La construcción de una comunidad: el cine refunda América.

Manuel Mamud on Twitter: "1) UNFORGIVEN (1992) de Clint Eastwood ...

Poco tiempo después del estreno de Harry el sucio (Dirty Harry, Don Siegel, 1971), la reputada crítica cinematográfica Pauline Kael definía la película desde su tribuna de The New Yorker como “un decidido ataque contra los valores democráticos”. Y concluía su análisis en estos términos: “cuando ruedas una película con Clint Eastwood, desde luego quieres que las cosas sean simples, y el enfrentamiento básico entre el bien y el mal ha de ser lo más simple posible. Eso hace que esta película de género sea más arquetípica que la mayoría, más primitiva, más onírica. El medievalismo fascista posee el atractivo de un cuento de hadas”. Kael, que en los años setenta logró rehabilitar junto a Andrew Sarris la crítica cinematográfica, que por entonces (como hoy) había quedado subsumida en la deliberada y falsa identificación que los saldos de taquilla establecían entre lo más visto, lo más vendido y el cine de mejor calidad, convirtiendo a los críticos en meros corifeos de los publicitarios de los estudios, en aquellos años desarrolló un tremendo poder mediático de consecuencias ambivalentes. Por un lado, desempeñó un destacado papel en el descubrimiento de talentos como Martin Scorsese (su retórica sobre Malas callesMean Streets, 1973- contribuyó a fijar los lugares comunes sobre cuya base se ha juzgado históricamente el cine de Marty hasta el día de hoy, el momento en que está encadenando sus peores películas); por otro, sin embargo, hizo alarde de una extrema miopía a la hora de valorar obras como la de Siegel o trayectorias completas de clásicos como John Ford, al que Kael aplicaba sistemáticamente un discurso similar que a Harry el sucio, como también lo hizo posteriormente respecto a las películas que dirigiera Clint Eastwood, en especial sus westerns. Kael, más temperamental, vehemente y llena de prejuicios que Sarris, y cuya egolatría la hizo tomar conciencia de su propio poder para usarlo indiscriminadamente en la consecución de sus objetivos particulares, terminó por perder el norte, dar rienda suelta a filias y fobias personales y ponerse al servicio interesado de estudios y productores a la hora de promocionar o atacar a determinados títulos, directores o intérpretes. No obstante, con el tiempo el cine de John Ford y de Clint Eastwood ha crecido al margen de los caducos comentarios destructivos de Kael, cuyo protagonismo, por otra parte, en el conjunto de la crítica cinematográfica de la década de los setenta, y especialmente en la era del Nuevo Hollywood, es asimismo innegable, como también lo es la huella que ha dejado en el oficio.

La puesta en el mismo saco por parte de Pauline Kael, por reduccionista y obtusa que sea, de las películas de John Ford y Clint Eastwood no es en modo alguno casual, ya que sus filmografías poseen abundantes y cruciales puntos en común más allá de la superficialidad de anotar la querencia de ambos por el western, el género americano por antonomasia. Sabida y reconocida es la influencia en el cine de Eastwood como director de sus mentores Sergio Leone y Don Siegel (en su cima como cineasta, Sin perdónUnforgiven, 1992-, él mismo lo hace constar expresamente en su dedicatoria del filme), pero no menos importante es la asunción por Eastwood de determinados planteamientos técnicos y temáticos profundamente fordianos. En primer lugar, y de forma no tan fundamental, en cuanto al control del material a rodar. John Ford, como prevención ante las cláusulas contractuales que otorgaban a los estudios la opción prioritaria sobre el montaje final de sus películas, desarrolló una infalible estrategia que le permitía dominar sus proyectos de principio a fin, consistente en rodar apenas el material estrictamente necesario para construir la película en la sala de montaje conforme a su concepción personal previa, sin la posibilidad de que la existencia de otro material extra descartado pudiera permitir nuevos montajes más acordes con la voluntad de los productores, los publicitarios o el público más alimenticio. Esto implicaba desplegar gran pericia técnica y maestría en la dirección, puesto que suponía filmar muy pocas tomas, prácticamente las imprescindibles para montar el metraje ajustándose al guión, con los riesgos que eso conllevaba pero también con los beneficios que suponía para el cumplimento de los planes y los presupuestos de rodaje, quedándose por debajo de los costes previstos en la gran mayoría de ocasiones. A cambio, John Ford obtenía justamente lo que buscaba: que su idea de la película fuera la única posible de componer en la sala de montaje; que con el material disponible no pudiera montarse otra película que la suya. Ford desarrolló esta costumbre incluso en sus trabajos para su propia productora, Argosy (fundada junto a Merian C. Cooper, uno de los codirectores de King Kong -1933-, tras la Segunda Guerra Mundial), aunque en este caso las razones económicas pesaban tanto como las creativas. Clint Eastwood adoptó desde el primer momento la misma resolución, a pesar de ejecutar sus proyectos dentro de los parámetros de su propia compañía, Malpaso, lo mismo que otros cineastas, de tono y temática diametralmente opuestos como Woody Allen, a fin de mantener el control de la producción y de obtener resultados acordes a las propias intenciones.

