Elemental, querido Holmes.

Texto publicado originalmente en Imán, revista de la Asociación Aragonesa de Escritores, en junio de 2016.

Rostros y rastros de Sherlock Holmes en la pantalla

Sherlock_Holmes_cabecera“Mi nombre es Sherlock Holmes y mi negocio es saber las cosas que otras personas no saben”. Toda una declaración de principios o carta de presentación que define (aunque no del todo) al personaje literario más popular del arte cinematográfico. Y es que, junto a una figura histórica, Napoleón Bonaparte (cuyo busto es clave en una de las más recordadas aventuras holmesianas), y otra, el Jesús bíblico, que combina la doble naturaleza de su desconocida realidad histórica y su posterior construcción literaria, política, mítica y religiosa, el detective consultor creado por Arthur Conan Doyle –se dice que tomando como modelo al doctor Joseph Bell, precursor de la medicina forense y entusiasta defensor de la aplicación del método analítico y deductivo al ejercicio de su profesión, de quien Conan Doyle fue alumno en la Universidad de Edimburgo en 1877– completa el podio de los personajes que más títulos cinematográficos y televisivos han protagonizado en la historia del audiovisual, pero es el único de los tres con dimensión exclusivamente literaria.

separador_25El cine ha sido al mismo tiempo fiel e infiel a Conan Doyle a la hora de trasladar el universo holmesiano a la pantalla. Infiel, por ejemplo, en cuanto al retrato de la figura del doctor Watson, al que se representa habitualmente como poco diligente, despistado, torpe, ingenuo y en exceso amante de las faldas, de la buena comida y de la mejor bebida, cualidades que no parecen propias, y así queda demostrado en la obra de Conan Doyle, de un hombre que ha cursado una carrera meritoria, que se ha especializado en cirugía y ha sobrevivido como oficial del ejército a complicados escenarios militares como Afganistán, lugar de algunas de las más dolorosas y sangrientas derrotas del imperialismo británico. Un hombre muy culto, que ha leído a los clásicos, sensible a las artes, en especial a la música, que lleva un pormenorizado registro de los casos de su compañero y mantiene al día álbumes de recortes con las principales noticias que contienen los diarios. Un hombre que se ha casado y enviudado tres veces, que participa activamente y cada vez de manera más decisiva en las investigaciones de su colega, y que trata a Holmes con la misma ironía con que su amigo se refiere a él en todo momento. Tampoco el cine se ha mostrado especialmente afortunado al aceptar en demasiadas ocasiones esa reconocible estética de Holmes, ese vestuario tan característico que en ningún caso nace de la pluma de Conan Doyle: su cubrecabezas y su capa de Inverness provienen de una de las ediciones de El misterio del valle del Boscombe en la que el ilustrador Sidney Paget convirtió en gorra de cazador lo que el autor describía como una gorra de paño; respecto a su famosa pipa se le atribuyen dos modelos, una meerschaum o espuma de mar que no existió hasta bien entrado el siglo XX y una calabash utilizada por el actor William Gillette (junto con la lupa y el violín) en las versiones teatrales a partir de 1899, cuando lo cierto es que el Holmes de Conan Doyle posee al menos tres pipas para fumar su tabaco malo y seco, una de brezo, una de arcilla y otra de madera de cerezo.

En lo que el cine sí se ha esmerado ha sido en la elección de intérpretes que pudieran encarnar a un héroe tan atípico como Holmes, atractivo, contradictorio, cautivador e irritantemente egomaníaco. Un adicto al tabaco de la peor calidad (célebre su enciclopédico opúsculo literario que cataloga y distingue entre los diferentes tipos de ceniza existentes en función del cigarro o cigarrillo del que provienen) y a la droga en la que busca salvarse del aburrimiento de la monotonía. Un virtuoso del violín, con preferencia por los compositores germanos e italianos, un melómano que conoce los recovecos más oscuros de la historia de la música lo mismo que se especializa en el dominio de una antigua y enigmática modalidad de lucha japonesa, un arte marcial olvidado denominado bartitsu. Un ser que expone abiertamente una atrevida ignorancia sobre conocimientos generales al alcance de cualquiera pero capaz de alardear de erudición de la manera más pedante cuando lo posee el aguijón de la deducción, que se tumba indolente durante semanas o se embarca en una investigación sin comer ni dormir en varios días. Un individuo cerebral que relega al mínimo la importancia de los sentimientos pero que es dueño de una vida interior inabarcable, con un elevadísimo sentido de la moral, no siempre coincidente con el imperante, gracias al que puede aplicar su particular concepto de la justicia si encuentra que la ley, utilizada con propiedad, choca moralmente con él (si, por ejemplo, una mujer asesina al causante de su dolor o si un ladrón roba a otro ladrón que arrastra un delito mucho más censurable, como alguien que ha asesinado previamente para robar). Y, no obstante, un hombre que falla, que puede salir derrotado, en lucha continua contra sus límites, que llega tarde, que piensa despacio o al menos no siempre con la rapidez necesaria, y que también puede ser víctima del amor. Un héroe que sabe ser humilde, ponerse del lado de los más desfavorecidos, ganarse la confianza de la gente porque no ejerce los métodos autoritarios y amenazantes de la policía, que en el criminal ve el mal pero también un producto social, la pobreza y la carestía que gobierna la vida de la mayor parte de la población bajo la alfombra del falso esplendor victoriano, que da una oportunidad al arrepentimiento y a la redención de los delincuentes menores pero que no duda en resultar implacable conforme a su privada idea de justicia, incluso de manera letal si es preciso, cuando no hay opción para la recuperación de la senda de la rectitud. En resumen, un héroe profundamente humano, alejado de cualquier tipo de poder superior. Continuar leyendo «Elemental, querido Holmes.»

