Música para una banda sonora vital: Fuego en el cuerpo (Body Heat, Lawrence Kasdan, 1981)

La partitura de John Barry capta toda la esencia del cine negro clásico en esta excelente y tórrida recuperación del género noir que convirtió a Kathleen Turner en toda una sex symbol de los años ochenta.

Música para una banda sonora vital: Reencuentro (The Big Chill, Lawrence Kasdan, 1983)

La nostalgia es uno de los sentimientos más en boga, en particular porque es un nicho de negocio que se está explotando hasta lo insoportable. En 1983, Lawrence Kasdan reflexionó acerca de los pros y contras de este sentimiento en esta película, todo un clásico de este subgénero, cuya trama orbita en torno al reencuentro de un grupo de amigos con motivo del funeral de uno de ellos, que se ha quitado de en medio. El paso a la madurez y las responsabilidades, las oportunidades perdidas, el pasado malogrado, el desencanto de un futuro que no es como se había imaginado y la última ocasión de enderezar la vida y «realizarse», todo esto representado por el grupo que forman William Hurt, Kevin Kline, Tom Berenger, Glenn Close, Jeff Goldblum, Meg Tilly, JoBeth Williams y Mary Kay Place.

Además del guion, que contiene buenos diálogos y situaciones muy trabajadas y elocuentes (las zapatillas deportivas como símbolo del ansiado cambio de rumbo en la vida, por ejemplo), aunque también un buen puñado de clichés, lo más destacado es la música de la película, una colección de temas clásicos y populares del rock y el pop de The Temptations, Percy Sledge, Smokey Robinson, The Rolling Stones, Aretha Franklin, The Credence Clearwater Revival, The Beach Boys, The Band, The Rascals o Marvin Gaye, con el que nos quedamos, y su Heard It To The Grapevine, que abre la película.

Y de postre, el cierre, que corresponde a Three Dog Night y su Joy to the World, deseo que no es poco para estas fechas y las circunstancias en que nos encontramos.

Cuentos de la caja tonta

MIRALLES: ¿Le gusta la tele?

LOLA: La veo poco.

MIRALLES: En cambio, yo la veo mucho. Mire, mire qué felices son. Ahora la gente es mucho más feliz que en mi época. Los que hablan pestes del futuro lo hacen para consolarse de que no podrán vivirlo. Es como esos intelectuales. Cada vez que oigo a alguien hablar horrores de la tele, sé que estoy delante de un cretino.

Soldados de Salamina (David Trueba, 2003)

 

All That Heaven Allows (1955) : TrueFilm

En justicia, la conclusión del bueno de Miralles (Joan Dalmau) tiene trampa: al vivir en un aparcadero de ancianos de la ciudad francesa de Dijon no ha de soportar la televisión española…; con todo, parece preferible cerrar filas con ilustres cretinos como Bette Davis (“La televisión es maravillosa; no sólo produce dolor de cabeza sino que además, en su publicidad, encontramos las pastillas que nos aliviarán”) y Groucho Marx (“Encuentro la televisión muy educativa; cada vez que alguien la enciende, me retiro a otra habitación y leo un libro”).