Pero la influencia de Ford va más lejos, y resulta más determinante, en los aspectos temáticos que en los técnicos, en los que la presencia soterrada de Don Siegel o Sergio Leone es mucho más decisiva. Al igual que Ford, en los westerns de Eastwood (lo que propicia la validez para ambos de la acusación de fascismo proveniente de críticos y espectadores miopes), pero también en algunos de sus dramas y cintas de acción, el director se limita en la práctica a desarrollar un único tema principal, que no es otro que la fundación y la construcción de una comunidad libre por parte de un grupo de individuos de diversa procedencia, nivel económico y condición social, con una serie de subtextos secundarios pero no menos importantes, como la falta de respuesta o de asistencia por parte de las autoridades a las necesidades reales de los ciudadanos y a sus demandas de justicia, libertad y derechos, y al desarrollo por parte de estos ciudadanos de mecanismos alternativos que suplan la desatención o el abandono o la indolencia que sufren por parte de sus responsables políticos. De este modo, ambos reflejan la realidad de cierta América idealizada, la de los peregrinos y los pioneros, a la vez que se manifiestan contra la incompetencia, la iniquidad o la corrupción de determinados poderes norteamericanos, es decir, al mismo tiempo que ofrecen el retrato de una América para nada ideal. Puede parecer llamativo atribuir estas intenciones a Ford, el gran cronista cinematográfico de la historia de los Estados Unidos, el gran patriota norteamericano, con un desaforado amor por la tradición, los rituales de comunidad y, hasta cierto punto, el militarismo, o a Eastwood, la encarnación del “fascista” Harry Callahan, ambos, Eastwood y Ford, simpatizantes –militantes incluso- del partido republicano, guardián de los postulados más conservadores de la sociedad americana. Pero esa precisión, a todas luces real, ayuda también a explicar en parte el contraste que supone la actitud de abierta oposición a la caza de brujas que, pese a sus inclinaciones republicanas, mantuvo Ford ante el maccarthysmo, así como el hecho de que Eastwood contara para Mystic River (2003) con dos de los actores, Sean Penn y Tim Robbins, demócratas confesos, que por entonces estaban sufriendo las iras mediáticas de la administración de George W. Bush y sus medios de comunicación afines (como el emporio Fox) a raíz de su postura pública sobre la invasión de Irak, y que fueron premiados con sendos Oscares por sus interpretaciones. Evidentemente, quienes ven el cine solo con el ojo derecho acusan a Ford e Eastwood de reaccionarios, de servir de altavoz a un conservadurismo exacerbado, si no directamente al fascismo, al racismo, al belicismo, al machismo, a todos los males de Hollywood, de América y del hemisferio occidental, exactamente como hacía Pauline Kael. O lo que es lo mismo, comparten su miopía.

