Palabra de Marcello Mastroianni

 

«Desde que me dedico a este oficio raras veces he ido al cine. ¡Pero de niño…! Me alimentaba de cine, y al igual que yo toda mi generación. ¡Esa sala mágica, oscura, misteriosa! El haz de luz del proyector, que se mezclaba con el humo de los pitilllos. Aquello era también una cosa fascinante que ya no existe. Era un lugar de evasión…, no, aquello era algo más que evasión: en el cine se soñaba.

Íbamos al cine casi todas las tardes, y nos llevábamos el bocadillo, la merienda. Entonces se proyectaban dos películas, además del Giornale-Luce y Topolino (Mickey Mouse): entrábamos a las tres y salíamos a la hora de la cena.

Gary Cooper, Errol Flynn, Clark Gable, Tyrone Power. ¡Cuántos ídolos! Sentíamos pasión por estos actores. Al salir del cine, imitábamos sus gestos. La diligencia (Stagecoach, John Ford, 1939), John Wayne con la pistola, y nosotros tratando de imitar sus andares.

¡Y las actrices! Busca alguna parecida hoy. Greta Garbo, Marlene Dietrich… Aunque, a decir verdad, estas dos no es que me gustasen mucho. Sí, apreciábamos su valía, pero a esa edad —quince o dieciséis años— uno prefería a la vecina. Aquellas eran reinas inaccesibles.

Pero estaban también nuestros divos. ¡Amadeo Nazzari! Sentíamos gran estima por Amadeo Nazzari. Una gran personalidad. Alguien decía que era el Errol Flynn italiano, pero no era cierto. Yo he trabajado con él; era un hombre muy generoso. Y Anna Magnani, Aldo Frabrizi…, eran extraordinarios. ¡Y Totò…, magnífico, grandioso!

Sentíamos pasión por Jean Gabin y Louis Jouvet. Era extraño, porque a esa edad los héroes más fascinantes eran precisamente Gary Cooper o Clark Gable. El cine francés requería más esfuerzo, y sin embargo a nosotros nos gustaba igualmente. E incluso algún actor alemán, ya que por entonces existía el Eje y, por tanto, las coproducciones con Alemania. Pero de los nombres no me acuerdo.

Ah, y no hay que olvidar a Ginger Rogers y Fred Astaire: con ellos entramos en la mitología. ¡Fred Astaire era un bailarín tan excepcional que viéndolo hasta podías llorar!

Pero ¿cómo describir la belleza de aquel cine de entonces? ¿O quizá éramos nosotros más ingenuos, y bastaba con poca cosa para encandilarnos, para entusiasmarnos?

Cuando pienso en lo que el cine, la gran pantalla, supuso para mi generación, me pregunto si hoy en día el cine ejerce efectos comparables en las nuevas generaciones, o si los ejerce más bien ese cine empequeñecido que soy incapaz de amar y que es la televisión.

Fellini me dijo un día:

—Fíjate, a Marilyn Monroe antes la veíamos así, gigantesca, ahora la vemos ahí abajo, diminuta.

Umm. No es lo mismo».

(Marcello Mastroianni en Sí, ya me acuerdo… (Mi ricordo, sì, io mi ricordo, Anna Maria Tatò, 1997), documental paralelo a su libro de memorias, de mismo título y fecha).

George Sanders en Zaragoza

Hace unas semanas se cumplieron 50 años del suicidio de George Sanders en un hotel de Castelldefels. De su nota de despedida hay distintas versiones o traducciones, como se contaba en mi novela Cartago Cinema: «Querido mundo: He vivido demasiado tiempo, prolongarlo sería un aburrimiento. Os dejo con vuestros conflictos, vuestra basura, y vuestra mierda fertilizante. O, según otra versión (ni siquiera hay acuerdo en este mundo de hoy a la hora de certificar las últimas palabras de un cristiano pasaportado, aunque –y esto es lo más grave– las haya consignado por escrito, una diferencia de traducción e interpretación solo explicable en caso de que el sujeto en cuestión se hubiera dedicado en vida al ejercicio de la medicina y hubiera anotado el postrero mensaje en una receta): Querido mundo: me marcho porque estoy aburrido. Os dejo con vuestras preocupaciones en esta dulce letrina. Buena suerte«.

En su autobiografía, Memorias de un sinvergüenza profesional, hasta ahora no traducidas al español, suelta perlas como las que siguen:

“En pantalla soy usualmente un cínico de modales exquisitos, cruel con las mujeres e inmune a sus insinuaciones y caprichos. Esa es mi máscara, y me ha servido bien durante 25 años. Pero en realidad soy un sentimental, sobre todo en lo que respecta a mí mismo; siempre al borde de las lágrimas por las emociones más ridículas e invariablemente víctima de la inhumanidad que despliegan a veces las mujeres con los hombres. Es comprensible que haya adoptado esta máscara para proteger mi naturaleza ultrasensible. Y por fortuna no solo me ha protegido sino que me ha dado de comer. Si te cuento todo esto es para que entiendas que aunque en el cine soy invariablemente un hijo de perra, en la vida real soy un chico encantador”.

O, en clave mucho más controvertida:

“Las mujeres son como las enfermedades infecciosas. Una recaída es siempre de enorme gravedad. Mi boda con la enloquecida bruja de Zsa Zsa fue un craso error. Me avergüenza decirlo, porque no se debe golpear a las mujeres, pero yo sí lo hice. En defensa propia, claro está…”.

A pesar de lo cual, la aludida no lo juzgaba con demasiada severidad:

“George fue para mí un hermano, un hijo, un amante, incluso un abuelo. Era irritante y encantador. Inteligente y educado. Un canalla y un caballero. Un hombre que sabía cómo tratar a las mujeres, y cómo torturarlas. Un príncipe desdeñoso, indiferente, remoto y elegantemente despectivo”.

En su libro de memorias, George Sanders habla también con profusión del rodaje en España de Salomón y la reina de Saba (Solomon and Sheba, King Vidor, 1959), en particular del paso del equipo de la película por Zaragoza y por el hoy barrio de Valdespartera, trazado con calles cuyos nombres responden a títulos de películas, empezando por esta. Al menos, a diferencia de las memorias de King Vidor (Un árbol es un árbol), Sanders no menciona en referencia a Zaragoza ningún exotismo climático absurdo del tipo «estación de las lluvias», aunque sí habla de una especie de «venganza de Moctezuma» maña cuya generalización parece dudosa:

«Mi estancia en Londres estaba terminando. Ya era septiembre, y el día 15 del mes -el día en que debía comenzar a rodar Salomón y la Reina de Saba en España- se me venía encima, y me llevaron a Madrid y de ahí a Zaragoza, donde me ‘depositaron’ en el Gran Hotel y me acomodaron en una habitación agradable aunque pequeña cuyo cuarto de baño -el punto focal de mi interés- mostraba para mí el enorme e inmediato alivio de un inodoro de eficiencia ejemplar.

