Un misterio de su tiempo: La reencarnación de Peter Proud (The Reincarnation of Peter Proud, J. Lee Thompson, 1975)

 

En tres ocasiones distintas en el último siglo y medio, los fenómenos y las creencias ligados a la parapsicología, el espiritismo y, en general, el más allá y el mundo de lo sobrenatural, tradiciones mantenidas a lo largo de los siglos con independencia de cronologías y geografías, han irrumpido en la sociedad hasta convertirse en una expresión más, plenamente reconocida y aceptada, de la cultura popular. Tras la Primera Guerra Mundial tuvo lugar la gran eclosión del interés por esta clase de actividades; la gran conmoción provocada por la altísima mortandad durante el conflicto y los últimos coletazos del universo victoriano y sus terrores góticos propiciaron el surgimiento de no pocas asociaciones y grupos dedicados a la investigación, no digamos ya a la explotación económica, de todo lo ligado al ocultismo, el esoterismo, lo mágico y lo extraordinario (sabido es, por ejemplo, el acusado interés, por no decir obsesión, del escritor Arthur Conan Doyle por el espiritismo, en aras de irracional deseo de ponerse en contacto con su hijo caído en combate). Después de la Segunda Guerra Mundial, aún más devastadora, y durante la que se produjo el inmenso horror del exterminio sistematizado de millones de personas, hubo un resurgir de este tipo de atracción por las ciencias ocultas, influida, en primer lugar, por las teorías de Freud previas a la guerra, y también por la inclinación de los propios nazis por estas cuestiones, atracción de la que es muestra evidente la significativa cantidad y variedad de películas de Hollywood que desde la segunda mitad de los años cuarenta incidieron en los aspectos mentales, traumáticos, psicológicos, psicoanalíticos de los personajes como piedra angular para los argumentos de sus guiones. Por último, desde los años sesenta, en particular como resultado de la liberación sexual, el protagonismo de distintos gurús y directores espirituales en la carrera de célebres grupos de rock y en la cultura hippie y la proliferación de drogas que conducían a estados de trance y aparentes experiencias místicas, favorecieron un renacer del protagonismo de estas historias, acrecentado por el éxito comercial de cierta literatura y de películas basadas en ella como La semilla del diablo (Rosemary’s Baby, Roman Polanski, 1968), a partir de la novela de Ira Levin, o El exorcista (The Exorcist, William Friedkin, 1973), con William Peter Blatty adaptando su propio libro a la pantalla. La proliferación de títulos que, desde una u otra óptica (espiritismo, enfermedades mentales, posesiones diabólicas, presencias fantasmales, dobles personalidades, reencarnaciones, regresiones hipnóticas, etc.), abordaron este tipo de temática se vio auspiciada por los aires renovadores del Nuevo Hollywood de los setenta, que dieron cabida a otro tipo de prismas e intereses en el cine norteamericano, hasta entonces infrecuentes o muy condicionados por la censura.

