Diálogos de celuloide: Pulp Fiction (Quentin Tarantino, 1994)

-Butch, deja la televisión un momento. Tenemos una visita muy especial. Bien. ¿Recuerdas que te dije que tu padre había muerto en un campo de prisioneros? Pues… este es el capitán Koons. Él estuvo en ese campo con papá.

-Hola, jovencito. Vaya, he oído hablar mucho de ti. Sí, yo era un buen amigo de tu papá. Estuvimos en aquel infierno de Hanói juntos más de cinco años. Espero que… nunca tengas que experimentar algo así… pero cuando dos hombres se encuentran en una situación como en la que estuvimos tu papá y yo, cada uno se responsabiliza del otro. Si hubiese sido yo el que… no volvió, hubiera quedado ahí, el Mayor Coolidge estaría hablando con mi hijo, Jim. Pero tal como han salido las cosas yo estoy aquí hablando contigo, Butch. Tengo algo que decirte. Fíjate en este reloj. En un principio, fue comprado por tu bisabuelo durante la Primera Guerra Mundial. Lo compró en una tienda pequeñita en Knoxville, Tennessee, fabricado por la primera empresa que fabricó relojes de pulsera, porque antes la gente solo llevaba relojes de bolsillo. Fue comprado por el soldado de infantería Erin Coolidge el día que salía para París. Era el reloj de guerra de tu bisabuelo y lo llevó todos los días que luchó en aquella guerra. Y cuando cumplió con su deber, volvió a su casa con tu bisabuela, se quitó el reloj y lo metió en una vieja lata de café, y allí se quedó hasta que tu abuelo Dane Coolidge fue convocado por su país para ir al extranjero a luchar de nuevo contra los alemanes. Esa vez se llamó la Segunda Guerra Mundial. Tu bisabuelo le dio a tu abuelo este reloj, deseándole suerte. Por desgracia, Dane no tuvo tanta suerte como su padre. Dane era marine y murió, como tantos otros marines, en la batalla de la isla Wake. Tu abuelo sabía que moriría allí, lo sabía. Ningún muchacho se hacía ilusiones sobre salir de aquella isla con vida, así que, días antes de que los japoneses tomaran la isla tu abuelo le dijo a un artillero de un avión de las Fuerzas Aéreas llamado Winaukee, un hombre al que nunca había visto antes, que le llevara a su joven hijo, al que nunca había conocido, su reloj de oro. A los tres días, tu abuelo había muerto, pero Winaukee cumplió con su palabra. Cuando terminó la guerra, fue a visitar a tu abuela y le entregó a tu papá, que aún era un bebé, el reloj de oro de su padre. Este reloj. Tu padre llevaba este reloj en su muñeca cuando le derribaron sobre Hanói. Le capturaron y le metieron en un campo de prisioneros vietnamita. Sabía que si los amarillos veían el reloj se lo confiscarían, se lo quitarían. Tu padre decía que este reloj te pertenecía por nacimiento. Le cabreaba que cualquier amarillo pusiera sus grasientos manos sobre la herencia de su hijo, así que lo escondió empleando el único lugar en que podía, su culo. Cinco largos años llevó este reloj metido en el culo. Luego, antes de morir de disentería, me dio el reloj. Oculté este incómodo trozo de metal en mi culo durante dos años. Entonces, después de siete años, volví a casa con mi familia. Y ahora, jovencito, te entrego a ti el reloj.

(guion de Roger Avery y Quentin Tarantino)

Mis escenas favoritas: Todos dicen I Love You (Everyone Says I Love You, Woody Allen, 1996)

Nada mejor que este delicioso homenaje a Groucho Marx, con la canción del capitán Spaulding de El conflicto de los Marx (Animal Crackers, Victor Heerman, 1930), al final de esta comedia musical de Woody Allen para desear a nuestros queridos escalones unas felices fiestas.

¡Feliz Navidad y próspero -y tranquilo- 2022!

Música para una banda sonora vital: Pulp Fiction (Quentin Tarantino, 1994)

Otra más de las canciones que suenan en este talentoso refrito de Quentin Tarantino. Esta vez, Jungle Boogie, de Kool & The Gang, de 1974.

Mis escenas favoritas: Reservoir Dogs (Quentin Tarantino, 1992)

Cultura pop, verborrea soez, mucho cine en las venas y un puñado de buenos diálogos, la receta de Tarantino en este su debut tras la cámara. Sus mejores películas siguen siendo las tres primeras.

