Al fuego por el hielo: Un método peligroso (A Dangerous Method, David Cronenberg, 2011)

A primera vista podría decirse que el canadiense David Cronenberg, que a lo largo de la primera década del siglo, gracias a la buena factura, a la aceptación crítica y al éxito de taquilla de títulos como Spider (2002), Una historia de violencia (A History of Violence, 2005) o Promesas del Este (Eastern Promises, 2007), parecía haberse consagrado entre los opinadores más exigentes y el público más generalista (una repercusión hoy ciertamente venida a menos y redirigida de nuevo a los círculos de «culto»), cambió súbitamente de rumbo y se apartó con una película como Un método peligroso, más académica y convencional de lo habitual en su filmografía, de los temas que le habían convertido desde los años setenta en un director de cabecera para los espectadores más inclinados por el cine fantástico y de la ciencia ficción más alucinatoria. Sin embargo, el poso de los intereses del cineasta se mantiene, se adivina latente bajo el argumento más aparente, si bien mucho más estilizado, moderado y maduro: la vida y la muerte, las relaciones paternofiliales, las fronteras difusas entre intelecto, imaginación y fantasía, la exploración de los límites humanos (a veces como producto del empeño personal y autodestructivo de un visionario o un iluminado no siempre comprendido), la forma en que la ciencia cambia la vida de las personas, no siempre necesariamente para bien, o las barreras que la ciencia no puede o no debería poder traspasar, como el amor.

En este caso, a partir de un libro de John Kerr y de la obra de Christopher Hampton, adaptados por este último, Cronenberg se adentra en una historia real, la de los primeros pasos del psicoanálisis, auspiciados por Freud y Jung, en la Europa que lentamente se aproxima a su inmolación en la Primera Guerra Mundial. Carl Jung (Michael Fassbender) es un joven psiquiatra que, en un sanatorio próximo a Zurich, trata a una joven rusa, Sabina Spielrein (Keira Knightley, más anoréxica que nunca, que ya es decir), en la que encuentra una serie de indicios que le permiten encauzar el tratamiento a través de las teorías de su mentor, Sigmund Freud (Viggo Mortensen), lo que supone una nueva y, para entonces, extravagante mezcla de búsqueda intelectual e instintiva en profundos traumas sexuales, generalmente de índole incestuosa, de los pacientes. Es el caso de la joven Sabina, maltratada por su padre pero que encontraba en los golpes y abusos paternos una fuente de irrefrenable excitación sexual que con el tiempo ha derivado en una histeria con episodios incontrolables. Jung y Freud inician así una correspondencia que finalmente culmina en una larga reunión personal para estudiar el caso, un viaje conjunto en busca de las fuentes más ocultas de la pasión más oscura, y en una relación profesional prolongada a lo largo de los años en la que a la comunión de ideas frente al sólido rechazo de los estamentos más fosilizados e inamovibles de la medicina psiquiátrica centroeuropea se sucederá la discrepancia y la ruptura irreconciliable entre ambos.

La película resulta atípica y ambiciosa por su temática puramente intelectual, por su pretensión, llevada a cabo con solvencia, de poner en imágenes claras y limpias un terreno tan difuso, denso e inaprensible como los problemas de la mente humana y presentarlos de una manera comprensible, entretenida y acompañada de un trasfondo dramático y sentimental, aun ciertamente previsible, una combinación que logra mantener el interés gracias a una narración realizada con pulso y meticulosidad a través de un texto y una forma deudores de lo más puramente teatral (en el buen sentido), pero no encerrado en sus limitaciones. A través de la sobriedad formal y de la economía narrativa (apenas noventa minutos de metraje), la película logra transmitir todo el torbellino contradictorio de emociones y pulsiones que subyace bajo la tranquila y cómoda austeridad de la superficie, así como cuestiones de ética profesional desde un punto de vista válido y común para el espectador moderno. A un vestuario y a una ambientación sobresalientes, que se sacuden la naftalina de la época, hay que añadir la espléndida forma en la que Cronenberg capta los aires de la alta burguesía de la mejor sociedad centroeuropea en los años previos al primer cataclismo bélico mundial, dejando caer en el guión una simiente de pequeñas píldoras que anuncian lo que se avecina, en la década siguiente o incluso más allá (el constante recurso a Wagner, por ejemplo, tomado como germánico estandarte más adelante por los nazis). Igualmente, las interpretaciones, más sobrias y contenidas en lo referente a Fassbender (quizá demasiado oculto tras una máscara hierática en la segunda mitad del filme) y Mortensen, y sencillamente devastadora en el caso de Knightley en la primera media hora de película (si bien luego se vuelve más rutinaria, sentimental y melodramática conforme a la evolución del personaje), ayudan a mantener la fuerza de la historia y a clarificar el contexto un tanto espeso de la narración. Un trabajo de contención formal e interpretativa que supone la mayor virtud y, tal vez, también la mayor carencia de una película que en ningún momento se desmelena y que, aunque las alude, no explora las últimas consecuencias del terreno que invita a pisar, que continuamente habla del sexo (y las palabras vienen siempre subrayadas por la posición de la cámara) sin decidirse a mostrarlo, que utiliza el hielo para reflexionar sobre el fuego, que es más cerebro que pasión.