Al modo de lo que sucede con la traducción del título de la novela de Levin y de la película de Polanski en España, el de la cinta de Thompson anuncia ya tal vez demasiado el contenido del misterio en torno al cual gira el argumento, sin que en este caso haya que atribuir responsabilidad alguna a traductores o distribuidores, ya que así figura tanto en el original como en el best-seller de Max Ehrlich que él mismo convierte en guion. Producida nada menos que por la compañía de Bing Crosby, la película supone la última obra del otrora estimable Jack Lee Thompson alejada de lo que sería el nicho primordial de sus siguientes tres lustros de carrera, entregada a las películas de acción y violencia protagonizadas por Charles Bronson y Chuck Norris, algunas de ellas auténticos hitos de taquilla, ocasionalmente salpicadas con subproductos menores, en ocasiones incluso ridículos, encabezados por Anthony Quinn, Robert Mitchum o Richard Chamberlain. Y como el título proclama, el nudo del misterio sobre el que se despliega la acción dramática proviene de la creencia del protagonista, un profesor universitario llamado Peter Proud (Michael Sarrazin, uno de los rostros de moda de los setenta), de que las pesadillas extrañas y recurrentes que empieza a padecer cada noche de manera absorbente y acuciante, plagadas de rostros, lugares e incluso objetos desconocidos pero al mismo tiempo extrañamente familiares, son visiones de una vida anterior que tuvo que transcurrir en los años treinta. Ese pálpito inicial parece confirmarse cuando recibe el asesoramiento de un psiquiatra (Paul Hecht) que intenta ayudarle a superar la situación, y sobre todo, cuando por azar, cuando ya cree que está haciendo progresos en su vuelta a la normalidad, descubre en la televisión unas imágenes que reproducen algunos de los escenarios por los que discurren sus sueños. Con ayuda de su pareja (Cornelia Sharpe), Peter cruza el país e inicia una investigación en Nueva Inglaterra a la búsqueda de los indicios que puedan llevarle a descubrir los acontecimientos, los espacios y la identidad de los personajes que pueblan sus pesadillas. Así, logra entrar en contacto con Marcia Curtis (Margot Kidder) y su hija Ann (Jennifer O’Neill), nombres vinculados a lo que él entiende por su vida pasada, y gracias a las que obtiene la información que le permite forjarse, de algún modo, una doble identidad cuya mezcla y combinación origina toda clase de tribulaciones, dudas, trampas y callejones de difícil salida. En particular respecto a Ann, ya que si Peter Proud se siente de inmediato atraído por ella hasta las últimas consecuencias, su otra «personalidad» ve impedida radicalmente esta inclinación natural por razones de parentesco directo.

La puesta en escena se construye sobre la sensación de extrañamiento. A ella contribuye, en primer lugar, el tratamiento de las imágenes del «pasado» de Peter Proud, la sucesión de flashes inconexos de índole pesadillesca (fachadas, cornisas, torres en plano inclinado, espacios vacíos, exteriores sombríos, formas desnudas, las aguas oscuras y profundas de un lago y una barca que se abre paso entre la bruma, rostros y cuerpos desconocidos sorprendidos en la intimidad…), acompañadas en algunos casos de un suave erotismo, que crean esa atmósfera de inestabilidad onírica, de realidad líquida en la que es complicado hacer pie. Esta turbiedad viene subrayada por la fotografía de Victor J. Kemper, atravesada como por un velo de ensueño, por una luz clara de gasa luminosa pero algo sucia que confiere a las imágenes un aire de alucinación, y por la música de Jerry Goldsmith, que explota y acrecienta el tono de enrarecimiento e inquietud general. Entre las interpretaciones, la eficacia de Sarrazin como protagonista contrasta con el parcial error de casting que implica la presencia de Margot Kidder en dos planos temporales diferentes; si bien en el supuesto pasado de los años 30 puede encajar, en su ancianidad del plano actual su caracterización deja bastante que desear, deficiencia aumentada cuando se trata de hacerla pasar por madre del personaje de Jennifer O’Neill, que brilla esplendorosamente como la presencia más bella y atractiva de la película a pesar de que tarda prácticamente una hora de metraje en aparecer. En cuanto al guion, como es lógico en argumentos que se plantean sobre la base de premisas tan altas, la idea del enigma inicial, hasta que se averigua en qué parece consistir realmente el trastorno de Peter, resulta más intrigante y sólido que el desarrollo, en el que abundan los caprichos dramáticos y al que se le ven no pocas veces las costuras de una narración hecha para epatar al espectador, a menudo a costa de la credibilidad y la verosimilitud (al margen de que la historia transcurra por los derroteros de una hipotética reencarnación, detalle que ya exige afrontar la historia con límites de credibilidad y verosimilitud bastante laxos), si bien remonta en un final mítico, al menos para quienes vieron por vez primera la película en algún pase televisivo de los ochenta, remate que cierra una perturbadora estructura circular que se ha ido construyendo paulatinamente hacia un final de impacto.