John Ford tiene banquillo: Caravana de paz (Wagon Master, 1950 ...

Lo que en Eastwood es una asimilación a partir del cine de Ford, un rasgo de identidad temática tomado de sus westerns y cintas bélicas y de aventuras, en John Ford fue una evolución en la que la Segunda Guerra Mundial supuso un punto de inflexión irreversible. Desde siempre consagrado a la idea de narrar la historia de América, Ford trató en sus películas, ya en la etapa silente, algunos de los episodios cruciales en el desarrollo del país, como la construcción del ferrocarril en El caballo de hierro (The Iron Horse, 1924) o la participación americana en la Primera Guerra Mundial –como en Cuatro hijos (Four Sons, 1928) o en Mar de fondo (Seas Beneath, 1931), entre otras-, aunque sin duda fue en la década de los treinta cuando desarrolló su capacidad poética y lírica al servicio del retrato del alma del país, a través de títulos como El doctor Arrowsmith (Arrowsmith, 1931) o El juez Priest (Judge Priest, 1934), de su “heroico” nacimiento y configuración. En este proceso progresivo John Ford encontró en Henry Fonda la encarnación histórica del americano medio, el actor que respondía a la imagen que los Estados Unidos debían dar en pantalla (algo así como lo que Frank Capra encontró una década después en James Stewart): discreto pero fuerte, callado pero enérgico, tenaz, trabajador, idealista, dueño de una irrevocable determinación, de un alto concepto de la justicia, del deber y de la democracia, iluminado por una convicción superior (llámese Dios o el Destino Manifiesto) que le llevaba invariablemente a actuar del modo correcto, que no podía ser otro que el modo americano. En resumen, el actor al que podía aplicar la receta que para John Ford constituía la suma de todas las virtudes de América: Abraham Lincoln. Henry Fonda es el héroe de Corazones indomables (Drums Among the Mohawk, 1939), un campesino que se convierte en patriota durante la Guerra de la Independencia (1776-1783), el futuro presidente en El joven Lincoln (Young Mr. Lincoln, 1939), una especie de alegoría mesiánica sobre el futuro mito de la política y la historia norteamericanas, y es el Tom Joad de ese maravilloso canto al pueblo americano sumido en la Gran Depresión que es Las uvas de la ira (The Grapes of Wrath, 1941).

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Turismo por lugares de película en La Torre de Babel, de Aragón Radio.

Nueva entrega de mi sección en el programa La Torre de Babel, de Aragón Radio, la radio pública de Aragón, en este caso dedicada a hablar de algunos lugares míticos inventados por las películas: la Barranca de Solo los ángeles tienen alas (Only Angels Have Wings, Howard Hawks, 1939), la Innisfree de El hombre tranquilo (The Quiet Man, John Ford, 1952), la Brigadoon de Vincente Minnelli (1954) y la Freedonia de los hermanos Marx en Sopa de ganso (Duck Soup, Leo McCarey, 1933).

(desde el minuto 14)

La construcción de una comunidad: el cine refunda América.

Artículo de un servidor en El eco de los libres, revista del Ateneo Jaqués, que se presenta en Zaragoza este jueves 29 de septiembre, a las 19:30 horas, en la sala «Mirador» del Centro de Historias de Zaragoza (Pza. San Agustín, 2). Intervendrán Marcos Callau (del tinglado del Ateneo), Raúl Herrero (editor, poeta, narrador, dramaturgo, pintor y artista polivalente), y un servidor (que hace lo que puede, y mal).

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La construcción de una comunidad: el cine refunda América.