A pesar de ello, Cronenberg consigue sacudirse de encima el corsé del drama de época apostando de manera ambiciosa por una historia compleja en la que se dan cita los problemas del cuerpo y de la mente, incómodas cuestiones psico-sexuales tratadas de una manera alejada del morbo gratuito, los dilemas de la ética profesional en cuanto a la relación médico-paciente y la búsqueda a través del intelecto de lo que todo ser humano anhela, la felicidad en forma de satisfacción de los propios deseos. David Cronenberg sale airoso del reto en el fondo y en la forma, gracias a un trabajo escrupulosamente cuidadoso y medido en lo visual y fenomenalmente soportado en las interpretaciones de su reparto, al servicio de una historia dura y difícil no dirigida al público alimenticio que llena las salas del cine de consumo.

Música para una banda sonora vital: Único testigo (Witness, Peter Weir, 1985)

En 1985, el reputado Maurice Jarre creó para esta película de Peter Weir una de las primeras partituras para el cine comercial compuestas íntegramente por música electrónica. La banda sonora, alejada de las míticas orquestaciones del músico francés, obtuvo el premio BAFTA en la edición de aquel año.

Música para una banda sonora vital: Atrapado por su pasado (Carlito’s way, Brian de Palma, 1993)

Esta película es una mina para sacar canciones con las que ilustrar una banda sonora vital. No es la primera vez que recurrimos a ella ni será la última. Su banda sonora contiene himnos del pop y la música latina de los años setenta hasta aburrir, con algún toque clásico que vale tanto o más la pena. Esta vez, Carlos Santana y Oye cómo va. Casi nada.

Un western argelino: Lejos de los hombres (Loin des hommes, David Oelhoffen, 2014).

Basada en un relato de Albert Camus, Lejos de los hombres (Loin des hommes, 2014), escrita y dirigida por David Oelhoffen, demuestra la perdurabilidad del western como género y su versatilidad temporal e incluso geográfica a través de la historia de dos extraños que, en plenos inicios de la rebelión argelina contra el colonialismo francés en 1954, acompañan sus mutuas soledades en unos parajes desolados. El primero de ellos, Daru (Viggo Mortensen), maestro rural en las remotas y desérticas montañas del Atlas argelino, recibe del responsable local de la gendarmería el ineludible encargo de custodiar al otro, Mohamed (Reda Kateb), un campesino acusado de asesinato, hasta la ciudad más próxima, donde será juzgado y presumiblemente condenado a muerte. La gendarmería necesita todos los hombres disponibles para contener y represaliar la incipiente rebelión, y es el maestro el que, de mala gana, debe abandonar sus clases para cumplir con el mandato de la autoridad. El guion describe la aventura de estos hombres en un trayecto que, además de geográfico, es de mutuo descubrimiento, al tiempo que les induce a una reflexión sobre sus respectivos papeles y posiciones en una sociedad a punto de estallar. Paulatinamente, el espectador va teniendo asimismo noticia de la auténtica realidad de Daru, hijo de huidos de la guerra civil española y poseedor de formación militar adquirida durante la Segunda Guerra Mundial, y de la verdadera naturaleza del crimen de Mohamed, que nada tiene que ver con los sobresaltos políticos del momento. No obstante, es imposible abstraerse del clima enrarecido que poco a poco va extendiéndose por el país, y los primeros grupos de rebeldes y las tropas francesas que van tras ellos se suman a la amenaza de la soledad y de los rigores climáticos.