Más que intriga o terror, la película, que vista hoy no escapa del todo de los aires de telefilme, trata del misterio, de la actitud y del temor ante lo desconocido, lo inexplicable. Muy al hilo de su tiempo y de cierto cine que se hizo entonces y que gozó de buen grado de aceptación entre el público, la historia parece encarnar en Peter Proud las dudas de todo un país que busca obsesivamente la manera de reencontrarse a sí mismo, de reconstruir su identidad maltrecha tras los convulsos años sesenta, la experiencia de Vietnam y la agitación política derivada de la accidentada y corrupta administración Nixon. El empeño de redescubrir el alma de un personaje, o de una América, de rumbo perdido, una búsqueda a ciegas cuya conclusión no puede ser optimista.

El auténtico terror rojo: El viyi (Viy, Georgi Kropachyov y Konstantin Yershov, 1967)

 

Resulta de lo más reconfortante en estos tiempos de hipertrofia narrativa de contenido moroso y banal encontrarse con películas que cuentan tanto en tan poco metraje (78 minutos). A decir verdad, El viyi son en realidad dos películas que transcurren paralelas y relacionadas a partir de un tronco común, la fiel adaptación de un relato de Nikolái Gógol que aúna costumbrismo y terror, con el protagonismo difuso y remoto de una popular criatura demoníaca del folclore rural ucraniano, que ya sirviera de base para La máscara del demonio (La maschera del demonio, Mario Bava, 1960). Dos líneas argumentales centradas en un personaje, el seminarista Khoma (Leonid Kuravlyov), estudiante de filosofía en la academia teológica de Kiev, y en su ambigüedad respecto a la fe, tema que constituye el nexo y núcleo principal de las historias. Durante un permiso vacacional, Khoma y dos compañeros, un estudiante de retórica y otro de teología, los tres más amigos de la juerga que del estudio, retornan a casa, pero se extravían en la oscuridad durante el gozoso viaje de regreso. Necesitados de alojamiento durante la noche, van a parar a la casa de una anciana que en primer término se niega a darles cobijo, puesto que es una casa pequeña y no hay sitio, pero que después accede a acomodarles: el retórico duerme en el interior de la choza, el teólogo en un armario vacío y el filósofo en un pesebre del pajar. Es justamente Khoma quien, en plena noche, recibe la visita de la anciana, pero lo que interpreta inicial y erróneamente como un grotesco juego de seducción por parte de una mujer decrépita y amojamada, se revela como una escalofriante e impensable realidad: se trata de una bruja que utiliza a Khoma para una de sus diabólicas ceremonias, que incluye un vuelo nocturno por los contornos con el estudiante haciendo de escoba humana. Solo a través de el recitado de cánticos, salmos y fórmulas de exorcismo, Khoma logra librarse de la bruja, pero tras el aterrizaje, defendiéndose de ella a golpes y dejándola malherida, el seminarista comprueba consternado cómo el cuerpo de la anciana se transforma en la hermosa fisonomía de una apetitosa joven.

El planteamiento fusiona así, como en el cuento original, el costumbrismo local con el relato fantástico y de terror. El carácter frívolo de Khoma y sus compañeros, la vida en el seminario, con el horror diabólico, contado, eso sí, desde cierto sentido del humor y no sin voluntad ciertamente paródica. Esa duplicidad temática y la ambigüedad de tono continúan el resto del metraje. De nuevo en el seminario, Khoma es llamado por el director, que le informa de que la hija de unos ricos cosacos que fue hallada en el campo, casi muerta, después de ser agredida a golpes, requiere sus servicios para su consuelo espiritual mientras agoniza. El estudiante se sorprende y sospecha de que pueda tratarse de la misma muchacha, la bruja rejuvenecida, pero pese a sus esfuerzos por escaquearse de la compañía de los aldeanos borrachines con los que debe hacer el viaje, llega a destino para comprobar que la joven ha muerto, y que la ayuda espiritual se transforma en la obligación, aderezada con el soborno de mil rublos prometidos por el padre, de velar el cadáver y rezar por su alma durante tres noches seguidas como marca la tradición. No solo se confirman sus intuiciones sobre la identidad de la fallecida, sino que los lugareños le narran truculentas historias sobre brujas que beben sangre, cortan el pelo de las mujeres para utilizarlo en rituales extraños, e incluso montan a jóvenes desprevenidos como si fueran escobas… Los episodios de la vida diaria de la aldea se alternan así con las tres noches de duelo, a cada una más terrible que la anterior, en las que Khoma, solo en la vieja iglesia medio derruida junto al ataúd descubierto de la muerta, rodeado de velas, no tiene más remedio que defenderse de sus miedos echando mano de su débil conocimiento de la doctrina y la liturgia, y encomendándose a Dios como mejor le da a entender, si bien nada evita que cada noche viva una serie de experiencias horripilantes que lo marcarán con una huella indeleble.