Poco tiempo después del estreno de Harry el sucio (Dirty Harry, Don Siegel, 1971), la reputada crítica cinematográfica Pauline Kael definía la película desde su tribuna de The New Yorker como “un decidido ataque contra los valores democráticos”. Y concluía su análisis en estos términos: “cuando ruedas una película con Clint Eastwood, desde luego quieres que las cosas sean simples, y el enfrentamiento básico entre el bien y el mal ha de ser lo más simple posible. Eso hace que esta película de género sea más arquetípica que la mayoría, más primitiva, más onírica. El medievalismo fascista posee el atractivo de un cuento de hadas”. Kael, que en los años setenta logró rehabilitar junto a Andrew Sarris la crítica cinematográfica, que por entonces (como hoy) había quedado subsumida en la deliberada y falsa identificación que los saldos de taquilla establecían entre lo más visto, lo más vendido y el cine de mejor calidad, convirtiendo a los críticos en meros corifeos de los publicitarios de los estudios, en aquellos años desarrolló un tremendo poder mediático de consecuencias ambivalentes. Por un lado, desempeñó un destacado papel en el descubrimiento de talentos como Martin Scorsese (su retórica sobre Malas callesMean streets, 1973- contribuyó a fijar los lugares comunes sobre cuya base se ha juzgado históricamente el cine de Marty hasta el día de hoy, el momento en que está encadenando sus peores películas); por otro, sin embargo, hizo alarde de una extrema miopía a la hora de valorar obras como la de Siegel o trayectorias completas de clásicos como John Ford, al que Kael aplicaba sistemáticamente un discurso similar que a Harry el sucio, como también lo hizo posteriormente respecto a las películas que dirigiera Clint Eastwood, en especial sus westerns. Kael, más temperamental, vehemente y llena de prejuicios que Sarris, y cuya egolatría la hizo tomar conciencia de su propio poder para usarlo indiscriminadamente en la consecución de sus objetivos particulares, terminó por perder el norte, dar rienda suelta a filias y fobias personales y ponerse al servicio interesado de estudios y productores a la hora de promocionar o atacar a determinados títulos, directores o intérpretes. No obstante, con el tiempo el cine de John Ford y de Clint Eastwood ha crecido al margen de los caducos comentarios destructivos de Kael, cuyo protagonismo, por otra parte, en el conjunto de la crítica cinematográfica de la década de los setenta, y especialmente en la era del Nuevo Hollywood, es asimismo innegable, como también lo es la huella que ha dejado en el oficio.

La puesta en el mismo saco por parte de Pauline Kael, por reduccionista y obtusa que sea, de las películas de John Ford y Clint Eastwood no es en modo alguno casual, ya que sus filmografías poseen abundantes y cruciales puntos en común más allá de la superficialidad de anotar la querencia de ambos por el western, el género americano por antonomasia. Sabida y reconocida es la influencia en el cine de Eastwood como director de sus mentores Sergio Leone y Don Siegel (en su cima como cineasta, Sin perdónUnforgiven, 1992-, él mismo lo hace constar expresamente en su dedicatoria del filme), pero no menos importante es la asunción por Eastwood de determinados planteamientos técnicos y temáticos profundamente fordianos. En primer lugar, y de forma no tan fundamental, en cuanto al control del material a rodar. John Ford, como prevención ante las cláusulas contractuales que otorgaban a los estudios la opción prioritaria sobre el montaje final de sus películas, desarrolló una infalible estrategia que le permitía dominar sus proyectos de principio a fin, consistente en rodar apenas el material estrictamente necesario para construir la película en la sala de montaje conforme a su concepción personal previa, sin la posibilidad de que la existencia de otro material extra descartado pudiera permitir nuevos montajes más acordes con la voluntad de los productores, los publicitarios o el público más alimenticio. Esto implicaba desplegar gran pericia técnica y maestría en la dirección, puesto que suponía filmar muy pocas tomas, prácticamente las imprescindibles para montar el metraje ajustándose al guión, con los riesgos que eso conllevaba pero también con los beneficios que suponía para el cumplimento de los planes y los presupuestos de rodaje, quedándose por debajo de los costes previstos en la gran mayoría de ocasiones. A cambio, John Ford obtenía justamente lo que buscaba: que su idea de la película fuera la única posible de componer en la sala de montaje; que con el material disponible no pudiera montarse otra película que la suya. Ford desarrolló esta costumbre incluso en sus trabajos para su propia productora, Argosy (fundada junto a Merian C. Cooper, uno de los codirectores de King Kong -1933-, tras la Segunda Guerra Mundial), aunque en este caso las razones económicas pesaban tanto como las creativas. Clint Eastwood adoptó desde el primer momento la misma resolución, a pesar de ejecutar sus proyectos dentro de los parámetros de su propia compañía, Malpaso, lo mismo que otros cineastas, de tono y temática diametralmente opuestos como Woody Allen, a fin de mantener el control de la producción y de obtener resultados acordes a las propias intenciones.