La película se maneja dentro del minimalismo visual y la contención dramática. La aspereza y la uniformidad del paisaje circundante de montañas y valles desiertos se traslada a las interpretaciones y al trabajo de cámara, en ocasiones tan seco y hierático que resulta intrascendente, rutinario, casi de postal vacía. Esta sobriedad está presente asimismo en los personajes, sirve de metáfora a su construcción interior, en contraste con la destrucción y la desolación generalizadas. El conocimiento y aprecio mutuo se edifica sobre la aventura de supervivencia y el sinsentido de un artificioso e impuesto sentimiento de pertenencia a una comunidad, francesa o argelina, que, en ambos casos, no puede oponerse a la sensación de orfandad, de falta de identificación real con unos y con otros, al convencimiento del propio vacío vital. La sencillez y la austeridad formal terminan por afectar al ritmo narrativo, por momentos excesivamente contemplativo (la película suma apenas los cien minutos de metraje), aun enmarcado en la desnuda belleza de la roca y la tierra rojiza, aunque se compensa con la genuina emoción y el torbellino contenido que se genera gracias a la parquedad gestual y al laconismo de los personajes, en los que se adivina un interior tormentoso. Este se desata en las secuencias de acción, que no escatiman en el empleo de una brutalidad que rompe el marco general de contención y sencillez. Lo mismo que los pozos de agua bajo el desierto, ambos personajes arrastran bajo una superficie tosca y agreste una verdad mucho más maleable, un historial de frustraciones, fracasos y anhelos, su propia rebelión interior frente a sus respectivas realidades vitales; la apertura de la espita supone dejar paso a un torrente irrefrenable. Continuar leyendo «Un western argelino: Lejos de los hombres (Loin des hommes, David Oelhoffen, 2014).»

Música para una banda sonora vital: Atrapado por su pasado (Carlito’s way, Brian de Palma, 1993)

Además de un buen montón de clásicos discotequeros de los setenta y algún que otro fragmento de piezas clásicas, en Atrapado por su pasado (Carlito’s way, Brian de Palma, 1993) destaca la partitura compuesta por Patrick Doyle, que incluye este Remember me, elegíaco tema central ligado a la figura de Carlito Brigante (Al Pacino), el protagonista. Uno de los mejores títulos de su director.

Música para una banda sonora vital – Wonderful world

Esta canción del malogrado Sam Cooke (su violenta muerte a balazos sigue siendo para muchos un misterio sin resolver) es protagonista de una de las mejores secuencias de Único testigo (Witness, Peter Weir, 1985), en la que el policía que interpreta Harrison Ford utiliza la música como medio para la seducción de la joven madre amish a la que da vida Kelly McGillis.

Una película de estructura simple y tópica pero muy bien trabajada en cuanto a realización e interpretaciones, en la que los temas de base son el choque cultural y la corrupción de una sociedad que ha perdido sus valores. Vamos, lo que viene a ser todo un Wonderful world.

Y de postre, claro, el tema íntegro. Hala, a hacer karaoke…

La tienda de los horrores – Psicosis (Gus Van Sant, 1998)

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Las razones para enviar esta Psicosis (Pyscho, Gus Van Sant, 1998) y a casi todos los que intervinieron en ella a los infiernos del cine pertenecen a dos grandes grupos: como innecesario, gratuito y banal producto cinematográfico, todo un sacrilegio a una de las mejores películas de la historia del cine de terror, y del cine en general; y, en segundo lugar, como remake propiamente dicho, en el que todas las decisiones artísticas tomadas para «variar» ligeramente, «ampliar» o «corregir» el original, devienen en desastrosas, pésimas, lamentables, dignas de ser castigadas con prisión perpetua.

Vaya por delante una cosa: la Psicosis de Gus Van Sant, en contra de lo que dicen la mayoría de las reseñas y de los críticos, no es un remake plano a plano de la obra de Hitchcock, una fotocopia perfecta, pero en color, de los planos y secuencias elaborados por el mago del suspense y sus asistentes -reconocidos o no- en 1960 con su equipo de rodaje para televisión. Puede serlo en un 95%, pero existen pequeñas eliminaciones, suaves carencias camufladas que se le escaparían a un ojo no experto -o, vaya, que no haya visto la película treinta veces- y también sutiles -cáptese la ironía- añadidos que embarran, estropean o, simplemente, nada aportan, al sello original hitchcockiano. Tras lamentarnos de que el perpetrador de semejante bodrio haya sido Gus Van Sant, reputadísimo autor de ese cine mal llamado independiente en el que alterna estupendos trabajos con importantes bodrios, y después de reivindicar como el único acierto la fotografía del australiano Christopher Doyle, habitual del cine de Wong Kar Wai o Zhang Yimou, entre otros, además de director de sus propias películas, que hubiera merecido quizá emplearse en una película más seria y digna, enumeramos la larga lista de cuestiones que hacen de la Psicosis de Van Sant el peor engendro, con diferencia, que ha recalado por esta sección:

