Una plantilla para Coppola: Drácula (Dracula, John Badham, 1979)

En distintas entrevistas promocionales de su Drácula de Bram Stoker (Bram Stoker’s Dracula, 1992), e incluso después, su director, Francis Ford Coppola, ha relatado el origen de su interés por este mito del vampirismo y manifestado su particular perspectiva del personaje y la importancia temática y narrativa del amor frustrado como eje explicativo de sus acciones, hasta el punto de que su operística adaptación del clásico del autor irlandés (tan fiel e infiel a la novela como casi todas las demás, aunque intentara legitimar su teórico mayor ánimo de exactitud en su aproximación a la obra incluyendo el nombre del autor en el título; en este aspecto, cabe reivindicar la versión de Jesús Franco de 1970 como la más literal respecto a la novela) gira precisamente en torno a este prisma, el exacerbado romanticismo de un monstruo que navega por el tiempo a la busca de una réplica exacta de su enamorada perdida como forma de sobrellevar o redimir su diabólica condenación eterna. Sin embargo, a la vista de este pequeño clásico de las películas de Drácula estrenado en 1979, cabe preguntarse si las fuentes de inspiración del italoamericano no serían menos personales y más de celuloide ajeno, ya que la película de Badham no solo apunta ya en líneas generales la estructura romántica de la cinta de Coppola, sino que este llega a hacer en su adaptación citas literales a su predecesora. Al margen de estas cuestiones accesorias, la película de Badham se erige en necesario eslabón entre la vieja tradición de las adaptaciones cinematográficas de las obras de teatro inspiradas en la novela de Stoker y el avance de los nuevos tratamientos temáticos y estilísticos surgidos con posterioridad, en la que es la filmografía más amplia y diversa de la historia del cine sobre un personaje de ficción nacido de la literatura.

Como la célebre adaptación de Tod Browning con Bela Lugosi (o su versión española, dirigida por George Melford y protagonizada por el cordobés Carlos Villarías, rodada al mismo tiempo), el origen del proyecto está en las tablas del teatro, en este caso, de Broadway, y también, como sucedió en el caso de Lugosi, compartiendo protagonista, Frank Langella, que estaba recibiendo magníficas críticas por su actuación en la pieza escrita por Hamilton Deane y John L. Balderston a partir de la novela de Stoker. Langella (también sonaron para el papel Harrison Ford e incluso Clint Eastwood) aceptó el papel con dos condiciones: no verse obligado a protagonizar ninguna campaña publicitaria con el disfraz y no rodar ninguna secuencia sanguinolenta de carácter explícito. Las intenciones del director, que venía de apuntarse el gran éxito de Fiebre del sábado noche (Saturday Night Fever, 1977), eran conservar la estética del diseño del vestuario y los decorados de Edward Gorey en la obra de Broadway, así como homenajear a la película de 1931, para lo cual se proponía rodar en blanco y negro. Fue el mismo estudio que produjera aquel clásico de terror, sin embargo, así como sus socios de la Mirisch Corporation, los que negaron tal posibilidad y exigieron que la fotografía de Gilbert Taylor adquiriera colores muy vivos y saturados (de nuevo surge la sombra de la inspiración de Coppola), extremo corregido con posterioridad en las ediciones para el mercado doméstico y destinadas a los pases televisivos, en las cuales la fotografía es más apagada, casi de tonos monocromáticos, tal como Badham había concebido la película originalmente. La importancia que el director concedía al aspecto visual venía subrayada por la contratación de Maurice Binder, diseñador de los créditos de la mayoría de las películas de James Bond hasta la fecha, para la creación de los momentos onírico-fantásticos que combinan sombras y rojos fuertes y que suceden a ciertas acciones del vampiro, así como por una puesta en escena de tintes góticos (la abadía de Carfax, el manicomio, la mansión) en la que predominan los colores cálidos y los dorados, los negros, los blancos y los grises oscuros, con alguna nota de colores chillones como contraste. La guinda la pone la vibrante y enérgica partitura de John Williams, bendecido entonces tras la gran repercusión de sus partituras previas para La guerra de las galaxias (Star Wars, George Lucas, 1977) y Superman (Richard Donner, 1978).