Desde su origen el cine vio en la televisión una seria competidora para su hegemonía. Cuando la tele comenzó a utilizar la ficción para dotarse de contenidos el cine reaccionó exprimiendo al máximo sus cualidades frente al medio televisivo: CinemaScope, Vistavisión, Cinerama, formatos panorámicos y sistemas de color, historias localizadas en espacios abiertos para potenciar al máximo la fotografía de exteriores, superproducciones, estrellas en exclusiva, pantallas gigantes, salas confortables… Los agoreros del final del cine se equivocaron. Claro que la gente prefería quedarse en casa para ver gratis, o eso creían (y creen), programas y series, pero para los grandes espectáculos no había más alternativa que la ópera, el teatro o el cine, más asequible y popular. Con la televisión en color los mismos aguafiestas resucitaron los fantasmas de desaparición. Televisión y cine, en cambio, se repartieron los espacios, los productos, los públicos. La televisión suponía una nueva oportunidad para películas ya superadas, tanto para su visionado y aprecio por nuevas generaciones como para la obtención de una mayor e inesperada rentabilidad económica por parte de los estudios, lo que convirtió en inútil la hasta entonces comprensible y lucrativa práctica del remake, continuada sin embargo de manera absurda hasta la actualidad. Hoy, tras superar la amenaza de los reproductores caseros de vídeo y DVD gracias al nuevo y beneficioso mercado que han supuesto, y especialmente con el acceso prácticamente ilimitado a todo tipo de contenidos a través de Internet, se ve más cine que nunca, pero no en las salas. Las pantallas gigantes y los eficaces sistemas de imagen y sonido permiten disfrutar del cine en formato doméstico en excelentes condiciones de calidad. Al mismo tiempo, la televisión y el cine se han igualado tanto tecnológicamente que a menudo existen pocas diferencias entre una y otra, generalmente y por desgracia a la baja, no sólo en cuanto a los aspectos estéticos y artísticos; los hábitos de consumo televisivo alimentados por la mercadotecnia y la publicidad se han trasladado al cine y han producido generaciones enteras de consumidores de películas, no espectadores, incapaces de captar la diferencia entre entretenimiento (espectador activo) y pasatiempo (espectador pasivo), carentes de una auténtica educación audiovisual, deficiencia incrementada por la pérdida de referentes culturales, sobre todo literarios, merced a sistemas educativos atiborrados de teoría pedagógica pero muy poco preocupados por unos contenidos llenos de lagunas. Como sucede con la informática o Internet, la televisión constituye un invento soberbio, una de las claves del progreso de la humanidad en los últimos decenios. Su uso es lo que puede convertir el futuro en el radiante espacio de oportunidades que ve Miralles o en una realidad monótona y decadente. Si hablamos de la televisión de mayor audiencia, ese futuro puede ser un campo abierto a la chabacanería, la desinformación, la incultura y la ausencia de espíritu crítico.

Dejando aparte películas que, como Television Spy (Edward Dmytryk, 1939), retratan, aunque sea en clave de espionaje, el nacimiento de la televisión como hecho tecnológico, comedias musicales como Televisión (Hit Parade of 1941, John H. Auer, 1940) y caspa sentimental patria como Historias de la televisión (José Luis Sáenz de Heredia, 1965), el medio televisivo ha proporcionado al cine abundante munición como pretexto para comedias –Atrapado en el tiempo (Groundhog Day, Harold Ramis, 1993)-, dramas –incluso almibarados y cursis, como Íntimo y personal (Up Close & Personal, John Avnet, 1996)- o el terror más agotador y previsible –REC (Jaume Balagueró y Paco Plaza, 2007)-, pero también como excelente vehículo de reflexiones sobre el medio audiovisual, el periodismo y la sociedad en que vivimos. Continuar leyendo «Cuentos de la caja tonta»

Música para una banda sonora vital: Fuego en el cuerpo (Body Heat, Lawrence Kasdan, 1981)

El célebre John Barry pone la música de este clásico neonoir que elevó a Kathleen Turner a vamp oficial de los albores de la década de los ochenta. Una partitura que recoge la esencia tórrida, erótica y de fatalidad que reproduce esta historia criminal sobre pasiones incandescentes.

Servicios desinformativos: Al filo de la noticia (Broadcast news, James L. Brooks, 1987)

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Al filo de la noticia (Broadcast news, 1987) suele ser recordada de manera recurrente, y en particular cada vez que quiere ilustrarse con imágenes la frenética locura de una redacción de informativos televisivos en plena efervescencia, por la agotadora carrera de Joan Cusack para entregar a tiempo una cinta que debe emitirse en directo en pocos segundos. No obstante, la notable experiencia, personal y profesional, en el mundo de los informativos televisivos acumulada por el productor, guionista y director James L. Brooks (en su día fue presentador de la cadena CBS) le sirvió para construir esta equilibrada comedia dramática que maneja adecuadamente los resortes emocionales de tres almas solitarias que viven al ritmo que marcan las exigencias de actualidad de una profesión que nunca para.