El lugar donde íbamos a rodar los exteriores de la película era el campamento militar español de Valdespartera, una vasta llanura abierta a unos quince minutos de camino de Zaragoza. Se decía que durante la guerra civil un total de 12.000 personas fueron asesinadas allí, supuestamente traídas de la ciudad y ametralladas después de serles incautados su dinero y sus propiedades. Los habitantes de Zaragoza todavía estaban resentidos por eso; en consecuencia, nos encontrábamos en una precaria situación, siendo que estábamos proponiendo pisotear lo que virtualmente se consideraba un camposanto.

Pero el campamento nos venía a la perfección, y era definitivamente la ubicación más cómoda y mejor organizada en la que jamás he estado. Los varios edificios militares que rodeaban la llanura fueron invadidos por la compañía y transformados en departamentos de maquillaje, vestuario, almacén y comedor. Este último no sólo era una sala amplia, cómoda, con blancas paredes encaladas, sino que la comida era sin ninguna duda la mejor jamás servida en el lugar, un hecho que pronto fue conocido en la ciudad, y consecuentemente, una invitación para comer en la cafetería se convirtió en un privilegio muy apreciado.

Las comidas eran de cuatro platos servidas con vinos y acabadas con brandy, y eran de una calidad inigualable en la historia filmográfica. Las escenas de batallas dieron empleo a un total de unos tres mil soldados españoles y requerían una organización suprema. Todos necesitaban ser provistos de lanzas, escudos, vestidos, carros, arcos y flechas, y comida. Cuando nos juntábamos de pleno en la batalla era una escena aterradora. Aunque sólo eran batallas ficticias, casi se las podía considerar reales, dada la cantidad de daños y víctimas que se registraron en el rodaje. No menos de doce caballos murieron e innumerables extras fueron llevados al hospital con tobillos rotos, clavículas rotas, o simplemente exhaustos y en shock. Se puede considerar un milagro que no muriera nadie, y en algunos momentos dudé seriamente que yo fuera a sobrevivir la experiencia.

No puedo decir que me comportara con nobleza en el campo de batalla. Mi espada era de goma, mi escudo de fibra de vidrio, mi armadura de ligero papel maché. Todo lo que tenía que hacer era mostrar una cara valiente, y no caerme del carro. Ambas cosas resultaban igualmente difíciles. Poner una cara valiente cuando uno está aterrorizado no es tarea fácil. Si me hubiera caído de espaldas del carro me hubieran pisoteado hasta matarme los caballos que tiraban del carro que nos seguía. Iban galopando a un ritmo de locos sobre un terreno arisco y sólo tenía una correa de cuero a la que disimuladamente sujetarme con la mano izquierda mientras agitaba la espada con la mano derecha. Cómo los protagonistas conseguían hacerlo en su día, con el peso de una auténtica armadura de metal, es algo que está más allá de los poderes de mi limitada imaginación. Tal era la situación que terminaba cada día con una colección de arañazos y moraduras simplemente de rozarme con los laterales y la parte delantera del carro, a pesar de que todas las superficies habían sido recubiertas con espuma de goma para brindarme la máxima protección posible.

Para añadir a mi malestar, por supuesto, sufrí de las molestias estomacales que afectan a la mayoría de los extranjeros que llegan a España, y ciertamente, todos aquellos que se aventuran cerca de Zaragoza, donde las aguas están permanentemente contaminadas.

Una combinación de absoluto terror y estómago revuelto, generalmente, no contribuye mucho a la clase de estado anímico que un actor necesita para representar un actitud heroica.

La explanada de Valdespartera estaba cubierta de polvo fino como la ceniza. Subía tras nuestras ruedas como una columna de humo.

Una de las tomas requería que los soldados de infantería cruzaran diagonalmente el camino de los carros que se acercaban. A causa del polvo que levantábamos no podían vernos muy bien, ni nosotros a ellos. Arrollamos a un hombre joven que no se dio cuenta de cuán cerca estábamos, y por lo tanto, no pudo apartarse a tiempo. Nuestros caballos lo golpearon con las pezuñas y nuestro carro terminó la faena. El conductor de mi carro ni siquiera lo vio, tan concentrado estaba en controlar a los asustados caballos en nuestro desenfreno. Me volví horrorizado y forcé mis ojos para ver a través de la polvareda que se levantaba a nuestro paso la figura inerte que habíamos dejado atrás. Oí la voz de un oficial español, gritándole que se levantara y corriera porque iba a fastidiar la toma. Era tan sólo un muchacho de unos diecinueve años, cumpliendo con lo que se suponía era su servicio militar, e hizo lo que pudo por cumplir la orden. Lo vi levantarse débilmente, dar unos pasos vacilantes, y caer del todo. Una ambulancia lo recogió poco después y se lo llevó al hospital. Dijeron que iba a salir bien de aquello, así que debía estar hecho de buen material.

La cooperación de las autoridades españolas, así como la buena voluntad de los hombres a exponerse al peligro y la dificultad fue auténticamente ejemplar. Si la producción se había alejado de Hollywood, se estaba viendo claramente por qué. La clase de escenas que rodamos en Zaragoza ya no se pueden rodar en Hollywood porque, aparte de la colosal diferencia en coste, los extras no estarían dispuestos a soportar la disciplina y la dureza presentes en las condiciones de rodaje. Era más fácil para ellos hacer cola para cobrar el paro.

El hombre que se quejó menos de las dificultades fue Tyrone Power, quien parecía estar disfrutando del mejor momento de su vida y dio ejemplo a todos con su actitud de fortaleza positiva.

Aún así, a pesar de toda su popularidad, la presencia de Tyrone en Zaragoza no causó el revuelo que provocó la llegada de Gina Lollobrigida.

Es costumbre en Zaragoza, como en todas las ciudades y pueblos de España, que toda la gente salga a dar una vuelta entre las siete y las nueve de la noche por el paseo principal. Es una idea muy práctica porque les da a los hombres la oportunidad de echarles el ojo a las muchachas sin que los asalte la idea de que en alguna cocina o ático recóndito se esconda una Cenicienta a la que nunca llegarán a conocer.

La tarde que llegaba Gina Lollobrigida hubo un cambio sin precedentes en esta costumbre ancestral. La ruta entera de mirones paseantes se dio cita en torno al Gran Hotel, que quedaba como a dos manzanas del paseo principal. La multitud nunca llegó a ver a Gina Lollobrigida excepto por un breve instante o dos mientras se apresuraba a salir del coche y entrar al hotel. El griterío que se escuchó fue ensordecedor. Resonó como la voz de cien mil leones hambrientos de mal humor, y me dieron ganas de esconderme bajo la colcha de la cama, castañeteando los dientes como un mono congelado.

A unas 12 millas de Zaragoza (16 km) hay una base de las Fuerzas Aéreas Americanas a la que fuimos invitados de vez en cuando por el comandante de la base, el coronel Preston, y donde dimos un concierto la noche del último sábado que estuvimos en Zaragoza.

