Diálogos de celuloide: Apocalypse Now (Francis Ford Coppola, 1979)

 

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Me acuerdo cuando estaba en la fuerza especial. Fuimos a un campamento a vacunar a unos niños. Cuando estaban todos vacunados contra la polio, un viejo vino a nosotros. Ellos habían vuelto y cortado los brazos vacunados. Yo lloré como un niño. Quería arrancarme los dientes. Entonces vi claro, como si me hubieran disparado una bala en mitad de la frente. ¡Qué genialidad! Me di cuenta de que eran más fuertes porque lo soportaban. No eran monstruos. Eran hombres que luchaban con corazón, que han tenido la fuerza de hacer eso. Si contara con diez divisiones de estos hombres, nuestros problemas quedarían resueltos en el acto. Se necesitan hombres con moral y que sepan utilizar sus instintos primordiales para matar, sin compasión, sin juicio, porque es el jucio lo que nos derrota.

(guion de Francis F. Coppola y John Milius, a partir de la novela de Joseph Conrad)

 

El peligro de los triángulos: El americano impasible

En 1958, el gran director, guionista, productor y dramaturgo Joseph Leo Mankiewicz adaptó la novela de Graham Greene, El americano tranquilo (The quiet american), en la película del mismo nombre. La cinta, protagonizada por Michael Redgrave, Audie Murphy y Bruce Cabot, quedó algo lastrada por su larga duración (120 minutos) y el amor del cineasta por los modos y maneras teatrales, tanto en la profusión del texto, siempre excesivo, siempre agudo, siempre repleto de referencias y estilos literarios, y también por el estatismo en la presentación de personajes y el desarrollo de situaciones. El ritmo y el abuso de verborrea así como la falta de acción menguaron su efectividad como thriller y sepultaron su romanticismo bajo los brillantes pero contraproducentes ejercicios de declamación, los circunloquios, las luchas dialécticas y la escasa presencia y la reducción del protagonismo del centro de gravedad amoroso, la muchacha vietnamita cuya posesión desencadena el drama. Con todo, como ocurre siempre en cualquier película de Mankiewicz, resultaba un producto estimable por sus interpretaciones, la riqueza de su texto y la magnífica atmósfera exótica, a un tiempo agobiante, sombría y lírica.

En 2002, el australiano Philip Noyce, afincado en Estados Unidos y especializado en productos de acción y suspense más o menos vacíos -desde la estimable Calma total, rodada en su país de origen, hasta bodrios como Sliver (Acosada), El Santo, El coleccionista de huesos o Salt, estas dos últimas protagonizadas por ese penco de actriz llamado Angelina Jolie, pasando por las películas del personaje Jack Ryan de Tom Clancy, Juego de patriotas y Peligro inminente-, logró dos cosas con su remake de la obra de Mankiewicz: la primera, anotarse la que es quizá su mejor película; la segunda, algo tan infrecuente como mejorar el modelo y acercarse más a la fuente literaria en la que se basa.

En el Saigón de 1952, un periodista británico, Thomas Fowler (un gran Michael Caine, nominado al Oscar por su trabajo), vive plácidamente junto a su amante Phuong (Do Thi Hai Yen), una joven vietnamita que hasta irse a vivir con Fowler trabajaba como bailarina-taxi (las chicas que bailan con los clientes de los locales nocturnos). La vida del periodista no puede ser más cómoda, disfrutando del clima, los paisajes, los olores y las esencias de Vietnam, pero tiene fecha de caducidad: el periódico para el que trabaja, ante la llamativa falta de crónicas y de noticias importantes por parte de su corresponsal, y necesitado de reestructurar su personal, le ordena volver a Londres. El mayor inconveniente que supone ese retorno para Fowler es abandonar a Phuong, a la que ama profundamente: el periodista tiene una esposa en Inglaterra que, como buena católica se ha opuesto constantemente al divorcio, y no puede llevarse a la muchacha con él como amante. El dilema de Thomas coincide con la aparición de Alden Pyle (Brendan Fraser, mucho más eficiente de lo que suele ser habitual en él), un americano que colabora en una misión médica humanitaria que trata de paliar los desastres provocados por la guerra que desde hace unos meses enfrenta a los independentistas vietnamitas, liderados por los comunistas, frente a los colonizadores franceses. El panorama del país se complica con la irrupción de un general que, apartado de los franceses y opuesto a los comunistas, combate a ambos con un ejército propio cuyos fines y medios de financiación y suministros investigará Fowler con el fin de remitir un buen reportaje a su periódico que le permita permanecer en Vietnam durante más tiempo y así no separarse de Phuong.

