In memoriam – Tony Scott

Vale: su cine era más bien tirando a malo que otra cosa, a excepción de Amor a quemarropa (True romance, 1993), salvada sin duda por el guión de Quentin Tarantino. Y vale: seguramente Tony contagiara a su hermano Ridley sus malos vicios tras las cámara, que fuera responsable final de que su hermano sea incapaz de hacer una película en condiciones desde, seguramente, Black Hawk derribado (2001), y antes desde La sombra del testigo (1987) -algunos dirán que desde Thelma & Louise (1991)-. Pero su final, saltando desde el puente Vincent Thomas de Los Ángeles directo al océano, le ha hecho merecer un lugar entre estas necrológicas. Fuera de bromas macabras ante lo que de justicia poética pudiera haber tenido su último gesto a la vista de su filmografía, resulta inquietante pensar en el tormento interior que puede forzar a una persona a poner fin a su vida de manera tan trágica, máxime cuando ha alcanzado ciertas cotas de popularidad y reconocimiento en su profesión, por más que no fuera del mejor modo posible. El éxito, el poder trabajar en lo que uno quiere y ganarse la vida con ello quizá no da la felicidad, pero no es mal salvavidas cuando lo demás no va bien. En todo caso, descanse en paz.

El fenómeno «emulación»: Cosas que hacer en Denver cuando estás muerto

El apoteósico desembarco de Quentin Tarantino en los años noventa gracias a su muy particular recuperación del cine negro con Reservoir dogs (1992), Pulp fiction (1994) y el guión de Amor a quemarropa (True romance, Tony Scott, 1993), y a su innegable talento para contar visualmente historias, si bien no demasiado originales, sí contadas desde un reciclaje muy personal, generó y sigue generando una legión de seguidores, imitadores y emuladores que, tanto por los temas escogidos como por la forma de presentarlos en la pantalla parecen seguir la estela del director de Tennessee, bastante venido a menos desde entonces, dicho sea de paso, hasta convertirse prácticamente hoy en una caricatura de sí mismo. Durante los años noventa especialmente la cantidad de películas de temática criminal que tratan intrigas más o menos rocambolescas protagonizadas por personajes grotescos (interpretados por actores populares y alguna que otra vieja gloria) con gran minuciosidad visual y en compañía de temas clásicos de la música popular, sin olvidar la ración obligada de lenguaje malsonante y violencia verbal y física (fórmula tampoco inventada por Tarantino pero sí muy bien rentabilizada) alcanzó cotas de repercusión crítica y popular impensables en la década anterior (la del cine de aventuras, de romance o de acción en su peor versión comercial). Una de esas réplicas del ‘fenómeno Tarantino’ es la irregular Cosas que hacer en Denver cuando estás muerto, dirigida por Gary Fleder en 1995.

Fleder, que no pasará a la historia por su filmografía, especializada en mediocridades criminales y en olvidables trabajos para televisión, se anota aquí su mejor punto gracias a, como se ha dicho, seguir la moda noventera de la imitación de los productos de éxito de Tarantino y también a su búsqueda de referentes en el cine negro clásico, en este caso filmes como Con las horas contadas (D.O.A., Rudolph Maté, 1950) -mejor olvidarse del remake de 1988 protagonizado por Dennis Quaid y Meg Ryan- o El reloj asesino (The big clock, John Farrow, 1948), si bien introduciendo sustanciales y novedosas variaciones en la historia de un individuo que, ante la perspectiva de una muerte inminente, intenta librarse de ella para después resignarse y cerrar sus asuntos en la Tierra antes de que le llegue la hora fatal. La película se sitúa en Denver, Colorado, una de esas impersonales ciudades norteamericanas erigidas en medio de ninguna parte gracias a su papel histórico como punto de referencia en las rutas del Oeste y que constituye una amalgama sin gusto ni gracia de edificios de cristal y cemento, asfalto, barrios residenciales, comercios, altos edificios de negocios y cientos de kilómetros de desierto alrededor. Jack Warden es Joe Heff, un hampón ya jubilado que se sienta en una populosa cafetería-heladería de Denver a contar historias de los viejos tiempos a quien está dispuesto a escuchar, siempre con un taco cada tres palabras y siempre haciendo hincapié en la violencia, el sexo y los cristianos pasaportados tan ricamente. Su presencia es en cierto modo el hilo que conecta el pasado con el presente, y también con la cierta manera en que ese presente se pueda interpretar y recordar en el futuro. Su voz en off, su aparición alrededor o cerca de los personajes principales que pululan de vez en cuando por el bar, como parte del decorado o como acompañamiento de la banda sonora de su inmediata desgracia es a la vez testimonio y agente narrador de una historia negra que en su comienzo, como casi todas, resulta trivial, pero cuyas intrincadas complicaciones acabarán siendo decisivas para todos. Así, en cierto momento en el que por la puerta del bar entra Jimmy «El Santo» (Andy Garcia) en busca de su acostumbrado batido, Joe Heff empieza a contar su historia.

