Otra más de las canciones que suenan en este talentoso refrito de Quentin Tarantino. Esta vez, Jungle Boogie, de Kool & The Gang, de 1974.
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La primera víctima de una guerra es… la mujer: Corazones de hierro (Casualties of war, Brian De Palma, 1989)
Basada en un hecho real convertido en guión por David Rabe, Corazones de hierro (Casualties of war, 1989) es una de las mejores películas de Brian De Palma. Calificado por muchos en sus inicios, y con motivos, como vulgar imitador-plagiador de Hitchcock (hoy a lo suyo lo llamarían «homenajes», ¿verdad Quentin?), en su aproximación a la guerra de Vietnam logra dar una visión global del conflicto a través del relato del crimen particular cometido en la persona de una muchacha vietnamita por una compañía de soldados americanos al tiempo que, sin excusar su comportamiento sino limitándose a exponerlo y explicarlo, realiza un alegato acerca de la alienación embrutecedora y del terrible salvajismo que condicionan al ser humano bajo las tensiones y los horrores de la guerra. Una película antibelicista, por tanto (en la tradición de lo mejor del género bélico), que habla de moral pero también de justicia y de los deseables límites a la legitimación de la violencia incluso en un conflicto armado.
El soldado Eriksson (Michael J. Fox en su mejor papel, alejado por completo del eterno teenager de sus personajes de los ochenta) lleva apenas seis meses incorporado a la compañía que dirige de facto el sargento Meserve (Sean Penn), hombre joven pero muy experimentado, carismático, enérgico, admirado, respetado y temido por sus hombre, un soldado profesional perfecto conocedor de su cometido, de sus hombres y del funcionamiento de las cosas en su lucha contra el Vietcong, un hombre digno de toda confianza que sin embargo vive ocasionales episodios de desquiciamiento y de relajación en la observancia de las ordenanzas militares, de la disciplina o, simplemente, de la más estricta educación entre personas adultas. Por eso mismo, por su condición de niño grande pero también de soldado experto, no solo despierta la obediencia instintiva de sus hombres sino también su empatía, su identificación automática con su manera de ser y de vivir la guerra. En ese punto, desde luego se ha ganado a sus hombres mucho más que el teniente Reilly (Ving Rhames), al que no se suele ver mucho junto a los soldados, y cuyas acciones en el frente no destacan por ser las más inspiradas. El ascendiente personal, moral y militar que Meserve impone a sus hombres hace que sus decisiones, sus planes y sus opiniones no se cuestionen, ni siquiera cuando se apartan de la línea oficial o de las órdenes recibidas. Por eso, cuando a causa de una ofensiva sorpresa del Vietcong son restringidos los permisos en la base y se ven privados de una noche de fiesta, sexo, drogas y alcohol en la ciudad más próxima, Meserve improvisa un desquite de emergencia: a la mañana siguiente, de camino al punto del frente cuya patrulla se les ha asignado, se desviarán ligeramente para pasar por una aldea y llevarse a la muchacha más atractiva para su gozo y entretenimiento por turnos. Es decir, que Meserve planifica la violación colectiva de una inocente como parte de las acciones de su pelotón en el frente en su lucha contra el Vietcong. Aunque no cree que Meserve hable en serio, Eriksson asiste incrédulo al desvío en la ruta, la ocupación momentánea de la aldea y a la selección de la muchacha en cuestión. Solo cuando la violación va a consumarse se rebela contra Meserve y sus compañeros, cuya animadversión, que ya venía precedida de lejos por su supuesta debilidad en las acciones de combate, despierta y agranda cuando piensa en denunciar el hecho ante sus superiores, que sin embargo relativizan lo sucedido y le aconsejan olvidarlo todo. Desasistido por las autoridades militares y rechazado y amenazado por sus compañeros, atentado incluido, Eriksson se encuentra tan en peligro entre sus camaradas de armas como en la jungla frente al Vietcong.
De Palma construye un filme de grandiosa estética cuando de reflejar la guerra se trata (abundancia de planos aéreos, sobrada dotación de medios materiales: helicópteros, vehículos militares, aviones de combate, reconstrucción de un populoso campamento…) pero al tiempo intimista cuando aproxima la cámara a los personajes e intenta reflejar sus emociones y contradicciones, o cuando muestra la horrible crudeza del crimen sobre el que se sostiene el argumento y las distintas reacciones de los culpables. Una película con aspecto de gran producción, adscrita a la grandilocuencia visual del cine comercial made in Hollywood pero con un soberbio trabajo de planificación en las distancias cortas. No obstante, donde destaca la labor de dirección es en el manejo de los tiempos. Desde la presentación de los personajes y su descripción en los primeros lances bélicos (la noche en que Eriksson es rescatado por Meserve de una muerte segura) al dominio del suspense a medida que se va fraguando y ejecutando el crimen, además de su postergada conclusión en plena batalla y de las consecuencias posteriores del acto una vez que el pelotón ha regresado a la protección de su base, todo resulta medido y equilibrado en un filme cuyos 113 minutos descansan en un fragmento concreto que podría contarse en un periodo relativamente corto. De Palma dedica igualmente a diseccionar a sus personajes (memorable el brutal monólogo de Sean Penn, que escupe odio, delirio y desesperación a partes iguales), perfectamente encarnados por Penn y Fox bien secundados por ilustres como John C. Reilly o John Leguizamo, y en especial el repulsivo Don Harvey. Continuar leyendo «La primera víctima de una guerra es… la mujer: Corazones de hierro (Casualties of war, Brian De Palma, 1989)»
CineCuentos – Daños colaterales
El quinto asalto. Pasaporte a la gloria. Posteridad de un cinturón de campeón con mi nombre. “Tranquilo”, dijo, “él ya sabe lo que tiene que hacer”.