(para amantes de la VOS y de los doblajes clásicos españoles, advertimos de que la escena contenida en el vídeo es de un segundo doblaje español)

Feliz Navidad (2ª parte) – Todos dicen I love you

En la delicia musical Todos dicen I love you (1996), Woody Allen incluye un sentido homenaje a Groucho Marx, en particular a la escena precedente, perteneciente al principio de la magistral El conflicto de los Marx (Animal Crackers, 1930). Allen, que utiliza un fragmento de ese pasaje musical de Groucho (I must beeee goiiiiiiing…) para los créditos de Si la cosa funciona (2009), rinde así pleitesía a una de las razones que, según él mismo expone casi al final de su clásico Manhattan (1977), hacen que la vida valga la pena.

Y como no podemos estar más de acuerdo con el genio de Brooklyn, aprovechamos ese magnífico homenaje musical para desear a todos los escalones unos días muy felices en compañía de aquellas personas, animales y cosas que más quieren.

I love you, my steps… ¡FELIZ NAVIDAD!

CineCuentos – Daños colaterales

guantes

El quinto asalto. Pasaporte a la gloria. Posteridad de un cinturón de campeón con mi nombre. “Tranquilo”, dijo, “él ya sabe lo que tiene que hacer”.

No es que me sintiera orgulloso de ganarle así a un tipo al que hubiera podido rompérselo todo con el brazo derecho atado a la espalda si no hubiera creído a Marsellus y no hubiese pasado la noche entre chicas, nadando en alcohol, anfetas y coca a espuertas. Pero nadie quiere riesgos: demasiado dinero en juego para pensar en imprevistos. Además, nadie osa llevar la contraria al gran hombre cuando decide cómo van a ser las cosas. O casi nadie, debería decir. En otro caso yo seguiría vivo.

No es verdad que cuando mueres tu vida desfile ante tus ojos como diapositivas. Sin embargo, algo sucede. Apenas unos flashes breves, intensos, irreales, como espasmos reflejos de un último atisbo de actividad cerebral que busca recuerdos de lo que ha sido para seguir sintiéndose vivo, para prolongar de forma ilusoria lo que inmediatamente va a dejar de ser. Las peleas callejeras en Cleveland, el primer gimnasio, esa derecha que alguien describió en su columna de un periódico de California, el contrato, el viaje en autobús de la Greyhound por la ruta 66, combates, victorias, cejas rotas, hielo y protector bucal, reporteros rivalizando por colar una pregunta en la rueda de prensa de mis pesajes, mi nombre en letras enormes en los carteles y en las páginas de deportes, filas de seguidores emocionados como adolescentes lloriqueantes para verme entrar o salir de cada velada (qué ironía, llamar velada a una noche de tipos sudorosos partiéndose la cara), pidiendo un gesto, una firma, un choque de palmas, chicas colándose en mi hotel de Austin, Chicago o Vancouver, haciendo cola en recepción para darle el reposo del guerrero al campeón… Imágenes auténticas se cruzan con hipótesis delirantes de lo que debió ser y nunca fue. ¿Marsellus dijo que Coolidge se dejaría caer en el quinto o lo soñé? ¿Fue cierto o mi cabeza está vaciando la papelera? “En el quinto, su culo irá a la lona”, retumba su voz potente, como recuerdo o alucinación, en mi maltrecho cerebro, lo invade todo, ahora que está a punto de dejar de existir junto al resto de mi triste humanidad. El bueno de Marsellus Wallace, el gran hombre, quien decide cómo van a ser las cosas, quien dijo que todo era seguro, rápido y fácil.

Alguien me contó, aunque ya no sé si es un hecho cierto u otro exabrupto de mi conciencia moribunda, que la tira de esparadrapo de su cabeza pelada es un recuerdo del diablo. Se desconocen los términos de la transacción, pero se dice que Marsellus le vendió su alma y que el diablo, excelente cirujano, extirpa quirúrgicamente su preciada compra por la nuca con una pequeña incisión, y, cual órgano a trasplantar, la guarda en un maletín de combinación 666. Algo, no obstante, salió mal con Marsellus: el diablo, que es sabio por edad pero no tanto para saber que con Marsellus no se juega, olvidó pagar lo convenido. A Marsellus no le gustó y mandó a dos de sus esbirros a recuperarla a tiro limpio. Y lo consiguió, según dicen. Pero el diablo, el Gran Cabrón, jamás se rinde ni paga el precio que él mismo fija; lo quiere todo y se lo lleva todo. Yo soy su respuesta: por una venganza, por orgullo profesional, por dinero, Floyd Ray es historia.

