Diálogos de celuloide (Casino, Martin Scorsese, 1995)

 

«¿Qué íbamos a pintar en medio de un desierto? La única razón es el dinero. Ese es el resultado final de las luces de neón y las ofertas de las agencias de viajes, de todo el champán, de las suites de hotel gratis, de las fulanas y el alcohol. Todo está organizado solo para que nosotros nos llevemos su dinero. Somos los únicos que ganamos, los jugadores no tienen ninguna posibilidad».

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«Sabes, creo que tienes una imagen equivocada de mí, y lo menos que puedo hacer es explicarte exactamente cómo funciono. Por ejemplo, mañana me levantaré pronto y me daré un paseíto hasta tu banco. Luego entraré a verte y… si no tienes preparado mi dinero, delante de tus propios empleados te abriré tu puta cabeza. Y cuando cumpla mi condena y salga de la cárcel, con suerte, tú estarás saliendo del coma. ¿Y qué haré yo? Te volveré a romper tu puta cabeza. Porque yo soy idiota, y a mí lo de la cárcel me la suda. A eso me dedico, así funciono yo».

(guion de Martin Scorsese y Nicholas Pileggi, a partir de la novela de este)

Una plantilla para Coppola: Drácula (Dracula, John Badham, 1979)

En distintas entrevistas promocionales de su Drácula de Bram Stoker (Bram Stoker’s Dracula, 1992), e incluso después, su director, Francis Ford Coppola, ha relatado el origen de su interés por este mito del vampirismo y manifestado su particular perspectiva del personaje y la importancia temática y narrativa del amor frustrado como eje explicativo de sus acciones, hasta el punto de que su operística adaptación del clásico del autor irlandés (tan fiel e infiel a la novela como casi todas las demás, aunque intentara legitimar su teórico mayor ánimo de exactitud en su aproximación a la obra incluyendo el nombre del autor en el título; en este aspecto, cabe reivindicar la versión de Jesús Franco de 1970 como la más literal respecto a la novela) gira precisamente en torno a este prisma, el exacerbado romanticismo de un monstruo que navega por el tiempo a la busca de una réplica exacta de su enamorada perdida como forma de sobrellevar o redimir su diabólica condenación eterna. Sin embargo, a la vista de este pequeño clásico de las películas de Drácula estrenado en 1979, cabe preguntarse si las fuentes de inspiración del italoamericano no serían menos personales y más de celuloide ajeno, ya que la película de Badham no solo apunta ya en líneas generales la estructura romántica de la cinta de Coppola, sino que este llega a hacer en su adaptación citas literales a su predecesora. Al margen de estas cuestiones accesorias, la película de Badham se erige en necesario eslabón entre la vieja tradición de las adaptaciones cinematográficas de las obras de teatro inspiradas en la novela de Stoker y el avance de los nuevos tratamientos temáticos y estilísticos surgidos con posterioridad, en la que es la filmografía más amplia y diversa de la historia del cine sobre un personaje de ficción nacido de la literatura.