No es que me sintiera orgulloso de ganarle así a un tipo al que hubiera podido rompérselo todo con el brazo derecho atado a la espalda si no hubiera creído a Marsellus y no hubiese pasado la noche entre chicas, nadando en alcohol, anfetas y coca a espuertas. Pero nadie quiere riesgos: demasiado dinero en juego para pensar en imprevistos. Además, nadie osa llevar la contraria al gran hombre cuando decide cómo van a ser las cosas. O casi nadie, debería decir. En otro caso yo seguiría vivo.
No es verdad que cuando mueres tu vida desfile ante tus ojos como diapositivas. Sin embargo, algo sucede. Apenas unos flashes breves, intensos, irreales, como espasmos reflejos de un último atisbo de actividad cerebral que busca recuerdos de lo que ha sido para seguir sintiéndose vivo, para prolongar de forma ilusoria lo que inmediatamente va a dejar de ser. Las peleas callejeras en Cleveland, el primer gimnasio, esa derecha que alguien describió en su columna de un periódico de California, el contrato, el viaje en autobús de la Greyhound por la ruta 66, combates, victorias, cejas rotas, hielo y protector bucal, reporteros rivalizando por colar una pregunta en la rueda de prensa de mis pesajes, mi nombre en letras enormes en los carteles y en las páginas de deportes, filas de seguidores emocionados como adolescentes lloriqueantes para verme entrar o salir de cada velada (qué ironía, llamar velada a una noche de tipos sudorosos partiéndose la cara), pidiendo un gesto, una firma, un choque de palmas, chicas colándose en mi hotel de Austin, Chicago o Vancouver, haciendo cola en recepción para darle el reposo del guerrero al campeón… Imágenes auténticas se cruzan con hipótesis delirantes de lo que debió ser y nunca fue. ¿Marsellus dijo que Coolidge se dejaría caer en el quinto o lo soñé? ¿Fue cierto o mi cabeza está vaciando la papelera? “En el quinto, su culo irá a la lona”, retumba su voz potente, como recuerdo o alucinación, en mi maltrecho cerebro, lo invade todo, ahora que está a punto de dejar de existir junto al resto de mi triste humanidad. El bueno de Marsellus Wallace, el gran hombre, quien decide cómo van a ser las cosas, quien dijo que todo era seguro, rápido y fácil.
Alguien me contó, aunque ya no sé si es un hecho cierto u otro exabrupto de mi conciencia moribunda, que la tira de esparadrapo de su cabeza pelada es un recuerdo del diablo. Se desconocen los términos de la transacción, pero se dice que Marsellus le vendió su alma y que el diablo, excelente cirujano, extirpa quirúrgicamente su preciada compra por la nuca con una pequeña incisión, y, cual órgano a trasplantar, la guarda en un maletín de combinación 666. Algo, no obstante, salió mal con Marsellus: el diablo, que es sabio por edad pero no tanto para saber que con Marsellus no se juega, olvidó pagar lo convenido. A Marsellus no le gustó y mandó a dos de sus esbirros a recuperarla a tiro limpio. Y lo consiguió, según dicen. Pero el diablo, el Gran Cabrón, jamás se rinde ni paga el precio que él mismo fija; lo quiere todo y se lo lleva todo. Yo soy su respuesta: por una venganza, por orgullo profesional, por dinero, Floyd Ray es historia.
Música para una banda sonora vital – Al límite (R.E.M.)
Esta película, protagonizada por Nicolas Cage y Patricia Arquette, en la que Martin Scorsese nos introduce en la desasosegante historia de los sanitarios noctunos que recorren en sus ambulancias las calles de Nueva York, cuenta, como siempre en su cine, con una magnífica banda sonora de temas instrumentales compuestos por el grandísimo Elmer Bernstein y además con una buena colección de clásicos antiguos y recientes del pop y el rock. Una de las grandes sorpresas musicales de la película es la inclusión de este temazo de R.E.M., What’s the frequency, Kenneth?, de su álbum Monster.
Y de propina, de entre la enorme cantidad de temas fantásticos de este grupo, escogemos como bis The one I love. De todos modos R.E.M. seguro que van a aparecer más veces por aquí.