Triple derrota: Tiempo de amar, tiempo de morir (A Time to Love and a Time to Die, Douglas Sirk, 1958)

Le Temps d'aimer et le temps de mourir - Les Programmes - Forum des images

El gran maestro del melodrama del Hollywood de los cincuenta, Hans Detlef Sierck, cineasta de origen alemán (de Hamburgo, que no danés, como figura erróneamente en algunas referencias) conocido mundialmente como Douglas Sirk, se aparta por una vez en este estimable título (aunque un poco pasado de metraje, algo más de dos horas) de sus ácidas y lúcidas disecciones de la sociedad hipócrita y consumista de la América de Eisenhower para adaptar a la pantalla una novela de Erich Maria Remarque (casado aquel mismo año con la actriz Paulette Goddard) que retrata la profunda devastación social y moral de la Alemania de la inminente derrota en el tramo final de la Segunda Guerra Mundial. El vehículo de la historia, Ernst Graeber, soldado de la Wehrmacht destinado en el frente ruso (John Gavin, en el principal papel protagonista de su carrera), que regresa a casa de permiso y encuentra su hogar devastado por las bombas aliadas. Dos tramas paralelas nacen a partir de este planteamiento con el personaje como vértice: por un lado, la búsqueda de sus padres, dados por desaparecidos, entre las ruinas y los escombros de la ciudad arrasada por los bombardeos; por otro, su incipiente relación con Elizabeth (Liselotte ‘Lilo’ Pulver), la joven hija de un prisionero político de la que se enamora.

Los distintos canales del drama nacen del contraste. El de las emociones, porque al hartazgo de la guerra, a los sufrimientos y privaciones del frente oriental, momentáneamente disipados con el, en principio, tonificante y reconstituyente retorno temporal al hogar (que, sin embargo, deja durante el viaje imágenes elocuentes de la súbita y definitiva decadencia del régimen nazi cuyo hundimiento ya se vislumbra), al calor de los suyos, a los afectos y complicidades propias de la familia armoniosa y feliz que abandonó para combatir (no queda claro si obligado o convencido), le sucede la angustia de la pérdida y la destrucción, de la desaparición de una familia, en teoría, segura en la retaguardia, sin los riesgos diarios que él mismo corre en los combates y patrullas, pero que ha sufrido el golpe de la violencia de la guerra de una manera directa que él, sin embargo, ha logrado eludir hasta ahora a pesar de convivir continuamente con el dolor y la muerte.

De este modo, el horror vivido tras las líneas alcanza una dimensión mayor, más torturadora y letal, que la acostumbrada defensa de la propia vida. Pero a su vez esta angustia se ve alterada por la irrupción imprevisible, inesperada, más todavía si cabe en ese contexto, del amor, de la ilusión de sentirse vivo, de un atisbo de algo parecido a la felicidad entre los cascotes y las fachadas repletas de ojos ciegos. La pérdida y el encuentro, la soledad y la compañía, la reconstrucción de una vida rodeada por la destrucción material más desoladora, conforman el puzle emocional que todavía da para más matices: las distintas perspectivas vitales de los soldados que yacen en el hospital militar, la lucha de los civiles por sobrevivir en una ciudad derruida que ha perdido todo su tejido económico, social y de convivencia, y por último, las implicaciones de la prisión del padre de Elizabeth, los motivos políticos de su detención y cautiverio y un previsible desenlace, que la próxima conclusión de la guerra puede acelerar, que augura un nuevo sentimiento de pérdida. Una riqueza y complejidad de premisas sentimentales y anímicas, un contradictorio conflicto personal que gana un mayor grado de riqueza con el segundo de los contrastes, el formal. Y es que Sirk, con fotografía de Russell Metty, narra la historia desde las más luminosas y panorámicas posibilidades del sistema Eastmancolor, haciendo que incluso las trincheras, las ruinas, los refugios, las salas y corredores del hospital, los modestos alojamientos de una habitación humilde y diminuta o los precarios restaurantes y cafetería desabastecidos adquieran una belleza y una intensidad emotiva que choca con la realidad ceniza, oscura, gris, sangrienta, tanto de la guerra como del fantasma de la derrota, no solo militar sino moral, de todo un país, del gran centro de la técnica, la cultura y el pensamiento europeos durante el periodo de entreguerras.