La narración de Noyce es más relevante por lo que sugiere que por lo que muestra. Beneficiada de las magníficas localizaciones paisajísticas de su rodaje de exteriores en Vietnam (en lugares tan míticos en la historia de ese país y en el conocimiento que Occidente tiene de ella como Da Nang) y de los exóticos entornos urbanos (en el propio Vietnam, en la australiana Sydney, y también recreados en los estudios Fox-Australia) extraordinariamente fotografiados por el operador habitual de Wong Kar-Wai en sus mejores trabajos, el australiano Christopher Doyle (asistido por los autóctonos Dat Quang y Huu Tuan Nguyen), la historia se sustenta sobre el número tres: el triángulo amoroso formado por Fowler, Phuong y Pyle es la personificación del conflicto que sacude al país entre comunistas, franceses y la llamada tercera vía, ese general que va por libre… o no tanto. Continuar leyendo «El peligro de los triángulos: El americano impasible»

Diálogos de celuloide – Apocalypse now

Apocalypse_Now

CAPITÁN WILLARD: Cuando estaba aquí, quería estar allí; cuando estaba allí, sólo pensaba en volver a la jungla. Aquí estoy ahora una semana… esperando una misión… ablandándome; a cada minuto que estoy en este cuarto me debilito más y a cada minuto Charlie se fortalece en la jungla, se hace más fuerte.

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CORONEL KILGORE: ¿Hueles eso? ¿Lo hueles, muchacho? Napalm, hijo. Nada en el mundo huele así. Qué delicia oler napalm por la mañana. Una vez durante doce horas bombardeamos una colina y cuando todo acabó, subí: no encontramos ni un cadáver de esos chinos de mierda. Pero aquel olor a gasolina quemada… Aquella colina olía a… victoria.

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CORONEL KURTZ: He visto el horror… horrores que tú no has visto. Pero no tienes el derecho a llamarme asesino. Tienes derecho a matarme. Tienes derecho a hacerlo… pero no tienes derecho a juzgarme. Es imposible describir el horror en palabras a aquellos que no saben lo que verdaderamente significa. Horror, horror. El horror tiene una cara… y tú debes hacer del horror tu amigo. Horror y terror mortal son tus amigos. Si ellos no lo son, entonces son tus enemigos, a los que debes temer. Son en verdad tus enemigos. Recuerdo cuando estaba con las fuerzas especiales. Parece que han pasado siglos. Nos internamos en un campamento a inocular niños. Dejamos el campamento después de haber inoculado a los niños de polio y un hombre viejo vino corriendo hacia nosotros. Estaba llorando, no podía ver. Volvimos allí y ellos habían llegado y… habían amputado cada brazo inoculado. Estaban en un montón. Un montón de pequeños brazos. Y recuerdo… yo… yo lloré. Lloré como una abuela. Quería arrancarme los dientes. No supe qué quería hacer. Y quiero recordarlo; nunca quiero olvidarlo. Nunca quiero olvidar. Y entonces me di cuenta… como si me hubiesen disparado… como si me hubiesen disparado con un diamante… una bala de diamante justo en mi frente. Y pensé: Dios mío… el genio de esto. El genio. El deseo de hacer esto. Perfecto, genuino, completo, cistalino, puro. Y entonces me di cuenta de que eran más fuertes que nosotros, porque ellos podían soportar eso… ellos no eran unos monstruos. Eran hombres… oficiales entrenados. Estos hombres que luchaban con sus corazones, que tenían familias, que tenían hijos, que estaban llenos de amor… pero tenían la fortaleza… la fortaleza… para hacer eso. Si yo hubiese tenido diez divisiones de estos hombres, entonces nuestros problemas hubiesen terminado rápidamente. Tienes que tener hombres que tengan moral… y al mismo tiempo que sean capaces de utilizar sus instintos para matar sin sentimentalismos… sin pasión… sin juzgar… sin juzgar. Porque es el juzgar lo que nos derrota.

Apocalypse now. Francis Ford Coppola (1979).

