Música para una banda sonora vital: ¡Jo, qué noche! (After Hours, martin scorsese, 1985)

Howard Shore pone la música a esta obra maestra (con devaluador título español) de Martin Scorsese, la humilde y perturbadora epopeya urbana personal de un insomne informático neoyorquino (Griffin Dunne, aunque el papel estaba pensado para Robert De Niro) que pierde el último metro de la noche al regreso de una cita extraña y fallida. Comienza para él una inquietante, fascinante y peligrosa aventura nocturna repleta de personajes extraños y de excéntricos giros de la fortuna en algunos de los barrios más sórdidos de una Nueva York, una ciudad muy distinta de la de Woody Allen y la de las comedias románticas ochenteras, una jungla de sombras, delirio y trampas del destino que plantea agudamente el problema de la soledad y la incomunicación de los seres humanos en el anonimato de las grandes urbes contemporáneas.

Música para una banda sonora vital: Buscando a Susan desesperadamente (Desperately Seeking Susan, Susan Seidelman, 1985)

El éxito de personajes como Madonna solo puede explicarse en los años ochenta. Esta película de Susan Seidelman la tiene como principal reclamo en su combinación de comedia de enredo según el patrón tradicional de los años treinta y exaltación de la horterada propia de su década. No obstante, la película resulta agradable en su conjunto, aunque carece de una conveniente mayor agudeza y acidez, la trama de confusión de identidades y sus complicaciones derivadas está hilada con ingenio y Rosanna Arquette se come la cámara en cada aparición. Además de las protagonistas principales, destacan los secundarios Aidan Quinn, Will Patton, Robert Joy y Mark Blum (recientemente fallecido a causa del COVID-19), y las apariciones de Victor Argo, John Turturro y Giancarlo Esposito.

La película cuenta con el acierto añadido de no convertirse en un musical de Madonna que acogote al espectador, reduciéndose su participación a un solo tema, Into the Groove.

Música para una banda sonora vital: Fame, de David Bowie

Fame, tema de David Bowie, es uno de los hilos conductores musicales de La casa de Jack (The House That Jack Built, Lars von Tier, 2018), inclasificable película sobre un asesino en serie de la América de los años setenta (Matt Dillon) que aspira a hacer de cada crimen una obra de arte. Curiosamente, se usa en el mismo sentido, aunque de manera fugaz, en Copycat (Jom Amiel, 1995), película sobre el mismo tema, cuyo matarife pretende imitar en sus asesinatos a los grandes asesinos psicópatas de la historia criminal de los Estados Unidos.

Un western original: Meek’s cutoff

En 1845 un pequeño grupo de colonos compuesto por un puñado de familias se dirige hacia el Oeste en una caravana de mínimos que arrastra todas sus pertenencias por el territorio de Oregón. La búsqueda de un futuro viable exige prácticamente arrancárselo directamente a la tierra que atraviesan y que no cesa de poner obstáculos ante su nueva vida: ríos que vadear, enormes llanuras que superar, desniveles que afrontar con sus carretas y sus bueyes… El grupo está dirigido por un experimentado guía, Stephen Meek (Bruce Greenwood), cuyas decisiones y recomendaciones chocan a veces con las apetencias o las ansias de finalizar viaje de los colonos (Michelle Williams, Paul Dano o Will Patton, entre otros). Ello hace que algunos de ellos empiecen a sembrar en los demás la conveniencia de apartar a Meek, del que sospechan que no sabe lo que hace, que no conoce ni siquiera las tierras por las que transitan, o que incluso puede estar pretendiendo engañarles a fin de, a la primera ocasión, desvalijarles aprovechándose de su situación de abandono a su merced. El grupo se dividirá en dos, los que todavía quieren dar una oportunidad al guía y los que aguardan el momento de sorprenderle y apresarle. Sin embargo, todo cambiará cuando, acuciados por la sed que les consume tras muchos días sin encontrar río o lago alguno, chocan con un indio solitario que lleva algún tiempo tras ellos. A la duda de qué hacer con Meek sobreviene la cuestión del indio: ¿una avanzadilla de un ataque? ¿Un nativo solitario que anda perdido o está apartado de su tribu? En este punto, el miedo a los indios, el racismo, la desconfianza entre distintos y las incertidumbres ligadas al viaje ayudan a elaborar un puzle emocional de ciento cuatro minutos que no tiene desperdicio.

Kelly Reichardt es una de las personalidades más reconocidas del cine independiente norteamericano, con obras como Old Joy (2006) o Wendy y Lucy (2008), caracterizada por su gusto por la vuelta a un cine puro, casi desnudo, minimalista, desprovisto de artificios. Con Meek’s cutoff (2010), algo así como «El desfiladero de Meek», Reichardt retrata un Oeste de los pioneros desde una perspectiva muy distinta a la tradicional, no exenta de épica ni de grandilocuencias visuales, pero fundamentada en la sencillez formal, en la mirada minuciosa y detenida en los pequeños detalles, en dotar a la naturaleza, a sus sonidos, a sus formas, a sus colores, de un protagonismo tan importante como el de los personajes. Así, la exploración, la idea de descubrimiento, de búsqueda, resulta tan propia de una película de pioneros como una acertada metáfora acerca de la introspección de los personajes así como de su acercamiento e interrelaciones con sus compañeros de caravana, incluido el indio solitario que cobrará finalmente un papel mucho más decisivo que el que los partidarios de su linchamiento instantáneo en cuanto apareció junto a los carros estaban dispuestos a concederle. En torno a él se dan cita, encarnadas en los distintos puntos de vista de los personajes, las tradicionales visiones que sobre los nativos norteamericanos ha dado el western a lo largo de su historia, desde el piel roja violento, asesino y cruel a la de injusto sufridor de las ansias colonizadoras de los blancos, además de toda la habitual colección de prejucios raciales.

El Oeste de Reichardt es un paraje agreste, duro, rocoso, de piedras y matojos de vez en cuando salpicados de ríos y montañas, que también sirve de vehículo metafórico a ideas como la tierra prometida o a la construcción de un país a base de epopeya y sacrificio, abriendo caminos con únicamente apenas el propio cuerpo como armadura que otros no tardarán en seguir. Ese paisaje, voluntariamente privado de grandes escenarios naturales en los que lucir la fenomenal fotografía de Chris Blauvet, Continuar leyendo «Un western original: Meek’s cutoff»

Buena intriga de los 80: ‘No hay salida’

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Esta obra de Roger Donaldson dirigida en 1987 es uno de los más resultones filmes de intriga de los 80, que combina sexo, romance, acción, política, espionaje y crímenes. Quizá sin llegar a ser brillante, es un buen exponente del buen cine de entretenimiento, idónea para acompañarla con palomitas, frutos secos, pipas y demás menudencias alimentarias. Tom Farrell (Kevin Costner) es un oficial de la marina norteamericana que conoce en la fiesta de reelección del Presidente a Susan, una ardiente joven (Sean Young) -la escena de sexo entre ambos en una limusina que da vueltas por Washington ha quedado para los restos- con la que inicia una relación. Sin embargo, ella tiene un particular modo de ganarse la vida: es la amante de David Brice (Gene Hackman), Secretario de Defensa (que es como se llaman en EE.UU. los ministros) del gobierno reelegido y superior directo de Tom en su nuevo puesto en el Pentágono. La cosa se complica cuando, en un arrebato de furia motivado por los celos que siente Brice al saber que ella tiene un novio cuya identidad se niega a revelar, Brice mata a Susan.
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