La historia, que en esencia no varía sustancialmente a la narrada en la novela más allá de la introducción del componente romántico, sí altera el contexto temporal (se lleva la historia desde la era victoriana al año 1913, lo cual genera ciertas incoherencias psicológicas o de fondo entre el simbolismo último de una historia de vampiros en relación con la sociedad de su tiempo) y el rol y la colocación de determinados personajes, así como la supresión de otros, en relación con el argumento de Stoker, como ya sucediera con la famosa adaptación de Terence Fisher de 1958 con Christopher Lee y Peter Cushing: la prometida de Jonathan Harker (Trevor Eve) no es Mina (Jan Francis) sino Lucy (Kate Nelligan), que además es hija del doctor Seward (Donald Pleasence, que rechazó el papel del cazavampiros Van Helsing porque lo consideraba demasiado próximo a sus últimos papeles en las películas de John Carpenter); por su parte, Mina es hija nada menos que del doctor Abraham Van Helsing (Laurence Olivier). A diferencia de Fisher, que se llevó la historia a la Alemania del Nosferatu de Murnau, Badham sí lleva a la historia a Inglaterra, pero lo hace desde el principio, suprimiendo todo el tradicional prólogo del accidentado viaje y la estancia de Jonathan Harker en Transilvania, comenzando en el naufragio del barco que lleva al conde Drácula desde Varna hasta la costa de Cornualles. Por otro lado, la película está llena de homenajes a las versiones anteriores: además de la explicación del significado de la palabra ‘Nosferatu’, hay alusiones directas a instantes y diálogos de las películas previas, como ese de Lugosi que, cuando le ofrecen de beber durante una cena de gala, dice aquello de «yo nunca bebo… vino».

La película combina la sobriedad formal con puntas de siniestra espectacularidad, como el reencuentro de Van Helsing con su hija una vez muerta esta o la huida de Mina por la ventana del manicomio, por no mencionar el logrado clímax final, un desenlace novedoso muy elaborado y presentado con solvencia. Estos contrastan con la intimidad del conde y Lucy, de un notable lirismo romántico (hasta el extremo de que el vampiro, en cierto momento, renuncia a su presa y apuesta por el amor y, se supone, el sexo…) que se torna en ceremonia terrible cuando, en escenas posteriores en interacción con otros personajes, se dejan notar en la joven las señales y el progreso de conversión a su nuevo estado de «no muerta». Con todo, esta lectura básica de la figura del vampiro, su simbolismo como crítica al puritanismo y las hipocresías de la sociedad victoriana, sobre todo en materia sexual (un tipo que sale solo por las noches, que hace de la promiscuidad virtud, que practica una vida completamente disoluta y cuyas preferencias se dirigen a la satisfacción oral de sus más bajos instintos, un tipo al que se combate con agua bendita, oraciones, hostias consagradas y crucifijos…), queda algo desdibujada por el contraproducente traslado de la historia a los albores de la Primera Guerra Mundial. El discuso subterráneo, premonitorio de los horrores que habrían de venir, pierde fuerza en comparación con el cambio de contexto social que implica un salto de veinte años: las duplicidades sociales del reinado de Victoria, trasladados con acierto a toda la novela gótica, de terror e incluso de detectives (James, Stevenson, Conan Doyle…), uno de sus motores de alimentación y suministro continuo de munición narrativa, no son las mismas que las de la Inglaterra prebélica, lo que genera ciertas inconsistencias en el significado último y crucial que tuvo la figura del vampiro en su tiempo.

No obtante, nada de esto altera en lo sustancial la eficacia narrativa ni la efectividad de la propuesta de Badham, quizá no tan reputada como otras adaptaciones pero comparable a las más conocidas en cuanto al acabado final. Badham, que justo después se marcaría el tanto de la que quizá sea la mejor película de su trayectoria, Mi vida es mía (Whose Life Is It Anyway, 1981), se centró más tarde en exitosos productos para el público juvenil –Juegos de guerra (War Games, 1983), Cortocircuito (Short Circuit, 1986)- antes de diluirse en películas de tercera clase y en capítulos para series de televisión. La conclusión de su Drácula, la capa del vampiro arrastrada por el viento, mientras el rostro de Lucy pasa del alivio por la liberación de su maldición a la paz interior, y de ahí a una sonrisa equívoca y ambigua que bien puede insinuar tanto su inminente vampirización total como la posibilidad de una secuela, tal vez fuera más bien una premonición del propio Badham acerca de su carrera como cineasta.

Pelea por un hombre: Pesadilla (The Strange Affair of Uncle Harry, Robert Siodmak, 1945)

LimerWrecks: September 2020

Dos cosas llaman la atención de este drama con tintes noir de Robert Siodmak, un director de entre los alemanes afincados en Hollywood y reputados como «artesanos» que atesora una producción durante los años cuarenta que ya querrían para sí muchos de sus contemporáneos, no digamos ya de los directores de hoy. En primer lugar, el título original, la referencia a un uncle Harry, tío Harry, que, sin embargo, carece de sobrino alguno. Y, por supuesto, la conclusión, un final muy atrevido para la época; tanto que el guion, adaptación de la novela de Thomas Job, quizá en el ansia de recular lo máximo posible ante la contingencia de que la película pudiera ser cortada o maltratada por la censura, incluso prohibida, deriva como mínimo en el desconcierto, tal vez en el absurdo o, probablemente, en una maniobra maestra del director que bordea todo obstáculo mediante una sugerencia onírica que salva cualquier eventual inconveniente letal.

