Hollywood encuentra a Villar del Río: escritores españoles en la meca del cine

Edgar Neville, un ser único - Ramón Rozas - Galiciae

La muerte en Madrid de María Antonia Abad Fernández, Sara Montiel, el 8 de abril de 2013, motivó un considerable revuelo mediático. No era para menos, teniendo en cuenta que con ella desaparecía una de las más importantes estrellas del cine español de la dictadura, ese periodo que, al menos sociológicamente, una buena parte de ciudadanos españoles se resiste a abandonar. Sin embargo, entre tantos reportajes, crónicas, editoriales y artículos se coló, recitada como un mantra, un dogma de fe, un trabajo copiado de El rincón del vago o un eslogan repetido machaconamente en la “línea Goebbels” (una mentira repetida mil veces se convierte en realidad), una afirmación verdaderamente chocante, sostenida unánimemente por periódicos y revistas, emisoras de radio, informativos de televisión y páginas de Internet de todo tipo, color, tendencia o inclinación, aunque con ligeras variantes: se dijo, por ejemplo, entre otras cosas, que Sara Montiel había sido “la primera española que triunfó en Hollywood”; o bien “la primera actriz española en conquistar Hollywood”; o, por último, “la primera artista española en tener éxito en Hollywood”. Obviamente, esta declaración, en cualquiera de sus formulaciones, es falsa de toda falsedad.

Que los medios de comunicación españoles, incluidos aquellos que pueden considerarse solventes o, para mayor escarnio, los que dicen estar especializados en cine, registren este incierto lugar común y lo eleven a la categoría de axioma informativo (como suelen tener por costumbre, dicho sea de paso, en cualquiera de los restantes ámbitos de su actividad cotidiana) no sorprende ya demasiado; esta clase de explosiones de papanatismo patrio suelen producirse como reflejo tardío (o quizá no tanto) de esa España acomplejada y provinciana que todavía pervive, más de lo que nos gustaría y mucho más de lo que sería conveniente, bajo la capa de modernidad y tecnología que la recubre superficialmente como un fino papel de regalo que envuelve el vacío, esa España a lo Villar del Río, el pueblecito que Luis García Berlanga y Juan Antonio Bardem, con apoyo de Miguel Mihura, diseñaron para su magistral ¡Bienvenido, Míster Marshall! (1953), que se deja fascinar y entontecer por cualquier impresión, por lo general incompleta y errónea, proporcionada por sus ambiguas relaciones con el exterior. Quiere la casualidad que el ficticio Villar del Río berlanguiano (el real y tangible está en la provincia de Soria y no llega a los doscientos habitantes) se ubicara en la madrileña localidad de Guadalix de la Sierra, la misma en la que, decenios más tarde, cierto canal televisivo con preocupante afición por la ponzoña situaría su patético espectáculo de falsa telerrealidad con título de reminiscencias orwellianas, con lo que la reducción de esa España pacata y súbdita, atrasada y cateta, al inventado Villar del Río, sea en su versión clásica cinematográfica o en su traslación posmoderna televisiva, alcanza un asombroso grado de lucidez.

Pero lo cierto es que, más allá de su rico y simpático anecdotario con las estrellas de la época (como el tan manido relato de cuando, presuntamente, le frió los huevos –de gallina- a Marlon Brando), resulta más que cuestionable que Sara Montiel llegara a triunfar en Hollywood o a conquistar algo aparte del que fue su marido, el director Anthony Mann, su verdadera puerta de entrada (giratoria, en todo caso) a la vida social hollywoodiense. Aunque en México llegó a participar hasta en catorce películas, sólo intervino, en papeles irrelevantes, en cuatro títulos de producción norteamericana: Aquel hombre de Tánger (Robert Elwyn y Luis María Delgado, 1953), en realidad una coproducción con España que nadie recuerda, las notables Vera Cruz (Robert Aldrich, 1954) y Yuma (Samuel Fuller, 1957), aunque su presencia es residual, casi incidental, y la olvidable Dos pasiones y un amor (Serenade, Anthony Mann, 1956), vehículo para el exclusivo lucimiento del tenor Mario Lanza. Lo que sí es indudable es que Sara Montiel no fue ni la primera española, ni tampoco la primera actriz, ni tan siquiera la primera artista, en hacerse un exitoso hueco en Hollywood, y que sus logros, si se los puede llamar así, fueron superados con creces, antes y después, por los de otros muchos profesionales (actores y actrices, técnicos, guionistas y escritores) de procedencia española. Son los casos, por ejemplo, de los intérpretes Antonio Moreno y Conchita Montenegro.

