Música para una banda sonora vital: Instinto básico (Basic Instinct, Paul Verhoeven, 1992)

 

Jerry Goldsmith pone la banda sonora de este pelotazo de taquilla, tan cuidado en su acabado formal como tramposo y manipulador es el cotizadísimo guion (el mejor pagado hasta entonces) de Joe Eszterhas, que a estas alturas es ya un icono del cine gracias a un punzón de hielo y al famoso cruce de piernas de Sharon Stone, a la que, tras una carrera más bien discreta, convirtió automáticamente en estrella mediática rápidamente consumida. Controvertida y dudosa, resultona y nada fácil (quien piense lo contrario, que le eche un ojo a su secuela, una de las peores de todos los tiempos) combinación de inquietud, suspense, morbo sexual e intriga que alcanza su extensión natural en la partitura de Goldsmith, un clásico de las bandas sonoras de los noventa.

 

Raudo viaje del mito a la nada: Punto límite: Cero (Vanishing Point, Richard C. Sarafian, 1971)

 

Cuando en los años setenta, como resultado de la convulsa década anterior y ante la catástrofe de la guerra de Vietnam, la contracultura estadounidense cantó el fin del sueño americano, pocos veían venir la resurrección neoconservadora que se avecinaba a finales del decenio y que reinstauró con fuerza su trono inamovible en los ochenta (hasta hoy), recuperando los tradicionales valores de la era Eisenhower y ofreciéndolos esta vez bajo el fácil y atractivo envoltorio del sentimentalismo hueco y el entretenimiento infantilizador, exitosamente exportados al resto de Occidente. Antes de que el llamado Nuevo Hollywood muriera a manos del blockbuster, sin embargo, hubo algo más de diez años de un cine inusitado, ambicioso, complejo, adulto, repleto del desencanto y la autocrítica propios de su tiempo de crisis política, institucional, económica y social, pero sobre todo moral, y que, lejos de dar respuestas, se ejercitaba en el sano propósito de formular preguntas. El agotamiento del mito americano, la búsqueda de un nuevo sentido, de una común filosofía renovadora, tuvo una de sus puestas en escena más recurrentes, tal vez por influencia de la generación beat, en la idea de viaje, en el relato de una singladura que permitiese recorrer distintas geografías del país y, por tanto, servir para mostrar un estado de situación, un contraste, un mosaico del pasado y el presente que alentara la reflexión acerca de cómo debía construirse el futuro. Simbólicamente, ante la sensación de camino sin salida, el cine se volcó en reflejar ese tránsito en la dirección contraria a lo que en Hollywood siempre había sido moneda común: si la épica norteamericana se había construido sobre la conquista del oeste, la exploración de las praderas, la lucha contra los indios, las caravanas de los pioneros, la fundación de pueblos y ciudades, la llegada del telégrafo y del ferrocarril, y, como resultado de todo ello, la implantación de la ley y el orden, es decir, de la política, en un viaje desde el Atlántico al Pacífico, este cine de los años setenta se esforzaba por replantear las cosas desde el origen, y por tanto, su plantilla, en una especie de vuelta a las esencias, a la pureza de la nación, era la inversa, el viaje a las fuentes, al este, a Washington, Nueva York o Filadelfia, a los lugares fundadores, al origen de los Estados Unidos. Así, Walt Coogan (Clint Eastwood), un sheriff del estado de Arizona, se desplazaba a Nueva York para hacerse cargo de un detenido en La jungla humana (Coogan’s Bluff, Don Siegel, 1968); en Easy Rider (Buscando mi destino) (Easy Rider, Dennis Hopper, 1969), la pareja de moteros protagonista viajaba de Los Ángeles a Nueva Orleans para asistir al Mardi Gras; en Cowboy de medianoche (Midnight Cowboy, John Schlesinger, 1969), Joe Buck (Jon Voight) intentaba mudarse también a Nueva York desde Texas; en Carretera asfaltada en dos direcciones (Two-lane Blacktop, Monte Hellman, 1971), se planteaba una carrera de coches que desde el Medio Oeste tenía que finalizar de nuevo en la ciudad de los rascacielos… Punto límite: Cero, no obstante, no juega en esa línea, no contempla la posibilidad de reencontrar un nuevo sentido volviendo a los orígenes, buscando ideas, pretextos, sentidos y esperanzas para una nueva refundación. El guion de Guillermo Cabrera Infante es mucho más pesimista: no hay salida alguna; el único sentido es el camino, el viaje en sí mismo. La única libertad real que cabe es la que uno mismo se proporciona, la conquista personal de la propia vida.