Fue un concierto improvisado en el cual Tyrone fue la atracción principal del espectáculo. Leyó diez minutos un texto de Thomas Wolfe. Fue muy efectivo y después le persuadí de que memorizara el texto completo para que lo pudiera repetir en la base de Torrejón, cerca de Madrid. Efectivo fue, pero yo pensé que lo sería cien veces más si lo pudiera recitar sin el libro delante. Él estuvo de acuerdo, y se puso a memorizar el capítulo completo de la difícil prosa, no era tarea fácil. Era una cosa que jamás hubiera tenido yo las agallas de intentar. Tres días después apareció en la base en circunstancias un tanto diferentes a las que teníamos planeadas.

El concierto de Zaragoza fue un gran éxito no tanto por lo que hicimos sino por la atmósfera relajada que habíamos conseguido de antemano».

El Oeste como laboratorio: La venganza de Frank James (The Return of Frank James, Fritz Lang, 1940)

Esta película emergió como una gran baza publicitaria para Darryl F. Zanuck y la 20th Century Fox. En primer lugar, porque se trataba de la secuela de un western que había funcionado muy bien, Tierra de audaces (Jesse James, Henry King, 1939), protagonizada por Tyrone Power, basada en la leyenda del famoso pistolero y atracador Jesse James. Y además, porque se anunciaría como el primer western y la primera película en color del «legendario director refugiado alemán (sic) Fritz Lang», cineasta que reiteradamente había manifestado su entusiasmo por el género, lo que venía acreditado por la gran cantidad de volúmenes de su biblioteca personal a él dedicados. «Todo alemán conoce la saga de los Nibelungos tan bien como todo chico de los Estados Unidos conoce el fin de Custer», proclamaba el director vienés, y añadía: «la leyenda del antiguo Oeste es el equivalente americano de los mitos alemanes, como yo los reflejé, por ejemplo, en Los Nibelungos«. La querencia de Lang por el western, sin embargo, era más profunda y personal, y estaba más ligada a sus intereses creativos, tanto temáticos como estilísticos. Sus aspectos legendarios y casi míticos se entrelazaban con las cuestiones de orden político y jurídico tratadas siempre de modo relevante en sus películas. La tensión entre la ausencia de ley y el embrión de un ordenamiento jurídico, entre el estado de naturaleza y el nacimiento de entornos urbanos, la coincidencia temporal y espacial entre justicia privada en forma de venganza y la progresiva implantación de una justicia institucional, y las derivaciones sociales, políticas y culturales que implicó el largo proceso de colonización y conquista del Oeste, con el choque cultural entre el blanco occidental y el nativo, la vertebración territorial de los grandes espacios desérticos y montañosos a través del ferrocarril y el telégrafo, la aparición de nuevos asentamientos, en suma, el hecho fundacional y el gran imaginario cultural como nación de los norteamericanos, alimentado y sostenido en buena parte por la épica y la popularidad de las películas, eran un campo disponible y abierto a la incisiva capacidad del director en la disección de sociedades y estados de ánimo colectivos, al menos en la misma medida en que poco tiempo antes la había desplegado en Alemania. Este encruzamiento y confusión de realidad y ficción, de historia y leyenda, proporcionaban a Lang un inmejorable laboratorio para el análisis y el estudio cinematográfico de los orígenes y la conformación del tejido de una sociedad.

Si de mezclas de realidad y leyenda se trata, la historia de los hermanos James se eleva doblemente a los cielos de la mitología popular, en tanto que celebridades del western surgidas de un contexto muy concreto, la Guerra de Secesión y su pertenencia a las guerrillas de Quantrill, célebre compañía de caballería, más o menos regular, del ejército sudista, famosa por su capacidad para saquear y asesinar tras las líneas de la Unión. De este modo, se suman dos mitologías, la nacional norteamericana como oposición al estado previo (territorio indio, colonias británicas, españolas y francesas) y la particularmente sudista frente a los yanquis, con su propia épica reducida. Esto suponía un fenomenal banco de pruebas para Lang, y lo aprovechó a fondo en esta aproximación, eso sí, respetuosa con el Código de producción, a la figura de Frank James y a los sucesos inmediatamente posteriores al 3 de abril de 1882, fecha del asesinato de su hermano Jesse; la película anterior abarcaba desde la posguerra y el inicio de la construcción del ferrocarril en Missouri, en 1867, hasta ese momento. Ahí nace el carácter legendario del personaje: no se hace forajido por la voluntad de robar y acumular riquezas ajenas sino como respuesta tanto a la derrota ante la Unión, a la ocupación, a la liquidación sistemática y violenta de las últimas unidades guerrilleras sudistas y al injusto orden socioeconómico impuesto por los vencedores a los vencidos, como a los abusos sistemáticos de los agentes del ferrocarril, en su mayoría gente del Norte, sobre las propiedades particulares y las tierras de cultivo de los derrotados del Sur, las expropiaciones de tierras, las compras forzadas a precio de saldo y, en no pocos casos, la extorsión y el hostigamiento autorizado o al menos consentido por las autoridades federales. Los James (y su banda, compuesta por varios grupos de hermanos surgidos del mismo entorno), a través de sus robos de bancos y sus asaltos armados a los trenes, se erigen en una suerte de «Robin Hood del Sur», ya que no se trataría de meros delincuentes con ánimo de lucro sino de resistentes que se oponen a las malas artes de los yanquis por sus propios medios, en una guerra privada que el Sur, como tal, agotado, derrotado y ocupado, ya no se podía permitir. De ahí que la banda y sus miembros sean depositarios del apoyo y el afecto del pueblo y puedan vivir relativamente tranquilos hasta que la traición, auspiciada por las autoridades y el ferrocarril, de uno de los hombres de Jesse acabe con su vida. En este punto, Fran James (Henry Fonda), que desea vivir pacíficamente cultivando sus tierras, debe enfundarse de nuevo el revólver para perseguir a los Ford, John (John Carradine) y Charlie (Charles Tannen), que detenidos por las fuerzas del orden y condenados a muerte son posteriormente indultados por el nuevo Gobernador y recompensados por la muerte del forajido. En compañía de Clem (un Jackie Cooper que había dado el estirón, muy crecidito, solo seis años después de La isla del tesoro de Victor Fleming), sale en busca de la justicia particular, privada, que la ley establecida por el Norte vendedor no le proporciona, y en la tarea se ve respaldado por buena parte sus convecinos, con el antiguo comandante y ahora periodista Rufus Cobb (Henry Hull) a la cabeza.