El tono agridulce de la cinta se ve ejemplificado de entrada en su estructura narrativa: comienza con un prólogo en el que los tres protagonistas son retratados en su infancia de acuerdo con los rasgos de personalidad y comportamiento que van a ser claves en el desarrollo del argumento: Tom (William Hurt), un niño con calificaciones mediocres más preocupado por su aspecto físico y su reputación entre los demás colegiales que por sus estudios; Aaron (Albert Brooks), enfrentado desde el principio a un ambiente hostil de una sociedad (al principio académica) que no premia la capacidad y el talento, sino las relaciones públicas, los lazos familiares, las apariencias y el compadreo, y, como resultado de todo ello, la mediocridad de pensamiento; por último, Jane (Holly Hunter), una cría que escribe a sus amigas cartas con la máquina de escribir al mismo tiempo que cuestiona filológicamente el uso del lenguaje por parte de su padre. Este preludio cómico contrasta con el epílogo nostálgico, sentimental y un punto amargo que establece la división final entre la vida personal y la profesional, las cuales el terceto de personajes han intentado unir a lo largo del cuerpo central del largometraje.

La habilidad de James L. Brooks reside principalmente en el ritmo narrativo. Se trata de una película de 133 minutos de metraje con varios puntos de atención y niveles de interés: en primer lugar, el obvio triángulo amoroso, construido al modo de las antiguas screwball-comedies, pero rebozado con su buena dosis de cinismo y desencanto, en el que el amor a tres bandas pugna por alcanzar la hegemonía en la vida de los protagonistas tanto como sus ambiciones profesionale y sus respectivos talentos (en el caso de Tom, ciertamente discutibles). Por otro lado, Brooks, realiza un ligero pero agudo y certero análisis (y más vistos los tiempos en los que estamos) de hacia dónde caminaba la profesión periodística en general y la información televisiva en particular, alertando acerca del excesivo predominio de lo superficial, lo fácilmente digerible, lo accesorio, lo popular, lo «mediático», lo que no requiere ninguna exigencia, los eslóganes y el periodismo de trinchera y de simple repetición de la propaganda oficial, por encima de los contenidos pensados, meditados, analíticos, inherentes al ejercicio de la información (no hay más que ver para darse cuenta de lo acertado de las predicciones de Brooks el alto grado de contenido absurdo que ontienen los infomativos televisivos de hoy: redes sociales, entrenamientos de equipos de fútbol, desfiles de moda, noticias de cocineros y eventos culinarios, fiestas populares y toda una gama de información meteorológica que no hace ascos al ridículo). Finalmente, Brooks apunta también a la fragilidad laboral que acompaña el ejercicio de la profesión a través de los cambios estructurales que acechan a la corporación dueña de la cadena, y que amenazan con el despido de la cuarta parte de la plantilla, una precariedad que no ha dejado de crecer en los últimos años, y prácticamente en la misma medida en la que los distintos medios y cabeceras, supuestamente imagen de la pluralidad cultural, ideológica, social y política de un país, han ido concentrándose sin embargo en unas pocas manos empresariales (apenas dos o tres grupos corporativos controlan y dirigen prácticamente los medios de comunicación de cualquier país avanzado del mundo «libre») que dictan la opinión pública sobre necesidades financieras y políticas que rara vez coinciden con el derecho, y el deber, de transmisión de información veraz. Continuar leyendo «Servicios desinformativos: Al filo de la noticia (Broadcast news, James L. Brooks, 1987)»