Kowalski (Barry Newman), un empleado dedicado al negocio del alquiler de coches, apuesta a que es capaz de conducir un Dodge Challenger de 1970 desde Colorado para entregarlo en la ciudad de San Francisco en menos de dos días. Eso implica conducir sin detenerse, sin dormir, sin descansar, a toda velocidad, por las carreteras y desolados parajes que desde el oeste miran hacia el océano Pacífico, con ayuda de estimulantes, si hace falta, y sorteando como puede el variopinto grupo de personajes que en tan breve tiempo irán salpicando su travesía y, en ocasiones, dificultándola, retrasándola: pilotos competidores, una sexi autoestopista (Charlotte Rampling, cuyas escenas se suprimieron del montaje final), un cazador de serpientes (Dean Jagger) destinadas a las ceremonias de una estrafalaria comuna religiosa, dos atracadores homosexuales (Anthony James y Arthur Malet), unos hippies admiradores… Y, por supuesto, la policía de Colorado, Nevada y California, que irá tras él para detenerle. Su única compañía constante, la voz de Super Soul (Cleavon Little), el disc-jockey ciego de una de las emisoras de radio más populares y escuchadas del territorio, que primero ilustra el viaje musicalmente con un buen puñado de clásicos del momento y que, a medida que la pretendida hazaña de Kowalski gana repercusión, popularidad y simpatías, en particular de los jóvenes y los hippies, se va convirtiendo en su guía, su conciencia, su confesor, su aliento, lo que a su vez acarreará al locutor, y también a su productor, ambos de raza negra, los previsibles e inevitables problemas, esta vez no con la ley sino con los elementos más ultramontanos de la localidad. El director, Richard C. Sarafian, que tras dos largometrajes en Inglaterra estrenó ese mismo año El hombre de una tierra salvaje (Man in the Wilderness, 1971), con Richard Harris y John Huston, extraño western que es la versión original de El renacido (The Revenant, Alejandro González Iñárritu, 2015), imprime a la película el ritmo acelerado, vertiginoso, pero, en sus plásticas composiciones del coche rompiendo el horizonte, también de un acentuado lirismo, que encuentra sus respiros en cada uno de los encuentros del protagonista y también en los flashbacks, incrustados con mayor o menor fortuna y, en general, no demasiado pertinentes ni muy bien resueltos, con los que se ilustra la historia del personaje: de su pasado como veterano de Vietnam y policía de San Diego, expulsado del cuerpo tras un episodio poco claro, a su éxito como piloto de carreras de motos y coches, abandonada tras un traumático accidente; de su prometedora relación con una mujer a su soledad casi propia de los héroes errantes del western… Estos insertos, aunque avanzan algunos aspectos de la personalidad del lacónico Kowalski que luego engarzarán con los datos que sobre él proporciona la policía, ralentizan y dispersan la acción y la sacan del tono general y de la finalidad última del argumento, que sirve a la idea de contraponer esa ansia de libertad, esa aspiración de autorrealización propia de los setenta, frente a las fuerzas que compulsiva y obsesivamente obstaculizan e impiden la consecución de esas aspiraciones. Esas fuerzas pueden ser oficiales (la policía de distintos estados o el FBI) o bien expresión del ala más conservadora de la sociedad americana, que es la que se revuelve contra Super Soul y su emisora, dejando traslucir el racismo latente en la vida pública a pesar y más allá del reconocimiento de los derechos civiles y la teórica igualdad legal. La metáfora más expresa al respecto que plasma la película es la de las excavadoras que la policía coloca en mitad del camino, en el pueblo que Kowalski debe atravesar en su entrada desde Nevada a California, para impedir el paso del Dodge Challenger y capturar al escurridizo conductor. Una barrera infranqueable ante la que solo cabe dar la vuelta o estrellarse. La policía no sale especialmente bien parada en la película, en ninguna de las distintas vertientes que se muestran de su trabajo: incompetente, torpe, represora, arbitraria, cruel y abusiva. Así, mientras Kowalski, su coche y quienes le ayudan, Super Soul o los hippies que le proporcionan sus estimulantes, son la sociedad libre y colaboradora, desinteresada, profundamente humana, la policía es la represión, las ataduras, la constricción, la oficialidad, el Gobierno al margen de los deseos y los intereses pueblo, si no contra ellos.

(Lamentablemente, observo que wordpress me ha hecho una pirula informática y me ha escamoteado un último párrafo que conectaba de nuevo la película con el western a través de un paralelismo entre Kowalski y Ethan Edwards (John Wayne) en Centauros del desierto (The Searchers, John Ford, 1956) y con el final de Grupo salvaje (The Wild Bunch, Sam Peckinpah, 1969). Venía a decir que, sabedor Kowalski de que su naturaleza era similar al primero, su destino no podía ser otro que el mismo que buscan los segundos, a partir de esa lacónica pregunta que se hacen antes de desfilar, armados hasta los dientes, hacia el último muro ante el que van a vender cara su piel. «¿Por qué no?».)