Como la célebre adaptación de Tod Browning con Bela Lugosi (o su versión española, dirigida por George Melford y protagonizada por el cordobés Carlos Villarías, rodada al mismo tiempo), el origen del proyecto está en las tablas del teatro, en este caso, de Broadway, y también, como sucedió en el caso de Lugosi, compartiendo protagonista, Frank Langella, que estaba recibiendo magníficas críticas por su actuación en la pieza escrita por Hamilton Deane y John L. Balderston a partir de la novela de Stoker. Langella (también sonaron para el papel Harrison Ford e incluso Clint Eastwood) aceptó el papel con dos condiciones: no verse obligado a protagonizar ninguna campaña publicitaria con el disfraz y no rodar ninguna secuencia sanguinolenta de carácter explícito. Las intenciones del director, que venía de apuntarse el gran éxito de Fiebre del sábado noche (Saturday Night Fever, 1977), eran conservar la estética del diseño del vestuario y los decorados de Edward Gorey en la obra de Broadway, así como homenajear a la película de 1931, para lo cual se proponía rodar en blanco y negro. Fue el mismo estudio que produjera aquel clásico de terror, sin embargo, así como sus socios de la Mirisch Corporation, los que negaron tal posibilidad y exigieron que la fotografía de Gilbert Taylor adquiriera colores muy vivos y saturados (de nuevo surge la sombra de la inspiración de Coppola), extremo corregido con posterioridad en las ediciones para el mercado doméstico y destinadas a los pases televisivos, en las cuales la fotografía es más apagada, casi de tonos monocromáticos, tal como Badham había concebido la película originalmente. La importancia que el director concedía al aspecto visual venía subrayada por la contratación de Maurice Binder, diseñador de los créditos de la mayoría de las películas de James Bond hasta la fecha, para la creación de los momentos onírico-fantásticos que combinan sombras y rojos fuertes y que suceden a ciertas acciones del vampiro, así como por una puesta en escena de tintes góticos (la abadía de Carfax, el manicomio, la mansión) en la que predominan los colores cálidos y los dorados, los negros, los blancos y los grises oscuros, con alguna nota de colores chillones como contraste. La guinda la pone la vibrante y enérgica partitura de John Williams, bendecido entonces tras la gran repercusión de sus partituras previas para La guerra de las galaxias (Star Wars, George Lucas, 1977) y Superman (Richard Donner, 1978).

La historia, que en esencia no varía sustancialmente a la narrada en la novela más allá de la introducción del componente romántico, sí altera el contexto temporal (se lleva la historia desde la era victoriana al año 1913, lo cual genera ciertas incoherencias psicológicas o de fondo entre el simbolismo último de una historia de vampiros en relación con la sociedad de su tiempo) y el rol y la colocación de determinados personajes, así como la supresión de otros, en relación con el argumento de Stoker, como ya sucediera con la famosa adaptación de Terence Fisher de 1958 con Christopher Lee y Peter Cushing: la prometida de Jonathan Harker (Trevor Eve) no es Mina (Jan Francis) sino Lucy (Kate Nelligan), que además es hija del doctor Seward (Donald Pleasence, que rechazó el papel del cazavampiros Van Helsing porque lo consideraba demasiado próximo a sus últimos papeles en las películas de John Carpenter); por su parte, Mina es hija nada menos que del doctor Abraham Van Helsing (Laurence Olivier). A diferencia de Fisher, que se llevó la historia a la Alemania del Nosferatu de Murnau, Badham sí lleva a la historia a Inglaterra, pero lo hace desde el principio, suprimiendo todo el tradicional prólogo del accidentado viaje y la estancia de Jonathan Harker en Transilvania, comenzando en el naufragio del barco que lleva al conde Drácula desde Varna hasta la costa de Cornualles. Por otro lado, la película está llena de homenajes a las versiones anteriores: además de la explicación del significado de la palabra ‘Nosferatu’, hay alusiones directas a instantes y diálogos de las películas previas, como ese de Lugosi que, cuando le ofrecen de beber durante una cena de gala, dice aquello de «yo nunca bebo… vino».