El embriagador influjo de la sencillez: El olor de la papaya verde

papaya

La anárquica melodía de la brisa, el callado estruendo de los silencios, la belleza en la inocente mirada de unos ojos rasgados, la extraña musicalidad de un gesto, el suave perfume de un oasis de calma, los versos libres de la alegría, de la decepción y de la amargura, el sutil aroma del amor y del dolor, la hermosura de una promesa de felicidad que descansa en el cristalino rumor del agua, la delicada esperanza que tiñe las hojas o el azul de un cielo surcado de filamentos plateados camino del horror, una contenida apoteosis de palpables sensaciones resumida en el acto cotidiano, mecánico y casi armónico, poético, de unos cortes de cuchilla rápidos, metódicos, medidos, precisos, con los que desprender la corteza de una papaya, su carne fresca y blanca dispuesta para ser cercenada en rodajas o rallada en largas tiras con las que acompañar el arroz y las verduras preparados en cuclillas al débil fuego de la cocina en un rincón de un patio expuesto a los dictados de un sol despiadado o a las impenetrables cortinas de agua de la época de lluvias…

Saigón, Vietnam, 1951. Mui es una joven, apenas una niña, recién llegada a la ciudad para servir en casa de una rica familia venida a menos. Llega una noche de verano tras haber caminado todo el día desde el pueblo en el que ha dejado atrás a su madre y hermana sin saber cuándo podrá volver a verlas. Pero, con todo, ha tenido suerte: también ha dejado atrás el hambre y los arbitrarios avatares de una guerra que desde cinco años atrás ha sustituido como enemigo al ocupante japonés por el anterior colonizador francés, no mucho antes de que su lugar sea cedido a los norteamericanos. Pero es pronto para la violencia. De momento, en esa casa estará a salvo, las imágenes de guerra serán solo un recuerdo, un lejano murmullo sólo escuchado cuando se disfraza de lejanos motores de avión; trabajará mucho y muy duro, pero disfrutará de comida y techo, e incluso podrá acumular un pequeño capital para sufragar sus esporádicas visitas a lo que vaya quedando de su familia, preparar su dote o ahorrar en espera de años más difíciles. Mientras tanto, aprende de su veterana compañera los diversos oficios que ha de desempeñar, el modo, manera y tiempo en que les gusta a los señores el cumplimiento de las tareas, y se familiariza con el carácter y la historia de cada uno de los miembros de la familia, una historia que pronto percibe que no va pareja al grado de comodidad material que disfrutan en su acogedor hogar: Mui es de la misma edad que tendría la hija de los señores si hubiera sobrevivido a la cruel enfermedad que acabó con su vida y, de paso, con la felicidad de la familia. La abuela vive enclaustrada en la planta superior de la casa, consagrada a sus oraciones por el alma de su marido y su nieta muertos, quemando incienso y realizando ofrendas a las fotografías de sus parientes colocadas en un pequeño altar repleto de flores, divinidades y pequeños objetos personales, sin visitas, sin nadie que se interese por ella aparte de un anciano, antiguo pretendiente, que suele asomar la cabeza por encima de la valla que rodea la propiedad para preguntarle a Mui cómo se encuentra la vieja. El padre está sumido en una depresión que sólo logra aliviarse con música; siempre ha sido de carácter libertino, y fue durante una de sus ausencias de unos días dispuesto a gastar todos los ahorros de la familia en vicios cuando la niña enfermó y murió. Consumido por la culpa, pasa sus días tocando su música o dormitando en su estera, sin apenas hablar con su esposa e hijos y sin ver a nadie. La madre es la que (como siempre) sostiene la casa: es su pequeño negocio, una mercería, el que consigue los ingresos suficientes para mantener la casa y a la familia unida; es ella la que está pendiente de los tres hijos varones del matrimonio, el mayor, ya casi un hombre, que pasa sus días fuera de la casa con sus amigos, en especial con un joven músico que es invitado ocasionalmente a la casa, y los dos pequeños, el mayor de los cuales echa de menos el cariño de su padre y se entretiene torturando insectos, mientras que el pequeño, un insufrible niñato cuya travesura es más bien mala leche, toma a Mui como blanco para sus pesadas bromas (arroja al suelo la ropa limpia que ella acaba de tender, esconde pequeños reptiles dentro de los jarrones que ella debe librar de polvo, vacía cubos de agua sucia sobre los suelos recién fregados o se orina en la tierra del patio recién aplanada). Continuar leyendo «El embriagador influjo de la sencillez: El olor de la papaya verde»