Música para una banda sonora vital: Fascinación (Obsession, Brian de Palma, 1976)

Última partitura para el cine de Bernard Herrmann, de aires plenamente hitchcockianos, para otro director, De Palma, que supo abrirse camino comercial imitando al maestro del suspense. En este caso, es primordialmente Vértigo (De entre los muertos) (Vertigo, Alfred Hitchcock, 1958) el modelo a seguir con esta historia de un importante hombre de negocios (Cliff Robertson) que, años después de haber perdido a su esposa y su hijo en un fallido intento de secuestro, encuentra a una mujer que es el vivo retrato de la fallecida.

Diálogos de celuloide (Casino, Martin Scorsese, 1995)

 

«¿Qué íbamos a pintar en medio de un desierto? La única razón es el dinero. Ese es el resultado final de las luces de neón y las ofertas de las agencias de viajes, de todo el champán, de las suites de hotel gratis, de las fulanas y el alcohol. Todo está organizado solo para que nosotros nos llevemos su dinero. Somos los únicos que ganamos, los jugadores no tienen ninguna posibilidad».

===============================================

«Sabes, creo que tienes una imagen equivocada de mí, y lo menos que puedo hacer es explicarte exactamente cómo funciono. Por ejemplo, mañana me levantaré pronto y me daré un paseíto hasta tu banco. Luego entraré a verte y… si no tienes preparado mi dinero, delante de tus propios empleados te abriré tu puta cabeza. Y cuando cumpla mi condena y salga de la cárcel, con suerte, tú estarás saliendo del coma. ¿Y qué haré yo? Te volveré a romper tu puta cabeza. Porque yo soy idiota, y a mí lo de la cárcel me la suda. A eso me dedico, así funciono yo».

(guion de Martin Scorsese y Nicholas Pileggi, a partir de la novela de este)

Música para una banda sonora vital: American Gigoló (Paul Schrader, 1980)

Call Me, del grupo Blondie, con la chispeante Debbie Harry al frente, abre esta película de Paul Schrader, una intriga no muy trabajada a partir de un enfoque interesante que estéticamente es todo un escaparate cool y pop de los ochenta, lo que permite a su protagonista, Richard Gere, poner caritas, posturitas, morritos y ojitos durante todo el metraje. La canción, un temazo.

El cine de lo que no se ve: Uno de nosotros (Let Him Go, Thomas Bezucha, 2020)

El cine es un arte indirecto. Juega y se construye con lo explícito, con lo implícito, con lo sugerido y con lo adivinado. Es decir, ha de contar con la participación activa del público, de modo que la película no se conforma entre los límites de la pantalla sino que adquiere vida definitivamente, si es que la tiene, en el cerebro y la sensibilidad del espectador, en sus recovecos emocionales y sus tripas revueltas. Esta es la mayor virtud de este drama con tintes de thriller, road movie y western escrito, producido y dirigido por Thomas Bezucha (cuarta película en veinte años) a partir de la novela de Larry Watson: la película cuenta tanto o más a través de lo que sucede dentro de cuadro que mediante lo que se supone ocurrido fuera de él, pero proporciona al espectador las herramientas adecuadas, con la debida economía narrativa y sin los habituales y cansinos subrayados emocionales o intelectuales, para que se sepa a ciencia cierta y sin la menor dificultad que bajo la superficie de un argumento hasta cierto punto simple yace un drama de profundo calado que se ve solo en parte, y que hace que el epicentro de la trama se traslade desde lo evidente de las imágenes perceptibles, por medio de unas muy medidas y efectivas elipsis, a una parte de la acción que no se narra pero que se intuye, que se sabe, que lo condiciona y lo explica todo, es decir, desde lo aparente, la trama de unos abuelos, Margaret y George Blackledge (Diane Lane y Kevin Costner), que pretenden rescatar a su nieto de las garras de su peligrosa familia política de circunstancias, los Weboy, al verdadero drama, la larga historia de encuentros y desencuentros de un matrimonio, en el que este último capítulo es el lance postrero.