El retiro de Frank James y su proyecto de venganza particular sirven a Lang para presentar un mosaico inicial del Oeste en el que se dedicará a profundizar y diseccionar en sus siguientes westerns. Conserva el vínculo (incluso mostrando las imágenes del asesinato) con la cinta anterior de King, pero utiliza un lenguaje propio que profundiza tanto en la psicología del protagonista, en sus motivaciones iniciales (el desasosiego motivado por ver en la calle a los asesinos de su hermano, el saber que sus actos venían apoyados desde el poder político y económico, el desgarro interior al tener que recuperar un personaje que él daba por superado y amortizado; un personaje torturado con un poso de amargura y desencanto, repleto de recovecos psíquicos), y en el cambio de temperamento que lo lleva a entregarse al Gobernador) como en el panorama general del Oeste en la década de los ochenta del siglo XIX, con atención primordial a la presencia de las secuelas de la guerra y de las injusticias generadas tanto en aquel momento como en su proyección en los años cuarenta del siglo siguiente, en el estreno. Así, se mantiene la partición de la sociedad en vencedores -jueces, abogados, políticos y autoridades, además de los empresarios del ferrocarril, encabezados por Mc Coy (Donald Meek)- y vencidos -el pueblo llano-, así como la situación de los negros antes de la guerra; si bien han pasado de esclavos a los estadios más bajos de la clase trabajadora asalariada, socialmente siguen siendo un coto aparte, por más que Pinky (Ernest Whitman), el criado de Frank en su granja, se maneje con él con relativa libertad y cercanía (sin obviar el «señor», eso sí, en su trato con el antiguo amo, ahora jefe). El cambio en el interior de Frank (no puede permitir que Pinky, un negro, pague por acciones que no ha cometido), fruto además del naciente romance con la novata periodista Eleanor Stone (Gene Tierney), es personal, no se traslada a una sociedad que continúa siendo esencialmente clasista y racista, y que conserva a un antiguo asaltante de bancos y de trenes como su mayor valedor. A este respecto hay que resaltar que, en cumplimiento de la observancia del Código, que prohibía presentar en positivo a los criminales, Frank James es todo menos un forajido. Es un hombre que ha buscado sinceramente la redención y el encaje en una vida dentro de la ley; al fin y al cabo, y así se dice varias veces a lo largo del metraje, nunca mató a nadie ni se le pueden achacar delitos de sangre. Tal es así que ni siquiera en su venganza se le puede reprochar el empleo de la violencia (Charles Ford sufre un percance accidental, aunque fuera dentro de un tiroteo; Robert Ford muere a manos de Clem, encarnación del idealismo y el tributo a la mitomanía del western, que sí sufre la sentencia del Código). A pesar de sus dudas y tormentos internos, en sus actos exteriores, que son los que cuentan para los demás, este es un héroe de una pieza, siempre irreprochable: en la guerra, con Quantrill; en la rebeldía a la injusticia tras la posguerra; incluso en su forma de ejecutar su venganza, que él provoca pero que ejecuta otro tipo de justicia, que tampoco es la de los hombres, ni mucho menos la de la Unión.

La venganza particular se reconduce a la justicia institucionalizada cuando es Pinky (el único personaje que no tiene nombre y apellidos convencionales, justamente el criado negro) el acusado de las acciones cometidas por Frank y este se entrega para librar a un inocente. Aquí es donde Lang se explaya a gusto en un tema que es muy de su interés. La justicia de la ley, sus procedimientos y liturgias, la letra de sus códigos, su emanación, en cierto modo, del pueblo, que encarnan el juez (antiguo sudista recolocado en el nuevo orden) y el abogado de la acusación (un nordista al servicio del ferrocarril), chocan con la auténtica justicia popular, la que representa el periodista Cobb, que actúa como defensor amateur pero de lo más eficiente, al menos de cara al público del juicio, porque no acude a argumentos legales ni a tecnicismos jurídicos, sino a razones emocionales y al expediente de guerra -y de paz- de Frank James para convencer al jurado. Este encaje entre distintos instintos de justicia se completa con el incipiente auge del periodismo que encarna Eleanor, emancipada hija del dueño de un periódico que se niega a que se dedique a trabajar y quiere para ella el típico destino de esposa pasiva. El viento de modernidad y para la salud democrática de los nuevos territorios que supone la presencia de la prensa choca igualmente con el tradicionalismo conservador del padre y con su determinación de que su hija no trabaje y viva bajo la tutela personal y económica de su futuro marido, es decir, de que se atenga al medio de vida típicamente asignado a las mujeres de buena posición en la buena sociedad del Oeste. Uno de los ejes del cine de Fritz Lang, la tensión entre los viejos y los nuevos tiempos, entre el progreso técnico y los valores tradicionales, adquiere toda su vigencia mediante la observación de algunos de los aspectos más contradictorios (como lo es también la incompatibilidad inicial -no en Estados Unidos- entre violencia y justicia) de la corta historia de su país de adopción.

La película, aun siendo una obra típica de Lang tanto por los temas como por los enfoques, no deja de ser desde otro punto de vista profundamente fordiana, en cuanto a que los westerns de Ford tansitan por ese mismo territorio difuso entre realidad y leyenda, apostanto, sin embargo, como es sabido, por la épica y el mito, es decir, tomando la postura contraria. A esa aparente similitud contribuye que el proyecto se gestara en la Fox de aquellos años y también la aparición de intérpretes frecuentes o presentes en la filmografía contemporánea del cineasta de origen irlandés (Fonda, Tierney, Carradine, Meek…), pero la conclusión de Lang es bastante más pesimista y menos autocomplaciente en cuanto a los efectos positivos de la creación de mitos dentro de una sociedad. La cinta, por último, utiliza esta cuestión para construirse en cierto modo en una reflexión sobre el propio cine como medio para contar historias con repercusiones evidentes en la manera en que las sociedades se perciben a sí mismas. Esto se plasma en la secuencia en la que Frank asiste al teatro para asistir a la representación que los hermanos Ford hacen del episodio en el que mataron al legendario Jesse James. Una reconstrucción destinada a su rehabilitación, cambiando su papel de traidores por el de héroes, suprimiendo el disparo por la espalda y convirtiéndolo en un duelo cara a cara entre las dos parejas de hermanos. Las reacciones del público, abucheando a los bandidos y aplaudiendo a los Ford, muestran la capacidad del espectáculo para alterar la conciencia colectiva y crear estados de opinión, percepción y ánimo, al igual que el propio cine. La reacción de Bob Ford al descubrir a Frank James en el palco, y la de este, que se lanza al escenario del mismo modo que hiciera en su día John Wilkes Booth, el asesino de Abraham Lincoln justo al final de la Guerra de Secesión, termina de completar visualmente, junto con la clamorosa y significativa ausencia del elemento indio en todo el metraje, el puzle a través del cual Fritz Lang examina las inconsistencias, contradicciones y debilidades de su sociedad de acogida, remitiéndose a sus mitos fundacionales pero traduciéndolos a códigos del presente. Una óptica que iba a encontrar su vehículo adecuado de expresión en los siguientes westerns del director pero, sobre todo, en sus magistrales contribuciones al noir.