El madrileño Antonio Garrido Monteagudo Moreno, conocido artísticamente como Antonio Moreno o Tony Moreno, fue un auténtico sex-symbol del cine silente, en abierta rivalidad y competencia con los otros dos grandes nombres del momento, Rodolfo Valentino y Ramón Novarro, y, como ellos, conocido homosexual a pesar de su éxito entre el público femenino y de sus matrimonios forzados por los estudios para guardar las apariencias. Moreno llegó a compartir créditos como protagonista masculino con Greta Garbo, Clara Bow, Gloria Swanson o Pola Negri, y más adelante, como secundario de lujo, por ejemplo, junto a John Wayne en Centauros del desierto (The Searchers, John Ford, 1956), con el que comparte una, para los españoles, curiosa escena sólo apreciable si se visiona en versión original (“Salud”/“Y pesetas”/“Y tiempo para gastarlas”). La donostiarra Conchita Montenegro (Concepción Andrés Picado) fue toda una diva. Llegó a Hollywood en 1930, casi al mismo tiempo que un grupo de escritores españoles reclamados por la nueva industria del cine sonoro para la filmación de los llamados talkies, cuando, antes de la invención del doblaje, las películas norteamericanas encontraban dificultades para su distribución en países de habla no inglesa y era preciso filmar las mismas películas en distintos idiomas, con diferentes directores, repartos, equipos técnicos y guionistas turnándose en el rodaje de las mismas secuencias, en los mismos decorados, pero en distinta lengua (célebre es el caso de Drácula, de Tod Browning, película de 1931 protagonizada por Bela Lugosi que tiene su paralela en castellano, dirigida por George Melford, con el andaluz Carlos Villarías como vampiro hispano, y que no desmerece en ningún aspecto al “original” en inglés, si es que no lo supera). Conchita Montenegro acudió a Hollywood como actriz de talkies en español, pero su solvencia y su calidad como intérprete, y su aprendizaje acelerado del idioma gracias a la ayuda del cineasta, escritor y diplomático español Edgar Neville y de un buen amigo suyo, el mismísimo Charles Chaplin, le permitieron dar el salto a las cintas en inglés, llegando a compartir cartel con Leslie Howard, Norma Shearer, Robert Montgomery, George O’Brien, Lionel Barrymore, Victor McLaglen, Robert Taylor o Clark Gable, al que se negó a besar durante una prueba con una mueca de desprecio que fue la comidilla en Hollywood. Continuar leyendo «Hollywood encuentra a Villar del Río: escritores españoles en la meca del cine»

Turismo por lugares de película en La Torre de Babel, de Aragón Radio.

Nueva entrega de mi sección en el programa La Torre de Babel, de Aragón Radio, la radio pública de Aragón, en este caso dedicada a hablar de algunos lugares míticos inventados por las películas: la Barranca de Solo los ángeles tienen alas (Only Angels Have Wings, Howard Hawks, 1939), la Innisfree de El hombre tranquilo (The Quiet Man, John Ford, 1952), la Brigadoon de Vincente Minnelli (1954) y la Freedonia de los hermanos Marx en Sopa de ganso (Duck Soup, Leo McCarey, 1933).

(desde el minuto 14)

Lección de plástica cinematográfica: La legión invencible (She wore a yellow ribbon, John Ford, 1949)

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¿Puede conseguirse una obra maestra del western (apartado caballería, sección guerras indias), hurtando al espectador el hipotético clímax común a estas películas, el choque entre los guerreros indios y los «casacas azules», ya sea en la modalidad de asalto al fuerte, persecución y tiroteo por la pradera, ya en la emboscada o invasión y aniquilación del poblado indio? Respuesta: sí, se puede, cuando te llamas John Ford.