El mundo en sus manos: Syriana

Esta compleja y un tanto fría película escrita y dirigida por Steven Gaghan en 2005 impresiona por su laberíntica estructura, por la riqueza y versatilidad de su alto contenido crítico y por su acertado acercamiento a los entresijos del poder económico y a sus difíciles relaciones de compatibilidad con un sistema democrático puro. Por otro lado, su tratamiento desapasionado de la historia, casi periodístico y documental, su falta de implicación emocional con los personajes más allá de algún giro un tanto efectista y de ciertas complicaciones sentimentales ya muy trilladas hace que, no obstante el gran mérito que supone su tejido narrativo y visual, el espectador la contemple desde lejos, como algo ajeno, más como una construcción mental destinada a la ficción que como el toque de advertencia que se supone que es, como el acicate para nuestras reflexiones acerca de la posición real que ocupamos dentro del organigrama de poder del mundo.

Basada en la historia real de Robert Baer, un antiguo agente de la CIA destacado en Oriente Medio, que él mismo publicó en forma de libro, la película gira en torno a dos premisas complementarias: cómo los particulares juegos de poder y los negocios particulares de determinadas personas y corporaciones influyen en el rumbo político, económico, cultural, social y militar del planeta y a su vez cómo se plasman esos cambios de dirección debidos a los caprichos interesados de unas pocas personas en las vidas particulares de millones de individuos en todo el mundo, desde los más ligados a esos acontecimientos en la sombra, hasta aquellos que, como nosotros, ni siquiera tienen idea de que están ocurriendo porque transcurren en un plano al que nunca han tenido ni tendrán acceso alguno. Y quizá radica ahí el inconveniente de Syriana: en que, si bien refleja con ambición y conocimiento las relaciones entre geopolítica e intereses macroeconómicos, flojea al pretender presentar la forma en que esos movimientos afectan a la vida de los particulares.

La película parte de una estructura coral en la que se presentan determinados fenómenos que poco a poco van confluyendo hasta convertirse en una única tela de araña: en Estados Unidos, una empresa petrolera que acaba de ser privada de los derechos de explotación de un pequeño país del Golfo Pérsico se fusiona con una compañía más pequeña que ha conseguido concesiones de un gobierno de Asia Central para explotar su petróleo. El Gobierno americano investiga si estos tratos son producto de maniobras ilegales, contratos encubiertos o incluso sobornos y, por tanto, han violado la ley, con lo que habría de intervenir en la operación de fusión desautorizándola; por su parte, la empresa intenta cubrirse las espaldas encargando a un abogado su propia investigación al respecto. Por otro lado, un experimentado agente de la CIA con un magnífico historial en el Beirut de los ochenta opera en Teherán como un supuesto traficante de armas infiltrado, un analista económico que vive en Suiza se erige en asesor del Emir, que está pensando ya en su sucesión en el trono mientras que en los propios pozos unos inmigrantes pakistaníes son despedidos por culpa del cambio de dueños de la compañía y deben preocuparse de regularizar su situación en el país. Esta trama poliédrica va poco a poco confluyendo en una única relación causa-efecto mientras se nos van presentando algunos condicionantes personales de los intervinientes que compensen con carga dramática el enorme contenido de abstracciones políticas y económicas que se exponen en dos horas de metraje. Continuar leyendo «El mundo en sus manos: Syriana»