Pero la influencia de Ford va más lejos, y resulta más determinante, en los aspectos temáticos que en los técnicos, en los que la presencia soterrada de Don Siegel o Sergio Leone es mucho más decisiva. Al igual que Ford, en los westerns de Eastwood (lo que propicia la validez para ambos de la acusación de fascismo proveniente de críticos y espectadores miopes), pero también en algunos de sus dramas y cintas de acción, el director se limita en la práctica a desarrollar un único tema principal, que no es otro que la fundación y la construcción de una comunidad libre por parte de un grupo de individuos de diversa procedencia, nivel económico y condición social, con una serie de subtextos secundarios pero no menos importantes, como la falta de respuesta o de asistencia por parte de las autoridades a las necesidades reales de los ciudadanos y a sus demandas de justicia, libertad y derechos, y al desarrollo por parte de estos ciudadanos de mecanismos alternativos que suplan la desatención o el abandono o la indolencia que sufren por parte de sus responsables políticos. De este modo, ambos reflejan la realidad de cierta América idealizada, la de los peregrinos y los pioneros, a la vez que se manifiestan contra la incompetencia, la iniquidad o la corrupción de determinados poderes norteamericanos, es decir, al mismo tiempo que ofrecen el retrato de una América para nada ideal. Puede parecer llamativo atribuir estas intenciones a Ford, el gran cronista cinematográfico de la historia de los Estados Unidos, el gran patriota norteamericano, con un desaforado amor por la tradición, los rituales de comunidad y, hasta cierto punto, el militarismo, o a Eastwood, la encarnación del “fascista” Harry Callahan, ambos, Eastwood y Ford, simpatizantes –militantes incluso- del partido republicano, guardián de los postulados más conservadores de la sociedad americana. Pero esa precisión, a todas luces real, ayuda también a explicar en parte el contraste que supone la actitud de abierta oposición a la caza de brujas que, pese a sus inclinaciones republicanas, mantuvo Ford ante el maccarthysmo, así como el hecho de que Eastwood contara para Mystic River (2003) con dos de los actores, Sean Penn y Tim Robbins, demócratas confesos, que por entonces estaban sufriendo las iras mediáticas de la administración de George W. Bush y sus medios de comunicación afines (como el emporio Fox) a raíz de su postura pública sobre la invasión de Irak, y que fueron premiados con sendos Óscares por sus interpretaciones. Continuar leyendo «La construcción de una comunidad: el cine refunda América.»

Música para una banda sonora vital – El hombre tranquilo (The quiet man, John Ford, 1952)

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Este blog cumple hoy siete años.

Para celebrarlo, nada mejor que algunos de los temas que forman parte de la hermosísima banda sonora musical que compuso Victor Young para esta maravillosa comedia dramática de ambiente irlandés dirigida por John Ford a partir de los relatos de Maurice Walsh, una buena muestra de ese género no establecido que podría denominarse cine que reconcilia con la vida.

¡¡Bienvenidos a Innisfree!!