La trama es, en apariencia, un simple drama de costumbres: los Quincey, una aristocrática familia de glorioso pasado venida a menos, vive apaciblemente en la tranquila ciudad de Corinth, en la que el principal negocio es su fábrica de textil, en la que Harry Quincey (George Sanders, más sensible y emocionalmente frágil que en su registro habitual) trabaja como ilustrador. Harry vive en la gran casona familiar con sus dos hermanas, la viuda Hester (Moyna MacGill) y Lettie (Geraldine Fitzgerald), una joven y bonita muchacha de salud delicada que casi siempre está encerrada en casa, tumbada o al cuidado de sus plantas, al cuidado de sus hermanos, y con una criada quejica y cotilla (Sara Allgood). El tiempo discurre tranquilo, rutinario, mortecino en sus vidas hasta que a la fábrica llega Deborah (Ella Raines), una neoyorquina enviada por la central de la empresa que finalmente se instala en la localidad. El contacto con Harry es cada vez más estrecho, esa cómoda y monótona vida provinciana empieza a verse alterada, mínima, casi imperceptiblemente, pero lo suficiente para que afloren una serie de sentimientos y traumas subterráneos que hacen que la convivencia familiar se tambalee, que la vida apacible pierda poco a poco su punto de equilibrio. Si por lo común es el antagonismo entre las hermanas, o entre Hester y la criada, las que colocan a Harry en un punto de mediación, a veces airado y molesto pero siempre paciente y calmado, otras desinteresado y otras francamente divertido, la aparición de Deborah ha despertado la especial inclinación de Lettie hacia su hermano, una atracción casi antinatural, de caracteres incestuosos, que se expresa en unos celos patológicos, en una total ansia de posesión, de conservación de lo que ha sido la familia hasta la llegada de esa mujer extraña y ajena, y, por consiguiente, de los deseos y maniobras de Lettie para torpedear la relación entre Harry y Deborah. Cuando estos anuncian su compromiso y las hermanas se ven en la obligación de mudarse y de buscar otra casa, Lettie pone en marcha su labor de zapa y sabotaje para impedir la mudanza, retrasar indefinidamente la boda, y lograr así el desgaste progresivo de la relación entre Harry y la mujer que se lo ha robado.

Mientras la posición de Lettie se va enconando, la película va perdiendo poco a poco su luminosidad inicial y se va volviendo más sombría, va adquiriendo la estética expresionista del cine negro, con una música más chirriante, con más escenas nocturnas y atmósferas enrarecidas, de tensión, de enfrentamiento continuo, con movimientos de cámara menos elegantes, con mayor número de planos y más cortes en el montaje. Porque, una vez que Lettie ve cumplido su objetivo, empiezan a ceñirse sobre Harry los nubarrones del desencanto. Un desencanto acumulado, puesto que ya renunció a sus aspiraciones artísticas como pintor en Nueva York para quedarse en Corinth y trabajar en esa anodina fábrica textil, solo para que a sus hermanas no les faltara de nada, y en particular para costear los tratamientos y las necesarias atenciones de Lettie. Ahora, en cambio, su adorada Lettie, la desagradecida Lettie, había intentado todo para sabotear su compromiso con Deborah… Aquí empieza otra película en la que el desencanto se ha convertido en resentimiento, en deseos de venganza. Pequeñas sugerencias, veladas alusiones, ciertas palabras y algunos diálogos de la primera mitad de la cinta adquieren aquí nueva dimensión de significado. Un perfil más oscuro e inquietante surge en Harry a la vez que la psicopatía obsesiva de Lettie por su hermano llega a la máxima eclosión, y estalla del todo cuando, en un brutal giro de los acontecimientos, Hester muere y Lettie es culpada de su envenenamiento, procesada, juzgada y condenada a muerte. Toda la relación de dependencias emocionales, de rencores y desamores personales entre Harry y Lettie culminan en un intercambio de venganzas promovidas por un odio total y absoluto, en el que Lettie, una vez más, se termina saliendo con la suya.

O tal vez no. Eso quiere hacernos creer la conclusión feliz, en la que Harry, solo en la gran casona, tras vaciar la botella de veneno, ve entrar de nuevo a Deborah por la puerta, reconstruyen su relación al instante, justo antes de celebrar la salud recobrada de Hester. Naturalmente, el espectador se queda inicialmente noqueado al volver a ver a Hester pero… ¿es un absurdo, o tal vez la ilusión que vive Harry en el momento crucial, trascendental, del triunfo final de Lettie, cuando ella logra definitivamente que él sea suyo para siempre?

