Vidas de película – Jack Elam

Afortunadamente, Jack Elam abandonó su oficio de contable para dedicarse al cine. No tanto quizá por su contribución artística -o puede que sí- sino porque, al dejar de lado las cifras, los balances y los presupuestos, propició que la crisis se retrasara hasta el siglo XXI… Porque, ¿quién se fía de un contable con semejante careto?

En el cine le fue mucho mejor, especialmente en el western, en el que es una auténtica institución. Ya desde su debut sin acreditar, nada menos que en Solo ante el peligro (High Noon, Fred Zinnemann, 1952). A partir de ese momento, su rostro y su mirada -o sus miradas, porque tiene varias en el mismo plano…- es consustancial al western, con una impresionante nómina de títulos: Tierras lejanas (The far country, Anthony Mann, 1954), El hombre de Laramie (The man from Laramie, Anthony Mann, 1955), Encubridora (Rancho Notorious, Fritz Lang, 1952), Veracruz (Robert Aldrich, 1954), Jubal (Delmer Daves, 1956), Duelo de titanes (Gunfight at the O.K. Corral, John Sturges, 1956), Hasta que llegó su hora (C’era una volta il west, Sergio Leone, 1968), Pat Garret y Billy el Niño (Pat Garret & Billy the Kid, Sam Peckinpah, 1973), También el sheriff necesita ayuda (Support your local sheriff, Burt Kennedy, 1969) o Látigo (Support your local gunfighter, Burt Kennedy, 1971).

Pero no solo aparece en el western, porque nos obsequia su cálida mirada en cintas negras como El cuarto hombre (Kansas City Confidential, Phil Karlson, 1952) y El beso mortal (Kiss me deadly, Robert Aldrich, 1955), en comedias como Un gángster para un milagro (Pocketful of miracles, Frank Capra, 1961), o en aventuras como Los contrabandistas de Moonfleet (Moonfleet, Fritz Lang, 1955).

Este actor nacido en Miami (Arizona, no la famosa Miami de Florida; con ese careto…) se retiró del cine en los ochenta, tras aparecer en las dos primeras entregas de Los locos del Cannonball (The Cannonball run, Hal Needham, 1981 y 1984). Falleció en 2003 a los 84 años.

Ensayo sobre la felicidad: Horizontes perdidos

Este título con reminiscencias saramaguianas (valga el palabro) bien podría ser la síntesis de esta película de Frank Capra de 1937, una de las más recordadas de entre su filmografía sin que haya navidades de por medio y también una de las que mejor evidencia una de las características más notables del realizador, la superioridad de su estilo y de su capacidad de narrar, de una muy notable calidad y complejidad técnica y artística, por encima de la fuerza y la perfección de los argumentos, los guiones y de los mensajes e ideas utilizados, generalmente esquemáticos, simples y facilones. La película, filmada en el clima prebélico de la carrera armamentística y diplomáticamente intimidatoria de Alemania e Italia que derivó en la Segunda Guerra Mundial, puede considerarse efectivamente, además de un alegato en favor de los valores más humanistas de paz y entendimiento entre los pueblos, como un tratamiento de los pros y los contras de la hipotética llegada de ese estado idílico que todos identificamos con la idea de felicidad, y que bien puede devenir en auténtica pesadilla cuando comprendemos que lo absoluto no existe más allá de las matemáticas.

Un famoso y prestigioso diplomático británico (Ronald Colman) es enviado a China para salvaguardar la integridad personal de los ciudadanos europeos amenazados por una revuelta. Tras lograr organizar la evacuación, él mismo, junto a su hermano y un puñado de pasajeros, huye en el último momento de territorio chino en el último avión fletado por su gobierno. Sin embargo, a causa de una traición, el avión cae en picado sobre el Himalaya y se estrella, aunque, milagrosamente, sus pasajeros son rescatados con vida por los habitantes de Shangri-La, un lugar protegido por las montañas en el que la nieve y el hielo han pasado de largo y donde todos sus habitantes viven plácidamente, felices y sin envejecer, sin que existan conceptos como la maldad, la envidia, la codicia, el crimen o la mentira, y satisfaciendo todos sus caprichos materiales gracias a las incalculables riquezas que poseen. Esta utopía convertida en realidad de manera inesperada motiva distintas reacciones que van desde la euforia a la mayor de las desconfianzas entre los occidentales, y no tardarán en comprobar que las jaulas de oro, aunque vayan recubiertas de tan preciado metal, no por ello dejan de ser una prisión. Continuar leyendo «Ensayo sobre la felicidad: Horizontes perdidos»