Tras sus primeros reveses comerciales, la productora Argosy, fundada por John Ford y Merian C. Cooper (codirector de King Kong, todo un personaje del cine, la aventura, la exploración, las fuerzas aéreas americanas, y otro montón de facetas y disciplinas), encontró en la recuperación del western la forma de resarcirse del fracaso en las taquillas y de financiar futuros proyectos. De ahí surge la llamada «trilogía de la caballería», inspirada en los relatos del escritor, de corte imperialista y de tintes más que racistas con los nativos americanos, James Warner Bellah (publicados en España por la editorial Valdemar). En La legión invencible (She wore a yellow ribbon, 1949) -cuyo título original se toma de una canción tradicional que recoge la costumbre de las prometidas a soldados de caballería de adornarse con una cinta amarilla-, el segundo capítulo de la serie, adaptado por Frank S. Nugent y Laurence Stallings, Ford se centra en la vida de un oficial de la caballería, Nathan Brittles (John Wayne) como arquetipo del soldado americano de la frontera, y también de un sentido de la vocación de servicio y de la profesionalidad próximos -ya entonces, hoy prácticamente inexistente- a extinguirse.

Brittles es el oficial de campaña de mayor graduación de un fuerte en la frontera en los días de 1876 que siguen a la legendaria derrota y aniquilación del séptimo de caballería del general Custer en Little Big Horn. Los vencedores de aquel combate, los sioux, cheyennes, arapahoes y kiowas, han construido una gran alianza para enfrentarse a los blancos y expulsarlos de la pradera. Brittles, a seis días de la jubilación, recibe la orden de dificultar la concentración de grandes grupos de indios en los alrededores, de investigar e impedir la entrega de rifles a los indios por parte de los traficantes de armas, y también la de acompañar a la esposa (Mildred Natwick) y la sobrina (Joanne Dru) del comandante del puesto (George O’Brien) a la parada de diligencias más cercana para que puedan escapar de la zona de riesgo. En la columna de caballería se encuentran también los dos pretendientes de la chica (Harry ‘Dobe’ Carey Jr. y John Agar), ambos tenientes en fase de formación, y los dos sargentos más carismáticos del fuerte (Victor McLaglen y Ben Johnson). Lo más llamativo del guión es, además de la ausencia de clímax bélico (el encuentro con los indios no pasa de alguna que otra escaramuza y de la presencia de los restos de combates anteriores), que la misión de la caballería termina en fracaso. Brittles no logra impedir la reunión de enemigos, ni la llegada de los rifles, ni tampoco consigue poner a salvo a las mujeres.

No es el argumento o la trama guerrera lo que más importa a John Ford en esta historia, sino el retrato de la vida de los soldados, y de la realidad a la que se enfrentan cotidianamente. Continuar leyendo «Lección de plástica cinematográfica: La legión invencible (She wore a yellow ribbon, John Ford, 1949)»

Música para una banda sonora vital – El hombre tranquilo (The quiet man, John Ford, 1952)

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Este blog cumple hoy siete años.

Para celebrarlo, nada mejor que algunos de los temas que forman parte de la hermosísima banda sonora musical que compuso Victor Young para esta maravillosa comedia dramática de ambiente irlandés dirigida por John Ford a partir de los relatos de Maurice Walsh, una buena muestra de ese género no establecido que podría denominarse cine que reconcilia con la vida.

¡¡Bienvenidos a Innisfree!!

Amistad y aventuras coloniales: Gunga Din (George Stevens, 1939)

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Inspirada en un poema de Rudyard Kipling, Gunga Din, otra obra mayor de la «quinta» del 39 (una de las mejores cosechas de la historia del cine la de aquel año) dirigida en esta ocasión por George Stevens (uno de los grandes directores del cine clásico más olvidados con el paso del tiempo), parte de una premisa compartida con el western clásico, si bien convenientemente traducida al entorno de la India colonial de la era victoriana: tres sargentos británicos unidos por una estrecha amistad, Cutter (de nombre Archibald, como el nombre de pila real del actor que lo interpreta, Cary Grant), MacChesney (Victor McLaglen) y Ballantine (Douglas Fairbanks, Jr.), son enviados con su destacamento hasta una aldea al norte de su campamento para reparar la línea de telégrafo cortada por los Estranguladores, una secta religiosa de adoradores de la diosa Kali que pretende expulsar a los británicos de la India. Así, los británicos desempeñan el mismo papel que tradicionalmente corresponde en los westerns a la caballería americana, mientras que  los indios de la India ocupan en la historia la posición de los indios de Norteamérica. Es decir, que nos encontramos con un retrato de la vida militar en la India del siglo XIX que alterna las columnas de soldados que recorren un paisaje que apenas oculta la amenaza de un enemigo hostil con el retrato costumbrista de la vida en un cuartel, incluida la ineludible secuencia que transcurre en un baile de sociedad.