Una película que transcurre por la pantanosa zona del incesto, de la dominación, de la insana atracción (de la castración, dirían los psicoanalistas) dentro de esa corriente «psicologista» que dominó cierto cine de Hollywood de la posguerra mundial, en la que Robert Siodmak fue uno de los máximos exponentes.

90º aniversario de Drácula, de Tod Browning, en La Torre de Babel de Aragón Radio

Dracula (1931) - Turner Classic Movies

Nueva entrega de la sección de cine en el programa La Torre de Babel, de Aragón Radio, la radio pública de Aragón, en este caso dedicada al 90º aniversario del estreno de Drácula, la película de Tod Browning que convirtió en estrella y futuro juguete roto a Bela Lugosi.

(desde el minuto 13:08)

Donde hay pelo hay alegría: El lobo humano (Werewolf of London, Stuart Walker, 1935)

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En la década de los treinta del pasado siglo, los estudios Universal dieron inesperadamente con la clave de un éxito a priori insólito. El estado de psicosis social y la incertidumbre colectiva derivados del crack bursátil de 1929 predispusieron al público norteamericano, que sufría en sus carnes el desempleo y la precariedad, a ver reflejados en la pantalla el terror de su día a día bajo la forma de los miedos más clásicos, de la irracionalidad, la fantasía y los monstruos de los horrores infantiles, del temor más básico, a lo desconocido, a lo inexplicable. Asistiendo al espectáculo distante y aséptico del terror vivido por otros, empatizando con unos personajes al borde de la muerte y la destrucción provocadas por monstruosas y demoníacas fuerzas sobrenaturales, conjuraban de algún modo sus miserias diarias y separaban el auténtico terror de las tribulaciones más mundanas de la realidad cotidiana. La observación de unos personajes acosados por vampiros o por seres vueltos a la vida después de la muerte hacían de la lucha por la vida, de la búsqueda de empleo, de manutención o de cuartos con los que salir adelante un empeño mucho más terrenal y vencible. A partir de la tremenda repercusión de Drácula (Dracula, Tod Browning, 1931) o El doctor Frankenstein (Frankenstein, James Whale, 1931), o de la producción de Paramount El hombre y el monstruo (Dr. Jekyll and Mr. Hyde, Rouben Mamoulian, 1931), los estudios Universal crearon su célebre unidad específica dedicada a la producción de películas de terror, casi siempre dentro de unos parámetros comunes: presupuestos muy limitados, metrajes muy concentrado (en torno a setenta minutos de duración), tramas en las que el terror irrumpe para perturbar una incipiente y romántica relación de pareja y una puesta en escena que, con particular predilección por la época victoriana, combina elementos germánicos, aires orientalizantes (exóticos, tanto del Este de Europa como del Próximo y Extremo Oriente) y el gusto por el arte futurista en la construcción de decorados para la puesta en escena (laboratorios, criptas y sótanos repletos de utillaje, frascos, probetas, líquidos humeantes no identificados, maquinarias, engranajes, generadores, extravagantes invenciones tecnológicas…).

El lobo humano cumple cada uno de estos extremos en su presentación convencional de la manida leyenda del hombre lobo: Wilfred Glendon (Henry Hull), reconocido doctor en botánica, viaja al Tíbet con el fin de localizar e importar a Inglaterra una extraña flor que nace, crece y vive bajo el influjo de la Luna. En la culminación de su accidentada y peligrosa peripecia, no obstante, le aguarda un colofón terrible: en el momento de recolectar su preciada flor exótica, es atacado y mordido por una extraña criatura, un lobo con forma humana, de la que, sin embargo, logra escapar para retornar al hogar. De vuelta a Londres, empero, recibe la visita de un misterioso individuo, el doctor Yogami (Warner Oland), que, extrañamente conocedor del terrible episodio vivido por Glendon en el Tíbet, le informa del extraordinario maleficio que le amenaza: de no ser capaz de criar y reproducir con éxito esas flores en su invernadero londinense, único antídoto contra la maldición, su destino es el que convertirse cada noche de luna llena en hombre lobo y matar al menos a un ser humano cada una de esas noches; no termina ahí la advertencia: le informa de que serán dos, y no uno, los hombres lobo que acechen las calles de Londres… Las burlas iniciales ante las que que toma por advertencias de un loco va mutando en un escepticismo nervioso hasta que los hechos confirman sus temores más pesimistas. La tensión y la preocupación derivadas de la necesidad de ponerse a salvo, tanto a él como a sus seres queridos, más que presumibles víctimas, por mera proximidad, de sus brotes asesinos, terminan por afectar a su vida social, convirtiéndolo en un misántropo, un ser huraño y arisco, y, por supuesto, a su romántico matrimonio con la dulce Lisa (Valerie Hobson), que parece estrechar cada vez más su renacida amistad de infancia con su eterno enamorado Paul (Lester Matthews).

