Clásicos premiados en el Festival de San Sebastián en La Torre de Babel de Aragón Radio

Festival de San Sebastián 2021: qué se espera de evento

Nueva entrega de la sección de cine en el programa La Torre de Babel, de Aragón Radio, la radio pública de Aragón, en este caso dedicada a grandes clásicos del cine que, aunque ya lo hemos olvidado, obtuvieron en su día la Concha de Oro en el Festival de San Sebastián.

(desde el minuto 10:18)

Belleza doliente: Días del cielo (Days of heaven, Terrence Malick, 1978)

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El lenguaje cinematográfico de Días del cielo (Days of heaven, Terrence Malick, 1978) es el lenguaje de la fotografía. La película se sustenta, es, existe, erigida sobre el trabajo de iluminación de Néstor Almendros, español exiliado en Cuba, trasplantado desde allí a Hollywood y al cine francés, que obtuvo el Óscar por su trabajo en este filme como evadido del tiempo. En 1978, con el Nuevo Hollywood dando las últimas boqueadas ante las dentelladas del fenómeno blockbuster que haría de los ochenta la, en conjunto, peor década del cine americano, Días del cielo se asoma al panorama convulso, innovador, rupturista de aquel decenio maravilloso y lleno de posibilidades como una reminiscencia de la grandeza de otro cine, del cine de siempre, del que corta la respiración y acelera el corazón. La pasión de Terrence Malick por la milimétrica construcción de los encuadres, por la composición simétrica de los planos y el empleo minucioso de los paisajes y de sus características precisas como evocadora expresión del clima general de una secuencia o del tormentoso o melancólico interior de los personajes, se da la mano con una riqueza visual, con un gusto por el detalle y una extracción de las máximas posibilidades de cada combinación de planos propia de lo mejor de la etapa silente del cine, a veces subrayada por una voz en off (la de la narradora, Linda Manz, una de las protagonistas), la mayor parte del tiempo, en cambio, en bellísimas imágenes desnudas, desprovistas de aderezos, dispuestas a que el espectador se deje invadir  y remover por ellas.

La historia de los personajes es lo de menos. En cierto modo, recupera el planteamiento de su anterior obra, Malas tierras (Badlands, 1973), en cuanto a la pareja, Bill y Abby (Richard Gere y Brooke Adams) que, huyendo de una vida sin futuro en las duras factorías metalúrgicas de Chicago en 1916 (en plena Primera Guerra Mundial, y se supone que sirviendo al inmimente esfuerzo bélico que el país habría de afrontar), vive nómada hasta verse abocada a la comisión de un crimen en las llanuras agrícolas de Texas. En este caso se hacen acompañar de la hemana pequeña de ella (Linda Manz), e incluso ellos mismos, a fin de evitar suspicacias, se hacen pasar por hermanos. Sin embargo, el dueño de las tierras donde empiezan a trabajar como braceros de la cosecha de trigo (Sam Shepard) se enamora de Abby, y da el pistoletazo de salida al drama: el granjero, un hombre enfermo que tiene los días contados, intenta vivir el amor que ya pensaba que no volvería; Bill, en cambio, ve la oportunidad de salir de la pobreza gracias a un matrimonio corto y a la próxima viudedad de Abby; esta, en cambio, arrastrada al malicioso plan por el interesado Bill, de pronto descubre en el granjero una sencillez, una bondad y una pureza de sentimientos que ella creía que no existían. Y esta precisamente, la cuestión del interés, del egoísmo, es la que conecta la historia íntima de estos personajes con el fresco general que la película representa, el contraste entre el sistema económico de producción, de las jerarquías empresariales, las jornadas, los salarios y los conflictos sindicales, y la vida rural, todavía vivida a la antigua usanza, marcada por los ciclos naturales, donde el capataz contrata directamente a los braceros, habla y se mezcla con ellos, donde se vive bajo el cielo estrellado y el beneficio se cuenta al instante, en monedas contantes y sonantes. La soledad, los amplios y desiertos espacios abiertos, la pequeñez del hombre frente a la naturaleza, a veces generosa y otras cruel, frente a la impostura de una arquitectura social lastrada de penalidades construida por el hombre en una amalgama urbana insalubre, superpoblada, injusta, despiadada. Esa libertad recién descubierta, no obstante, no logra sustituir la mezquindad, el egoísmo, la codicia, en los corazones de quienes desean trepar en la escala social, y llegan al extremo del crimen por obtener aquello que soñaron, y que precisamente con el propio crimen deja de existir. La película evita maniqueísmos y simplezas: no hay cara y cruz ni buenos ni malos; lo mismo que Bill es víctima de sus circunstancias, de su proceso de maduración en la miseria, el granjero es víctima del amor. Abby se lleva la peor parte, atrapada entre el interés perverso de uno y el amor sincero del otro, comprendiendo al primero y poco a poco amando al segundo. La tragedia, casi de tintes lorquianos, está servida.