Una vez superado ese punto de partida, la película ofrece otros aspectos de mucho mayor interés. El principal, la presencia de un humilde, sencillo e ingenuo aguador de las tropas, Gunga Din (Sam Jaffe), que sueña con enrolarse en las filas británicas para convertirse en soldado de Su Majestad. Y, por supuesto, las distintas pruebas a las que se somete la amistad a tres bandas de los sargentos, cada uno con sus distintas aspiraciones: la de Cutter, encontrar un tesoro y hacerse rico; la de Ballantine, casarse con su prometida, Emmy (Joan Fontaine, en uno de los papeles más insulsos y una de las interpretaciones más sosas de su carrera), y abandonar el servicio; y la de MacChesney, que no es otra que sujetar a sus amigos en la unidad para no perderlos y no sentirse solo y desamparado sin ellos. Todo ello, acompañado de las correspondientes escenas de acción y lucha, las más modestas, las que recogen peleas «de borrachera» entre soldados o cuerpo a cuerpo contra indios rebeldes, filmadas con notable torpeza y risible resultado; las más complejas, las que incluyen movimiento de los ejércitos y evolución de los personajes en escenarios o exteriores repletos de matices, rodadas con mucho mayor brío, talento y emoción y sin dejar de lado el suspense.

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De este modo, la lectura superficial de la película contiene en sus 117 minutos grandes dosis de amistad (con un tono irónico y humorístico que proporciona un buen puñado de momentos estimables, como la secuencia del ponche en el baile de celebración del compromiso) y acción (con la excelente secuencia del combate por los tejados del pueblo, estupendamente precedida del suspense de la eliminación uno por uno de los centinelas), con apuntes de cine de aventuras (la fuga de Cutter que Gunga Din propicia y su descubrimiento del templo de oro donde se oculta el enemigo, el cruce del puente colgante…) y toques románticos (la relación de Ballantine y Emmy, la lucha de él por mantenerse ligado a sus amigos y a la milicia y la de ella frente a los otros sargentos por apartarle de todo eso). Tratándose de Kipling y de un guión escrito y reescrito por ocho manos distintas, entre las que se incluyen los grandes Ben Hecht y Charles MacArthur, estos extremos quedan reflejados con suficiencia, si bien el paso del tiempo ha afectado a no pocas de las bromas y al tratamiento de algunas secuencias de acción que han quedado irremisiblemente envejecidas. La espléndida fotografía en blanco y negro, la inolvidable música de Alfred Newman, con influencia de las típicas fanfarrias militares, y la presencia periódica de las gaitas escocesas, terminan de conformar una atractiva atmósfera para la aventura propia de las grandes historias.

Pero, igualmente, tratándose de Kipling, cabe esperar un relato que ensalce las bondades del Imperio británico, así como la condición de la India como la primera y principal de sus colonias, la joya de ese Imperio (la reina Victoria se hizo así coronar Emperatriz de la India). Continuar leyendo «Amistad y aventuras coloniales: Gunga Din (George Stevens, 1939)»

La cultura del sucedáneo: Patos salvajes (1978)