El tenebroso Londres recreado a imagen y semejanza del terrorífico distrito victoriano de Whitechapel, cuna de los crímenes de Jack el Destripador (callejones, calles empedradas, nieblas omnipresentes), es el escenario por el que transitan los licántropos, con esporádicas e inquietantes visitas al zoo (reseñable es la escena en la que el lobo humano deambula por su interior) que avanzan las famosas secuencias de terror animal de La mujer pantera (Cat People, Jacques Tourneur, 1942) y puntuales toques de humor al más puro estilo británico, producto de las reacciones ante lo impensable de ciertos personajes secundarios (en particular, las dos alcahuetas que se dedican a alquilar habitaciones). Meritorias son, asimismo, producto de la necesidad hecha virtud, los momentos de transformación, en los que se aprovechan los elementos de iluminación y decoración (columnas, puertas, sombras…) para insertar los cortes que permiten mostrar la evolución del cambio de hombre a lobo, compensando las limitaciones tecnológicas con el uso creativo de la puesta en escena, por más que la caracterización de Hull como hombre lobo resulte más humana que lobuna, según parece, por el empeño del actor en que un excesivo maquillaje, al estilo Lugosi o Karloff, impidiera su reconocimiento por el público. Continuar leyendo «Donde hay pelo hay alegría: El lobo humano (Werewolf of London, Stuart Walker, 1935)»

Mis escenas favoritas: Drácula (George Melford, 1931)

Siguiendo la política de filmar talkies, las versiones en otros idiomas de las películas de Hollywood, previa a la instauración del doblaje, George Melford rodó, en paralelo con la famosa adaptación de Tod Browning protagonizada por Bela Lugosi, la versión española de Drácula, basada en las obras de teatro que en Inglaterra y Estados Unidos contribuyeron a popularizar extraordinariamente la ya de por sí célebre novela de Bram Stoker. Más dinámica y completa, mejor interpretada y más capaz de sacar partido a pasajes de la novela y a escenarios y decorados que en la película de Browning quedaron suprimidos o relegados, la obra de Melford, protagonizada por el cordobés Carlos Villarías y la mexicana Lupita Tovar, acompañados por otros actores españoles y mexicanos como Pablo Álvarez Rubio, Eduardo Arozamena o Barry Norton (de nombre real Alfredo C. Birabén, de origen argentino), va adquiriendo con el tiempo mayor reconocimiento que su coetánea en inglés. Rodada en el mismo estudio en las horas libres que dejaba el rodaje de Browning (especialmente por las noches, en un irónico guiño a la condición vampírica de su protagonista), el rodaje resultó mucho más breve y económico, y proporcionó a la Universal de Carl Laemmle Jr. un buen pellizco de los beneficios que a la postre evitaron su desaparición como estudio.

De mafias y pifias: El Don ha muerto (The Don is dead (Beautiful but deadly), Richard Fleischer, 1973)

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Cualquier éxito abrumador en el cine de Hollywood conlleva un doble efecto: por un lado, las secuelas, a veces interminables, que terminan por desustanciar y desvirtuar la idea original (lo mismo que ocurre con las series de televisión y sus inacabables temporadas continuadas hasta la extenuación); por otro, el fenómeno emulación. El Don ha muerto (The Don is dead (Beautiful but deadly), Richard Fleischer, 1973) fue la respuesta de Universal al clamoroso triunfo que Paramount se había anotado con El padrino de Francis F. Coppola, cuya segunda parte estaba por entonces en proceso de producción. Y, más que respuesta, fue todo un caso de imitación, como suele ocurrir, tremendamente fallida a pesar de encontrarse a los mandos un cineasta muy competente y estimable, consumado especialista en estos géneros de la intriga, la acción y el crimen organizado.

