o incluso de las académicas explicaciones de los eruditos (momento en el que Pacino se recrea con no poco sentido del humor) a la más pura expresión de sensibilidad artística, a la emoción estrictamente teatral, y lo consigue con un sabio manejo de localizaciones, tonos, intereses y ritmos diferentes. Lo mismo recorre las calles de Nueva York, entre toma y toma de un rodaje, o buscando localizaciones para la representación (en imágenes fílmicas) de la obra, deteniéndose a preguntar a los transeúntes por Shakespeare, por sus conocimientos sobre él, por su opinión sobre su legado (calificado invariablemente, con alguna excepción fenomenalmente lúcida, de inaccesible, anticuado, denso o incluso aburrido, una encuesta presidida casi uniformemente por un gran desconocimiento y una no menor pereza a la hora de esforzarse en paliar esa carencia), que nos permite asistir a las charlas internas entre dirección y reparto sobre las claves del texto y sus puntos fuertes, la forma de encarar el proceso de adaptación y de entrar dentro de los personajes por parte de los actores. Igualmente, son muchos los pasajes que, en localizaciones seleccionadas de la propia ciudad de Nueva York (un museo de ambientación medieval, por ejemplo, o el campo de batalla final), durante cenas, fiestas o paradas para tomar algo, en una escenografía propiamente teatral, en lecturas colectivas del texto, en monólogos improvisados en el asiento del copiloto de un coche, o, simplemente, en ropa de calle, en tal o cual esquina o en la habitación de un hotel, exponen directamente el contenido de la obra al público (a veces con un realismo, digamos excesivo: en determinados momentos, la cámara capta clarísimamente los salivazos de un inspirado Pacino, cual aspersor, entregado a su personaje), de modo que, uniendo los distintos fragmentos, sus diversas formas y tonos, al final el espectador comprueba que ha asistido a una representación integral de la obra original.

Por otro lado, son en ocasiones los mismos expertos en Shakespeare, desde profesores universitarios hasta grandes intérpretes y directores que han dedicado años de su vida a trabajar en montajes y adaptaciones suyas (Kenneth Branagh, John Gielgud, Vanessa Redgrave, entre muchos otros), Continuar leyendo «Puro teatro… y algo más: Looking for Richard (Al Pacino, 1996)»

Leña al mono: La herencia del viento

Aquel que cree disturbios en su casa heredará el viento: y el tonto se convertirá en el sirviente del sabio de corazón.

(Libro de Proverbios, cap. 11, ver. 29)

En 1925, John Scopes, un profesor de una escuela secundaria del estado de Tennessee, fue condenado por un tribunal acusado de inclumplimiento de la ley que obligaba a explicar las teorías creacionistas como único origen del universo. Scopes había cometido la «locura» de difundir en clase los principios del darwinismo y, denunciado por algunos padres, acabó protagonizando un proceso judicial, conocido por el «Juicio del Mono», que, convertido por el periodista H.L. Mencken en causa nacional desde los titulares de su diario, y con dos celebridades jurídicas del país, el fiscal ultraconservador, héroe de guerra y candidato a la presidencia en ciernes William Jennings Bryan, y su antiguo amigo y ayudante de campaña, el abogado Clarence Barrow como defensor, alcanzó cotas de gran popularidad y de decisiva importancia y profundidad en cuanto al grado de debate sobre las esencias constitucionalistas de los Estados Unidos que se alcanzó durante las sesiones del juicio. En 1955, y como respuesta a las persecuciones ideológicas del maccarthysmo, Robert E. Lee (no confundir con el famoso general confederado, aunque resulta irónica la coincidencia, y también notable, dada la naturaleza del caso y las animosidades implicadas en él) y Jerome Lawrence estrenaron en Broadway la obra teatral, inspirada en este hecho real, titulada Inherit the wind (Heredarás el viento), que Stanley Kramer llevó al cine en 1960 conservando las esencias contestatarias del texto teatral.

En la película de Kramer, el profesor Bertram T. Cates (Dick York), un hombre bonachón y sencillo que está prometido a la hija de un gran hombre de una localidad del profundo Sur del país (una nota importante para introducir otras cuestiones anejas a la tratada en el juicio: las relaciones Norte-Sur, el resentimiento latente desde los tiempo de la Guerra de Secesión, la cuestión de la esclavitud con la paralela cuestión, en el momento del rodaje, del surgimiento de los movimientos por los derechos civiles y la llegada de Kennedy a la Casa Blanca…), es acusado y procesado por explicar las teorías de Charles Darwin a los alumnos del instituto, los cuales las asumen con toda normalidad dentro de su programa de estudios. El escándalo subsiguiente, instigado por las clases más conservadoras de la localidad apoyándose en una obsoleta ley decimonónica, despierta el interés de E. K. Hombeck (Gene Kelly), director de un periódico de Baltimore (estado de Maryland, es decir, del Norte) en cuyos titulares comienza a publicar una campaña de gran calado jurídico y político en favor del profesor, de la libertad de expresión y en contra de la ley que obliga a explicar el creacionismo y otros comportamientos y normas limitativos de derechos. El revuelo formado, el cierre de filas en torno a lo que en la ciudad se considera una nueva intromisión -casi una agresión- por parte del Norte, en los asuntos del Sur, lleva a los promotores del juicio a apelar al famoso fiscal y probable candidato a la presidencia, Matthew Harrison Brady (Fredric March), para defender la acusación y también la legislación aplicable. Hombeck contraataca contratando al gran abogado Henry Drummond (Spencer Tracy) -y amigo personal del matrimonio Brady, con el que trabajó largamente en el pasado y del que se apartó por un hondo debate de principios políticos y jurídicos- para ocuparse de la defensa del profesor. El juicio, que centra la atención de toda la localidad y de medios periodísticos de buena parte del país, da lugar para analizar, censurar y reivindicar distintos comportamientos sociales y distintas normas jurídicas, al mismo tiempo que se ponen de manifiesto los principios básicos que -se supone- sirven para asentar la democracia americana.