La tienda de los horrores – Cuando éramos soldados

Pues eso. Película de soldaditos al canto. Y ojo, que el cine bélico tiene películas fenomenales e incluso alguna que otra obra maestra. Pero no, ésta no es una película bélica: es cine de soldaditos. De soldaditos americanos, para más inri. De soldaditos americanos en Vietnam. De soldaditos americanos guapos, heroicos, mesiánicos, buenos cristianos, buenos padres de familia y buenos contribuyentes, amantes de la paz, la libertad y la democracia (de las suyas, claro, a los «jodidos amarillos» o a los «putos Charlies» que les den democracia americana por el tubo de escape…). Y es que este petardo de película dirigida por Randall Wallace no aporta nada nuevo al género bélico, es un acopio de tópicos vistos ya hasta la saciedad, pero, por si fuera poco, no se corta en ofrecer mensajes triunfalistas, patrióticos, conservadores, absolutamente imperialistas, aderezados con píldoras sobre la conveniencia de la adopción, por parte de la sociedad, de una serie de mensajes ultraconservadores acerca de la visión de la familia, el orden, la propiedad y la lealtad nacional (plasmada en el asqueroso, repugnante, machista, retrógrado, estúpido, insultante, retrato de las mujeres de los militares que han sido llevados a Vietnam, vendido como presuntos modelos de abnegación que se caen de tan ridículos, y que resultan tanto más inquietantes por su ajustado encaje en la realidad, tanto allí como cada vez más aquí).

La peliculita utiliza unos hechos reales sucedidos en 1965, la llegada de unos marines americanos comandados por el coronel Moore (Mel Gibson, cómo no, en un producto a su medida en cuanto a postulados político-religiosos) al llamado «Valle de la Muerte» y el combate feroz y terrible que sostuvieron con unas fuerzas del Vietcong muy superiores, como vehículo para ofrecernos una cinta que en sus casi !!! 140 minutazos !!! no hace sino permanecer estática narrando con pelos y señales de pretendida exactitud (por el lado americano, claro, por lo visto la visión del enemigo no importa, ¿por qué va a importar si son enemigos y además asesinos, criminales y humanamente inferiores?) unos hechos que no le importan a nadie, y con la finalidad de vendernos la moto de su presunta heroicidad, de su abnegación al aceptar entregar la vida por la causa de la libertad y la democracia. Vamos, el mismo mensaje miserable de los presidentes norteamericanos desde 1776.
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Música para una banda sonora vital – Platoon

«Regocijaos, jóvenes, en vuestra juventud» (Libro del Eclesiastés).

Esta cita abre la sobrecogedora película bélica Platoon (1987), de Oliver Stone, en la que un joven Charlie Sheen sirve de alter ego al director para dar a conocer sus propias experiencias, su visión como combatiente voluntario en la guerra de Vietnam, un alegato claramente antibelicista que deja a un lado la fanfarria y la pompa de los ejércitos que desfilan en la retaguardia y se concentra en la esencia de toda guerra, la miseria, no sólo económica o física, sino también moral, acaso la más prolífica en tiempos de conflicto.

Este Adagio para cuerdas, opus nº 11, del célebre compositor norteamericano Samuel Barber, pone música a la primera secuencia de la película, la llegada de los nuevos reclutas a Saigón en un avión de transporte que aprovechará el viaje de vuelta para llevar a casa a los muertos en combate, envueltos en bolsas que parecen de basura, mientras un fuerte viento cargado de arena rojiza le da una luz infernal a toda la secuencia. La llegada a Vietnam, la llegada al infierno.

Ofrecemos un vídeo con un montaje algo más optimista en el que puede apreciarse la música de Barber. Este adagio es una obra magistral que sirvió, junto al Réquiem de Brahms, como banda sonora funeraria para los actos de homenaje a las víctimas del 11-S.

Mis escenas favoritas – Apocalypse now

Yo quería una misión, y por mis pecados me dieron una…

Palabras del capitán Willard, el trasunto del marinero Marlowe de la obra de Conrad, varado en un hotel de Saigón, viviendo su infierno personal justo antes de que le encarguen un viaje al infierno en busca del mismo demonio. Monumento cinematográfico, puro mito de la Historia del cine, tanto por su calidad como por su leyenda (el huracán que destrozó los decorados en Filipinas, el ataque al corazón de Martin Sheen, la ruina económica, el documental filmado durante el rodaje, La cabalgata de las Walkyrias, «me gusta el olor del napalm por la mañana»…). Grandiosa escena de inicio de una obra maestra del genio Coppola con The End, de The Doors.

Cine en serie – Boinas verdes

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MALDITO CINE (VII)

Lamentablemente, cuando un régimen dictatorial o un gobierno dudosamente democrático en su actuación pretenden utilizar el cine como instrumento de propaganda a fin de que el público simpatice con determinados planteamientos y acciones políticas gracias a su identificación con los personajes, nunca faltan profesionales del medio que sirvan de buen grado dichos intereses por absoluto convencimiento de estar haciendo lo correcto, bien por pertenecer a ese grupo de «estómagos agradecidos» que existe en cualquier régimen, o bien por falta de capacidad de raciocinio. Este es el caso de The green berets (1968), dirigida por John Wayne y Ray Kellogg.
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