A la muerte accidental de su hijo se une el nuevo matrimonio de su exnuera, Lorna (Kayli Carter), con un individuo de dudosa catadura, Donnie Weboy (Will Brittain), al que Margaret sorprende en cierta ocasión agrediendo a su nieto y, de paso, a su madre y nueva esposa en segundas nupcias. Poco después, en un amago de visita para intentar averiguar qué se está cociendo en esa familia, Margaret descubre que, sin previo aviso, han abandonado precipitadamente el apartamento que aún no habían terminado de decorar y han salido no solo del pueblo, sino también del Estado (Montana). A Margaret se le mete en el tozuelo salvar a ese niño de un padre maltratador y de una madre pusilánime y dócil, y junto a su marido, que además es un sheriff jubilado y, como tal, tiene sus reservas porque conoce muy bien la ley y cómo funciona, lo que se puede hacer y lo que es imposible, partir hacia Dakota del Norte, de donde proviene la familia de Donnie y sospechan que se han refugiado, para convencer a Lorna de que les entregue la custodia del niño y pueda así crecer en un ambiente sano y apacible. Las informaciones fragmentarias que van conociendo acerca de los Weboy no son precisamente tranquilizadoras, y los Blackledge se van preparando para lo peor, es decir, para el fracaso de esa misión autoimpuesta o bien para su consecución a un coste mayor del deseado, y aun del esperado. Conocerles no mejora las cosas, porque Blanche Weboy (Lesley Manville), la matriarca de la familia, no es una abuelita hogareña y amable, amorosa de su nieto (ni siquiera de sus hijos), sino una mujer dura, resentida y perversa que encabeza un grupo de rufianes brutos y chulescos de pésima reputación, peor educación y nula moralidad, compuesto por su hermano Bill (Jeffrey Donovan) y completado por sus tres hijos. Evidentemente, el encuentro no solamente es infructuoso sino dramático, porque Margaret y George no se enfrentan a una familia normal sino a una especie de clan familiar que oscila entre el garrulismo extremo y el grupo de esbirros organizado. Así las cosas, la única opción parece consistir en lograr convencer a Lorna, en conseguir su ayuda y su consentimiento cuando puedan abstraerla a la influencia (o más bien extorsión) de la familia de su marido, y salir zumbando para Montana con exnuera y nieto. No resulta fácil, naturalmente, y en el camino Margaret y George no solo comprenden las dificultades que representa enfrentarse a la irracionalidad más cerril y brutal; también hacen balance de su unión, de su vida juntos, de tal manera que la solución al problema de su nieto implica alguna clase de respuesta, de conclusión, a lo que han experimentado, a su matrimonio, a su existencia, lo cual constituye el verdadero núcleo de la película.

Así, mediante pequeñas pinceladas, apenas apuntes que parece que se pierden en el vacío pero que van conformando un velado pero muy presente mapa emocional, sabemos que, en efecto, George fue sheriff, pero que también padeció en algún momento severos problemas con el alcohol, los cuales, a su vez, derivaron en otros de clase diferente (tal vez una infidelidad, puede que simples cambios de carácter que afectaran a su relación) que en algún punto indeterminado del pasado pusieron en riesgo su matrimonio. De igual modo, tenemos noticia de que Margaret era domadora de caballos, y que también, además del trance de la muerte de su hijo, necesitó de la fuerza y el apoyo de George para superar alguna clase de trauma del pasado, tal vez derivado, justamente, de su profesión, y poder «reconstruirse». El hecho de que esa fuera su ocupación, y de que su hijo falleciera a lomos de un caballo domado recientemente, conceden al argumento, y en particular al personaje de Margaret, una carga narrativa extra relacionada con la maternidad, la sensación de pérdida y el sentimiento de culpa, detalles que subyacen bajo su comportamiento y sus actitudes, puede que ilógicas desde el punto de vista de la ley pero perfectamente coherentes sobre la base de la construcción psicológica y emocional del personaje. Un extremo de la trama que viene reforzado por la aparición de Peter (Booboo Stewart), un indio evadido del internado en el que pretenden reeducarlo para borrar sus huellas étnicas, y que vive en medio de los páramos, desarraigado, en una cabaña, junto a un caballo que ha encontrado pastando libre. Son los años 60, y en Montana y Dakota del Norte todavía están muy presentes las formas y los modos de vida del Oeste, lo cual incluye la manera de resolver los problemas, los conflictos y las afrentas, y a ellos se entrega el errabundo Peter, que ya ni siquiera es capaz de comunicarse en lengua nativa con sus parientes.

Ese sentimiento de pérdida, pero también, y sobre todo, el historial vital del matrimonio Blackledge, es lo que explica el violento tramo final, que algunos comentaristas han juzgado anticlimático o incoherente con el tono y el tema del resto de la película. Sin embargo, es la convicción de haber contraído una deuda con Margaret a lo largo de su periplo vital, no la venganza, ni siquiera tampoco el deseo de llevarse a su nieto a Montana, lo que conduce a George a desencadenar el infierno final que resuelve el argumento, como no puede ser de otra manera en la dinámica destructiva y de todo o nada a la que se ha llegado, propia, aquí sí, del western puro, de forma poco complaciente. Porque George lo que busca es proteger a Margaret, defenderla, reconfortarla, garantizar su bienestar dándole lo que desea, y que tal vez antes, demasiadas veces, le negó, es decir, pagando su deuda al precio máximo. El antiguo sheriff, resignado, cabal y reacio a complicaciones, hace la mayor apuesta de manera desinteresada, por Margaret, no por él mismo, ni por su hijo muerto, ni mucho menos por su exnuera, ni tampoco por su nieto.