Hollywood encuentra a Villar del Río: escritores españoles en la meca del cine

Edgar Neville, un ser único - Ramón Rozas - Galiciae

La muerte en Madrid de María Antonia Abad Fernández, Sara Montiel, el 8 de abril de 2013, motivó un considerable revuelo mediático. No era para menos, teniendo en cuenta que con ella desaparecía una de las más importantes estrellas del cine español de la dictadura, ese periodo que, al menos sociológicamente, una buena parte de ciudadanos españoles se resiste a abandonar. Sin embargo, entre tantos reportajes, crónicas, editoriales y artículos se coló, recitada como un mantra, un dogma de fe, un trabajo copiado de El rincón del vago o un eslogan repetido machaconamente en la “línea Goebbels” (una mentira repetida mil veces se convierte en realidad), una afirmación verdaderamente chocante, sostenida unánimemente por periódicos y revistas, emisoras de radio, informativos de televisión y páginas de Internet de todo tipo, color, tendencia o inclinación, aunque con ligeras variantes: se dijo, por ejemplo, entre otras cosas, que Sara Montiel había sido “la primera española que triunfó en Hollywood”; o bien “la primera actriz española en conquistar Hollywood”; o, por último, “la primera artista española en tener éxito en Hollywood”. Obviamente, esta declaración, en cualquiera de sus formulaciones, es falsa de toda falsedad.

Que los medios de comunicación españoles, incluidos aquellos que pueden considerarse solventes o, para mayor escarnio, los que dicen estar especializados en cine, registren este incierto lugar común y lo eleven a la categoría de axioma informativo (como suelen tener por costumbre, dicho sea de paso, en cualquiera de los restantes ámbitos de su actividad cotidiana) no sorprende ya demasiado; esta clase de explosiones de papanatismo patrio suelen producirse como reflejo tardío (o quizá no tanto) de esa España acomplejada y provinciana que todavía pervive, más de lo que nos gustaría y mucho más de lo que sería conveniente, bajo la capa de modernidad y tecnología que la recubre superficialmente como un fino papel de regalo que envuelve el vacío, esa España a lo Villar del Río, el pueblecito que Luis García Berlanga y Juan Antonio Bardem, con apoyo de Miguel Mihura, diseñaron para su magistral ¡Bienvenido, Míster Marshall! (1953), que se deja fascinar y entontecer por cualquier impresión, por lo general incompleta y errónea, proporcionada por sus ambiguas relaciones con el exterior. Quiere la casualidad que el ficticio Villar del Río berlanguiano (el real y tangible está en la provincia de Soria y no llega a los doscientos habitantes) se ubicara en la madrileña localidad de Guadalix de la Sierra, la misma en la que, decenios más tarde, cierto canal televisivo con preocupante afición por la ponzoña situaría su patético espectáculo de falsa telerrealidad con título de reminiscencias orwellianas, con lo que la reducción de esa España pacata y súbdita, atrasada y cateta, al inventado Villar del Río, sea en su versión clásica cinematográfica o en su traslación posmoderna televisiva, alcanza un asombroso grado de lucidez.

Pero lo cierto es que, más allá de su rico y simpático anecdotario con las estrellas de la época (como el tan manido relato de cuando, presuntamente, le frió los huevos –de gallina- a Marlon Brando), resulta más que cuestionable que Sara Montiel llegara a triunfar en Hollywood o a conquistar algo aparte del que fue su marido, el director Anthony Mann, su verdadera puerta de entrada (giratoria, en todo caso) a la vida social hollywoodiense. Aunque en México llegó a participar hasta en catorce películas, sólo intervino, en papeles irrelevantes, en cuatro títulos de producción norteamericana: Aquel hombre de Tánger (Robert Elwyn y Luis María Delgado, 1953), en realidad una coproducción con España que nadie recuerda, las notables Vera Cruz (Robert Aldrich, 1954) y Yuma (Samuel Fuller, 1957), aunque su presencia es residual, casi incidental, y la olvidable Dos pasiones y un amor (Serenade, Anthony Mann, 1956), vehículo para el exclusivo lucimiento del tenor Mario Lanza. Lo que sí es indudable es que Sara Montiel no fue ni la primera española, ni tampoco la primera actriz, ni tan siquiera la primera artista, en hacerse un exitoso hueco en Hollywood, y que sus logros, si se los puede llamar así, fueron superados con creces, antes y después, por los de otros muchos profesionales (actores y actrices, técnicos, guionistas y escritores) de procedencia española. Son los casos, por ejemplo, de los intérpretes Antonio Moreno y Conchita Montenegro.

El madrileño Antonio Garrido Monteagudo Moreno, conocido artísticamente como Antonio Moreno o Tony Moreno, fue un auténtico sex-symbol del cine silente, en abierta rivalidad y competencia con los otros dos grandes nombres del momento, Rodolfo Valentino y Ramón Novarro, y, como ellos, conocido homosexual a pesar de su éxito entre el público femenino y de sus matrimonios forzados por los estudios para guardar las apariencias. Moreno llegó a compartir créditos como protagonista masculino con Greta Garbo, Clara Bow, Gloria Swanson o Pola Negri, y más adelante, como secundario de lujo, por ejemplo, junto a John Wayne en Centauros del desierto (The Searchers, John Ford, 1956), con el que comparte una, para los españoles, curiosa escena sólo apreciable si se visiona en versión original (“Salud”/“Y pesetas”/“Y tiempo para gastarlas”). La donostiarra Conchita Montenegro (Concepción Andrés Picado) fue toda una diva. Llegó a Hollywood en 1930, casi al mismo tiempo que un grupo de escritores españoles reclamados por la nueva industria del cine sonoro para la filmación de los llamados talkies, cuando, antes de la invención del doblaje, las películas norteamericanas encontraban dificultades para su distribución en países de habla no inglesa y era preciso filmar las mismas películas en distintos idiomas, con diferentes directores, repartos, equipos técnicos y guionistas turnándose en el rodaje de las mismas secuencias, en los mismos decorados, pero en distinta lengua (célebre es el caso de Drácula, de Tod Browning, película de 1931 protagonizada por Bela Lugosi que tiene su paralela en castellano, dirigida por George Melford, con el andaluz Carlos Villarías como vampiro hispano, y que no desmerece en ningún aspecto al “original” en inglés, si es que no lo supera). Conchita Montenegro acudió a Hollywood como actriz de talkies en español, pero su solvencia y su calidad como intérprete, y su aprendizaje acelerado del idioma gracias a la ayuda del cineasta, escritor y diplomático español Edgar Neville y de un buen amigo suyo, el mismísimo Charles Chaplin, le permitieron dar el salto a las cintas en inglés, llegando a compartir cartel con Leslie Howard, Norma Shearer, Robert Montgomery, George O’Brien, Lionel Barrymore, Victor McLaglen, Robert Taylor o Clark Gable, al que se negó a besar durante una prueba con una mueca de desprecio que fue la comidilla en Hollywood. Continuar leyendo «Hollywood encuentra a Villar del Río: escritores españoles en la meca del cine»