Christopher Walken es «El Hombre del Plan», el mafioso de origen italiano que maneja el cotarro criminal en la ciudad, y que desde un accidente de coche que le costó la vida a su mujer está tetrapléjico en una silla de ruedas, rodeado de sus matones, en una mansión de lujo, atentido por una enfermera incompetente pero muy muy calentorra. De su matrimonio le queda un hijo bastante bobo y perturbado, Bernard (Michael Nicolosi), que hace algún tiempo -sin duda cuando comprobó el grado de imbecilidad y depravación al que podía llegar- fue abandonado por su novia del instituto, de la que sigue enamorado. Mientras tanto, se entretiene asaltando a niñas de escuela durante el recreo, lo que le lleva al calabozo cada dos por tres, teniendo que ir su padre al rescate. Cuando «El Hombre del Plan» tiene noticia de que la ex novia de Bernard vuelve a Denver con su prometido para presentarlo a la familia y organizar su boda, aprovechando que Jimmy «El Santo» le debe algún favor del pasado, el gangster decide pedirle con las debidamente convincentes amenazas y coacciones que «haga algo» para que el joven se dé la vuelta y Bernard pueda tener una nueva oportunidad con la muchacha. Jimmy, apodado «El Santo» por su apariencia comedida y elegante y por su temperamento conciliador, tranquilo y apacible que no le impide, no obstante, vivir y salir adelante en el clima de corrupción de los bajos fondos de la ciudad, no tiene más remedio que acceder, y reúne a un equipo de antiguos socios, el depresivo Piezas (Christopher Lloyd), que trabaja de proyeccionista en un cine porno y cuyas manos sufren una enfermedad degenerativa que le corroe los dedos, Franchise (William Forsythe), hombre pausado y leal que intenta abandonar el mundo del crimen y llevar la prosperidad a su familia, Viento Fácil (Bill Nunn), competente «hombre para todo» bien conectado con las bandas de traficantes negros de la ciudad, y Bill «El Crítico» (Treat Williams), una especie de psicópata demente, violento y alucinado, febril y permanentemente enchufado a la testosterona, que pone la fuerza bruta en el grupo. Todos juntos diseñan un plan para interceptar al joven en la carretera y obligarle a dar la vuelta. Sin embargo, algo sale mal, muy mal, y El Hombre del Plan, que no puede permitirse ni la deslealtad ni la incompetencia, especialmente si hace daño a su hijo Bernard o si supone un incumplimiento de la palabra dada, contrata a un asesino infalible, Mr. Shhh (Steve Buscemi), para liquidar al grupo en venganza por una misión fallida.

El principal problema de la película está en el protagonista, Jimmy «El Santo». Resulta difícil de creer que un tipo subsista en el submundo del hampa sin haberse manchado las manos de sangre y conservando una bondad y una solidez de valores y principios impropia del ambiente en que se mueve y de los tipos con los que trata. Su drama personal consiste en liberarse del clima criminal en el que vive, marcharse de Denver, especialmente tras enamorarse de Dagney (Gabrielle Anwar) y proteger y sacar de la mala vida a una joven prostituta toxicómana, Lucinda (Fairuza Balk), que está enamoriscada de él. El personaje, así dibujado, encaja difícilmente en la figura del tipo que se mueve en los asuntos turbios del crimen local, y su perfil de protagonista positivo encuentra en el espectador el problema de su identificación con las cosas que se cuentan de su pasado, de su vida y hazañas, sin que el punto de inflexión, el momento de cambio personal, si es que lo hubo, el antes y el después, quede suficientemente explicado en ese pasado, y pobremente justificado en el presente. Continuar leyendo «El fenómeno «emulación»: Cosas que hacer en Denver cuando estás muerto»

La tienda de los horrores – El ansia

El ansia constituye el debut en la dirección por todo lo bajo de otro habitual de esta sección, Tony Scott, el hermano tonto de Ridley. En ella, el bueno de Tony ya da muestras de por dónde van a ir los tiros en su filmografía, repleta de títulos de mamporros, efectos especiales, tiros a mansalva, lenguaje soez, estética videoclipera, personajes y tramas superficiales (empobrecidos a menudo a partir del guión original, como en el caso de Amor a quemarropa) y repartos ocasionalmente brillantes casi siempre desaprovechados. Y lo que es peor, la cosa ha terminado contagiando al resto de la familia, ya que Ridley, aunque con otro aire, le ha seguido los pasos.