El estallido de la violencia rompe la armonía de unos paisajes dotados de la textura y el color de oro de las espigas recién recogidas. La violencia surge como un artificio, impropio de un lugar de paz y armonía, un exabrupto importado de la brutalidad y la impiedad de la ciudad industrializada, y también como un método drástico y forzado de imponer a la naturaleza -la enfermedad del granjero, que no termina de liquidarlo- la voluntad del hombre. El sometimiento de la naturaleza por la mano del hombre, la aplicación selectiva de la muerte como herramienta de reordenación del espacio humano: el resumen de todos los conflictos, la raíz económica de todos los males, crueldades y violencias que el ser humano reparte. La muerte siempre por encima del amor, utilizándolo como pretexto. A ello no es ajena la datación elegida para la narración, 1916, en plena Primera Guerra Mundial, comenzada un verano a causa de un disparo multiplicado en cientos de batllas y bombardeos, una muerte acompañada de veinte millones de muertes, y con los Estados Unidos plácidamente aislados al otro lado del Atlántico a punto de zambullirse en ella, de salir de golpe de su inocente inconsciencia. La gran virtud añadida de Malick, vista su filmografía posterior, es que consigue narrar todo este mosaico humano en un metraje de lo más contenido (apenas hora y media).

Y ahí radica la fuerza y la pervivencia de la película. Su hermosura formal, la evocación bucólica de un paraíso en la tierra, de un entorno de armonía y conjunción con la naturaleza, no oculta ni puede enfrentarse a la lucha, la destrucción, los conflictos humanos, al estallido del odio y la violencia a manos de personas cuya naturaleza bondadosa no puede soportar el veneno de los celos y la rivalidad. Ni el granjero ni Bill, mezquino y ruin pero en ningún caso un asesino (hasta que él mismo se ve convertido en uno cuando es demasiado tarde y sin que haya tenido tiempo de reparar en su desgracia), pueden evitar la escalada de sentimientos negativos, perniciosos, perversos, que les lleva poco a poco a recurrir a un medio ajeno a ellos, la violencia, el deseo de matar, como mecanismo para lograr el encomiable fin del amor. Al amor por la muerte. O, como Esquilo puso en sus obras en boca de Zeus, «por el dolor a la sabiduría».

 

Diario Aragonés – El árbol de la vida

Título original: The tree of life
Año: 2011
Nacionalidad: Estados Unidos
Dirección: Terrence Malick
Guión: Terrence Malick
Música: Alexandre Desplat
Fotografía: Emmanuel Lubezki
Reparto: Brad Pitt, Sean Penn, Hunter McCracken, Jessica Chastain, Fiona Shaw, Crystal Mantecon, Pell James, Joanna Going
Duración: 138 minutos
Estreno en España: 16 de septiembre de 2011

Sinopsis: La infancia de Jack durante los años cincuenta, rememorada hoy por un Jack adulto, desorientado y consumido por los sentimientos de soledad y pérdida, forma parte del complejo y fascinante puzzle de la vida y el universo.