La película combina la sobriedad formal con puntas de siniestra espectacularidad, como el reencuentro de Van Helsing con su hija una vez muerta esta o la huida de Mina por la ventana del manicomio, por no mencionar el logrado clímax final, un desenlace novedoso muy elaborado y presentado con solvencia. Estos contrastan con la intimidad del conde y Lucy, de un notable lirismo romántico (hasta el extremo de que el vampiro, en cierto momento, renuncia a su presa y apuesta por el amor y, se supone, el sexo…) que se torna en ceremonia terrible cuando, en escenas posteriores en interacción con otros personajes, se dejan notar en la joven las señales y el progreso de conversión a su nuevo estado de «no muerta». Con todo, esta lectura básica de la figura del vampiro, su simbolismo como crítica al puritanismo y las hipocresías de la sociedad victoriana, sobre todo en materia sexual (un tipo que sale solo por las noches, que hace de la promiscuidad virtud, que practica una vida completamente disoluta y cuyas preferencias se dirigen a la satisfacción oral de sus más bajos instintos, un tipo al que se combate con agua bendita, oraciones, hostias consagradas y crucifijos…), queda algo desdibujada por el contraproducente traslado de la historia a los albores de la Primera Guerra Mundial. El discuso subterráneo, premonitorio de los horrores que habrían de venir, pierde fuerza en comparación con el cambio de contexto social que implica un salto de veinte años: las duplicidades sociales del reinado de Victoria, trasladados con acierto a toda la novela gótica, de terror e incluso de detectives (James, Stevenson, Conan Doyle…), uno de sus motores de alimentación y suministro continuo de munición narrativa, no son las mismas que las de la Inglaterra prebélica, lo que genera ciertas inconsistencias en el significado último y crucial que tuvo la figura del vampiro en su tiempo.

No obtante, nada de esto altera en lo sustancial la eficacia narrativa ni la efectividad de la propuesta de Badham, quizá no tan reputada como otras adaptaciones pero comparable a las más conocidas en cuanto al acabado final. Badham, que justo después se marcaría el tanto de la que quizá sea la mejor película de su trayectoria, Mi vida es mía (Whose Life Is It Anyway, 1981), se centró más tarde en exitosos productos para el público juvenil –Juegos de guerra (War Games, 1983), Cortocircuito (Short Circuit, 1986)- antes de diluirse en películas de tercera clase y en capítulos para series de televisión. La conclusión de su Drácula, la capa del vampiro arrastrada por el viento, mientras el rostro de Lucy pasa del alivio por la liberación de su maldición a la paz interior, y de ahí a una sonrisa equívoca y ambigua que bien puede insinuar tanto su inminente vampirización total como la posibilidad de una secuela, tal vez fuera más bien una premonición del propio Badham acerca de su carrera como cineasta.

Apoteosis de la incorrección: El castañazo (Slap Shot, George Roy Hill, 1977)

 

En la que es con toda probabilidad la mejor película sobre deporte de los años setenta (y más allá), y sin duda una de las comedias más efectivamente incorrectas e irreverentes de todos los tiempos, llama la atención la presencia de tres nombres a priori impensables en una producción de estas características, hoy considerada de culto (un equipo de hockey sobre hielo de la ciudad de Laval, Quebec, Canadá, llegó a tomar el nombre y el escudo de los Chiefs; además, la película tuvo dos continuaciones, directamente para mercado de vídeo). En primer lugar, su director, George Roy Hill, un hombre formado en la universidad de Yale y en el Trinity College de Dublín, con experiencia en la dirección teatral y televisiva y míticos títulos en su haber de cineasta como Dos hombres y un destino (Butch Cassidy and the Sundance Kid, 1969) y El golpe (The Sting, 1973). En segundo término, Paul Newman, estrella contrastada, auténtico mito viviente, en principio difícil de asociar con esta clase de películas repletas de lenguaje malsonante, chistes soeces y postura ética discutible, y que dijo haber aceptado el papel por la participación de su amigo Roy Hill en la dirección y por la remuneración, que, dicho irónicamente, le permitía «saldar algunas deudas y evitarse despedir a algún criado». Por último, la guionista Nandy Dowd, que basó las aventuras del club de hockey sobre hielo de los Charlestown Chiefs de la película en los Jets de Johnstown, el equipo en el que jugaba su hermano, a los que observó durante semanas y algunos de cuyos jugadores intervienen en la película como intérpretes; hasta cierto punto, resulta extraño que esta exaltación de la testosterona, el exceso verbal, la desfachatez deportiva, la masculinidad extrema y la reiterada exposición de todos los tacos concebibles en el espectro del lenguaje grueso, amén de los chistes sobre sexo y sobre sexos, incluido el «tercer sexo», haya salido de la pluma de una mujer, lo que sin duda en estos tiempos alimentaría determinados debates públicos en países como España en los que el puritanismo y la santurronería no provienen únicamente de los extremos morales más ligados a la religión, y de una mujer que más adelante, bajo pseudónimo o sin acreditar, colaboraría en la escritura de oscarizadas películas como El regreso (Coming Home, Hal Ashby, 1978) o Gente corriente (Ordinary People, Robert Redford, 1980).