La película lleva el sello del experto soviético en efecto especiales Aleksandr Ptushko. Y aunque se circunscribe al más estricto realismo en su presentación de la vida en el seminario, en el campo y en la aldea, en el interior de la iglesia va conformándose progresivamente como un teatro del horror. Un increscendo nocturno en tres capítulos que alcanza su eclosión, desde los primeros actos de la bruja vampiro hasta los fantasmas, los espectros y los demonios que surgen de las paredes y que alcanzan el paroxismo cuando la bruja invoca al viyi, la mayor y más peligrosa de entre todas las diabólicas criaturas de su reino de las tinieblas. Aunque en lo formal la película se resiente de algunos efectos demasiado obvios (exteriores que no pueden pasar por interiores, círculos de tiza previamente marcados en el suelo para que Khoma pueda trazar su área de protección, pantallas de cristal que separa al seminarista de la bruja, el ataúd volador…) y también del, a fin de cuentas, no tan temible aspecto del viyi en cuestión (que resulta no ser para tanto, desde luego físicamente, y cuyo papel supuestamente decisivo y tremebundo queda bastante reducido a un capítulo mínimo aunque trascendental), donde se eleva es en su acompañamiento, el catálogo de diablos, fantasmas y bestias varias del más allá que progresivamente circulan por la iglesia, van llenando la pantalla y actúan a modo de séquito demoníaco en el impresionante escenario de una iglesia ortodoxa venida a menos, con su particular iconografía repleta de huevos peligrosos y oscuridades entre los resplandores de las velas.

Bajo su capa de película de aventuras entretenidas, pintorescas y aterradoras, la película despliega una capa de lecturas implícitas que conectan lo aparente con lo oculto, y que van desde la situación social de aquellos que, sin desarrollar un particular sentimiento de fe, se acogen al estamento religioso como medio de encontrar una profesión y garantizar su supervivencia y, como resultado, plantea, aunque desde una perspectiva ligera y poco solemne, problemas asociados a la culpa y al remordimiento, tanto por la responsabilidad derivada de los propios actos cuando afectan a terceros, como de la lealtad y la sinceridad debidas a uno mismo. Porque lo que Gógol y la película sugieren es que no hay mayor demonio, ni más terrible, ni más autodestructivo, que aquel que cada uno arrastra consigo.

Música para una banda sonora vital: La maldición de Lake Manor (Il nido, Roberto de Feo, 2019)

Where Is My Mind?, célebre tema de The Pixies, ha sido varias veces incluido en bandas sonoras de películas. Quizá sea su aparición en Trainspotting (Danny Boyle, 1996) la más recordada, antes de que esta película de Roberto de Feo (mucho ruido y pocas nueces, mucha factura visual y mucho diseño de producción, muchas ínfulas de suspense gótico, mucha referencia literaria, pero, en resumidas cuentas, demasiada pedantería visual y demasiadas ansias de moraleja insustancial), incorporara como leitmotiv musical principal la versión a piano del compositor francés Maxence Cyrin, aquí ilustrada con una de las mayores exaltaciones románticas de Greta Garbo en el cine mudo.

50º aniversario de El exorcista, la novela de William Peter Blatty, en La Torre de Babel de Aragón Radio

The Exorcist

Nueva entrega de la sección de cine en el programa La Torre de Babel, de Aragón Radio, la radio pública de Aragón, en este caso dedicada al 50º aniversario de la publicación de la novela El exorcista, de William Peter Blatty, llevada al cine dos años después por William Friedkin, con guion y producción del autor de la novela.