El guion, escrito a varios pares de manos a partir de una novela de Marvin H. Albert, que también intervino en la cocción, contiene demasiados puntos en común con la obra de Mario Puzo, pero nada sublimados, alejados por completo del aroma shakespeariano, de violenta tragedia en lucha contra el destino, que Coppola le impuso; muy al contrario, Fleischer busca y se recrea en la violencia, parece que el mayor de sus intereses ha sido diseñar y coreografiar las secuencias en las que los distintos miembros de las familias mafiosas enfrentadas son liquidados con todo derroche de plomo, sangre y cacharrería. El punto de partida es la muerte (natural) del jefe de una de las tres familias, los Regalbuto, que manejan el cotarro de los negocios ilegales de una ciudad norteamericana no identificada. Reunida en Las Vegas la comisión nacional creada por la Mafia para la gestión común del crimen organizado en el país, se acuerda que el territorio de los Regalbuto se reparta entre las otras dos familias, los DiMorra, encabezados por su patriarca, Angelo (Anthony Quinn), gran amigo del difunto y casi padrino de su único heredero, Frank (Robert Forster), y los Bernardo, que al tener a su cabecilla en prisión son dirigidos por su consigliere, Luigi Orlando (Charles Cioffi), que a su vez se deja influir demasiado por sus ambiciones y sus apetencias, en especial si tienen que ver con María (Jo Anne Meredith), una antigua prostituta a la que ha convertido en su amante. Los hermanos Fargo, Tony (Frederic Forrest) y Vince (Al Lettieri) aprovechan la ocasión para obtener el permiso de la comisión para establecerse por su cuenta, aunque al servicio de las otras familias en aquello en lo que necesiten, y Frank obtiene la promesa de, a la muerte de Angelo DiMorra, que no tiene esposa ni hijos, heredar sus antiguos territorios y todo lo que pertenece al viejo Angelo. No obstante, Luigi Orlando tiene sus propias intenciones ocultas: mientras su jefe, Jimmy Bernardo, sigue en prisión, idea un plan para azuzar a los DiMorra contra Frank y los Fargo, y de este modo quedarse con toda la ciudad.

Nos encontramos, por tanto, ante el consabido pastel mafioso lleno de encerronas, tiroteos, muertes violentas, coacciones, extorsiones y traición, en el que dos ramas del crimen organizado luchan encarnizadamente en busca de la extinción del adversario mientras un tercero mira y trata de aprovechar la situación. No obstante, el guion, por un lado, descuida el papel y la presencia de las autoridades políticas, judiciales y policiales de la ciudad (la policía aparece tangencialmente, como parte del paisaje urbano o en forma del sonido de las sirenas), y del papel hostil, arbitral, cómplice o antagónico que podrían representar para los distintos bandos mafiosos, o del carácter determinante que podrían tener para la resolución de la guerra de bandas. Por otro, abusa de tópicos y situaciones ya vistos en la película de Coppola, c Continuar leyendo «De mafias y pifias: El Don ha muerto (The Don is dead (Beautiful but deadly), Richard Fleischer, 1973)»

Vidas de película – Nina Foch

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Nacida en Leiden (Países Bajos, 1924), Nina Consuelo Fock, hija de un neerlandés director de orquesta -Dirk Fock- y de madre estadounidense, saltó al cine como Nina Foch en los años cuarenta con Canción inolvidable (A song to remember, 1944), biopic sobre Chopin con Cornel Wilde, Paul Muni, Merle Oberon y George Macready dirigido por Charles Vidor, y Cerco de odio (The dark past, 1948), cinta negra de serie B del antiguo director de fotografía Rudolph Maté con los prometedores William Holden y Lee J. Cobb.

Contratada primero por la Universal y después en Columbia, su mejor época fueron los años cincuenta, en los que encadenó intervenciones en Un americano en París (An American in Paris, Vincente Minnelli, 1951), Un fresco en apuros (You’re never too young, Norman Taurog, 1955), con el dúo Dean Martin-Jerry Lewis, Los diez mandamientos (The ten commandments, Cecil B. DeMille, 1956), Espartaco (Spartacus, Stanley Kubrick, 1960), y sus dos apariciones más sonadas, como la reina María Antonieta en Scaramouche (George Sidney, 1952), y en su única nominación al Óscar por La torre de los ambiciosos (Executive suite, Robert Wise, 1954).

Casada en tres ocasiones, falleció en 2008.

El progreso del sonoro: El hombre y el monstruo (Dr. Jekyll and Mr. Hyde, Rouben Mamoulian, 1931)

El hombre y el monstruo

El desarrollo del cine dotado de sonido tiene en El hombre y el monstruo (Dr. Jekyll and Mr. Hyde, 1931) un hito fundamental. Más allá de constituirse como uno de los puntales clásicos del cine de terror, lanzado por la siempre sofisticada Metro-Goldwyn-Mayer en directa competencia con los solventes productos del género con que la Universal estaba copando el naciente mercado de este tipo de productos, y dejando a un lado el hecho de que el invariablemente complicado Rouben Mamoulian se adjudicara así la mejor adaptación que la inmortal obra de Stevenson ha tenido en la gran pantalla, la película supone una revolucionaria conjunción de elementos audiovisuales que conforman un metraje dinámico, de inagotable imaginación estética y experimentación formal, sin duda a la altura de la gran película alemana del género estrenada el mismo año, la célebre M, de Fritz Lang.