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El director Andrew V. McLaglen apenas puede ocultar sus influencias personales y artísticas en sus películas. Hijo natural del actor Victor McLaglen (la letra V. del apellido indica, de hecho, el mismo nombre), es casi o tanto más hijo cinematográfico de uno de los grandes camaradas de su padre, nada menos que John Ford. Esto salta a la vista tanto en los argumentos de las películas dirigidas por Andrew, consagradas en su totalidad al western, al cine bélico o a las películas de acción, como también en la confección de sus repartos, entre los que se dan cita los habituales nombres del cine fordiano, desde John Wayne, James Stewart, Maureen O’Hara o Richard Widmark, hasta otros menos conocidos pero igualmente presentes como Harry Carey Jr., Ken Curtis, Jeff Corey, Woody Strode, Ben Johnson, etc., etc. Pero lo que más destaca en la filmografía de McLaglen hijo como director, es que es uno de los primeros y máximos exponentes de la cultura del sucedáneo. Desposeído del talento, de la pasión lírica y poética y del magistral ojo técnico para el encuadre de su “padre cinematográfico”, John Ford, las películas de McLaglen parecen eso mismo, sucedáneos, versiones planas y superficiales de las grandes historias fordianas, con a menudo las mismas caras, los mismos ambientes y los mismos entornos, a veces también con una puesta en escena pretendidamente similar, pero vacía de ese último sentido de Ford para componer imágenes elocuentes, soberbias, poéticas, significativas. Es decir, que el cine de McLaglen parece hecho por un mal imitador de Ford, una persona interesada por los mismos temas y argumentos pero desprovista de su talento, profundidad, capacidad técnica y hondura emocional. A lo largo de la carrera de McLaglen encontramos, por tanto, un puñado de westerns voluntariosos pero fallidos como las comedias El gran McLintock (1963), con John Wayne y Maureen O’Hara, o Una dama entre vaqueros (1966), de nuevo con O’Hara y James Stewart, o los más serios Desafío en el rancho (1967), con Doris Day, o Camino de Oregón (1967), protagonizada por Robert Mitchum y Richard Widmark, Chisum (1970) y La soga de la horca (1973), estos dos últimos de nuevo con Wayne, así como episodios de la guerra civil americana, como El valle de la violencia (1965), de nuevo con James Stewart, o Los indestructibles (1969), con John Wayne una vez más, acompañado por Rock Hudson; también hay títulos bélicos, como La brigada del diablo (1968), con William Holden, especie de edulcorada copia de Doce del patíbulo (Robert Aldrich, 1967), o Lobos marinos (1980), con Gregory Peck y David Niven, siguiendo las líneas marcadas por Los cañones de Navarone (J. Lee Thompson, 1961). Esa es otra característica extraña en McLaglen, su condición de obrador de refritos, no sólo sugeridos, sino también convertidos en continuaciones y remakes, como la serie televisiva Doce del patíbulo (1985), Cerco roto (1979), continuación no oficial de La cruz de hierro de Sam Peckinpah (1977), o la más evidente El regreso del río Kwai (1988). De entre todo este culto a la copia, el sucedáneo y la imitación desnaturalizada destaca, junto a Rescate en el Mar del Norte (1979), atípica película de acción situada en una plataforma petrolífera secuestrada por un grupo terrorista, Patos salvajes (1978), una cinta que bebe en parte del argumento del excelente western de Richard Brooks Los profesionales (The professionals, 1966).

Lo primero que llama la atención en la película, vista por un espectador español, es el cambio de título: en España se prefirió sustituir los gansos del original (‘geese’ es el plural de ‘goose’, “ganso”) por los patos, no se sabe muy bien por qué. En todo caso, nos hallamos ante una película floja de argumento y un tanto descuidada y, desde luego, escasa de medios, en lo visual, que encuentra su mayor virtud en las implicaciones derivadas de algunas cuestiones de su guión y en el cuarteto protagonista, un póquer compuesto por Richard Burton, Richard Harris, Roger Moore y el alemán Hardy Krüger, cuatro mercenarios contratados por un magnate inglés (Stewart Granger) para cuyos intereses comerciales y políticos conviene la liberación de un político africano al que quiere asesinar el militar golpista que lo ha derrocado. Para ello, ha ofrecido a cambio de su cabeza las mismas concesiones mineras de cobre que el político inglés explota actualmente. La posibilidad de perder ese negocio, además de la causa de la liberación del político, llevan a la contratación del grupo y a la confección de una pequeña unidad de veteranos ex combatientes para saltar en paracaídas sobre el campamento donde está preso, liberarlo y llegar a un cercano campo de aviación desde el que ser evacuados. Obviamente, el fantasma de la traición hace que el grupo sea abandonado a su suerte en un país hostil, debiendo abrirse paso a tiro limpio hasta tierra amiga sólo con la ayuda de un fanático sacerdote (Frank Finlay).