– la música de Bernard Herrmann: acertadamente, los pilotos del proyecto entendieron que Psicosis no puede entenderse sin ella, así que decidieron conservarla. Pero suena diluida, carente de personalidad y de protagonismo. Los fotogramas que la acompañan carecen de intensidad, de vigor, de vida. Limitándose a componer postales y planos bellos, el significado de las imágenes, de los diálogos y de su vinculación a la trama pierde fuerza, se vuelve alimenticia, automatizada, como hecha en serie.

– el reparto: la elección de intérpretes no puede ser más pésima. Anne Heche no atesora ninguno de los atractivos de carnalidad y sensualidad de los que hacía gala Janet Leigh, capaz además de incorporarlos a un personaje que no era sino una mujer más, cualquiera cogida al azar, ordinaria, una entre tantas mujeres modernas de la América urbana de los sesenta, una simple empleada de una inmobiliaria. Pésimamente dirigida, no sólo se limita a emular a Leigh en sus caras y ademanes, sino que es incapaz de ofrecer el lenguaje sutil y soterrado que la actriz imprimía a su personaje en la parte de metraje que le tocaba: no transmite ni las miradas de angustia, terror y remordimiento de Leigh al volante de su coche por las carreteras desoladas de Arizona y California ni, por otro lado, es capaz de esbozar la sonrisa entre divertida y lasciva que Leigh compone cuando rememora en off la voz de la víctima de su robo hablando de cobrarse la deuda en su «carne joven y fresca». Vince Vaughn carece de la ambigua fragilidad de Anthony Perkins, de su naturaleza dubitativa, insegura y dispersa, de su aparente pusilanimidad; si en Perkins adivinamos una mente perturbada escondida bajo la capa de un joven débil y sometido a los designios de su madre, en Vaughn sólo acertamos a ver a un pervertido bastante salido, un tipo vago y a la sopa boba que parece andar a la espera de mujeres solitarias a las que meter mano. William H. Macy es quizá el que menos desentona como detective, aunque su papel se limita a recomponer lo que Martin Balsam ya hiciera tan eficazmente, con una salvedad: la caída por la escalera de Macy es horripilante. Viggo Mortensen no da la talla: su físico es insuficiente en comparación con el de Vaughn; en particular, en su pelea final en el sótano, que Hitchcock liquidaba rápidamente dado el poderío físico con el que John Gavin, todo un mazas, era capaz de dominar al tirillas de Perkins, la comparación Vaughn-Mortensen es risible. En este caso, dada la imposibilidad de que el amante pueda con el asesino en una lucha cuerpo a cuerpo, Van Sant debe tomar una decisión «creativa» que la caga del todo, y es que sea la hermana de Marion, Julianne Moore, la que venza a Norman con una patada en la cara. Ésta, Julianne Moore, es otro horror: la fragilidad y la angustia que transmitía Vera Miles, la de una mujer que inesperadamente no tiene noticias de su hermana durante un anormal periodo de tiempo, se convierte aquí en una mujer del tipo camionero-ordinaria, que viste vaqueros apretados y camiseta, cuyos ademanes y gestos son contundentes y poco femeninos, y cuyo ordinario comportamiento dista mucho de los nervios y la tensión asociados al caso. En los secundarios, destacan Philip Baker Hall, como sheriff de Fairvale, emulando, sin más, a John McIntire, y Robert Forster, que protagoniza otra de las secuencias estropeadas encarnando al psiquiatra que da la clave final del asunto.

– las carencias narrativas: cierto es que son pocas, pero suficientes si entendemos que el proyecto consistía en una copia «perfecta» del original de Hitchcock. Casi todas se concentran en la huida de Marion por la carretera, y consisten básicamente en sus diálogos con el policía que la sorprende dormida dentro de su coche y en la recreación que hace en su mente mientras conduce de distintas conversaciones y diálogos escuchados previamente. El efecto es la pérdida de tensión en un punto fundamental: el miedo y el remordimiento que consumen a Marion y que, tras la conversación con Norman en la salita del motel, habrían de ser sustantivos para obligarla a tomar la decisión de volver a Phoenix y devolver el dinero.