Paul Newman interpreta con solvencia (se preparó durante siete semanas para adquirir los hábitos de juego necesarios) a Reggie Dunlop, veterano entrenador-jugador de los Chiefs de Charlestown (o algo más que veterano: Newman contaba ya con 52 años) teóricamente inspirado en la figura real de John Brophy, un hombre de otra época, de la «vieja escuela», que dirige un equipo errabundo de una ciudad de tercera clase que cosecha derrota tras derrota ante las gradas semivacías de su cancha local o recibe una paliza detrás de otra cuando actúa como visitante. Los cortos horizontes de Dunlop (mantenerse en su papel hasta que le llegue la edad del retiro y la recolocación como entrenador, mánager o miembro del cuerpo técnico de cualquier equipo) se ven alterados cuando la fábrica sobre la que se sostiene la economía de Charlestown anuncia el cierre y el despido de miles de trabajadores, y con ello se ve amenazada la simple existencia del club, cuyos bienes el responsable (Strother Martin) empieza a liquidar en ventas de saldo privadas. Toda la confusión y la rabia provocadas por la incertidumbre de futuro cristaliza en un nuevo estilo de juego para el equipo, azuzado por Dunlop en sus charlas de vestuario y en sus declaraciones públicas en los medios, mucho más agresivo y violento, que eclosiona cuando entran en liza los nuevos fichajes, los hermanos Hanson (interpretados por David Hanson y los hermanos Jeff y Steve Carlson), tres jovencitos con gafas de pasta, problemas de maduración mental y querencia por los juguetes infantiles (Reggie los define como «unos retrasados mentales» tras su primer encuentro) que en el hielo se transforman en tres malas bestias capaces de desquiciar al contrario y reducirlos físicamente a la mínima expresión con el empleo de tácticas y métodos abiertamente antideportivos, agresivos y violentos que, sin embargo, excitan al público de los Chiefs que ve por fin en sus jugadores el aguerrido espíritu de lucha y de competitividad que ha echado en falta durante innumerables temporadas.

La película abre así dos vías argumentales, con Reggie como vértice. La primera, más «deportiva», va en la línea de la resurrección de los Chiefs como equipo, el nuevo estilo que le proporciona una interminable racha de victorias al precio de interrumpir continuamente los partidos con peleas tumultuarias (a veces involucrando incluso a árbitros y público) y terminarlos con las cejas abiertas, los pómulos sangrantes, las mandíbulas magulladas y el cuerpo golpeado. El ascenso en la tabla y la lucha por el campeonato cambian la percepción del equipo en la ciudad: además de recibir mayor atención de los medios, que se vuelcan con el equipo, la cancha se llena partido tras partido en busca de la habitual orgía de goles y sangre que prometen los Chiefs en cada enfrentamiento. Este auge de los Chiefs viene complementado por las maniobras de Dunlop para intentar asegurar la continuidad del equipo a pesar del cierre de la fábrica, averiguando quién es el dueño real del club para intentar negociar con él y soltando bulos que hablan de venta del equipo, de su traslado al sur con la conservación de los contratos de los jugadores. La otra línea argumental, más «dramática», tiene que ver con la vida privada de Reggie, que intenta volver con su exmujer (Jennifer Warren) gracias a su nueva imagen de éxito y a sus proyectos de futuro, y de Ned (Michael Ontkean, el futuro sheriff Cooper de la serie Twin Peaks de David Lynch), el mejor jugador del equipo, probablemente el único que puede encontrar acomodo en cualquier club de mayor categoría si los Chiefs desaparecen, pero que arrastra cierta amargura vital derivada de sus problemas matrimoniales con Lily (Lindsay Crouse). La película mantiene ambas líneas argumentales en paralelo, hasta que convergen en el apoteósico final, el partido por el título ante un equipo que, para enfrentarse a los Chiefs, reúne a los mejores carniceros sobre hielo que puede encontrar, entre ellos Oggie Ogilthorpe, probablemente inspirado en el auténtico Goldie Goldthorpe, cuya violencia en el juego le ha deparado varias detenciones policiales e incluso la prohibición de visitar determinados estados.