Hilos argumentales muy sutiles que se sostienen en pequeños detalles: el laconismo de George, las miradas y las sonrisas cómplices y calladas de Margaret (magnífica Diane Lane, centro absoluto de la película; cada secuencia se crea a partir de ella), la mutua comprensión silenciosa en diálogos a medio terminar o en frases que quedan a medias, el uso de los espejos (cuando ella elige la corbata de él antes de la boda; los reflejos de los retrovisores de los coches al partir en determinados trayectos) o los paralelismos narrativos (todos los personajes pierden algo o a alguien; todos los personajes y situaciones tienen su reverso simétrico, un valor positivo frente a otro negativo). Un conjunto construido en un tono muy medido y sobrio, de ritmo reposado y de gran belleza puntual, pero sobre todo erigido en torno a enormes paisajes fríos e impersonales, acompañados de una meritoria partitura de Michael Giacchino, dirigido por Thomas Bezucha y producido por Mazur y Kaplan Company, pero que no habría extrañado ver dirigido por el Clint Eastwood de los últimos noventa o primeros dos mil, producido por Malpaso. No sorprendería ver la firma de Eastwood en este largomentraje ni por el academicismo clásico del formato, ni por la hondura temática y psicológica del drama, ni por los ambientes recorridos durante el viaje de Montana a Dakota del Norte, ni por la delicadeza de la banda sonora ni de la mirada sensible y meticulosa del director. Estamos ante un caso extraño y ejemplar de película «de Eastwood» sin Eastwood.

Mis escenas favoritas: Vestida para matar (Dressed to Kill, Brian de Palma, 1980)

La famosa y absorbente secuencia del museo, a la mayor gloria de Angie Dickinson, todo un ejercicio de cine puro, sin palabras, solo con la música de Pino Donaggio, tal vez la mejor de este título de la época (en otras cosas tan disparatado) de plena borrachera de Brian De Palma por el cine de Alfred Hitchcock.

Persiguiendo a un fantasma: La mujer del lago (La donna del lago, Luigi Bazzoni y Francesco Rossellini, 1965)

The Bloody Pit of Horror: La donna del lago (1965)

Esta película de Luigi Bazzoni (primo del director de fotografía Vittorio Storaro) y Francesco Rossellini (sobrino del gran Roberto) puede definirse someramente como un thriller de arte y ensayo. Su argumento se resume de un modo que, en cuanto a película de intriga, puede suponer un antecedente del giallo, el célebre género italiano que combina policíaco, erotismo y truculencia criminal, si bien en una versión todavía suave en su exposición de la violencia y la sangre. Bernard (Peter Baldwin, yerno, por entonces, de Vittorio De Sica) es un escritor que para confeccionar sus libros se retira a una pequeña ciudad de montaña en la que solía pasar sus vacaciones en la infancia. En su último viaje, sin embargo, otro interés le anima, el de reencontrarse con Tilde (Virna Lisi), la joven camarera del hotel, sensual y misteriosa, con la que mantuvo una tórrida relación sexual-sentimental no mucho tiempo atrás, y que se rompió de manera abrupta. Sin embargo, ya no trabaja en el hotel, no hay evidencia de su actual paradero u ocupación, qué ha sido de su vida, si continúa en la ciudad o también se marchó, solo referencias veladas, miradas significativas y rostros cariacontecidos, dando por hecho que Bernard ya sabe algo que en realidad desconoce, alguna clase de secreto oscuro ligado a Tilde del que todos están al tanto menos él. En cuanto a la forma, sin embargo, la película no constituye un mero producto común de suspense policial, con el escritor ocupando el lugar del detective que debe averiguar qué ocurrió con determinado personaje y quién tiene la responsabilidad en la ocultación del enigma, sino más bien se articula alrededor de la búsqueda existencial, la del protagonista, que, desencantado de su vida urbana y de sus rutinas literarias, anhela en Tilde y en aquella ciudad de su infancia una armonía interior, un proceso íntimo de hallazgo de sí mismo que se ve interrumpido por el descubrimiento del horror, de una verdad traumática que le obliga a replantearse las mentiras de su vida. En este punto, la película está más próxima a las maneras del cine reflexivo de Alain Resnais y a las cuitas existencialistas francesas que al cine de intriga y suspense.