La tienda de los horrores – Robin Hood

Si es que no hay manera: Ridley Scott es sin duda el director que más veces ha aparecido en esta escalera; si no nos falla la memoria, en total, esta es la quinta vez, y sólo en una ocasión ha sido para bien. En el resto, sus trabajos tan correctos en lo formal (a veces) como vacíos y planos en cuanto a contenido han ido a engrosar las filas de esta gloriosa sección, y su Robin Hood, película de este mismo año (primera excepción a la tradición de este blog, que jamás habla de estrenos) ocupa un puesto de honor en ella por méritos propios. Vaya por delante que Robin Hood es un personaje de leyenda producto de la noche oscura de los tiempos y que, nacido al calor de las tradiciones populares de primavera del campo medieval inglés (como dejaremos bien constatado cuando hablemos de esa joya titulada Robin y Marian), diversos expertos, en un ejercicio más voluntarioso que eficaz, han pretendido colocar encajes históricos con personajes y contextos reales y comprobados históricamente, generalmente sin conseguir otra cosa que conjeturas e hipótesis imposibles de aseverar. Scott, por el contrario, huye de la leyenda y pretende presentar a Robin como un personaje de su tiempo inmerso en los acontecimientos políticos y militares, convenientemente tergiversados, de un pedacito de la Edad Media, en concreto, el paso del siglo XII al XIII, y lo consigue, es un decir, a través de una acumulación de absurdos y tonterías difícilmente igualable.

Robin (Russell Crowe) es un arquero cualquiera del ejército del rey Ricardo que asalta el castillo de un noble francés que se resiste a su autoridad. El hombre, que ejerce de trilero en sus ratos libres, se mete en una pelea con un gañán que por casualidad termina con el rey Ricardo por los suelos. Éste, admirado por el coraje de ambos, les invita a soltar un speech de lo más guay sobre las bondades y maldades de la campaña militar en marcha, y acaban en un cepo de prisioneros del que se evaden para darse con la noticia de la muerte del rey y con una emboscada en la que los malos, franceses por supuesto, matan a quienes llevan la corona inglesa a Londres para que se la ciña su sucesor, Juan. Los fugitivos se hacen pasar por la escolta y llegan a Inglaterra, pero Robin, tan bueno él, va a cumplir la promesa del jefe de escolta de llevar su espada a su padre (Von Sydow) y, una vez en su casa, llega a un pacto por el cual él se hará pasar por su hijo y por esposo de Marian (Cate Blanchett, demasiado crecidita para su papel, aquí de viuda y no de doncella) para que el nuevo rey no les quite sus tierras. Que mola un pegote.

Para que nadie piense que es que tenemos manía al bueno de Ridley, repasaremos sucintamente las virtudes más sobresalientes del filme: estupenda puesta en escena, enorme trabajo de producción para conseguir una ambientación magnífica, una excelente partitura musical que no huye de los modos y maneras de la propia época, un par de escenas bien construidas y mejor resueltas (porque Scott, a diferencia de su hermano Tony, no es un incompetente audiovisual), la belleza de algunas de las localizaciones escogidas para el rodaje, y dos personajes que por solidez e interpretación (Max Von Sydow y Eillen Atkins) dan algo de empaque a este desbarajuste. Además, cabe citar el mérito de director y guionistas que, a pesar de rebajar notablemente el contenido violento y peyorativo del protagonista, inicialmente presentado como forajido despiadado y cruel y con cada pase de vista, endulzado, edulcorado y metasexualizado, intenta dar un aire nuevo (que resulta ser viejo, como ya se dirá) al personaje de Ricardo Corazón de León, ni tan bueno, ni tan león, más bien tirando a hijoputa (senda abierta por Richard Lester y Richard Harris en el clásico mencionado anteriormente de 1976 y resuelto de manera más coherente y acertada). Y por último, y no es poco en los tiempos que corren, mucho menos si de Scott hablamos (defecto que sepulta Gladiator en la nada absoluta pese a su pretenciosidad formal), la borrachera de ordenador y efectos digitales esta vez es bastante discreta y no estropea los fotogramas. Continuar leyendo «La tienda de los horrores – Robin Hood»