El hombre intranquilo: El prado, de Jim Sheridan (1990)

Esta fenomenal película pasa habitualmente de largo por la memoria cinéfila habitual porque se encuentra cronológicamente entre las que son probablemente las dos mejores películas de su director, el irlandés Jim Sheridan, en concreto Mi pie izquierdo (My left foot, 1989) y En el nombre del padre (In the name of the father, 1993), mucho más a menudo glosadas, presentes en los comercios de cine doméstico y programadas por los responsables de los canales televisivos que esta pequeña joya, algo inferior a las otras dos en conjunto, pero igualmente excepcional. El prado (The field, 1990) puede funcionar asimismo como un negativo de otra obra mayor, El hombre tranquilo (The quiet man, John Ford, 1952), con la que comparte escenario, tema, elementos narrativos y guiños estéticos, pero teñidos de un aire sombrío, trágico, amargo.

Y es que en El prado, como en la película de Ford, nos encontramos con una pequeña localidad rural irlandesa, rodeada por una parte de acantilados y un mar embravecido, y por otra de bosques frondosos, llanuras verdes, muros de piedra, rocas grises y, de manera íntima, personal, espiritual, ecos de un pasado remoto, murmullos de otra era que susurran en gaélico la memoria del antiguo esplendor celta. Pero en este caso no nos encontramos con una especie de Brigadoon irlandés congelado en el tiempo, conservado como una postal soleada de un costumbrismo irlandés de cuento de hadas, una armónica colección de tipos humanos que beben, ríen, cantan, pelean, pugnan y se encuentran en una taberna cerveza o whisky en mano o cargando la pipa de tabaco al amor del fuego. Este pueblo irlandés es sombrío, triste, demacrado. Sus habitantes no son estereotipos, sino esforzados supervivientes que arrancan, cuando pueden, la vida de la tierra, que han luchado contra la dominación inglesa y han salido triunfantes (estamos en 1930), pero que han pagado un precio altísimo, prácticamente irreversible, primero a costa de las distintas etapas de la hambruna de la patata desde mediados del siglo XIX, y después como resultado de sus empeños bélicos (muertes, encarcelamientos, deportaciones, desapariciones…). Al igual que en Ford, encontramos un personaje de carácter, brusco, arisco, fuerte, corpulento, todo un exponente de tenacidad, orgullo y ambición; «Toro» McCabe (Richard Harris, nominado al Oscar por su excelsa labor de caracterización de un personaje sólido, grandioso, que incluso ha dado nombre a alguna que otra taberna irlandesa a lo largo del planeta), es una suerte de Victor McLaglen-Will Danaher, igual de cazurro y de paleto, teñido, eso sí, de resentimiento hacia la vida a causa del dolor que le produce el recuerdo de su hijo perdido, y también de decepción ante las debilidades del hijo que le queda (Sean Bean) y en cuyo futuro piensa constantemente, maniobrando sin cesar, ya sea en el campo de los matrimonios concertados, ya en las continuas insinuaciones que deja caer a la viuda del pueblo para que le venda el dichoso prado, fuente de sustento para su ganado, orgullo de su labor como granjero ejemplar, porción de fertilidad y futuro arrancada por su esfuerzo a las piedras, los matojos y las raíces que reinan por doquier en los alrededores. Al igual que Ford, Sheridan cuenta por tanto con una viuda (Frances Tomelty)  como eje central de la rumorología del pueblo, si bien en este caso no se trata de una solterona soñadora y frustrada finalmente incorporada a regañadientes al ambiente feliz dominante, sino una amargada que, por rencor, incluso odio, pondrá en la picota el futuro de los McCabe con su decisión de obviar el derecho de tanteo de su jornalero y poner a la venta el prado al mejor postor mediante subasta pública. El prado cuenta también con su borracho oficial, aunque no es el simpático taxista-alcahuete-rebelde de Ford (Barry Fitzgerald), sino un mezquino egoísta (excepcional, igualmente, John Hurt), que solo piensa en su propio provecho, ya sea una invitación esporádica a un trago, ya a un bocado de comida soltado como una migaja compasiva. Por contar, la película de Sheridan cuenta incluso con una joven pelirroja de piel blanca que levante las pasiones a su alrededor, si bien en este caso no se trata de una Maureen O’Hara-Mary Kate Danaher, heroína orgullosa, altiva y feminista -a su manera, o a la manera en que esto era posible en la indeterminada, en lo temporal, Irlanda de Ford-, sino de una gitana que vive en el campamento cercano al pueblo, un grupo de nómadas, casi todos jornaleros ambulantes, que se ganan la vida como pueden, pero que levantan sin cesar las suspicacias de los habitantes del lugar, celosos de sus tradiciones, de su moral católica, y de la conveniencia de cuidar a los más jóvenes evitándoles caer en la tentación de la carne, especialmente cuando muchachas libidinosas y desinhibidas se ofrecen con descaro y aire retador. El paralelismo de la cinta de Sheridan con la de Ford no estaría completo, desde luego, sin la figura del cura (Sean McGinley), que no es aquí narrador amable de las aventuras costumbristas de los habitantes de Innisfree, sino un sacerdote recién llegado que busca desesperadamente la forma de conectar con sus nuevos feligreses, y que se erige en detonante del drama y en implacable castigo final a los pecadores sin posibilidad de redención. Y, de manera más imprescindible todavía, sin la presencia del americano (Tom Berenger), el descendiente de emigrados que regresa al antiguo hogar familiar, no para trabajar la tierra en armonía con sus vecinos, haciéndose partícipe de los ritmos y las vivencias locales, creando un hogar y regando la tierra con su sudor, sino para especular, crear un imperio económico donde ahora reina la naturaleza, y, en lo que a McCabe afecta, convertir el fértil prado donde pastan sus vacas en una pista asfaltada aneja al complejo industrial que pretende montar para explotar las reservas de piedra caliza de los montes que circundan el pueblo: el verde de la vida muerto a manos del gris del cemento, de la ceniza, del olvido.