Mucho antes de que Coppola convirtiera a Drácula en protagonista de una ópera visual, de que a los suecos se les ocurriera dotar a los vampiros de la capacidad de erigirse en vehículos para la crítica social y el drama de personajes, y de que a cierta lumbrera le explotara el cerebelo trasladando el universo vampírico a un instituto norteamericano de niños pijos y agilipollados, Scott tuvo la «original» visión de trasladar los esquemas clásicos de las crónicas vampíricas al Manhattan de los años ochenta, estilizados, edulcorados, pasados por el estilo neogótico y la música de Bauhaus, y encontrando en el exotismo de sus protagonistas (Catherine Deneuve y David Bowie) el vehículo perfecto para su historia, y en su antagonista, la Van Helsing de turno (Susan Sarandon), el contrapeso adecuado de realismo para una historia de terror mágico presuntamente adornado de malditismo romántico.

La premisa incluso pudiera considerarse interesante: Miriam Blaylock, un vampiro, una vampira, o vampiresa, o como se diga, de lo más chic y moderna (la Deneuve), colecciona ropas caras, objetos de arte, preferentemente del Antiguo Egipto y del Renacimiento, amantes y víctimas con las que nutrirse de RH. Como es de lo más mona, nunca le faltan pretendientes dispuestos incluso a ceder sus almas a cambio de una existencia sin fin al lado de semejante chicarrona, aunque cuando ella se cansa de sus amores, éstos no hacen sino envejecer súbita e interminablemente hasta convertirse en vegetales. Como nada dura siempre, su actual amante (Bowie) salta de golpe a la edad del IMSERSO y ella ha de buscarse otro plan. Continuar leyendo «La tienda de los horrores – El ansia»

Diálogos de celuloide – Amor a quemarropa

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¿Sabe? Los sicilianos son grandes embusteros. Los mejores del mundo. Yo soy siciliano. Mi padre era el campeón del mundo de los embusteros sicilianos. Al crecer con él aprendí cómo hacerlo. Hay diecisiete cosas distintas que uno puede hacer cuando miente. Quien quiera descubrirle tendrá que averiguar las diecisiete formas. La mujer tiene veinte, el hombre diecisiete, pero si las conoces como conoces tu propia cara, puedes mandar los detectores de mentiras al infierno. Lo que intentamos ahora es el juego de mostrar y contar. Usted no quiere mostrarme nada pero así lo cuenta todo. Sé que usted sabe dónde están, así que dígamelo antes de que le haga sufrir. Porque de morir no se libra.

True romance. Tony Scott (1993).

Quentin Tarantino: ¿genio, copión o farsante?

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Sabido es que en el mundo del cine no hay nada nuevo bajo el sol. Todo está inventado. De hecho todo lo estaba ya antes de la llegada del cine sonoro, excepto el uso del sonido, por supuesto. Por eso resulta cuando menos prudente relativizar aquellos fenómenos surgidos, aparentemente de manera repentina, y que de inmediato mueven a otorgar etiquetas de genio, de maestro de la innovación, de insuflador de aire fresco, a diestro y siniestro sobre criterios más bien precarios, de la misma forma que exige plantearse el valor real que supone crear cine aparentemente nuevo gracias a la mixtura de mimbres ya lo suficientemente dados de sí por grandes maestros del cine. Un ejemplo paradigmático de esta doble tendencia, la consagración automática e irreflexiva y la degradación refleja e igual de irreflexiva, es la figura de Quentin Tarantino, el niño mimado de parte de la crítica de los noventa que con el tiempo ha ido adquiriendo su lugar real en el planeta cine.

Cierto es que sólo hay tres o cuatro historias que se repiten constantemente en el cine, el teatro y la literatura. Estas artes, en el fondo, no son sino la continua variación en la forma de contar una y otra vez las mismas historias, y Tarantino no es una excepción. Sólo que su mayor valor, o al menos el más destacado por la crítica, «su» especial forma de contarlo, no es ni nueva ni suya, aunque, al igual que sucede con otros directores de culto como Pedro Almodóvar, consigue con elementos ajenos que forman parte del imaginario colectivo y de la cultura cinematográfica del espectador, crear productos nuevos que, si bien no son en nada originales, funcionan. Continuar leyendo «Quentin Tarantino: ¿genio, copión o farsante?»