Comentario: La última película del carísimo de ver Terrence Malick, vencedora de la pasada edición del Festival de Cannes, amenaza con convertirse en uno de los títulos más controvertidos de la temporada de estrenos recién iniciada. Eso, si el público se hace partícipe y acude a verla, cosa nada fácil vistas las nulas intenciones de Malick de ceñirse a las convenciones o de someterse a las modas cinematográficas más populares o rentables para la taquilla pese a contar como cabeza de reparto con una estrella como Brad Pitt y con el siempre estupendo Sean Penn como secundario de lujo.

Contrastado cineasta de películas paridas con cuentagotas (solamente cinco producciones en casi cuarenta años: Malas tierras, 1973; Días del cielo, 1978; La delgada línea roja, 1998; El nuevo mundo, 2005) pero inmensamente bellas y narrativamente poco convencionales, aunque profundas, reflexivas, inteligentes y temáticamente inabarcables, aborda en El árbol de la vida, a partir de la historia de un niño llamado Jack, que crece en un entorno aparentemente idílico que aúna las promesas del sueño americano con el sobrecogedor espectáculo de la naturaleza, cuestiones complejas como el origen del universo, el nacimiento de la vida, el ciclo existencial y el sentido de nuestra presencia en el mundo. Esta aproximación se realiza a través de la observación (más que de la narración) de distintas vivencias de la familia de Jack durante su niñez, así como de los efectos que su recuerdo y especialmente el de su hermano fallecido a los diecinueve años han tenido en su vida, ya como adulto. Unas imágenes que van acompañadas, en algunos momentos sin evitar caer en el ensimismamiento, tanto de largas tomas con composiciones cromáticas que emulan los procesos químicos que formaron el universo, las estrellas, los planetas y las primeras criaturas vivas de la Tierra, como de estampas naturalistas que se detienen en la minuciosa contemplación de parajes de una belleza desarmante o bien recrean el nacimiento de las primeras bestias prehistóricas. Este es quizá el mayor argumento que poseen a su favor quienes acusan a Malick de saltarse la línea que separa la reflexión intelectual del ridículo más espantoso al introducir en su película los dinosaurios recreados por ordenador.

La película, por tanto, posee una doble vertiente de tonos y formas. En primer lugar, la historia de Jack y su familia, en la que su madre (Jessica Chastain) es la encarnación de la bondad, el cariño y el amor, mientras que su padre (Brad Pitt) personifica la severidad y la disciplina que considera valores supremos e imprescindibles para la correcta educación y preparación de sus hijos, para su conocimiento y aprendizaje de cara al enfrentamiento con su futuro, unos esquemas vitales que ha asumido a partir de su admiración y adoración por algunos de los más importantes compositores clásicos. Igualmente, entra dentro de este aspecto la aparición del Jack adulto (Sean Penn), ahogado y consumido en un estado de soledad y pérdida, prisionero de su necesidad de buscar respuestas para encontrar sosiego y redención a su sentimiento de culpa derivado de haber sobrevivido a su hermano. [continuar leyendo]

Música para una banda sonora vital – La delgada línea roja

En esta película bélica, muy sui generis por otra parte, dirigida por Terrence Malick en 1998 queda demostrado por si hacía falta que la música es un lenguaje universal que está por encima de culturas, prejuicios y barreras lingüísticas. La magnífica banda sonora de Hans Zimmer incorpora algunos coros melanesios en fantásticas interpretaciones de las que ofrecemos dos piezas, God U Tekem Laef Blong Mi y Jisas Yu Holem Hand Blong Mi. Música para disfrutar sin prisas y que nos transporta directamente a lo más profundo y bello de la experiencia vital, a ese nebuloso terreno del cual la ajetreada y competitiva vida moderna se empeña en separarnos.