La película nos lleva desde el Londres inicial, en el que Burton recibe el encargo y trata de reunir a su grupo (Moore es un esbirro del crimen organizado metido en problemas y Harris anda ya retirado, preocupado tan sólo por cuidar de su hijo de nueve años), al entrenamiento en Swazilandia y Rhodesia (este país se independizó de Reino Unido en 1980 y pasó a llamarse Zimbabwe) y, finalmente, a un país indeterminado de la zona de los Grandes Lagos (Uganda, Ruanda, Burundi…) en el que tendrá lugar toda la segunda mitad de la cinta, antes de volver a Londres para la conclusión justiciera previsible. Poco, por tanto, se puede rascar de la película en el aspecto de la trama (frases altisonantes en referencia a la libertad de los pueblos en plena era de la descolonización; cambios de actitud, como en el caso de Krüger, militar sudafricano del apartheid, racista por tanto, que descubre en el discurso del político negro nuevos horizontes vitales; personajes planos y esquemáticos) o en el de la acción (la precariedad de medios, con una o dos excepciones –el bombardeo del puente y el ataque con la ballesta-, priva de verdadera elaboración de las secuencias de tiroteos y explosiones, quedando a veces la acción principal fuera del encuadre). Continuar leyendo «La cultura del sucedáneo: Patos salvajes (1978)»

El hombre intranquilo: El prado, de Jim Sheridan (1990)

Esta fenomenal película pasa habitualmente de largo por la memoria cinéfila habitual porque se encuentra cronológicamente entre las que son probablemente las dos mejores películas de su director, el irlandés Jim Sheridan, en concreto Mi pie izquierdo (My left foot, 1989) y En el nombre del padre (In the name of the father, 1993), mucho más a menudo glosadas, presentes en los comercios de cine doméstico y programadas por los responsables de los canales televisivos que esta pequeña joya, algo inferior a las otras dos en conjunto, pero igualmente excepcional. El prado (The field, 1990) puede funcionar asimismo como un negativo de otra obra mayor, El hombre tranquilo (The quiet man, John Ford, 1952), con la que comparte escenario, tema, elementos narrativos y guiños estéticos, pero teñidos de un aire sombrío, trágico, amargo.

Y es que en El prado, como en la película de Ford, nos encontramos con una pequeña localidad rural irlandesa, rodeada por una parte de acantilados y un mar embravecido, y por otra de bosques frondosos, llanuras verdes, muros de piedra, rocas grises y, de manera íntima, personal, espiritual, ecos de un pasado remoto, murmullos de otra era que susurran en gaélico la memoria del antiguo esplendor celta. Pero en este caso no nos encontramos con una especie de Brigadoon irlandés congelado en el tiempo, conservado como una postal soleada de un costumbrismo irlandés de cuento de hadas, una armónica colección de tipos humanos que beben, ríen, cantan, pelean, pugnan y se encuentran en una taberna cerveza o whisky en mano o cargando la pipa de tabaco al amor del fuego. Este pueblo irlandés es sombrío, triste, demacrado. Sus habitantes no son estereotipos, sino esforzados supervivientes que arrancan, cuando pueden, la vida de la tierra, que han luchado contra la dominación inglesa y han salido triunfantes (estamos en 1930), pero que han pagado un precio altísimo, prácticamente irreversible, primero a costa de las distintas etapas de la hambruna de la patata desde mediados del siglo XIX, y después como resultado de sus empeños bélicos (muertes, encarcelamientos, deportaciones, desapariciones…). Al igual que en Ford, encontramos un personaje de carácter, brusco, arisco, fuerte, corpulento, todo un exponente de tenacidad, orgullo y ambición; «Toro» McCabe (Richard Harris, nominado al Oscar por su excelsa labor de caracterización de un personaje sólido, grandioso, que incluso ha dado nombre a alguna que otra taberna irlandesa a lo largo del planeta), es una suerte de Victor McLaglen-Will Danaher, igual de cazurro y de paleto, teñido, eso sí, de resentimiento hacia la vida a causa del dolor que le produce el recuerdo de su hijo perdido, y también de decepción ante las debilidades del hijo que le queda (Sean Bean) y en cuyo futuro piensa constantemente, maniobrando sin cesar, ya sea en el campo de los matrimonios concertados, ya en las continuas insinuaciones que deja caer a la viuda del pueblo para que le venda el dichoso prado, fuente de sustento para su ganado, orgullo de su labor como granjero ejemplar, porción de fertilidad y futuro arrancada por su esfuerzo a las piedras, los matojos y las raíces que reinan por doquier en los alrededores. Al igual que Ford, Sheridan cuenta por tanto con una viuda (Frances Tomelty)  como eje central de la rumorología del pueblo, si bien en este caso no se trata de una solterona soñadora y frustrada finalmente incorporada a regañadientes al ambiente feliz dominante, sino una amargada que, por rencor, incluso odio, pondrá en la picota el futuro de los McCabe con su decisión de obviar el derecho de tanteo de su jornalero y poner a la venta el prado al mejor postor mediante subasta pública. El prado cuenta también con su borracho oficial, aunque no es el simpático taxista-alcahuete-rebelde de Ford (Barry Fitzgerald), sino un mezquino egoísta (excepcional, igualmente, John Hurt), que solo piensa en su propio provecho, ya sea una invitación esporádica a un trago, ya a un bocado de comida soltado como una migaja compasiva. Por contar, la película de Sheridan cuenta incluso con una joven pelirroja de piel blanca que levante las pasiones a su alrededor, si bien en este caso no se trata de una Maureen O’Hara-Mary Kate Danaher, heroína orgullosa, altiva y feminista -a su manera, o a la manera en que esto era posible en la indeterminada, en lo temporal, Irlanda de Ford-, sino de una gitana que vive en el campamento cercano al pueblo, un grupo de nómadas, casi todos jornaleros ambulantes, que se ganan la vida como pueden, pero que levantan sin cesar las suspicacias de los habitantes del lugar, celosos de sus tradiciones, de su moral católica, y de la conveniencia de cuidar a los más jóvenes evitándoles caer en la tentación de la carne, especialmente cuando muchachas libidinosas y desinhibidas se ofrecen con descaro y aire retador. El paralelismo de la cinta de Sheridan con la de Ford no estaría completo, desde luego, sin la figura del cura (Sean McGinley), que no es aquí narrador amable de las aventuras costumbristas de los habitantes de Innisfree, sino un sacerdote recién llegado que busca desesperadamente la forma de conectar con sus nuevos feligreses, y que se erige en detonante del drama y en implacable castigo final a los pecadores sin posibilidad de redención. Y, de manera más imprescindible todavía, sin la presencia del americano (Tom Berenger), el descendiente de emigrados que regresa al antiguo hogar familiar, no para trabajar la tierra en armonía con sus vecinos, haciéndose partícipe de los ritmos y las vivencias locales, creando un hogar y regando la tierra con su sudor, sino para especular, crear un imperio económico donde ahora reina la naturaleza, y, en lo que a McCabe afecta, convertir el fértil prado donde pastan sus vacas en una pista asfaltada aneja al complejo industrial que pretende montar para explotar las reservas de piedra caliza de los montes que circundan el pueblo: el verde de la vida muerto a manos del gris del cemento, de la ceniza, del olvido.