Inspirada en un hecho real sucedido en Maryland en 1949, conocido por William Peter Blatty durante su etapa como profesor en Georgetown, la película de Friedkin es un prodigio en el uso del lenguaje simbólico y en la sugerencia subliminal, hasta el punto de logra convertir una aparente historia de terror en una mucho más profunda reflexión sobre la crisis de fe de raíces edípicas que sufre su protagonista, el padre Karras (Jason Miller), a partir de la enfermedad y muerte de su madre. Éxito de ventas y de taquilla, supone un extraño caso de cine de autor con grandes dosis de autenticidad (la experiencia personal de Blatty en Georgetown, el pasado de Jason Miller en la carrera sacerdotal y su abandono debido a una crisis de fe, la participación, interpretando al padre Dyer, de William O’Malley, padre jesuita autor de más de cuarenta libros, que fue también asesor «técnico» de la película…) y, al mismo tiempo, de anticipación del fenómeno blockbuster de la década siguiente. Además de la participación de Mercedes McCambridge poniendo voz al demonio en un gran esfuerzo técnico modulado y amplificado por el consumo a espuertas de alcohol y de tabaco, y de la archiconocida música de Mike Oldfield, algunas anécdotas turbias ligan la película a cierta leyenda de «malditismo», como el incendio declarado en el set de rodaje, la supuesta bendición del plató por parte de un sacerdote para ahuyentar a los malos espíritus o las muertes prematuras de Linda Blair o de Jack MacGowran. Menos luctuosos pero tanto o más curiosos son los distintos avatares para la conformación final del reparto y la elección de director. Si Arthur Penn, Mike Nichols, el mismísimo Stanley Kubrick y Mark Rydell (que llegó a tener firmado un contrato con la Paramount) sonaron para encargarse de la adaptación cinematográfica, Marlon Brando, Jack Nicholson, Paul Newman o Stacy Keach (que llegó a estar contratado para el papel) fueron las preferencias del estudio para interpretar al padre Karras, mientras que Audrey Hepburn, Anne Bancroft, Jane Fonda o Shirley Maclaine estuvieron a punto de interpretar a la angustiada madre de Regan.

(desde el minuto 17:10)

Serie B, de Browning: Muñecos infernales (The Devil-Doll, Tod Browning, 1936)

Monsters and Matinees: Tiny Terrors Bring Big Thrills | Classic Movie Hub Blog

El cine de Tod Browning es sinónimo de imaginación, magia, misterio, fantasía, exotismo, turbiedad, venganza, crimen, terror frente a lo diabólico, asombro ante lo insólito, sentimientos exacerbados, tormentos interiores que arrastran a situaciones límite… Sus relaciones artísticas con el mundo del circo y de la magia y sus inicios como ayudante y asistente durante los primeros años del cine, cuando los rescursos ilusionistas de las películas de Méliès o Chomón dejaban al público con la boca abierta, impregnan una filmografía que, enriquecida con la participación de uno de los más grandes actores de la etapa silente, Lon Chaney, se ha convertido en una referencia ineludible del cine de Hollywood de los últimos años de la etapa del cine mudo y de los inicios del sonoro, una fábrica de pequeños clásicos, en general de metraje muy breve, de medios muy precarios y ajustados pero de un continuo despliegue de energía narrativa, de fantasía creativa y de imaginacion visual que ofrece algunos títulos indispensables, imperecederos, más allá de los archiconocidos Drácula (Dracula, 1931) y La parada de los monstruos (Freaks, 1932). Muñecos infernales, que entre sus guionistas cuenta además nada menso que con Erich von Stroheim, aúna en apenas 78 minutos la crónica de una venganza al estilo El conde de Montecristo de Dumas con el mito del científico loco que, llevado por las más buenas intenciones, descubre algún ingenio que, mal utilizado al verse impelido a ello por las más bajas pasiones, termina representando un peligro mortal para sus semejantes.

