Mis escenas favoritas: La noche del cazador (The night of the hunter, Charles Laughton, 1955)

Momentazo de esa joya cinematográfica, injustamente maltratada en su día, que es La noche del cazador, una obra maestra absoluta, un perturbadora odisea infantil en clave de cuento de terror gótico, o viceversa, con el mejor demonio que podría existir: el predicador Harry Powell.

Robert Mitchum y Lillian Gish sintetizan aquí el verdadero sentido de la relación entre el bien y el mal, o del amor y el odio que el reverendo lleva tatuados en sus nudillos: dios y el diablo, letra y melodía de una misma canción.

Pero ya es veranito, y Mitchum no es tan malote. Aquí nos regala uno de sus magníficos temas playeros: saquen sus camisas hawaianas y sus collares de flores, que toca escuchar un calypso zumbón, Jean and Dinah:

 

¿Quién quiere matar a un niño?: La ventana (1949)

Para Raúl y Marian. Por su amistad y por su cariño.

Para José Luis, amigo de este blog al que conocí en la Feria del Libro de Zaragoza. Con afecto.

Ted Tetzlaff demostró con La ventana (The window, 1949) ser mucho más que el excelente director de fotografía de títulos como Me casé con una bruja (I married a witch, René Clair, 1942) o Encadenados (Notorious, Alfred Hitchcock, 1946). Evidentemente, lo que más destaca de esta adaptación de un relato de suspense de Cornell Woolrich es la puesta en escena, un prodigio de atmósfera expresionista de ambiente preferentemente nocturno y amenazador sacudida por los tonos y formas del cine negro, mezcla típica de los productos RKO de los cuarenta. Pero Tetzlaff consigue darle algo más que su enorme talento visual. El guión traslada fenomenalmente a imágenes punto por punto la infalible fórmula hitchcockiana para la intriga y el suspense, es decir, la introducción de un inocente en una situación de riesgo para su vida derivada de una amenaza criminal en la que se ve envuelto por casualidad. Pero Woolrich, Tetzlaff y el guionista, Mel Dinelli, dotan a la historia de un matiz añadido, de un extra que acerca igualmente la película tanto a Hitchcock como a La noche del cazador (The night of the hunter, 1955) de Charles Laughton. El inocente cuya vida está en juego es un niño de nueve años, y el riesgo proviene, precisamente, de su gusto por las fantasías, de su necesidad de vivirlas y creerlas para superar la desencantada vida en el seno de una familia humilde de un barrio pobre de una gran ciudad.

Tommy Woodry (Bobby Driscoll) es un niño de nueve años que se aburre profundamente. Su día a día consiste en la escuela, cuando hay curso, o en jugar con otros niños del vecindario en los solares y edificios abandonados y semiderruidos de los alrededores. Su madre (Barbara Hale) apenas tiene tiempo para él porque se ocupa de las tareas domésticas, y su padre (Arthur Kennedy) trabaja en horario nocturno, por lo que duerme durante el día. Desatendido, solitario, encerrado en sí mismo, Tommy busca en la invención de disparates y mentiras de todo tipo la forma de llamar la atención a su alrededor, tanto respecto a sus padres –a los que apabulla con sus rocambolescas historias durante la hora de la cena, la única en la que pueden estar todos juntos- como con sus amigos, con cuyos juegos no sintoniza demasiado, y en cuyo grupo es uno más, uno de muchos. Un día, o mejor dicho, una noche, todo cambia: insomne a causa del calor, pide permiso a su madre para dormir en el balcón de la escalera de incendios; buscando refrescarse, accede a un piso superior, en el que la ropa tendida se ve sacudida frecuentemente por la fresca brisa nocturna, pero algo llama su atención dentro del piso de sus vecinos de arriba (Ruth Roman y Paul Stewart). Una lucha, un estallido de violencia, palabras entrecortadas, forcejeos, bufidos, fatiga y, finalmente, un cuerpo que se desploma con una herida en la espalda junto a unas tijeras manchadas de sangre que tintinean al caer al suelo. Tommy sabe que acaba de ser testigo de un asesinato, pero su maldición, como la mítica Casandra, es que nadie le crea… Su historia únicamente despierta el interés de dos personas: sus vecinos que, desde ese momento, ponen en marcha un plan para que nunca pueda hablar de lo que ha visto.