 

La película plantea diversas reflexiones de lo más pertinentes. Una, sobre el deporte y su percepción social, que revela la vigencia (en 1977 y, sospechamos, actualmente) del lema «pan y circo» en su doble vertiente, positiva, en cuanto a mecanismo evasor de una realidad colectiva de frustración y desencanto, de expectativas inminentes de desempleo y crisis que bien podría protagonizar cualquier panfleto del cine social de Ken Loach o similares, y negativa, es decir, como distracción, como foco de atracción y maniobra de despiste para las atenciones, las preocupaciones y los esfuerzos de quienes mejor harían en invertirlos en aquellas cuestiones más acuciantes para su futuro inmediato, lo que a su vez, por falta de organización y concentración en quienes deberían engrosar la oposición, facilita y expande el escenario de decadencia y depresión que amenaza con afectar a todos. Si bien la película en ningún momento carga las tintas, ni siquiera dirige la mirada al aspecto económico-social de Charlestown excepto mediante breves referencias en los diálogos, esta vertiente se centra en los avatares de Dunlop por averiguar la auténtica situación del club, ponerse en contacto con el propietario y buscar una solución, aunque la devastadora conclusión resulta extrapolable a la difícil realidad de la fábrica a punto de echar el cierre: daba igual que el equipo ganara o perdiera, que el público asistiera o no al campo, que los medios de comunicación criticaran o alabaran su juego, que los partidos acabaran en batallas campales de palos y sangre a borbotones; los Chiefs, como la fábrica, no eran más que cuestión de fiscalidad, un trampantojo de conveniencia para ponerse de pefil en el pago de impuestos. La economía que permanece en el segundo o tercer plano de la película, casi inédito, es el auténtico juego sucio; no la violencia de los Hanson, no los gritos del público ansioso de violencia y sangre que vitorea cada puñetazo y ovaciona como héroes a los jugadores expulsados o retirados en camilla: son las altas finanzas y sus trucos de trilero, en el contexto de la crisis del petróleo de 1973, lo que verdaderamente socava los pilares fundamentales de la sociedad.