La historia se inicia cuando el drama hace años que ha comenzado. Dos presos logran fugarse del penal de la Isla de Diablo. Uno de ellos, Marcel (Henry B. Walthall) había sido juzgado y condenado a causa de los diabólicos experimentos que ha realizado en su laboratorio secreto, y que son continuados por su fiel compañera Malita (Rafaela Ottiano); el otro, Paul Lavond (Lionel Barrymore) cumplía condena por el asesinato de un policía, cometido cuando huía con el botín del banco que él mismo administraba junto a tres socios. El espectador pronto descubre las claves que impulsan las acciones de ambos personajes. En el caso del primero, culminar sus descabellados experimentos de reducción del tamaño de los seres vivos. Su finalidad aparentemente es encomiable, ya que se trata de disminuir el tamaño de los seres humanos, de modo que consuman menos recursos, ocupen menos espacio y así la población humana pueda multiplicarse exponencialmente sin riesgos para la saturación (nada dice, en cambio, de los problemas de transporte, de logística, de explotación de esos mismos recursos, etc., que conllevaría la existencia de seres humanos de un sexto de su tamaño normal), pero los medios que utiliza, la aberración del sacrificio de animales y, llegado el caso extremo, también de personas para lograr sus fines son los que le han llevado a prisión. En cuanto a Paul, lo que desea es vengarse de quienes cometieron los delitos de los que a él se le acusó y por los que se le encarceló, el desfalco y el asesinato de los que él no fue autor, sino mero chivo expiatorio resultado de las maquinaciones de sus traidores socios. Aunque la naturaleza de Paul no es malévola, la fiebre de venganza pesa más que sus buenos sentimientos. La tentación viene a visitarle cuando, tras la muerte inesperada de Marcel, justo en el momento en que asistía al éxito de sus experimentos, Paul encuentra en el resultado de estos, y en particular en una ventaja añadida, el vínculo telepático que se establece entre la criatura reducida y su controlador, que puede ver por sus ojos y actuar a través de ella, la máquina perfecta para la ejecución de su venganza y la reconstrucción de su vida junto a su hija Lorraine (Maureen O`Sullivan), que ha crecido odiando al padre delincuente que las abandonó a ella y a su madre, la cual, hundida en la depresión, terminó por quitarse la vida.

The Devil-Doll (1936) - Turner Classic Movies

La trama fantástico-terrorífica se entrelaza así con el drama folletinesco de estilo decimonónico propio de los primeros tiempos del cine. Si Lorraine, caída en desgracia, trabaja de sol a sol en una lavandería y complementa su sueldo para mantenerse ella misma y a su abuelita ciega trabajando por las noches en un cabaret, debiendo por ello, por la mala reputación que conlleva, renunciar a los planes para una vida mejor que hacía junto a su pretendiente, el taxista Toto (Frank Lawton), mientras tanto Paul, camuflada su idendidad bajo la piel de una anciana fabricante y vendedora de juguetes, en particular de muñecos de un realismo verdaderamente sorprendente, utiliza a Lachna (Grace Ford), la antigua criada de Marcel y Malita, a la que ha reducido de tamaño, para cometer el primero de sus actos de venganza contra uno de sus antiguos socios, al que, a su vez reducido al mínimo, utilizará también en sus perversos planes. Uno a uno los antiguos socios de Paul van cayendo bajo sus designios criminales, y Paul va rehaciendo la fortuna perdida pensando en recuperar la posición económica que le debe a Lorraine. Naturalmente, ambas líneas argumentales han de coincidir, y ahí es donde tiene lugar la parte más endeble del argumento, en su resolución. En cuanto a esta, llama la atención que, seis años después de la conformación del llamado Código Hays pero solo dos después de su implantación efectiva, las exigencias morales en cuanto al castigo necesario que deben recibir los villanos de las películas en compensación a sus malas acciones no alcanza a Paul por completo; se trata, más bien, de una venganza triunfadora de la que el protagonista, en cierto modo, sale airoso. Continuar leyendo «Serie B, de Browning: Muñecos infernales (The Devil-Doll, Tod Browning, 1936)»

Cine de verano: Asalto a la comisaría del distrito 13 (Assault on Precinct 13, John Carpenter, 1976)

John Carpenter se lo guisa y se lo come (escribe, dirige y compone la música) de esta extraordinaria película de serie B que sin duda es de clase A. Un clásico de culto inspirado en Río Bravo (Howard Hawks, 1959) que supone una efectiva combinación de policial, cine de acción, western o incluso cine de terror, con personajes excelentemente trazados, un excelente manejo del tiempo y el espacio y magnífica banda sonora. Imprescindible.