En apenas 73 minutos, Tetzlaff ofrece una obra maestra de la tensión y el suspense. El tempo narrativo utilizado nos mete de lleno en acción en los primeros minutos sin que nos suelte ya hasta el epílogo final, los últimos instantes de la cinta, tras un clímax monumental y un último momento de tensión que amenaza la vida del muchacho. Continuar leyendo «¿Quién quiere matar a un niño?: La ventana (1949)»

Dos perlas de John Huston (II): Los que no perdonan

En un rancho texano, Ben Zachary (Burt Lancaster) dirige a los peones en la ardua tarea de desbravar los potros recién adquiridos en su larga estancia fuera de casa. Uno de ellos (de los peones, se entiende), un joven mestizo que responde al exótico nombre de Johnny Portugal (John Saxon), se ofrece voluntario para intentar dominar al caballo más peleón, que no cesa de echar por tierra a todo bravucón que pretende demostrar su hombría y competencia ante las damas, en particular ante la joven Rachel Zachary (Audrey Hepburn). El mestizo no es un bruto que quiere controlar su montura a base de ataduras de soga, tirones de riendas y picado de espuelas, sino que habla, susurra y acaricia a su montura antes de lanzarse sobre sus lomos. El muchacho lucha denodadamente con el animal mientras, en la banda sonora compuesta por Dimitri Tiomkim, ¿qué suena, mecida por los violines?: ¡¡¡¡ una jota aragonesa !!!!

Valga esta pequeña anécdota para introducir The unforgiven (traducida un poco a la buena de dios como Los que no perdonan, 1960), un magistral western con tintes raciales dirigido por John Huston, otro de los grandes todo-terreno del periodo clásico. Una catarata de hermosas e inquietantes imágenes en Technicolor sirven para relatar la historia de la familia Zachary, compuesta por la matriarca (nada menos que Lillian Gish), el hermano mayor y cabeza de familia, Ben (Lancaster), el temperamental Cash (Audie Murphy), siempre lamentándose por el padre ausente, el joven e impulsivo Andy (Doug McClure), deseoso de viajar a Denver para saborear de una vez por todas su «primera cerveza», y la dulce Rachel (Hepburn), adoptada en 1850 por el matrimonio Zachary tras haber perdido a sus padres biológicos en un ataque de los indios. Su prosperidad, lograda a base de duro trabajo, llama la atención de sus vecinos, antiguos amigos del matrimonio Zachary y camaradas en su constante lucha por ganarse el futuro arrancándoselo a la tierra, los Rawlins, encabezados por el patriarca (Charles Bickford; no perdérselo bailando con su muleta) y cuyos hijos parecen destinados a emparentar con los Zachary para constituir una sola -y rica- familia feliz. Así, la hija mayor de los Rawlins casi persigue a Cash, mientras que el joven Charlie bebe los vientos por Rachel.

Este idilio, surcado de imágenes de paz (esa vaca pastando alegremente en el tejado de la casa de los Zachary, Audrey saliendo de casa con un cubo dispuesta a obtener agua -un principio fulgurante, lírico, hermoso-) y de bonanza (las vacas, los prados, las montañas, la armonía de lo cotidiano) viene a teñirse de gris cuando Rachel, en una cabalgada en la que Huston se recrea profusamente (el porte de Audrey Hepburn a caballo, su menuda figura con la larga cabellera negra al viento, una imagen no sólo poética sino también una clave plástica de lo que se avecina…) descubre al viejo Abe (Joseph Wiseman), una mezcla de anciano veterano de la caballería y predicador demente que insiste en comprometerla con frases ambiguas, insinuaciones de secretos sobre su pasado mientras la observa con una expresión que puede definirse como socarrona, desdeñosa, divertida y también como mueca de desprecio. Abe es un personaje nuevo para Rachel, pero no para su madre (magnífico el cambio de expresión de Lillian Gish cuando escucha de boca de su hija adoptiva su episodio con ese desconocido; tremenda su determinación cuando, al vislumbrarlo rondando la casa, se hace con la escopeta para obligarle a alejarse) ni para los lugareños. La aparición de Abe, su continuo lamento por su abandono, mezclado con sus apelaciones al Todopoderoso y sus cada vez más directas y claras acusaciones de que Rachel no es blanca, sino una kiowa robada por los Zachary a los indios, terminan por reventar la bucólica existencia de los Zachary y los Rawlins, especialmente cuando los indios, a los que llegan las noticias de lo que el viejo Abe va contando por ahí, se presentan para llevarse con ellos a un miembro perdido de su tribu. Continuar leyendo «Dos perlas de John Huston (II): Los que no perdonan»