Cine en serie – El cocinero, el ladrón, su mujer y su amante

CINE PARA CHUPARSE LOS DEDOS (VIII)

El desorbitado Peter Greenaway ideó en 1989 esta inclasificable película que en tono de drama y comedia negra gira alrededor de la gastronomía, el amor y el erotismo, elementos que interaccionan, se confunden, se disuelven unos en otros hasta solaparse. Como puede verse en la foto superior, Greenaway vuelve a situar sus imprevisibles cuentos morales en escenarios de una excesiva atmósfera operística, grandes puestas en escena por las que deambulan los personajes, creando cuadros cromatísticos de texturas cercanas a Rembrandt, pintor favorito del autor (sobre el que ha divagado ya múltiples veces en el cine, como en la reciente La ronda de noche), componiendo grandes contrastes de grandes luces con oscuridades totales, colores fuertes y enormes luminarias, con los personajes como elemento central, a veces superpuestos, conectados, agrupados como si constituyeran a su vez un ente complejo compuesto de partes autónomas, superpuestos, confundidos, con los magnos decorados por los que transitan.

Con un uso simbólico de los colores que puede calificarse como sencillamente genial y que evidencia el gusto de Greenaway por la pintura, nos cuenta la historia de Richard (excepcional Michael Gambon en su creación de un repulsivo y odioso ser humano), crítico gastronómico de juicios contundentes e irrevocables, de criterio severo, de actitud autoritaria, displicente, desdeñosa, que además de desempeñar su oficio de crítico con formas más propias de un grupo de mafiosos (extorsión, intimidación, amenazas, violencia, cierres provocados) es además dueño de un exquisito y exclusivo restaurante francés (de nombre, sin embargo, Le Hollandais, nuevo guiño de Greenaway a Rembrandt). Allí Richard disfruta mortificando al personal de la casa, a sus compinches que ejercen de matones si es menester (entre ellos un vomitón Tim Roth), pero sobre todo a su esposa, Georgina (Helen Mirren), cuyas intimidades (reales o deliberadamente distorsionadas para humillarla) no cesa de compartir con sus esbirros si mueven a la hilaridad o fomentan la adhesión de sus camaradas al líder. Ella, sin embargo, busca huir de él junto a otro comensal, un hombre tímido y solitario que se sienta en una esquina del restaurante, con el que intercambia miradas apenas disimuladas, y con el que en sus habituales coincidencias en cenas inicia una tórrida historia de amor y sexo entre fogones, platos a medio hacer, ingredientes en bruto, salsas, pucheros, vapor y aromas apetitosos.
Continuar leyendo «Cine en serie – El cocinero, el ladrón, su mujer y su amante»

Cine en serie – Vatel

CINE PARA CHUPARSE LOS DEDOS (IV)

Esta película, como todas las que van completando esta mini-sección, va mucho más allá de la gastronomía o del acto de disfrute de la comida, pero quizá más que ninguna otra de las precedentes o de las que vengan, en un sentido mucho más amplio. En este caso nos encontramos en la Francia de Luis XIV con la historia basada en hechos reales de Vatel (Gerard Depardieu), maestro de ceremonias del Príncipe de Condé (una de las casas nobiliarias más importantes de la Francia de entonces), que debe diseñar las diversiones, entretenimientos y banquetes de la corte del Rey Sol en el castillo de Chantilly durante la estancia del soberano como invitado de su amo.

Roland Joffé (Los gritos del silencio, La misión) nos introduce hábilmente en los entresijos de la corte versallesca, en los juegos de poder y en la crisis y pérdida de valores de una aristocracia autocomplaciente, dedicada al despilfarro y al lujo, sin ocupación efectiva ni otra forma de entretenerse que con las intrigas políticas y amorosas, los combates por los privilegios y la quema constante de enormes fortunas en diversiones superfluas, síntomas que un siglo después llevarán al país a la Revolución en busca de la eliminación de una clase social que, lejos de guiar como antaño los destinos de un país, se había convertido en un baldón, una carga que los hombros de los pobres debían soportar. Ello queda bien reflejado en la película con la contraposición de los dos ambientes principales: la corte, el lujo de los grandes salones, las partidas de caza, los bailes y los entretenimientos (fuegos artificiales, por ejemplo) para los nobles, mientras los sótanos, cocinas, graneros almacenes, bullen de actividad con los criados y siervos cumpliendo las órdenes de Vatel para que todo salga perfecto y proporcionar una estancia digna del soberano y también de su amo, que se juega en el envite la vara de medir con la cual serán juzgados todos sus hechos y opiniones frente al rey y a los demás nobles. Porque Vatel de repente se encuentra con un inmenso poder en sus manos: de su trabajo depende el contento del rey, el de su amo y las habladurías, apoyos, quejas, rencores y chismorreos que surquen la corte de parte a parte en los próximos meses, más si cabe, teniendo en cuenta que el futuro de Francia y de Europa va a labrarse en esas jornadas de Luis XIV en Chantilly, puesto que va a decidir la entrada en guerra con los Países Bajos, mientras los bandos cortesanos a favor y en contra intrigan y conspiran para lograr sus fines.
Continuar leyendo «Cine en serie – Vatel»