Como suele suceder con el cine de Stanley Kramer, el exceso prima sobre el conjunto. Sus películas suelen resultar algo alargadas -normalmente, con artificiosidad-, 127 minutos en este caso, lo cual regularmente conlleva altibajos de ritmo, desequilibrios de intensidad narrativa. La herencia del viento no es una excepción, aunque se soporta fenomenalmente en la labor interpretativa de sus protagonistas. Fredric March, Oso de Plata al mejor actor en Berlín por su personaje, está sobresaliente como encarnación de la vieja gloria política de la localidad, retórico, exaltado, histriónico, consiguiendo levantar un presonaje dibujado (imaginamos que debido a la simpatía de los autores con las posturas del defensor) con tonos excesivamente caricaturescos, satíricos, paródicos, aunque su final resulta anticlimático con respecto al conjunto de la trama. Spencer Tracy, ya en la recta final de su carrera, nominado nuevamente el Oscar, cumple adecuadamente con su personaje, el abogado eficaz de sólidos principios que defiende la ley y una interpretación abierta y democrática de la misma por encima incluso de sus opiniones personales, las cuales tiene el buen juicio de mantener a buen recaudo mientras se ocupa del ejercicio profesional. Gene Kelly está espléndido (sin dar un paso de baile) como periodista mordaz, sarcástico y un pelín interesado -al fin y al cabo, él está ahí para vender periódicos… o quizá para algo más-. El reparto se completa con Harry Morgan como juez, siempre correcto, siempre eficiente. Continuar leyendo «Leña al mono: La herencia del viento»

Tributo del cine al teatro: Vania en la calle 42

En 1994, el excelente director francés Louis Malle se encontraba en un inesperado parón creativo a raíz de ciertos problemas de producción de la que iba a ser su película de aquel año, un acercamiento a la figura de la actriz Marlene Dietrich, para la que ya tenía contratados a Uma Thurman y a Stephen Rea. Aprovechando esas vacaciones forzosas, en parte también por encontrarse débil de salud a causa del infarto sufrido un par de años antes, y de paso en Nueva York junto a su esposa Candice Bergen, Malle aceptó la invitación de un buen amigo suyo, el actor y director de teatro André Gregory para asistir a uno de los exclusivos ensayos que su compañía estaba realizando de la obra de Chéjov Tío Vania en un pequeño teatro neoyorquino. Por aquel entonces, Gregory llevaba más de una década sin poder poner en marcha ninguno de sus proyectos (su compañía, el Manhattan Project, le había proporcionado una gran reputación como director de escena, pero también había despertado recelos por la visión crítica que del sueño americano ofrecía en algunos de sus montajes), y su Tío Vania no iba a ser una excepción. Estancada la producción, con el fin de evitar la dispersión de los actores y para enriquecer constantemente la obra, Gregory decidió continuar con los ensayos como si el estreno fuera inminente. Durante casi cuatro años, primero en un pequeño teatro de la calle 42, y finalmente en el abandonado y semiderruido New Ámsterdam, donde finalmente la obra se convertiría en película, la compañía de Gregory, con Julianne Moore y Wallace Shawn a la cabeza, estuvo ensayando la obra, primero en privado, y más tarde con público invitado a ver de cerca las evoluciones del elenco. Los amigos de confianza dieron paso a grupos de hasta veinticinco espectadores, siempre sin cobrar entrada y siempre sin hacer ningún tipo de publicidad, nutriéndose del boca a boca y de referencias directas de espectadores a personas interesadas. Las representaciones resultaban de lo más insólitas, puesto que a las dos horas aproximadas de duración de la obra se añadían los descansos para los piscolabis entre actos, las conversaciones sobre la obra de Chéjov o sobre el teatro y la vida en general, las reflexiones de los intérpretes sobre su profesión… Entre el selecto público que tuvo ocasión de disfrutar de tamaña experiencia de construcción teatral en vivo y en directo se cuentan ilustres nombres como Susan Sontag, Richard Avedon, Woody Allen, Robert Altman, Mike Nichols o, por supuesto, Louis Malle y Candice Bergen.

Seducido por lo que había visto, recuperando su antigua pasión por el teatro, Malle concibió la idea de trasladar su grata experiencia como espectador a la pantalla de cine. Gracias a Gregory y a una filial de Sony Productions, Continuar leyendo «Tributo del cine al teatro: Vania en la calle 42»