Por otra parte, la película invita a una reflexión sobre el deporte y, más concretamente, sobre las relaciones entre cine y deporte y la naturaleza del propio cine, particularmente norteamericano, en relación con su querencia por las historias de superación, en este caso ceñidas al ámbito deportivo. Sabido es que, salvo contadas excepciones (mayormente, el boxeo y poco más), cine y deporte no encajan bien debido principalmente a las limitaciones del medio cinematográfico para reproducir adecuadamente las emociones que despierta el deporte, así como, en lo que respecta a la técnica, para transmitir con solvencia el desarrollo de las pruebas con la misma efectividad y eficacia que su contemplación en vivo o que los métodos de realización televisiva. Solo la épica del boxeo y la forma de filmarlo supera estas barreras por lo demás prácticamente insalvables; no solo las supera sino que crea su propia mitología cinematográfica, una realidad propia sobre el boxeo al margen incluso del boxeo auténtico. Por otro lado, resulta bastante complicado pensar en que esta película pudiera haberse escrito, filmado y estrenado en la década anterior, como tampoco en la siguiente, debido a los distintos valores imperantes en una y otra, que hacen de un guion de este tipo un producto indeseable. No es una historia que encajara con las utopías idealizadas de los sesenta ni con los cantos a la superación individual y colectiva propiciados por el cine de los ochenta, en los cuales el deporte era un mecanismo de ascenso social y de reconocimiento público mediante la consumación de su objetivo número uno: el triunfo, la victoria. En películas como El mejor (The Natural, Barry Levinson, 1984) o Hoosiers: más que ídolos (Hoosiers, David Anspaugh, 1986), ambientadas respectivamente en el béisbol y el baloncesto no profesional, se trata fundamentalmente de apoyar el discurso neoliberal de consecución de los propios sueños de éxito y triunfo a través del trabajo humilde, la vocación y el esfuerzo. Así, los jugadores lesionados y prematuramente retirados pueden resurgir y reconstruir su vida deportiva y personal, y el equipo más modesto de la tabla, del pueblo más pequeño de la competición, puede ser campeón a la vez que regenera la vida de su comunidad, recupera a algunos miembros díscolos de la misma e insufla un ánimo de reconstrucción personal y moral que no se veía desde el New Deal. En El castañazo, sin embargo, como en El rompehuesos (The Longest Yard, Robert Aldrich, 1974) se impone la visión desencantada de los setenta: el idealismo previo ha muerto y la reconstrucción de los valores morales de la América de los cincuenta, con intención de sacudirse la depresión post-Vietnam borrando de la memoria colectiva las decadas de los sesenta y los setenta, todavía no ha comenzado; por tanto, es posible enfrentarse a una historia deportiva que no es de superación, sino de mera supervivencia, y de hacerlo a través del peor lenguaje posible y de una ética de trabajo completamente ausente. Un triunfo feo, sucio, inmoral, reprobable, que es finalmente lo que los Chiefs consiguen, aunque no sirva absolutamente para nada, pero no por la vía de la violencia sino por la tan americana repulsa al sexo y el erotismo. No son los goles ni los puñetazos los que le dan la victoria a los Chiefs, sino su mejor jugador, no con su labor sobre los patines, sino con su provocador desnudo al ritmo de la música de strip-tease interpretada por la banda que el equipo antes no tenía.

Los héroes no son, por tanto, jóvenes sanos, guapos, humildes y bien vestidos que se hacen a sí mismos. Son zafios, malhablados, horteras, infantiloides y permanentemente salidos de cara al sexo opuesto; la película, por un momento, con el equipo en el vestuario a punto de disputar la gran final, corre el riesgo de deslizarse hacia el conformismo del final feliz de cualquier almibarado producto de los ochenta: juego limpio, vieja escuela, movilidad, hacer circular el disco, presión en la cancha, nada de palos… La realidad se impone, y al descanso, con los mejores ojeadores de los grandes equipos en la grada, se impone la cordura. Los Chiefs se deben a su público, el que va a verles porque quiere sangre, lesiones, magulladuras, moretones. El equipo tiene que ganar con su nueva personalidad como equipo. Gana, pero traiciona su esencia; da igual, lo primero es ganar, salvarse a toda costa, procurarse un nuevo contrato en otro equipo que garantice el futuro: los Chiefs ganan enseñando el culo, como antes han hecho por la ventanilla del autobús, acompañados de sus groupies, al llegar a cualquier ciudad y presentarse ante la concentración de aficionados del equipo rival que los odian, que quieren su muerte sobre el hielo. Los Hanson, asimismo, niegan la juventud reivindicativa de los sesenta y se anticipan a la negación de la juventud neoliberal de los ochenta. No son unos hippies que buscan cambiar el mundo a base de drogas, fraternidad y rock and roll, ni tampoco unos héroes virginales en persecución de un triunfo redentor, sino meros objetos de comercio, gladiadores modernos que dan a la grada la sangre que pide, niños malcriados que, a través de la violencia, logran adquirir el magnetismo del macho alfa que no compite para adornarse con los oropeles del vencedor, sino por salir adelante y aguantar un partido más, una temporada más, rompiendo una cara más. No esperan otra cosa porque no hay nada más que esperar. «¿Qué quieres decir con que esto es un juego serio?», dice el árbitro del último partido cuando, en pleno combate de grupo, Tim McCracken (Paul de Amato) amenaza con retirarse y dejar el campeonato para los Chiefs, «¡esto es hockey!»