Matar al mensajero: Correo diplomático (Diplomatic Courier, Henry Hathaway, 1952)

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El motor de este típico thriller de espionaje de la posguerra mundial es un MacGuffin clásico. Mike Kells (Tyrone Power) es un agente del servicio secreto norteamericano (no se emplea en la película el término C. I. A., fundada en 1947, ni el de su antecesor, la O. S. S.) que trabaja como correo; sus misiones suelen consistir en recoger material o documentación en Europa y transportarlo hasta las oficinas centrales en los Estados Unidos. Su nuevo encargo, aparentemente igual de banal que todos los demás, consiste en volar a Salzburgo para encontrarse con Sam Carew (James Millican), un antiguo compañero de la guerra, destacado ahora en Rumanía, y recibir de él unos informes cruciales sobre los inminentes planes de expansión europea de los soviéticos, para seguidamente llevarlos a Washington. El cumplimiento de su tarea lo aparta de la atractiva y ardiente mujer que acaba de conocer en el avión de París, Joan Ross (Patricia Neal), la viuda de un diplomático americano que piensa invertir los próximos meses en un tour por Europa, pero todo carece de importancia cuando Carew es asesinado en el tren y el material se pierde. Mike continúa el viaje tras la pista de Janine (Hildegard Knef), la misteriosa rubia que viajaba con Sam, mientras es perseguido por los esbirros de los rusos. Sus pasos le llevan a Trieste, donde se propone encontrar los informes secretos con ayuda de un policía militar (Karl Malden), al tiempo que se reencuentra con Joan…

La película es una gozada de ritmo y acción, pasan muchas cosas y se suceden multitud de escenarios y localizaciones en sus apenas noventa y cuatro minutos. Con aires de clásicos como El tercer hombre (The Third Man, Carol Reed, 1949), se elige la ciudad italiana de Trieste, próxima al Telón de Acero, como epicentro de un misterio tan difuso como unos planes secretos de invasión rusa, de los que no se aporta ningún detalle, mientras que son las relaciones de Mike con Joan y Janine y los encuentros y desencuentros con aliados y rivales los que alimentan el progreso dramático. Con algunas secuencias notables (la persecución por el teatro romano; el cabaret y el simpático y nada gratuito número de travestismo, que luego tendrá su incidencia en la trama…), la historia se beneficia de un buen reparto y de unas interpretaciones eficaces al servicio del género de que se trata, sin más alardes de los necesarios, concisas y directas al grano. Las idas y venidas de los personajes en torno a los documentos desaparecidos (aunque el misterio que rodea a estos se resuelva con el manido recurso al cliché del microfilm, y con un desarrollo ya muy visto), los sucesivos giros argumentales, la desconfianza sembrada en la duplicidad de ciertos personajes (las tintas se cargan sobre todo, precisamente, en Janine, que parece jugar a dos barajas), y la aportación de dos inesperados secundarios sin acreditar (Charles Bronson como uno de los matones rusos; Lee Marvin como un sargento americano), proporcionan un disfrute discreto pero eficaz, una película que bebe de los ambientes sórdidos y lúgubres de las ciudades medio derruidas por la guerra, de esa Europa añeja que se abre súbitamente a la modernidad tras más de un lustro de tinieblas. Continuar leyendo «Matar al mensajero: Correo diplomático (Diplomatic Courier, Henry Hathaway, 1952)»

Un poco de John Ford es mucho: Cuna de héroes (The long gray line, 1955)

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Cualquier espectador que se acerque a Cuna de héroes (The long gray line, John Ford, 1955) desde el tan manido prejuicio que acusa al maestro de ser un cineasta ultraconservador o directamente fascista, creerá que encuentra argumentos para un planteamiento tan simplón: acentuadamente sentimental, volcada en la recreación complaciente de las liturgias militaristas y nacionalistas norteamericanas más retrógradas (si no ridículas), es cierto que la película ofrece una premisa tan ramplona y previsible que se agota en sí misma nada más empezar. Pero a los mandos está John Ford, y eso significa que nada es superficial, aunque pueda parecerlo. Ford encuentra en la historia real del sargento Marthy Maher, un irlandés que sirvió durante más de cincuenta años en la Academia Militar de West Point, el vehículo perfecto para sus temas de siempre: la conformación de la nación, los valores de la historia, la tradición y el ritual como reconocimiento de la comunidad hacia sí misma y permanente ejercicio de construcción, el amor como salvación personal y el homenaje al concepto de sacrificio y lucha abnegada por unos sentimientos superiores: el amor, la familia, la amistad y la prosperidad.

El guión de Edward Hope se construye sobre una estructura episódica. Como toda película que intenta recrear distintas fases de la vida de una persona, se sostiene sobre un débil hilo conductor repleto de elipsis y saltos temporales que, al mismo tiempo que ocasiona desajustes de ritmo -por momentos la acción avanza vertiginosa en los hechos y en el tiempo; en otros se producen parones y recesos dramáticos que prolongan y ponen el énfasis en ciertos pasajes concretos y ningunean o descartan otros- generan un conjunto dramáticamente irregular, en el que la comedia, el drama, la tragedia y el romance se mezclan en compartimentos estancos sin interacción entre sí. Pero, como decimos, John Ford es mucho John Ford, y, aunque no lo logra del todo, se esfuerza en conseguir un equilibrio en su historia a través del recurso que mejor manejó en su carrera: la composición de planos y el tono poético de la narración. Dejando de lado el hecho de que la traducción española califique ligera y gratuitamente de «héroes» a los cachorros de una academia militar, así porque sí, sin entrar a valorar sus acciones (West Point se ha distinguido por dar a luz a un buen número de criminales de guerra norteamericanos, de los que la historia contada por los vencedores nunca habla), Ford se concentra en un único personaje como portavoz de sus puntos de vista, Marthy Maher (Tyrone Power), un emigrado irlandés que ingresa en West Point para cumplir su sueño de integración en el nuevo país.