Bernard se aloja en la habitación que antaño compartió con Tilde, descubre sus ropas en los armarios y las perchas, deambula por los pasillos persiguiendo su esencia fantasmal, su ansiado recuerdo, escucha pasos que identifica como los suyos, aguarda su inesperada aparición en cualquier momento, pasa el tiempo hablando con el personal del hotel, particular y repetidamente con Enrico (Salvo Randone), propietario y recepcionista del negocio familiar, en el que también trabaja su hija Irma (Valentina Cortese), aunque su hijo, Mario (Philippe Leroy), que acaba de casarse con la enfermiza Adriana (Pia Lindström) se ha independizado y regenta un matadero y una carnicería justo enfrente del hotel. La desesperada persecución de las sombras de Tilde que emprende Bernard le lleva también las calles heladas de la ciudad invernal, a seguir los pasos de aquellas mujeres con las que se confunden sus recuerdos, y a descubrir la lejana silueta de una mujer que, como Tilde, sale a pasear por la orilla del lago envuelta en un abrigo que le trae a un tiempo gratos y tormentosos recuerdos. No obstante, una revelación hace estallar su mundo de sombras: Francesco (Giovanni Anchisi), un fotógrafo jorobado que también conoce a Tilde, le cuenta a Bernard que no podrá encontrarla porque la joven se suicidó, y su cuerpo fue hallado, precisamente, flotando en el lago. Bernard entiende de súbito las reservas, las alusiones, las caras largas, las miradas de inteligencia de Enrico e Irma, y la tierra se abre bajo sus pies. El deseo soñado de encontrar a Tilde se convierte en pesadilla inconclusa, y a medida que en la terrible certeza se va imponiendo la sombra de la duda (¿por qué se habría suicidado Tilde? ¿Por qué la policía da por buena la versión del suicidio si la muerte parece producto de un asesinato?) el anhelo de Tilde se convierte en recuerdo, reconstrucción onírica y alucinación, en un torbellino de emociones y frustraciones que amenazan su integridad física y mental, en particular cuando empieza a sospechar que quizá la imagen que tenía de Tilde estaba deformada, que la realidad de la muchacha era mucho más sórdida de lo que evidenciaba su luminosa belleza, y que Enrico y su hijo Mario, cuya esposa, Adriana, parece saber mucho más de lo que su aparente estado catatónico refleja, mantenían relaciones mucho más estrechas con ella de lo que a Bernard le hubiera gustado.

El misterio que rodea a Tilde posee, por tanto, varias aristas. En primer lugar, dilucidar su verdadera personalidad. ¿Era la joven amorosa y sensual que amaba Bernard, o bien una criatura mezquina, manipuladora e interesada que maniobraba utilizando su cuerpo para adquirir medios con los que huir de aquella ciudad monótona, asfixiante y cerril? ¿Puso fin a su vida por su propia mano o bien la ayudaron Enrico, Mario o ambos? ¿Qué sabe Adriana de todo eso? ¿Que la hace permanecer como una silenciosa prisionera de su propia familia que busca comunicarse furtivamente con quienes puedan ayudarla? ¿Qué atormenta a Irma? ¿Cómo es que tanta gente en la ciudad tiene algo que decir sobre Tilde que Bernard desconoce? ¿De quién es la misteriosa silueta que transita por las noches cerca de la orilla del lago? ¿Es tal vez el espectro de Tilde, que vaga eternamente hasta el día en que alguien esclarezca la verdad sobre su muerte? Así, la película se introduce, desde una intriga más o menos convencional en torno al esclarecimiento de un caso criminal, en un plano extraño, enrarecido, hipnótico, en una indagación alucinatoria, onírica, espiritual, por momentos casi psicodélica, en la que Bernard se ve amenazado de forma múltiple: por los sospechosos de un supuesto crimen que todo el mundo cree que ha sido un suicidio, por el espectro de una mujer que ya duda de si era la mujer que él creyó y sintió que era, o si alguna vez llegó a ser realmente una mujer y no un producto de su imaginación perturbada, y por sí mismo, porque Bernard ha perdido el equilibrio, la estabilidad, y puede perder además la cordura.