Crímenes en plena Guerra Fría: Gorky Park

Renko (William Hurt) es un oficial de la policía de Moscú con no demasiada buena reputación. Como hijo de un general de prestigio, se esperaba de él que fuera un modelo de conducta comunista y que sirviera a los intereses del partido y del país. Sin embargo, su carácter difícil, su poca adaptabilidad a la disciplina y a las «recomendaciones» de sus superiores y su desencanto con el país en el que vive hacen que permanezca en su comisaría resolviendo casos criminales de poca trascendencia en comparación con las grandes cuestiones políticas y militares del régimen. Con todo, gracias a su olfato como investigador y a su alto porcentaje de casos resueltos se ha convertido en una pieza respetable dentro del organigrama policial de la ciudad, lo cual le permite gestionar sus asuntos con cierta autonomía. Al menos hasta que una mañana aparecen tres cuerpos horriblemente mutilados y desfigurados en el famoso parque Gorky. A la dificultad de las labores de identificación de unos cuerpos que carecen de documentación y a los que se ha librado de aquellos rasgos que la permitirían o acelerarían, hay que añadir la desconcertante aparición de algunos restos de productos químicos y de polvo de oro, y también las súbitas y repentinas dificultades burocráticas que se derivan de la presencia de altos jerarcas del KGB, con los que Renko mantuvo rencillas pasadas, durante la inspección ocular que realizan los policías del lugar donde se encuentran los cuerpos. Renko comienza a percibir que hay algo importante, relacionado con aspectos políticos incluso internacionales, tras la brutal muerte de tres individuos que él sospecha extranjeros, occidentales para más inri, y que altos mandos de la policía y el servicio secreto soviéticos pretenden ocultar. En su investigación cuenta, sin embargo, con el respaldo del oficial superior (Ian Bannen), gracias al cual conoce a un americano (Lee Marvin) que le puede abrir las puertas del ambiente en el que parecían moverse los asesinados, en el que destaca la presencia de una joven estudiante amiga de ellos (Joanna Pacula).

El director de cine y televisión Michael Apted (Gorilas en la niebla, Acción judicial, Nell, Al cruzar el límite o El mundo nunca es suficiente) adaptó en 1983 la novela de Martin Cruz Smith, un best-seller con una mezcla de intriga, amor y espionaje en plena Guerra Fría, para ofrecernos la que, probablemente, es la mejor película de una carrera por otra parte no muy destacable. La película, quizá algo pasada de minutaje (poco más de dos horas) se abre con el acertado planteamiento del enigma policial y un adecuado manejo de los tiempos narrativos y del suspense, tanto en la presentación de los hechos como en la caracterización de personajes y el establecimiento de situaciones. Aunque en algunos aspectos de la trama los avances investigadores estén un tanto cogidos por los pelos (la recreación facial de los asesinados en moldes escultóricos a partir de los escasos restos en buen estado), los distintos elementos que van añadiéndose para tejer la enrevesada red de confusiones, equívocos, engaños y corruptelas en la que Renko va internándose, permiten disfrutar de una intriga interesante y, para el espectador occidental de los ochenta, habituado a imaginar lo que ocurría tras el telón de acero pero casi siempre sin verlo, incluso «exótica». Continuar leyendo «Crímenes en plena Guerra Fría: Gorky Park»

Música para una banda sonora vital – Smoke

Aprovechando la música de Jerry García, versión de Smoke gets in your eyes de The Platters que se contiene en la banda sonora de la película, os invitamos, queridos escalones, al evento que tendrá lugar este próximo martes 26 de enero en el Forum de FNAC Zaragoza-Plaza de España con la participación de un servidor.

LIBROS FILMADOS: SMOKE
26/01/10. 18:00 h. (proyección) y 20:00 h. (coloquio)

Organizado por la Asociación Aragonesa de Escritores y coordinado por Alfredo Moreno, inauguramos con esta sesión otro ciclo de sesiones donde cine y literatura se dan la mano. Después de la proyección de cada película se abrirá un coloquio sobre la obra literaria original y su adaptación cinematográfica. Comenzamos con Smoke, un brillante ejercicio de Wayne Wang en la dirección de actores y puesta en escena apoyado por el soberbio guión de Paul Auster a su vez basado en el relato “Cuento de Navidad” de A. Wren. Se trata de una interacción de personajes y vidas cotidianas de barrio, un rompecabezas emocional que se refleja metafóricamente en la colección fotográfica que a diario alimenta el personaje central, dueño del estanco, transformándose ésta en el compendio de proyectos, ilusiones y decepciones de todos los que por allí transitan.