Diálogos de celuloide: M, el vampiro de Düsseldorf (M, Fritz Lang, 1931)

Foto de Peter Lorre - M, El vampiro de Düsseldorf : Foto Peter ...

HANS BECKERT: ¡Qué queréis que haga…! ¿Qué puedo hacer yo…? ¿Es que no creéis que es terrible lo que llevo dentro…? ¡Este fuego, esa voz, esta tortura…! Tengo que circular por las calles huyendo constantemente… Hay alguien que me persigue… ¡Y soy yo mismo…! ¡Me persigo… en silencio! Pero yo le oigo.. ¡¡Sí!! A veces me parece… que yo mismo corro detrás de mí y quiero escapar de mí mismo… ¡pero no puedo… no puedo escapar! He de continuar mi camino porque si no me alcanzará… ¡Tengo que correr… correr por las calles sin fin…! ¡Y quiero… quiero escapar…! Y detrás de mí corren los fantasmas de las criaturas… nunca se apartan de mí… nunca… Siempre están ahí… ¡Siempre! ¡Siempre! ¡Siempre! Solo tengo una solución: ¡¡¡matar!!!… Y ya no me doy cuenta de nada más… Luego sale la noticia en todos los periódicos… y leo, y leo el suceso… y me pregunto al leerlo: ¿He hecho yo eso? ¡Y no puedo recordarlo…! ¡Vosotros no podéis comprender lo que significa llevar en el interior dos voces como yo llevo, gritando… gritándome constantemente. ¡No lo hagas! ¡Mata! ¡No lo hagas! ¡Mata! Y las voces siguen enloqueciéndome… ¡Y no quiero impedirlo… pero no puedo evitarlo…! ¡¡No puedo…!! ¡¡No puedo…!! ¡¡No puedo…!!

(guión de Thea von Harbou y Fritz Lang)

Donde hay pelo hay alegría: El lobo humano (Werewolf of London, Stuart Walker, 1935)

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En la década de los treinta del pasado siglo, los estudios Universal dieron inesperadamente con la clave de un éxito a priori insólito. El estado de psicosis social y la incertidumbre colectiva derivados del crack bursátil de 1929 predispusieron al público norteamericano, que sufría en sus carnes el desempleo y la precariedad, a ver reflejados en la pantalla el terror de su día a día bajo la forma de los miedos más clásicos, de la irracionalidad, la fantasía y los monstruos de los horrores infantiles, del temor más básico, a lo desconocido, a lo inexplicable. Asistiendo al espectáculo distante y aséptico del terror vivido por otros, empatizando con unos personajes al borde de la muerte y la destrucción provocadas por monstruosas y demoníacas fuerzas sobrenaturales, conjuraban de algún modo sus miserias diarias y separaban el auténtico terror de las tribulaciones más mundanas de la realidad cotidiana. La observación de unos personajes acosados por vampiros o por seres vueltos a la vida después de la muerte hacían de la lucha por la vida, de la búsqueda de empleo, de manutención o de cuartos con los que salir adelante un empeño mucho más terrenal y vencible. A partir de la tremenda repercusión de Drácula (Dracula, Tod Browning, 1931) o El doctor Frankenstein (Frankenstein, James Whale, 1931), o de la producción de Paramount El hombre y el monstruo (Dr. Jekyll and Mr. Hyde, Rouben Mamoulian, 1931), los estudios Universal crearon su célebre unidad específica dedicada a la producción de películas de terror, casi siempre dentro de unos parámetros comunes: presupuestos muy limitados, metrajes muy concentrado (en torno a setenta minutos de duración), tramas en las que el terror irrumpe para perturbar una incipiente y romántica relación de pareja y una puesta en escena que, con particular predilección por la época victoriana, combina elementos germánicos, aires orientalizantes (exóticos, tanto del Este de Europa como del Próximo y Extremo Oriente) y el gusto por el arte futurista en la construcción de decorados para la puesta en escena (laboratorios, criptas y sótanos repletos de utillaje, frascos, probetas, líquidos humeantes no identificados, maquinarias, engranajes, generadores, extravagantes invenciones tecnológicas…).