La puesta en escena marca visualmente al espectador esta deriva de la trama. La película empieza y finaliza del mismo modo, con un vehículo llegando y marchándose de la ciudad invernal, pero estas tomas formalmente similares cobran significados diametralmente opuestos. La primera mitad de la película la domina el misterio, el suspense. Charlas banales con sentidos ocultos en la recepción o en el salón restaurante, habitaciones tranquilas y pasillos despoblados en los que resalta el vacío de la asuencia de Tilde, el ajetreo de las calles en contraste con el silencio de la habitación, del hotel, del paisaje. Y, de repente, tanta paz se torna en una atmósfera opresiva, siniestra y amenazante, en la que los crujidos de las puertas o las pisadas en el pasillo y la presencia de Enrico y su familia son fuente de inquietud y desasosiego. En el exterior, las calles ya no son las apacibles superficies nevadas por las que transitan los vecinos y los turistas, sino desolados espacios vacíos gobernados por el frío helador, el viento, la tormenta y el silencio, por los que de vez en cuando cruza una figura misteriosa que abre toda clase de interrogantes sobre su naturaleza humana o sobrenatural, o sobre su mera realidad misma. El matadero de Mario igualmente es motivo de preocupación, cuando Bernard, intrigado por el estado de Adriana, contempla al hijo de Enrico como doble sospechoso acerca de lo sucedido con Tilde: ¿fue su asesino? ¿Su amante? ¿Tal vez ambas cosas? La magnífica fotografía de Leonida Barboni logra aunar en un estilo visual uniforme el contraste entre los claroscuros propios de una historia de misterio con los blancos saturados de la nieve en las calles y de los alucinados sueños de Bernard con Tilde, las apariciones sincopadas o en forma de flashback que arrojan tanta luz como tinieblas sobre las incertidumbres del escritor. Una narración fluida da paso a una contención estática (y extática) que combina lo intelectual con lo experimental, sin abandonar nunca la belleza formal, y subrayada por la estupenda partitura de Renzo Rossellini. De este modo, la película no termina de ser del todo una obra sobre un romance frustrado por el desengaño, ni un thriller criminal, ni un drama personal sobre el hundimiento y la redención de un escritor, ni una cinta de terror ni de cine negro, pero de algún modo atesora cualidades y dejes de todo ello a la vez. Auténtica carne de film de culto.

Virna Lisi in the film La donna del lago 1965 - Photographic print for sale

Imitando a Orson Welles: Rififí en la ciudad (Vous souvenez-vous de Paco?, Jesús Franco, 1963)

Rififi en la ciudad – La abadía de Berzano

Vaya por delante que esta coproducción hispano-francesa de la primera etapa, y mejor, como director de Jesús Franco nada tiene que ver con el clásico Rififi (Du rififi chez les hommes, 1955), dirigido por Jules Dassin, más allá de la común presencia en el reparto de Jean Servais. Su título es una burda maniobra publicitaria de la productora Albatros para conectar comercialmente esta modesta aunque interesante cinta de intriga con aquella obra maestra del subgénero de robos y atracos (basada en la novela de Charles Exbrayat, coautor también del guion, en Francia, sin embargo, conservó el título original de esta). Lo que sí es la película, al menos en cierto modo, es un homenaje, un tributo o un compendio de los intereses y de las maneras de filmar de Orson Welles, del que Franco había sido colaborador y ayudante de dirección en sus rodajes españoles, lo que se trasluce tanto en el guion como en su traslación a fotogramas, además de en el tono y en la atmósfera general.

En un indeterminado país centroamericano, en los mismos días en que el potentado Leprince (Servais), un inmigrante francés que ha hecho fortuna, presenta su candidatura al Senado, Juan Solano (Serafín García Vázquez), confidente de la policía y camarero del populoso cabaret Stardust, propiedad (como tantas cosas) de Leprince, desaparece justo cuando se disponía a reunirse con su protector, el sargento detective Miguel Mora (Fernando Fernán Gómez), para comunicarle la implicación de su jefe en toda una serie de negocios sucios, entre los cuales el no menor es el tráfico de drogas en toda Sudamérica, y facilitarle las pruebas decisivas para su procesamiento; lo que, a su vez, causará su caída en desgracia precisamente en el momento de su pleno ascenso a la cumbre política del país. El posterior hallazgo del cadáver de Solano desquicia a Mora, que, saltándose todo procedimiento, acude directamente a Leprince y le amenaza, lo cual, además de proporcionarle una buena paliza a manos de los hombres de Leprince, le aleja temporalmente de sus responsabilidades en la policía. Paralelamente, empiezan a ser asesinados varios de los esbirros de Leprince, Rivera (Agustín González) y Chico Torres (Davidson Hepburn), los supuestos asesinos de Solano, al tiempo que Leprince empieza a recibir anónimos que le avisan de las muertes inminentes de otros de sus hombres, y de la suya misma como colofón. La trama se asienta, por tanto, sobre tres patas: los esfuerzos de Mora por desenmascarar a Leprince, los asesinatos de sus hombres en venganza por la muerte de Solano y la incipiente carrera política populista de Leprince.