Elemental, querido Holmes: Sin pistas (1988)

Acostumbrados estamos a que el cine, especialmente cuando proviene de Hollywood, adapte torpemente grandes obras literarias hasta el punto incluso de desvirtuar personajes inmortales introduciéndolos en situaciones estúpidas, sembrándolos de inconsistencias, incoherencias o características chapuceras de las que carecen en el original literario o, simplemente, alterando las tramas y situaciones hasta desnaturalizar las historias, sus claves, sus valores y sus protagonistas. Esto, que antaño era terreno exclusivo para la parodia, con el tiempo y el mal proceder de algunas producciones se ha convertido en moneda corriente; tal es así, que directamente hay obras literarias, cuanto más famosas en mayor grado, de las que no existe ni una sola adaptación potable. Pero, afortunadamente, también se da la situación contraria, la capacidad de unos pocos genios para, partiendo de personajes inmortales, ser capaces de innovar, de introducir matices, cambios, de atreverse a ir más allá con otras tramas, situaciones y vivencias alejadas de los libros de ficción o de las crónicas históricas, y resultar magníficas. Un caso palmario es la excelente Robin y Marian de Richard Lester (1976). Sherlock Holmes y el doctor John Watson, los eternos personajes de sir Arthur Conan-Doyle (contrariamente a lo que se piensa no obtuvo el título de caballero por su obra literaria detectivesca, sino por sus ensayos literarios sobre la guerra contra los bóers en África del Sur), han sufrido las dos caras de la moneda: reducidos a mera idiotez estrambótica por las películas de Guy Ritchie pero también elevados y santificados por la genial -aunque incompleta, mutilada- La vida privada de Sherlock Holmes (Billy Wilder, 1970). Entre una y otra se encuentra esta Sin pistas (Without a clue), dirigida en 1988 por el televisivo Thom Eberhardt, que se atreve a mutar las personalidades, comportamientos y esencias de las clásicas novelas y relatos de Holmes sin por ello contradecir las notas que les son características, ofreciendo una historia amena, entretenida, divertida y plena de humor inglés.

John Watson (Ben Kingsley, de nombre real Krishna Bhanji) es un médico militar, veterano de las campañas de Afganistán (desastrosas para el Imperio Británico, por cierto), que vive en Londres ya retirado y gracias a su pensión. Como en los clubes y círculos sociales que frecuenta y de los que no desea ser excluido su afición en este tiempo, la investigación y resolución de casos policiales, está muy mal vista, como todo lo que suene a plebeyo o mundano, tiene que desempeñarla digamos «de tapadillo», y por eso ha inventado una figura admirable, íntegra, infalible, un prodigio de mentalidad deductiva y un tesoro de habilidades de lo más útiles pero infrecuentes, un detective consultor llamado Sherlock Holmes. Mientras podía asesorar a distancia a incompetentes de Scotland Yard como el inspector Lestrade (Jeffrey Jones) desde el 221 B de Baker Street, todo iba bien: obtenía crédito público para su personaje, su otro yo, mientras que ganaba cuantiosos beneficios gracias a la impresión de sus historias en el Strand Magazine (una de las revistas que en la realidad publicó los relatos de Conan-Doyle, y que ya aparecía también en la película de Wilder como lugar en el que Watson publicaba sus diarios de las investigaciones). Pero, a medida que la cantidad y la entidad de los casos a resolver se hacía más compleja y la expectación hacia Holmes crecía entre el gran público, Watson necesitaba encontrar una solución al hecho de no poder presentarse personalmente como detective, bajo riesgo de que sus conocidos y amigos de la alta sociedad renegaran de él. La suerte, la casualidad y la inspiración de su genio le trajeron la vía de escape: contratar a un mal actor, acabado y patán, Reginald Kincaid (Michael Caine, de nombre real Maurice Joseph Micklewhite Jr.) para dar vida a su detective, Sherlock Holmes (Kincaid es tan pésimo como actor que la única crítica «positiva» que es capaz de recordar dicha de él alaba su capacidad para despertar risas… en un drama). Lo que en principio es una fructífera asociación (Kincaid aprende las lecciones que Watson le repite sin cesar y no hace sino exponer los casos resueltos en público siguiendo las instrucciones que su jefe le transmite) empieza a estropearse cuando «Holmes» se ve crecido, absorbe el protagonismo público, y da la impresión de sentirse autosuficiente, de pretender volar solo. La incompetencia de Kincaid y sus malas maneras con Watson en privado -aparte de su carácter borrachín, mujeriego, vividor, informal- hacen que la sociedad se rompa. Watson crea un nuevo personaje, «El Doctor del Crimen», pero no tiene éxito y nadie le hace caso fuera de Baker Street. Por lo que, cuando el responsable del Banco de Inglaterra se presenta una noche junto con Lestrade en las habitaciones del famoso detective para comunicar el robo de las planchas auténticas que sirven para fabricar los billetes de cinco libras, a Watson, que sospecha que su viejo enemigo, el profesor Moriarty (Paul Freeman), anda en el ajo, no le queda más remedio que volver a contratar a Kincaid, porque sin Holmes no hay caso…

Con modos y maneras televisivos, Eberhardt nos conduce con pulso firme, tono ligero y gran fidelidad a los esquemas de las historias canónicas de Holmes y Watson (excepto, como se ha dicho, en la verdadera naturaleza y relación entre ambos) por un misterio de robo, secuestro e investigación minuciosa en los típicos ambientes manejados por Conan-Doyle, Continuar leyendo «Elemental, querido Holmes: Sin pistas (1988)»