No es la trama, por conocida, sino la forma, la cuestión principal. Sabido es que la novela de Stevenson, y todas las versiones cinematográficas de ella desde esta de Mamoulian, contribuye junto al Frankenstein de Mary Shelley a la instauración del tema del «científico loco», en este caso a través de un médico (Fredric March) que afirma la posibilidad de separar, mediante la ingestión de una fórmula química, la doble naturaleza moral, positiva y negativa, del ser humano, de manera que resulte posible aislar y erradicar los comportamientos negativos. Lugar común es también que en la historia, en la película, y en las demás películas, en el fondo este argumento crucial adquiere la forma de una tensión erótica entre dos mujeres que suponen dos estilos de vida (y dos formas de concebir el sexo) de signo opuesto: la prometida, Muriel (Rose Hobart), la hija de un prestigioso militar retirado (Haliwell Hobbes), supone emparentar con una familia tradicional de la buena sociedad, formar un hogar y adscribirse a los ritmos y esquemas de la vida aristocrática; en cambio, la cabaretera (y/o prostituta) Ivy Pearson (Miriam Hopkins) encarna la libertad (o el libertinaje), una vida alternativa, alejada de convenciones y ataduras sociales, de compromisos y compartimentos estancos, en la que no existe la rendición de cuentas. Una vida, la primera, es la vida de día; la segunda, la «otra», es la vida de noche, clandestina, oculta a los ojos de la sociedad que juzga y premia o castiga. Esta historia de terror que se erige igualmente en tratado sobre hipocresía social cuenta con una ventaja añadida: al haberse concebido, filmado y estrenado antes de la entrada en vigor del llamado Código Hays, el mecanismo autorregulador (en cristiano: censura) establecido por los estudios, la película no se corta al retratar dos extremos, una doble presencia soterrada, latente. La primera, la violencia apenas contenida bajo el paraguas del aparente orden social; la segunda, el erotismo insinuado de manera algo más que velada a través del prometido que «no puede aguantar más» y desea casarse cuanto antes, o de su lado «oscuro», el que desde la primera noche busca cometer el pecado máximo, el mayor quebrantamiento de la ley que rige durante las horas del día, la satisfacción de sus instintos más bajos convirtiéndose en amante de Ivy, una joven a la que Jekyll desea en el momento en que la conoce, pero a la que rechaza cuando ella se le ofrece por razones que no tienen nada que ver con el deseo, sino con los convencionalismos sociales.

Esta capacidad de sintetizar terror, sexo y crítica social viene complementada y magistralmente subrayada por la forma cinematográfica empleada por Mamoulian. Continuar leyendo «El progreso del sonoro: El hombre y el monstruo (Dr. Jekyll and Mr. Hyde, Rouben Mamoulian, 1931)»

El terror como producto sociológico: Universal horror (Kevin Brownlow, 1998)

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El cine de terror ha gozado de sus mejores momentos siempre como reflejo de un estado sociológico determinado. Al igual que el cine negro clásico no habría podido concebirse en la forma en que hoy lo conocemos sin el efecto que los horrores conocidos durante la Segunda Guerra Mundial tuvieron en los norteamericanos y extranjeros asimilados a Hollywood que la vivieron de cerca ni sin los traumas ligados a las dificultades de readaptación de los ex combatientes a la vida civil, el cine terror en sus diversas formas, el de zombis, por ejemplo, ha disfrutado de sus más prestigiosas y mejores épocas como resultado de conmociones colectivas previas o contemporáneas, como al principio de los años treinta, efecto colateral de los desastres provocados por el crack del veintinueve (con títulos que van desde La legión de los hombres sin almaWhite zombie-, Victor Halperin, 1932, a Yo anduve con un zombiI walked with a zombie-, Jacques Tourneur, 1943), o como plasmación de la ebullición ideológica y social de los años sesenta en Estados Unidos (La noche de los muertos vivientesNight of the living dead-, George A. Romero, estrenada nada menos que en pleno y convulso 68). Los estudios Universal fueron los que con más talento y originalidad capitalizaron este renacido interés por el mundo del terror, legando a la posteridad una imprescindible colección de títulos que no sólo suponen las más altas cimas del género a lo largo de la historia del cine, sino que se han convertido en iconos universales (nunca mejor dicho) que han llegado a menudo a condicionar, como poco estéticamente, pero incluso mucho más allá, los recuerdos y evocaciones que el público ha hecho de aquellos personajes e historias basados en originales literarios que, después de pasar por el filtro del cine, ya no han vuelto a ser lo que fueron, que siempre serán como el cine los dibujó.