Puro cine negro en los ochenta: Fuego en el cuerpo

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El húmedo calor del golfo de Florida hace que la ropa se adhiera al cuerpo como una segunda piel, una agobiante capa que limita los movimientos, que convierte cada intento de desplazarse, adelantar una pierna o levantar un brazo en un lánguido y mojado esfuerzo por superar la perezosa quietud a la que obliga la crueldad de los rayos del sol y la ausencia de brisa, pero que permite que los más bajos instintos se cuelen a través de las fibras y los pliegues del algodón mientras que empapa de sudor los pensamientos, las intenciones y, sobre todo, los deseos. Cuando los cuerpos se liberan de esa cárcel, cuando por fin con las últimas horas del día la brisa de los Cayos y los suaves vientos del Caribe logran abrirse paso entre las palmeras a través de las ventanas, los deseos vuelven a ser libres para imponer sus dictados. Y entonces, todo es posible. Así, Ned Racine (William Hurt, en su tercera película), un abogado de dudosa fama, se siente irremisiblemente atraído por los encantos y el sensual magnetismo de Matty (Kathleen Turner, en su debut ante la pantalla, apenas unos pocos años antes de que su incipiente carrera se viera cada vez más devaluada hasta el punto de limitarse a «engordar como una cerda», en palabras de Javier Gurruchaga en un programa televisivo en que coincidieron…), la esposa de un rico hombre de negocios (Richard Crenna) que ha labrado su enorme fortuna en asuntos algo turbios. Ned, cuyos días transcurren entre el trabajo, en el que no goza precisamente de buena reputación, aventuras ocasionales con camareras, enfermeras y azafatas, y la amistad de un fiscal del distrito (Ted Danson, el camarero de la serie Cheers) y un policía (J.A. Preston), se obsesiona hasta tal punto con esa mujer que discurre un plan para acabar con la vida del marido y que ambos amantes puedan así disfrutar de la cuantiosa herencia. Con ayuda de un ex-convicto al que consiguió sacar de la cárcel (Mickey Rourke), Ned elabora un meticuloso ardid para conseguir que las sospechas del evidente asesinato recaigan en los socios del marido, y no en su «desconsolada» viuda. Pero no cuenta con la ambición y la falta de escrúpulos de Matty…

Lawrence Kasdan, director que ha bebido de diferentes fuentes clásicas para construir la decena de títulos que constituyen su filmografía (con películas dignas pero que, por alguna razón, no terminan de ser redondas, casi siempre faltas de garra o entregadas a una comercialidad o a un sentimentalismo excesivo), consigue aquí, en su primer largometraje, su mejor película recuperando las mejores esencias del clásico cine negro de los treinta y cuarenta y añadiéndole un barniz de erotismo que, por razones de censura, este género casi nunca pudo mostrar explícitamente, gracias a lo cual, la verdad sea dicha, los guiones del mejor cine negro siempre se enriquecieron con la gran carga de ironías, sugerencias e intenciones veladas que se escondían en la mayor parte de diálogos y situaciones aparentemente banales y que forman parte consustancial del género. Tenemos todos los elementos: un crimen, una mujer fatal (estupenda como nunca Turner, muy desenvuelta en un dificilísimo papel para un debut) que esconde más cartas de las que muestra, una víctima propiciatoria para sus manejos, un sabueso que no se deja engañar, y una serie de trucos, giros y sorpresas que terminan llevando la historia hacia donde no parecía. Continuar leyendo «Puro cine negro en los ochenta: Fuego en el cuerpo»