– los «añadidos creativos»: el mayor de los horrores. Empezando por uno superficial: la forma de acercarse a la ventana del hotel de Phoenix en el que se solazan al principio los amantes. Técnicamente más efectiva, carece, no obstante, de otra nota importante: mientras que con Van Sant la cámara vuela directamente hacia esa ventana y esa habitación, en Hitchcock la misma operación parece ir revestida de azar, de capricho del destino: con Hitchcock da la impresión de que elige una ventana cualquiera de un edificio cualquiera y que, por tanto, es esa la historia que le corresponde contarnos, por encima de cualquier otra historia que esté transcurriendo en cualquier otra habitación a la que pueda accederse a través de cualquier otra ventana, y que quizá merecería también ser contada. Pero, más allá de estas apreciaciones, susceptibles de interpretación, hay añadidos que matan la película: el principal: la eyaculación de Norman en la pared mientras observa a Marion desvestirse para entrar en la ducha: precisamente, una de las razones de la psicopatía de Norman y de su fijación con su madre radica en su impotencia sexual, en el deseo frustrado por consumar con las mujeres por las que siente atracción, deseo. Si el personaje de Norman logra satisfacer sus impulsos sexuales mediante un orgasmo masturbatorio, ¿sería igual de profunda y de radical su psicopatía? ¿Le afectaría igualmente el peso de su frustración hasta el punto de utilizar el cuchillo como una prolongación de su miembro viril, clavándose en sus víctimas femeninas? Obviamente, no. Pero no es esta psicología de bar pseudofreudiana el único añadido lamentable, no: las muertes vienen acompañadas de pequeños flashes visuales, de instantáneas añadidas con intención subliminal con el fin de convertir esas tomas en algo más inquitante, casi espectral. Por ejemplo, en la pésima caída del detective por la escalera, momento en el que los fotogramas incluyen la pose sensual de una mujer rubia, por citar uno. ¿Para qué? ¿Con qué fin? ¿A qué viene echar mano del impacto subliminal de unas imágenes innecesarias, que no aportan nada narrativamente, y que Hitchcock no precisó para aterrorizarnos? Por último, otro horror, quizá el mayor: la secuencia en la que el psiquiatra explica la perturbación de la mente de Norman, aclara su testimonio, esclarece el destino de otras mujeres desaparecidas y revela que el dinero está en el fondo de la laguna. Donde Simon Oakland desplegaba una intensa interpretación mediante la que parecía recrear y revivir en su interior el inmenso tamaño de los males de Norman, con uso de mímica, gestos y una pasión excepcional al explicar e intentar hacer comprender tanto a la policía como a los seres queridos de Marion la naturaleza psicopática del criminal, Robert Forster, muy mal dirigido, expone con frialdad burocrática y diálogos formulistas, lo sucedido a la joven, sin implicación ni pasión alguna, y con un detalle todavía más penoso: si Hitchcock utilizaba un plano a media distancia para enfocar a Oakland exponiendo su teoría, recogiendo sus gestos, el lenguaje de sus manos e incluso las operaciones para encenderse un pitillo mientras habla, Van Sant refleja a Forster en un plano americano, de hombros hacia arriba, por lo que nos omite su lenguaje no verbal, congelado en una máscara facial hierática, por no hablar de que nos esconde su acto de encender un cigarrillo, como si fuera más censurable mostrar a un psiquiatra fumando que a un asesino acuchillando a su víctima y manchando de sangre roja y fresca los blancos azulejos de un cuarto de baño.

Por todo esto, y mucho más, unido a la incomprensible estupidez que pudo llevar a los estudios Universal y a un reputado director de cine independiente (que fue convencido gracias a un cheque con muchos ceros) a concebir semejante proyecto, relegamos Psicosis, de Gus Van Sant, y a todos los participantes en ella a nuestra tienda de los horrores.

Sentencia: culpables

Condena: aparecer en un remake de Los zombis comedores de carne, parte III, haciendo de chuletas de ternasco.

Música para una banda sonora vltal – Alatriste

Uno de los elementos más apreciables de Alatriste (Agustín Díaz Yanes, 2006) es la excelente banda sonora compuesta por uno de los más prolíficos y excelsos compositores del cine español reciente, Roque Baños.