Pero la película comienza lejos de West Point. Es en Washington, en la Casa Blanca, donde vamos a empezar a conocer la historia de Maher, en relato directo al presidente Eisenhower (mostrado de espaldas). La razón no es otra que Maher protesta contra su orden de jubilación, y para ello acude ante uno de sus antiguos tutelados en la Academia, el general que dirigió las tropas americanas en la II Guerra Mundial y que luego se aupó a la presidencia, con nefastos resultados (dio origen a la dictadura americana dirigida por el complejo militar-industrial, que dura hasta hoy y que ha ocasionado millones de víctimas en todo el mundo, normalmente en conflictos artificiales generados desde la idea de la guerra como negocio). A partir de ese instante, Maher vuelve atrás en su historia, hasta el momento de su llegada a West Point directamente desde el barco que le trajo desde Irlanda. Los primeros minutos del film transcurren por los derroteros de la comedia: el choque cultural se combina con las dificultades de Maher en sus relaciones con los cadetes autóctonos y con su nula adaptación a los distintos oficios que le toca desempeñar, en especial el de camarero (destrozando la vajilla de las cocinas en un par de ocasiones) pero también el de instructor de boxeo (los cadetes le zurran en todo momento) o en la piscina (sin saber nadar). Sus dificultades de adaptación provienen de su falta de entendimiento de la tradición militar (lo cual le ocasiona enfrentamientos y peleas con algunos compañeros de armas, como con el personaje de Peter Graves, o con mandos militares, ante los que se permite discursos y actitudes inapropiados), pero a medida que ésta se vaya subsanando irá encontrando la protección de algunos mandos (el comandante Kohler que interpreta Ward Bond) bajo cuya tutela hacer carrera… y algo más.

Porque de esa protección surge el amor: al servicio de la familia Kohler sirve otra irlandesa, Mary O’Donnell (Maureen O’Hara), de la que Maher se enamora. Continuar leyendo «Un poco de John Ford es mucho: Cuna de héroes (The long gray line, 1955)»

Vidas de película – Darryl F. Zanuck

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Aquí tenemos al gran Darryl Francis Zanuck, toda una leyenda de Hollywood y miembro de esta tribu del periodo dorado del sistema de estudios que bien podría llamarse «de los productores totales», en su caso, al mando de la Twentieth Century Fox, de la cual surgieron bajo su mandato estrellas como Tyrone Power, Gene Tierney o Henry Fonda. Su característica primordial es que, en la línea del más legendario todavía Irving Thalberg, Zanuck no se limitaba a ser un tipo autoritario y con dinero capaz de sacar adelante cualquier proyecto, sino que contaba con auténtico talento para entender y desarrollar guiones, conformar historias y estudiar seriamente las verdaderas posibilidades de una producción.

Formado en las filas de Mack Sennett, pasó después por la Warner Bros. antes de fundar en los años 30, junto a William Fox y otros, el estudio cinematográfico más reconocible por la música de su cortinilla inicial. De inmediato, Zanuck dio luz verde a algunos de los títulos más míticos de John Ford, como El joven Lincoln (Young Mr. Lincoln, 1939), Las uvas de la ira (The grapes of wrath, 1940), ¡Qué verde era mi valle! (How green was my valley, 1941) -su primer Oscar a la mejor película- o Pasión de los fuertes (My darling Clementine, 1946).

Ideó las famosas películas de Sherlock Holmes con Basil Rathbone y Nigel Bruce antes de que pasaran a los estudios Universal, y produjo algunas de las primeras películas de Elia Kazan, como ¡Viva Zapata! (1952). Sus otros dos premios Oscar a la mejor película fueron por la cinta de Elia Kazan La barrera invisible (Gentleman’s agreement, 1947) y Eva al desnudo (All about Eve, Joseph L. Mankiewicz, 1950).

Darryl F. Zanuck falleció en 1979 a los 67 años.

 

 

 

 

 

Un thriller patoso: Un abismo entre los dos

El cuchillo en la herida, título original de esta producción francesa llamada en España, buscando acercarse más al drama que al thriller, Un abismo entre los dos (Anatole Litvak, 1962), despierta el interés de su visionado por sus premisas, aunque prácticamente decepciona al final en todas ellas. Primero, por su director, Anatole Litvak, no precisamente un primer espada de la cinematografía mundial, ni tampoco de la británica ni de la francesa, países en los que desarrolló la mayor parte de su filmografía junto a los Estados Unidos, pero que tiene un puñado de interesantes películas en su haber como El sorprendente Dr. Clitterhouse (1938), Nido de víboras (1948), Anastasia (1956) o La noche de los generales (1966) y que contó con el beneplácito de los estudios y de las mayores estrellas del momento, ya que a lo largo de su carrera trabajó con intérpretes como Claudette Colbert, Charles Boyer, Basil Rathbone, Errol Flynn, Bette Davis, John Garfield, Ann Sheridan, Tyrone Power, Joan Fontaine, Thomas Mitchell, Henry Fonda, Vincent Price, Barbara Stanwyck, Burt Lancaster, Kirk Douglas, Vivian Leigh, Ingrid Bergman, Yul Brynner, Deborah Kerr, Omar Sharif o Peter O’Toole, entre muchísimos otros. Segundo, por su improbable pareja protagonista, Anthony Perkins, con el que Litvak había trabajado un año antes en No me digas adiós (1961), y la diva Sophia Loren. Tercero, por la colaboración en el guión de Peter Viertel, reputado guionista y novelista (autor, por ejemplo, de Cazador blanco, corazón negro, entre otras obras, llevada al cine en 1990 por Clint Eastwood -mal, según el propio Viertel-). Cuarto, por la música del griego Mikis Theodorakis, que acompaña a unas hermosas y por momentos desasosegantes imágenes de París en blanco y negro fotografiadas por Henri Alekan. Pero la suma de estos talentos da como resultado una fallida película solo parcialmente disfrutable, con giros de guión de cierto mérito que despiertan un notable interés, pero con errores de tratamiento y falta de garra y profundidad que pervierten (o perViertel, no he podido resistirme al chiste malo) el resultado final.

Robert y Lisa, un joven matrimonio formado por un norteamericano y una italiana que se conocieron en el Nápoles de la posguerra antes de trasladarse a París, se encuentra en un profundo bache sentimental que les está separando (obvio, vista la nula química entre ambos protagonistas…). Ambos tienen distintas maneras de encarar la vida, intereses diferentes, formas opuestas de divertirse, anhelos inconfesables incompatibles. Vamos, lo corriente. Sin embargo, aunque él da muestras de cierto desequilibrio emocional (hasta el punto de que en sus ataques de celos llega a cruzarle la cara de una bofetada a su esposa) y ella es posible que haya sucumbido a alguna infidelidad en sus salidas nocturnas, no se resignan al fracaso total. Más bien él, que en busca de un futuro mejor, más tranquilo y más estable económica y emocionalmente para ambos, se traslada a Casablanca para optar a un puesto de trabajo que puede ser la solución a sus problemas: un nuevo país, otro ambiente, otras costumbres… Una forma de empezar de nuevo, de borrar el pasado. Sin embargo, el avión en el que viaja Robert se estrella sin dejar supervivientes. Lisa afronta el funeral con cierta tristeza, pero igualmente con una sensación de liberación. De súbito pierde también a su amigo -y quizá algo más- Alan (Jean Pierre-Aumont), que tiene que volver a Estados Unidos, aunque su sustituto, David Barnes (Gig Young) empieza a colmarla de atenciones, por no decir que le pone sitio de inmediato. Pero el futuro parece aclararse cuando a Lisa le informan que la póliza de seguros que Robert firmó en el aeropuerto justo antes de embarcar va a reportarle una sustanciosa indemnización. No es más que otra esperanza truncada, porque una noche se escuchan unos golpes en la puerta de casa. Cuando Lisa abre, se encuentra con Robert vivito y coleando, aunque magullado y herido. De inmediato surge un plan alternativo: la compañía de seguros, la línea aérea y las autoridades dan a todos los pasajeros por fallecidos; por tanto, nada más fácil que cobrar el seguro, repartir el dinero entre los dos y que cada uno siga con su vida, ya que el amor de sus primeros tiempos de matrimonio parece ya irrecuperable… O al menos eso parecen o quieren creer…