Pero El prado, además de construirse en paralelo respecto a la inmortal obra de Ford, ofrece una disección diáfana de cierta sociedad irlandesa, de sus estructuras, sus maneras de sentir, su forma de aferrarse a una tradición pagana vestida de cristianismo, de su tenacidad y capacidad para luchar contra la adversidad, de su reciente historia de ocupación, rebelión, lucha y victoria, de su compleja y contradictoria composición interna, de sus intentos por progresar y salir adelante sin dejar de lado las raíces reconocidas como propias, irrenunciables, inextinguibles. Continuar leyendo «El hombre intranquilo: El prado, de Jim Sheridan (1990)»

Vidas de película – Ben Johnson

Esta fotografía corresponde a un momento muy especial de La última película (The last picture show, Peter Bogdanovich, 1971): un veterano vaquero, superviviente de un tiempo de praderas vírgenes y naturaleza en bruto, de rocas recortadas en el perfil de las montañas y mares de nubes en cielos de azul cobalto, canta nostálgico a los tiempos pasados en presencia de los dos muchachos con los que ha ido a pescar (Jeff Bridges y Timothy Bottoms), rememora un mundo que ya no existe, un tiempo que se perdió. Resulta llamativamente significativo este pasaje tanto en la carrera del director, Peter Bogdanovich, un apasionado de John Ford que diseñó este momento como elegíaco homenaje a la muerte del western, como de quien lo protagoniza, Ben Johnson, antiguo campeón de rodeo convertido en actor gracias a Ford y toda una institución en el western, ya sea a las órdenes del tuerto irlandés (con el que, no obstante, tuvo un desencuentro que ocasionó su desaparición del cine durante algunos años y la continuación de su carrera como jinete profesional en el circuito de los festivales de rodeo del Medio Oeste), ya a las de otros directores de películas del Oeste como George Stevens, Andrew V. McLaglen o Sam Peckinpah. Su interpretación para Bogdanovich, sobria, sentida, amarga, le proporcionó, además, el Oscar al mejor intérprete masculino de reparto.