Alatriste forma parte del estimable catálogo de películas online que Mediaset España ofrece para su visionado, y que además comprende, en servicio de pago por visión, un buen puñado de apreciables títulos como Todos estamos invitados (Manuel Gutiérrez Aragón, 2008), la dupla de Steven Soderbergh sobre Che Guevara (Che: el argentino y Che: guerrilla, ambas de 2008), la exitosa El laberinto del fauno (Guillermo del Toro, 2006), Ágora (Alejandro Amenábar, 2009), Celda 211 (Daniel Monzón, 2009) o la osada Verbo (Eduardo Chapero-Jackson, 2011). Una buena oportunidad de disfrutar de algunos de los títulos más importantes y renombrados del cine español reciente sin interferencias publicitarias, en calidad H-D y prácticamente a la carta. Igualmente, ofrece en visionado gratuito interesantes series online como Spartacus, Mujeres desesperadas o Mentes criminales.

Pero, a lo que estamos. Roque Baños es un excelente músico que con Alatriste y muchos otros títulos (Carreteras secundarias, la saga Torrente de Santiago Segura, Goya en Burdeos o El séptimo día de Carlos Saura, o su trabajo para las películas de Álex de la Iglesia) se ha vuelto un nombre imprescindible de la música de películas.

Diario Aragonés – Un método peligroso

Título original: A dangerous method
Año: 2011
Nacionalidad: Canadá
Dirección: David Cronenberg
Guión: David Cronenberg, sobre la novela de Christopher Hampton
Música: Howard Shore
Fotografía: Peter Suschitzky
Reparto: Keira Knightley, Viggo Mortensen, Michael Fassbender, Vincent Cassel, Sarah Gadon, Katharina Palm, Christian Serritiello
Duración: 92 minutos

Sinopsis: Carl Jung inicia una correspondencia con el famoso psiquiatra Sigmund Freud a propósito del caso de una joven paciente rusa, un extraordinario banco de pruebas para las nuevas teorías freudianas acerca del origen sexual de muchos de los problemas psiquiátricos.

Comentario: A primera vista podría decirse que el canadiense David Cronenberg, que en los últimos años, gracias a la buena factura y al éxito de películas como Una historia de violencia (A history of violence, 2005) y Promesas del Este (Eastern promises, 2007) parece haberse consagrado entre la crítica más exigente y el público más generalista, se ha apartado con Un método peligroso de los temas que le habían convertido desde la década de los setenta en un director de culto para los espectadores más inclinados por el cine fantástico y de la ciencia ficción más alucinatoria. Sin embargo, el poso de los intereses del cineasta sigue estando ahí, si bien mucho más estilizado, moderado y maduro: la vida y la muerte, las relaciones paterno-filiales, las relaciones entre intelecto, imaginación y fantasía, la exploración de los límites humanos (a veces como producto del empeño personal y autodestructivo de un visionario o un iluminado no siempre comprendido), y la forma en que la ciencia cambia la vida de las personas, no necesariamente para bien, o de las barreras que la ciencia no puede saltar, como el amor.

En este caso, a través de la adaptación de la novela de Christopher Hampton, Cronenberg se adentra en una historia real, la de los primeros pasos del psicoanálisis, auspiciados por Freud y Jung, en la Europa que lentamente se aproxima a su inmolación en la I Guerra Mundial. Jung (Michael Fassbender, en un pasito más de esa incipiente y prometedora carrera) es un joven psiquiatra que en un sanatorio próximo a Zurich trata a una joven rusa, Sabina Spielrein (Keira Knightley, más anoréxica que nunca, que ya es decir), en la que encuentra una serie de indicios que le permiten encauzar el tratamiento a través de las teorías de su mentor, Sigmund Freud (Viggo Mortensen), que suponen una nueva y, para entonces, extravagante mezcla de búsqueda intelectual e instintiva [continuar leyendo]

Música para una banda sonora vital – Atrapado por su pasado

You are so beautiful, de Joe Cocker, cierra musicalmente y echa el telón sobre Atrapado por su pasado (Carlito’s way, 1993), estupendo thriller de Brian de Palma con Al Pacino (en estado de gracia), Sean Penn, Penelope Ann Miller, Viggo Mortensen y un elenco de actores hispanos entre los que destacan Luis Guzmán, John Leguizamo o el cantante Marc Anthony. Toda una excepción para una banda sonora en la que abunda la salsa y la música disco de los setenta.

El delicado tema de Cocker pone el colofón a la trepidante, triste y hermosa escena de la estación con la que concluye la película, y se identifica con el amor perdido, el paraíso al que Carlito Brigante ya no va a poder llegar. El amor, el paraíso, la felicidad truncada por la violencia.