Las memorias de Frederica Sagor Maas

Se reproduce a continuación el artículo de Gregorio Belinchón publicado en la web de El País el pasado 30 de enero.

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Cuando uno empieza a leer La escandalosa señorita Pilgrim (editorial Seix Barral), cree abrir otro libro de memorias con revelaciones chispeantes, cotorreos asombrosos y anécdotas con las que derrotar a los amigos cinéfilos. Cuando acaba, queda el regusto amargo de haber conocido a una mujer derrotada por una panda de inútiles sin criterio ni talento, una mujer que incluso declarando su amor por su esposo no dejaba de reconocer cómo se supeditó a él. “En conjunto, esta historia habla de la frustración, la desilusión y la pena: momentos que quizá es mejor dejar en el barbecho o en el olvido. Sin duda, así es como me sentía en 1950, cuando me despedí por fin, sin lágrimas, de la industria hollywoodiense que me había envuelto y atrapado en su red de promesas. Había decidido olvidar y continuar con otras búsquedas. Lo hice, y nunca miré hacia atrás. Hasta ahora”, dice su autora en el prólogo de las memorias, que publicó en 1999, a los 99 años.

Porque Hollywood llevó a la guionista Frederica Sagor Maas al borde del suicidio. Y por suerte, superó las tentaciones y vivió hasta el 5 de enero de 2012, cuando había cumplido 111 años y 183 días. Era la última de una estirpe, la de las mujeres –muchas, muchísimas, a las que la historia no ha reconocido y cuyos nombres se pierden deglutidos por las fauces de la industria– que levantaron el séptimo arte en los inicios de las majors en Hollywood. Sagor Maas era más lista que sus colegas de profesión, y se sintió ninguneada, acosada sexual y profesionalmente, plagiada en un mundo loco, que se regodeaba en sus excesos. A todos los dejó atrás: “Todos vosotros, panda de sinvergüenzas, estáis ya bajo tierra, mientras que yo sigo aquí, vivita y coleando”.

Sagor Maas nació en Nueva York, la hija pequeña, la cuarta, de una familia de inmigrantes judíos: fue la primera en nacer en la tierra prometida. No acabó sus estudios de periodismo porque se enganchó al cine. Solo la gran pantalla le salvaba de la frustración de su paso por la Universidad de Columbia y dos veranos de trabajo en sendos periódicos.

“Un anuncio en la sección de oportunidades comerciales de The New York Times me llamó la atención. Lo que se ofrecía era “ayudante de coordinador de desarrollo” en las oficinas que Universal Pictures poseía en Nueva York. El anuncio tenía un tono intrigante de promesa, importancia y novedad. Al día siguiente me salté las clases en Columbia”. Frederica Sagor subió hasta el cuarto piso del número 1.600 de Broadway y su vida cambió por completo. Rodeada de borrachos, tipos de vuelta de todo, gente sin ningún interés por su trabajo, Sagor comenzó a escalar en la oficina, hasta que llegó a dirigir la delegación de Universal Pictures. Iba al teatro casi cada noche, leía galeradas de novelas una tras otra, a la búsqueda de esa joya oculta que mereciera la pena llegar al cine. Y las encontró… Otra cosa es que sus jefes le hicieran caso. Continuar leyendo «Las memorias de Frederica Sagor Maas»