Experto jinete, campeón de diversas modalidades de rodeo antes y durante su carrera como actor, llegó al cine como especialista y figurante en secuencias de combate, carreras y caídas desde el caballo. Obviamente, el western fue el género en el que su trabajo resultó más estimado y prolífico; solo con John Ford participó en nada menos que cinco títulos: Tres padrinos (The three godfathers, 1948), La legión invencible (She wore a yellow ribbon, 1949), Río Grande (Rio Grande, 1950), Caravana de paz (Wagon master, 1950) y El gran combate-Otoño cheyenne (Cheyenne autumn, 1964). Gracias a Ford y a Merian C. Cooper, su socio en la productora Argosy, Johnson participó también en la estupenda El gran gorila (Mighty Joe Young, Ernest B. Shoedsack), especie de simpática secuela de King Kong (Cooper-Shoedsack, 1933).

Otro director que contó habitualmente con Johnson fue Andrew V. McLaglen (hijo de Victor McLaglen, camarada de John Ford), en títulos como Una dama entre vaqueros (The rare breed, 1966), Los indestructibles (The undefeated, 1969), Chisum (1970) o La primera ametralladora del Oeste (Something big, 1971). Su primera película con Sam Peckinpah fue Mayor Dundee (Major Dundee, 1964), seguida de la película televisiva Noon wine (1966) y de Grupo salvaje (The wild bunch, 1969), La huida (The getaway, 1972) y El rey del rodeo (Junior Bonner, 1972). Otros westerns importantes de su carrera son Raíces profundas (Shane, George Stevens, 1953), El rostro impenetrable (One-eyed Jacks, Marlon Brando, 1961), Cometieron dos errores (Hang’em high, Ted Post, 1968), junto a Clint Eastwood, El más valiente entre mil (Will Penny, Tom Gries, 1968), con Charlton Heston, Ladrones de trenes (The train robbers, Burt Kennedy, 1973), Muerde la bala (Bite the bullett, Richard Brooks, 1975) o Nevada Express (Tom Gries, 1975).

Aunque siguió trabajando hasta prácticamente el final de su vida, en un momento en que el western había pasado ya de moda casi definitivamente, sus títulos más destacados fuera del género son Dillinger (John Milius, 1973), sobre el famoso atracador de bancos, y Loca evasión (The sugarland express, Steven Spielberg, 1974).

Ben Johnson había nacido en una localidad de Oklahoma en 1918. Falleció en abril de 1996, a los 77 años.

Mis escenas favoritas – Fort Apache

Recuperamos este anuncio ya que, por culpa sin duda de un ataque tecnológico apache en toda regla, debimos cancelar la emisión por problemas técnicos. Retomaremos la proyección con su coloquio el próximo martes 16 de octubre.

Recurrimos a la famosa (y un pelín ridícula) escena de baile de la Marcha de San Patricio de Fort Apache (John Ford, 1948) para invitar a nuestros queridos escalones a la 4ª sesión del III Ciclo Libros Filmados, organizado por la Asociación Aragonesa de Escritores en colaboración con FNAC Zaragoza-Plaza de España.

Fort Apache es mucho más que una simple película del Oeste. Es la obra de un poeta de la imagen, del mejor y más importante cronista cinematográfico de la historia norteamericana. Es la crónica de cómo las comunidades necesitan de las ficciones -de las mentiras- para fabricar mitos, leyendas, ritos y costumbres que aseguren su supervivencia en el tiempo. Es el testimonio de cómo se inventan y manipulan acontecimientos para santificar convencionalismos como la religión, la nación, la comunidad, el destino común. Es la prueba en imágenes de ese infalible axioma que encuentra su mejor expresión en esa otra gran obra maestra de Ford, El hombre que mató a Liberty Valance (1962): cuando los hechos se convierten en leyenda, imprime la leyenda.

III Ciclo Libros Filmados, organizado por la Asociación Aragonesa de Escritores y FNAC Zaragoza-Plaza de España.
4ª sesión. Martes, 16 de octubre de 2012: Fort Apache (John Ford, 1948), basada en los relatos de la caballería de James Warner Bellah, particularmente en Masacre (1947).
– 18:00 h.: proyección
– 20:10 h.: coloquio, «conmigo mismo»

¡Qué grande es el cine! – El hombre tranquilo

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