A partir de ese instante, la película abandona el perfil del drama sentimental de corte intimista que narra el desencuentro de dos personajes para convertirse en un thriller a lo Alfred Hitchcock, aunque con un guión lleno de huecos. Continuar leyendo «Un thriller patoso: Un abismo entre los dos»

La tienda de los horrores – Caravana hacia el sur

Henry King es uno de los directores clásicos de la edad dorada de Hollywood. Con una carrera que transita entre el periodo mudo de los años veinte y los primeros años sesenta, su filmografía destaca por resultar tan heterogénea como mediocre. En ella abundan los títulos de aventuras (El cisne negro, El capitán de Castilla, El capitán King), las intrigas ligeras (María Galante), los melodramas (La colina del adiós, Esta tierra es mía), los bélicos poco memorables (Un americano en la RAF, Aguas profundas, Almas en la hoguera), alguna que otra adaptación de Hemingway (Las nieves del Kilimanjaro, ¡Fiesta!), relatos bíblico-religiosos (La canción de Bernadette, David y Betsabé) y otro puñado de películas de corte histórico, westerns y casi cualquier otro género. Una de las películas por las que convendría echarle de comer aparte es Untamed, titulada -absurdamente, una vez más- en España, Caravana hacia el sur.

La cosa no hay por dónde cogerla por el empeño de King y su equipo de media docena de guionistas (el más destacado, Talbot Jennings, y digo yo: ¿pa’ qué tantos? ¿Pa’ esto?) en convertir la historia en un híbrido entre el cuento de hadas y amores imposibles en un marco aristocrático de su comienzo y el western más típico en su desarrollo y conclusión, consistiendo el único sello distintivo en trasladar la acción a Irlanda y Sudáfrica, en lugar de ceñirse al clásico Oeste de toda la vida, sin que el cambio geográfico consiga impregnar el metraje de ninguna novedad o matiz propio ni tampoco sirva para dotar a la historia de temas, visiones o profundidad ligada a su novedosa localización. Parte de la responsabilidad del tibio -tirando a gélido, a pesar de los calores africanos- resultado final es la atribución del protagonismo, cosa del viejo sistema de estudios, a Tyrone Power, al que King utilizó como protagonista de sus historias de romance y/o aventuras nada menos que una decena larga de veces. El caso es que se todo se desvirtúa por la manía de King en presentar los temas y situaciones de manera edulcorada.

Para empezar, el segmento inicial, casi a modo de prólogo, que transcurre en Irlanda a mediados del siglo XIX, justo cuando algunas familias de bien de la isla (por supuesto, ligadas a los ocupantes ingleses) vienen a menos por culpa de la crisis y las hambrunas derivadas de la plaga de las patatas. La película empieza con la clásica escena de caza propia de los entornos anglosajones aristocráticos (ellas montando de lado, a lo amazona, con vestido largo; ellos con casaca roja, botas y gorrito ridículo), el mismo donde se desarrolla el inicial desencuentro y posterior romance de Paul Van Riebeck (Tyrone Power), un rico, cómo no, comerciante bóer de origen holandés, y Katie (Susan Hayward), no menos rica (inglesa, por tanto) dama de alta sociedad irlandesa. La marcha de él a su país viene sucedida por el matrimonio de ella -por despecho o por comodidad, viendo el devenir del personaje en el filme casi hay que pensar en lo segundo, casquivana que es la tía…-, con Shawn, un irlandés de origen británico de su mismo estatus y alcurnia. King omite cualquier referencia, siquiera tangencial, a la cuestión de la ocupación británica de Irlanda o a las hambrunas y las políticas de los ocupantes para exterminar a la población autóctona aprovechando la carestía. El único efecto de la crisis es que la familia de Katie viene a menos, sus mansiones son vendidas, sus campos son abandonados, y ha de buscar una salida, como millones de irlandeses mucho menos afortunados (de los que la película no dice ni mú), en la emigración. ¿Y dónde va? Pues claro: a Sudáfrica, tierra de oportunidades. Continuar leyendo «La tienda de los horrores – Caravana hacia el sur»

Cine de papel – ‘Salomón y la reina de Saba’

El cine, el buen cine, es un acopio de sensaciones, de emociones, de épica, de ilusiones, y de muchas otras cosas, sugeridas por una historia narrada en imágenes a un ritmo de 24 fotogramas por segundo, aprovechándose así de una anomalía en el ojo humano, un espejismo que dota de continuidad de acción a lo que sólo son simples fotografías encadenadas. Pero el cine también es negocio, necesitado de los diversos instrumentos puestos a su alcance para vender las películas a un público necesitado de sueños. En los tiempos en los que la televisión, las radios, internet, nos bombardean y amenazan constantemente con vernos convertidos de la noche a la mañana en los paletos del barrio por no haber ido a ver aún tal o cual bodrio hollywoodiense, cuesta imaginar cómo se hacían llegar estas películas al público en la época dorada del cine. Sin embargo, hoy en día quedan vestigios de épocas pasadas en determinados cines que todavía reparten revistas, catálogos, programas de las películas que emiten o que están por estrenarse. Nada que ver con las pequeñas joyas impresas, verdaderas obras de artesanía, que eran los antiguos programas de mano.

En esta nueva sección, gracias a la enorme, inacabable, generosidad de Marta Navarro García, fenomenal poeta, co-mantenedora del mágico e imprescindible blog Entrenómadas, y mejor, muchísimo mejor persona, vamos a poder recoger algunas imágenes de aquellos viejos programas de mano, de cine clásico reconocido y de películas ya olvidadas, pero todas testimonios de toda una memoria cinematográfica, pero también sociológica de una época. En estas pequeñas y delicadas joyas de papel se entremezclan las imágenes de héroes y heroínas del celuloide con primitivos eslóganes comerciales, a veces grandilocuentes y apasionados, otras un tanto ridículos y pasados de moda, si no colocados entre anuncios de pastillas para la tos o de comercios de electrodomésticos donde conseguir entradas para el estreno del domingo. Joyas que nos traen la memoria de otros días en los que el cine no era tanto un bien de consumo cultural, sino una ventana a un bello mundo de fantasía que hiciera olvidar las penas de la vida diaria.

Esta sección que nace hoy está dedicada con emoción a los cinéfilos de otro tiempo, sin los cuales nosotros nunca hubiéramos sido los mismos.
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