La película se conforma como un tiovivo de pérdidas y esperanzas, las más de ellas frustradas, que a través de las figuras de los padres desaparecidos, los soldados heridos, los prisioneros políticos y los civiles desesperados, presenta un fresco de la sociedad alemana que del triunfalismo y la euforia previas a El-Alamein, Stalingrado y Normandía ha pasado a hundirse en la mayor de las vergüenzas tras surcar la más inadmisible de las ignominias, arrastrada por embaucadores, iluminados y fanáticos y el latido populista de una masa, como casi siempre, irreflexiva y egoísta. El final desolador anula toda posibilidad de renacimiento, de humanidad, de esperanza, es el despertar del sueño que desemboca en la pesadilla, y es también el merecido castigo a una Alemania que tiene que pagar sus culpas antes de que pueda permitirse resurgir. A todo este catálogo de sentimientos y emociones contrapuestos contribuye decisivamente la interpretación de un John Gavin en plena efervescencia de su carrera, aquí en el papel protagonista más destacado de una trayectoria que, tras una presencia continuada en roles destacados de importantes títulos de la época, desde 1961 le llevaría a otras demarcaciones que nada tuvieron que ver con el cine (afiliado al partido republicano, experto en economía hispanoamericana, desempeñó cargos en la Organización de Estados Americanos antes de ser embajador en México, entre 1981 y 1986, designado por Ronald Reagan), si bien continuó participando esporádicamente en películas de menor categoría y en series de televisión y telefilmes. Gavin confiere a su personaje una ingenuidad y una ternura no exentas de dureza y determinación, de un alma en la que resulta evidente su capacidad de amar y también de matar.

El rodaje en escenarios reales de Berlín, Spandau y Baviera y la música compuesta por Miklós Rózsa son otros alicientes que permiten disfrutar de una película que se construye sobre el concepto de la fragilidad del fino hilo que nos une a la vida, a la paz, a la felicidad, tres aspectos de los que Ernst, como la Alemania de Weimar previa a la guerra, salen inevitablemente derrotados.

Música para una banda sonora vital: Rocky (John G. Avildsen, 1976)

La progresiva degeneración de la saga Rocky, acaparada por Sylvester Stallone, a menudo hace olvidar que la primera entrega era un drama bastante digno y bien hecho, con una buena dirección y un guión muy tópico y repleto de épica de tercera cuya mejor virtud eran algunos diálogos concebidos por el propio Stallone. Naturalmente, los Oscar a mejor película y mejor director que logró son una completa broma si la comparamos con su principal competidora de aquel año, Taxi Driver, o con otros clásicos del boxeo, incluso de su misma década. Lo que queda para los restos, sin duda, es la música de Bill Conti, más que apropiada para insuflar ánimos en estos días tan difíciles.

Crónica del desengaño: Salvad al tigre (1973)

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Ya no hay reglas; sólo árbitros.

Salvad al tigre (Save the tiger, John G. Avildsen, 1973) es un producto típico del llamado Nuevo Hollywood, el intento serio, pilotado por un nuevo grupo de incipientes directores y productores alejados en principio de los grandes estudios cuya crisis había propiciado a finales de los años sesenta la apertura de nuevas vías en el cine americano, por filmar películas maduras, adultas, pegadas a la actualidad y a las corrientes de pensamiento de su tiempo: una película de personajes, un drama pequeño y cotidiano que sin embargo contiene un importante transfondo social, económico y político que radiografía de manera transversal el mayoritario descontento (por entonces) de la sociedad con las contradicciones del sistema de vida americano y, por ende, del occidental en su conjunto. John G. Avildsen, mediocre director cuyos títulos más memorables son Rocky (1976), La fórmula (1980) o Karate Kid (1984), elabora, con guión de Steve Saghan, la que es sin duda su mejor película, con una historia que goza de plena actualidad, gracias a la que Jack Lemmon consiguió un premio óscar al mejor actor principal. El mayor valor de la cinta consiste en su capacidad para exponer los vicios del sistema, tanto en relación con las altas instancias de poder como en su traslación a las vidas de la gente común.