Pero El prado, además de construirse en paralelo respecto a la inmortal obra de Ford, ofrece una disección diáfana de cierta sociedad irlandesa, de sus estructuras, sus maneras de sentir, su forma de aferrarse a una tradición pagana vestida de cristianismo, de su tenacidad y capacidad para luchar contra la adversidad, de su reciente historia de ocupación, rebelión, lucha y victoria, de su compleja y contradictoria composición interna, de sus intentos por progresar y salir adelante sin dejar de lado las raíces reconocidas como propias, irrenunciables, inextinguibles. Continuar leyendo «El hombre intranquilo: El prado, de Jim Sheridan (1990)»

¡Qué grande es el cine! – El hombre tranquilo

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Cine en fotos – El hombre tranquilo (y La mirada del bosque)

Valga la fotografía de John Ford junto a parte del elenco de esa sublime y mágica película de 1952 llamada El hombre tranquilo (de izquierda a derecha, Frank Ford -hermano de John-, John Wayne, Victor McLaglen, Barry Fitzgerald -sentado- y John Ford) para invitar a todos nuestros queridos escalones a la presentación en Zaragoza del libro La mirada del bosque, primera novela de Chesús Yuste ya a la venta desde ayer día 15, una historia de intriga con cadáver de por medio que tiene como marco, como no podría ser de otra manera, la Irlanda rural.

El acto tendrá lugar el próximo martes 21 de septiembre a las 20.00 h. en el hall del Teatro Principal (en el Coso, junto a Plaza de España). Además del autor Chesús Yuste y del director editorial de Paréntesis Antonio Rivero Taravillo, intervendrán el escritor Antón Castro, el actor Alfonso Desentre, el grupo de música irlandesa O’Carolan y el cinépata Alfredo Moreno, uséase, moi. Para más información, no perderse el blog oficial del libro. Una cita imprescindible, un acontecimiento «¡¡impetuoso!! ¡¡Homérico!!»

Para abrir boca y hacerse una idea de por dónde pueden ir los tiros, nada mejor que un poco de música irlandesa con Kila y su Leath ina dhiaidh a hocht, y Carlos Núñez junto a The Chieftains y The flight of the Earls.