El lobo humano cumple cada uno de estos extremos en su presentación convencional de la manida leyenda del hombre lobo: Wilfred Glendon (Henry Hull), reconocido doctor en botánica, viaja al Tíbet con el fin de localizar e importar a Inglaterra una extraña flor que nace, crece y vive bajo el influjo de la Luna. En la culminación de su accidentada y peligrosa peripecia, no obstante, le aguarda un colofón terrible: en el momento de recolectar su preciada flor exótica, es atacado y mordido por una extraña criatura, un lobo con forma humana, de la que, sin embargo, logra escapar para retornar al hogar. De vuelta a Londres, empero, recibe la visita de un misterioso individuo, el doctor Yogami (Warner Oland), que, extrañamente conocedor del terrible episodio vivido por Glendon en el Tíbet, le informa del extraordinario maleficio que le amenaza: de no ser capaz de criar y reproducir con éxito esas flores en su invernadero londinense, único antídoto contra la maldición, su destino es el que convertirse cada noche de luna llena en hombre lobo y matar al menos a un ser humano cada una de esas noches; no termina ahí la advertencia: le informa de que serán dos, y no uno, los hombres lobo que acechen las calles de Londres… Las burlas iniciales ante las que que toma por advertencias de un loco va mutando en un escepticismo nervioso hasta que los hechos confirman sus temores más pesimistas. La tensión y la preocupación derivadas de la necesidad de ponerse a salvo, tanto a él como a sus seres queridos, más que presumibles víctimas, por mera proximidad, de sus brotes asesinos, terminan por afectar a su vida social, convirtiéndolo en un misántropo, un ser huraño y arisco, y, por supuesto, a su romántico matrimonio con la dulce Lisa (Valerie Hobson), que parece estrechar cada vez más su renacida amistad de infancia con su eterno enamorado Paul (Lester Matthews).

El tenebroso Londres recreado a imagen y semejanza del terrorífico distrito victoriano de Whitechapel, cuna de los crímenes de Jack el Destripador (callejones, calles empedradas, nieblas omnipresentes), es el escenario por el que transitan los licántropos, con esporádicas e inquietantes visitas al zoo (reseñable es la escena en la que el lobo humano deambula por su interior) que avanzan las famosas secuencias de terror animal de La mujer pantera (Cat People, Jacques Tourneur, 1942) y puntuales toques de humor al más puro estilo británico, producto de las reacciones ante lo impensable de ciertos personajes secundarios (en particular, las dos alcahuetas que se dedican a alquilar habitaciones). Meritorias son, asimismo, producto de la necesidad hecha virtud, los momentos de transformación, en los que se aprovechan los elementos de iluminación y decoración (columnas, puertas, sombras…) para insertar los cortes que permiten mostrar la evolución del cambio de hombre a lobo, compensando las limitaciones tecnológicas con el uso creativo de la puesta en escena, por más que la caracterización de Hull como hombre lobo resulte más humana que lobuna, según parece, por el empeño del actor en que un excesivo maquillaje, al estilo Lugosi o Karloff, impidiera su reconocimiento por el público. Continuar leyendo «Donde hay pelo hay alegría: El lobo humano (Werewolf of London, Stuart Walker, 1935)»

Mis escenas favoritas: El corazón del ángel (Angel Heart, Alan Parker, 1987)

Robert De Niro se lo pasa pipa, y nosotros con él, con su encarnación de Louis Cyphre, enigmático y diabólico cliente del detective Harry Angel (Mickey Rourke) en este clásico de los ochenta a medio camino entre la intriga de detectives y el cine de terror. Todo un ejercicio de estilo, en particular en cuanto a ambientación, fotografía y música (compuesta por Trevor Jones) que flaquea donde menos debería, en el guión. Con una exposición de la trama que añadiera o cambiara menos (el traslado de parte de la historia Nueva Orleans) del original literario de William Hjortsberg, que respetara más el orden y el sentido en que se suceden en la novela los distintos pasos en la investigación del paradero del desaparecido cantante Johnny Favourite, estaríamos hablando de una obra mayor. Queda, eso sí, un gran De Niro, que se divierte de lo lindo.