Harry Stoner (Lemmon) atraviesa una profunda crisis personal, de raíz subliminal, que no es otra cosa que una sorda protesta de su desencanto ante la vida. Duerme agitadamente, se despierta entre gritos, se queja de todo, lo aborrece todo, se cansa de todo. Su cara está tensa, apagada, aburrida de la vida. Sólo parece encontrar consuelo en una cosa: el béisbol. Hablando de béisbol, recordando los viejos tiempos, los antiguos jugadores, las grandes ligas, los duelos más importantes, las estadísticas más imborrables, las alineaciones míticas, sus propias antiguas aspiraciones como jugador (como en la larga secuencia inicial en el dormitorio con su esposa, trece minutos en una película de cien minutos de duración) , sus ojos recuperan el brillo, se deja poseer por una alegría juvenil, por la vitalidad y la ilusión. Nada más lejos de la realidad, porque le aguarda una larga jornada de trabajo en su empresa, Capri Casual’s, una firma de moda de Los Ángeles que presenta en un desfile una nueva colección que puede inclinar la balanza: o la empresa se salva o se va al carajo. No ayudan al optimismo sus tejemanejes contables del último año (casi todos ilegales, como la contratación masiva de inmigrantes ilegales mexicanos para sus talleres de confección), las continuas discusiones entre su personal, los tratos financieros (entre otros mucho más turbios) con algunos de sus compradores potenciales y las relaciones con su socio, Phil (Jack Gilford), mucho más sensato y dispuesto a abandonar la lucha, especialmente cuando la única posibilidad de sostenibilidad económica parece pasar por provocar un incendio en una de las plantas de la empresa que permita cobrar la indemnización del seguro, a fin de poder costear la logística de los pedidos que esperan recibir tras el desfile. La acción, que transcurre en 24 horas, resulta tanto o más importante por las lecturas entre líneas que se extraen que por las situaciones o los diálogos.

Este punto de partida permite a Avildsen analizar algunas cuestiones importantes del desencanto americano de los años setenta, al igual que temas como la ruptura generacional, la crisis del patriotismo, los males del capitalismo y el enfriamiento de las estructuras familiares. Como símbolo de todo ello, Avildsen escoge un señuelo dramático: la pérdida de la juventud, y especialmente de forma prematura en la guerra (estamos en 1973, los últimos compases de Vietnam, que aparece subrepticiamente en determinados momentos de la película, bien en noticiarios televisivos o en crónicas radiofónicas), a través de un episodio de la biografía de Stoner, su participación en el desastroso desembarco aliado en Anzio (Italia) durante la Segunda Guerra Mundial, que costó la vida a miles de soldados americanos. Continuar leyendo «Crónica del desengaño: Salvad al tigre (1973)»

Música para una banda sonora vital – Rocky / Toro Salvaje

Una de las más grandes paradojas que ilustran la reaccionaria involución del cine americano de mediados de los setenta que echó por tierra el movimiento regenerador que se había iniciado apenas diez años atrás es el hecho de que, mientras Rocky (1976), la película de Sylvester Stallone, típica y tópica historia de superación personal convertida a lo largo de sus cinco innecesarias secuelas en señuelo ideológico del patriotismo más paleto, obtenía tres premios Oscar (entre ellos mejor película y director), Toro salvaje (Raging bull, 1980), la obra maestra de Martin Scorsese, ante la que la película de Stallone palidece casi de ridiculez intrínseca, debía conformarse con dos, el de mejor montaje y el de Robert De Niro a la mejor interpretación. Esta paradoja simboliza la doble tendencia de un cine a caballo entre la calidad y la profundidad artística con que unos pocos intentaron relanzar el cine americano y la loca carrera por la taquilla, los mensajes asequibles y facilones y la simpleza argumental que terminaron triunfando gracias al binomio Spielberg-Lucas, entre otros.

Esta diferencia de tonos y formas se traslada a sus respectivas bandas sonoras. Mientras de Rocky se recuerda especialmente The eye of the tiger, de Survivor, la apertura de la película de Scorsese con la melodía del Intermezzo de Cavalleria rusticana de Pietro Mascagni, que tiempo después utilizaría Coppola para la emotiva conclusión de El Padrino. Parte III, merece un lugar de honor en toda memoria cinéfila que se precie.