El espléndido documental de Kevin Brownlow, Universal horror producción británica de 1998, recorre todo este magnífico periodo de terror cinematográfico desde principios de los años treinta a mediados o finales de los cuarenta, deteniéndose en los antecedentes literarios (Bram Stoker, Mary Shelley, Lord Byron, Edgar Allan Poe, Gaston Leroux, H.G. Wells, etc., etc.), cinematográficos (Rupert Julian y Lon Chaney, Robert Wiene, F. W. Murnau, Fritz Lang, etc., etc.) y sociológicos (el impacto que supusieron los desastres de la Primera Guerra Mundial y el descubrimiento de la muerte violenta de militares e inocentes a gran escala, o incluso los avances médicos que posibilitaron la supervivencia de heridos que en cualquier otro momento histórico previo habrían muerto y que ahora mostraban abiertamente malformaciones, mutilaciones, taras, etc., ante el indisimulado morbo de cierto público) que desembocaron en un interés y una aceptación sin precedentes por las películas de horror, por lo gótico, lo grotesco, lo extraño y extravagante. Igualmente, el documental aborda las figuras de Carl Laemmle, Carl Laemmle Jr. e Irving Thalberg, los valedores industriales de esta nueva corriente, así como por los productos más conocidos y trascendentales del momento, los personajes más importantes (el Golem, Drácula, Frankenstein, el Hombre Lobo, el Hombre Invisible, el Doctor Jeckyll, Mr. Hyde, King Kong, entre muchos otros), los actores que los interpretaron (Lon Chaney, Bela Lugosi, Boris Karloff, Claude Rains, Fredric March, Elsa Lanchester, etc. etc.) y los directores que los hicieron inmortales (Tod Browning, James Whale, Robert y Curt Siodmak, Rouben Mamoulian…), a menudo con testimonios de «primera mano» de hijos, nietos y demás amigos y parientes de los implicados en el cine de aquellos tiempos, o de veteranos actores y escritores (como el caso de Ray Bradbury) fallecido hace unos 2 años, que relatan sus experiencias vitales como espectadores impresionados por aquel cine.

Con un buen ritmo narrativo que logra mantener el interés durante la hora y media de metraje, y con abundancia de imágenes ilustrativas de los argumentos expositivos, tanto de secuencias clave de los propios clásicos cinematográficos que recupera como de material fotográfico de archivo, que recogen la vida en los estudios, los rodajes, la labor de maquillaje, los trabajos de ambientación y puesta en escena, la creación de efectos especiales, o incluso de simpáticas apariciones de actores caracterizados como monstruos en interacción con el personal técnico o los compañeros de reparto (especialmente algunas cómicas apariciones de Karloff, con su maquillaje verde, intentado estrangular a alguien o, sencillamente, tomándose un café), el documental se detiene especialmente en señalar los orígenes literarios de muchas de estas creaciones (incluso a través de secuencias de películas de tema literario referidas a esos momentos, como el film mudo que representa la noche en Villa Diodati en la que Byron y Shelley dieron a luz El vampiro y Frankenstein), Continuar leyendo «El terror como producto sociológico: Universal horror (Kevin Brownlow, 1998)»

Vidas de película – Darryl F. Zanuck

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Aquí tenemos al gran Darryl Francis Zanuck, toda una leyenda de Hollywood y miembro de esta tribu del periodo dorado del sistema de estudios que bien podría llamarse «de los productores totales», en su caso, al mando de la Twentieth Century Fox, de la cual surgieron bajo su mandato estrellas como Tyrone Power, Gene Tierney o Henry Fonda. Su característica primordial es que, en la línea del más legendario todavía Irving Thalberg, Zanuck no se limitaba a ser un tipo autoritario y con dinero capaz de sacar adelante cualquier proyecto, sino que contaba con auténtico talento para entender y desarrollar guiones, conformar historias y estudiar seriamente las verdaderas posibilidades de una producción.

Formado en las filas de Mack Sennett, pasó después por la Warner Bros. antes de fundar en los años 30, junto a William Fox y otros, el estudio cinematográfico más reconocible por la música de su cortinilla inicial. De inmediato, Zanuck dio luz verde a algunos de los títulos más míticos de John Ford, como El joven Lincoln (Young Mr. Lincoln, 1939), Las uvas de la ira (The grapes of wrath, 1940), ¡Qué verde era mi valle! (How green was my valley, 1941) -su primer Oscar a la mejor película- o Pasión de los fuertes (My darling Clementine, 1946).

Ideó las famosas películas de Sherlock Holmes con Basil Rathbone y Nigel Bruce antes de que pasaran a los estudios Universal, y produjo algunas de las primeras películas de Elia Kazan, como ¡Viva Zapata! (1952). Sus otros dos premios Oscar a la mejor película fueron por la cinta de Elia Kazan La barrera invisible (Gentleman’s agreement, 1947) y Eva al desnudo (All about Eve, Joseph L. Mankiewicz, 1950).

Darryl F. Zanuck falleció en 1979 a los 67 años.