Rififi en la ciudad – La abadía de Berzano

La película es una estimable, aunque en última instancia no demasiado sólida, combinación de subgéneros adscritos al thriller. En primer término, es una investigación policial para el descubrimiento y detención de los asesinos de Juan Solano y del cabecilla de una red de narcotráfico que se camufla bajo el aura de respetabilidad de un próspero industrial y comerciante (además del Stardust posee varios negocios en agricultura, exportación e importación, e incluso petróleo). Por esta vía, la película sigue los cánones del cine policial, con las tensiones entre el detective y su superior, el comisario Vargas (Antonio Prieto), las operaciones desarrolladas al margen del procedimiento, las consabidas amenazas de suspensión del servicio, etc., etc. La desaparición del testigo principal abre además el choque de fuerzas entre el policía solitario que actúa por su cuenta y los matones del sospechoso, que actúa como un gángster (incluyendo su romance con la cantante estrella del cabaret, Nina Laverne, interpretada por Maria Vincent, que devendrá en inesperada colaboradora de Mora). Los ribetes de cine político vienen incorporados por la carrera que Leprince inicia para su elección al Senado, en la línea de las películas que reflejan la voluble política de los países latinoamericanos en estado prerrevolucionario o incluso dictatorial (el poder económico de Leprince le garantiza una enorme influencia política y social, lo que le aproxima a la impunidad). En último extremo, se añade una gota de película de asesinos psicópatas, con esas muertes selectivas, anunciadas además mediante notas anónimas, que se cometen siguiendo siempre un mismo modus operandi y sin que el espectador pueda ver otra cosa del criminal que su cuerpo cubierto con un chubasquero y la navaja con la que perpetra los asesinatos. Todo encaminado, por un lado, a revelar la verdadera naturaleza maléfica de Leprince, y por otro, a descubrir que Juan Solano, hombre joven y apuesto, era, además de confidente de la policía, todo un donjuán que se llevaba de calle a las mujeres, entre ellas la misma Nina, Juanita (Dina Loy), secretaria en los astilleros de Leprince que, sin embargo, maniobra en su contra como expresión de algo parecido a una resistencia popular (apoyada por su amigo Manolo, interpretado por Luis Marín) o la propia esposa de Mora, Pilar (Laura Granados).

RIFIFI EN LA CIUDAD | EL FRANCONOMICON / I'M IN A JESS FRANCO STATE OF MIND

La película avanza así hacia una conclusión, por una parte, en cierto grado previsible, y por otra, hacia un final sorpresa, al menos en cuanto a la identidad del asesino de los hombres de Leprince, y aspirante a facilitar la muerte de este. El progresivo desvelamiento de detalles sobre la oscura trama que encabeza Leprince, sus sucias maniobras políticas (solamente apuntadas, a excepción de ese mítin en el que emplea todos los medios populistas a su alcance) y sus crímenes (la muerte de Solano), además de la paralela investigación (no muy desarrollada) para la averiguación de la autoría de las muertes de los hombres de Leprince, van acompañados de un inusual ejercicio de la violencia como expresión de una infrecuente brutalidad para el cine español (así, la aparición del cadáver de Juan Solano, la metódica paliza que recibe el personaje de Fernán Gómez, las secuencias de los apuñalamientos, el tiroteo en el interior del Stardust o la de los personajes de Mora, Nina o el propio Leprince…). En particular, destaca el personaje secundario que compone Agustín González, también infrecuente para él, un bailarín homosexual (resulta realmente chocante asistir a la interpretación amanerada del actor) que en realidad actúa como matón de Leprince, un matón con tintes sádicos que parece disfrutar, y a la vez atormentarse, con la brutal violencia ejercida sobre sus víctimas.

Con todo, más que la trama y el tiovivo necesario para su resolución, aunque interesantes, lo más destacable, además de ver cómo la Costa del Sol del rodaje pasa por el país ribereño del Caribe donde transcurre la historia (ayuda fundamental es la música, por más que los ritmos cálidos de la música tropical vengan subrayados en francés por las actuaciones de Marie Vincent), es contemplar el ejercicio de emulación que Jesús Franco hace de las técnicas, las estéticas y las temáticas wellesianas: primerísimos planos de caras que ocupan toda la pantalla, personajes filmados a través de objetos, empleo de planos inclinados, uso de la profundidad de campo, picados que remarcan la soledad de los personajes en un entorno hostil o amenazante, contrapicados que muestran los techos de las habitaciones y provocan la sensación de agobio y asfixia propia del cine negro, un ambiente cosmopolita para una intriga que gira en torno al pasado de un hombre, los efectos de la corrupción política y policial o la figura de un gigante tiránico que ejerce un dominio implacable sobre sus semejantes, signos técnicos y temáticos que revelan la gran influencia de Orson Welles como mentor en su, por entonces, aventajado discípulo español. Una influencia que, una vez pasados esos primeros años de la carrera de Franco, se diluyó con el resto de la trayectoria del cineasta.