Exaltación alcohólica: La cena de los acusados (The Thin Man, W. S. Van Dyke, 1934)

The Thin Man' Review: 1934 Movie – The Hollywood Reporter

Entre 1934 y 1947, William Powell (Nick Charles), Myrna Loy (Nora Charles) y el Fox Terrier Skippy (Asta) protagonizaron seis películas de la serie «El hombre delgado», basada en las novelas de Dashiell Hammett, las cuatro primeras dirigidas asimismo por W. S. Van Dyke. Características de estas películas son su tono ligero y amable, a pesar de tratar, a menudo de truculentos crímenes, su lenguaje mordaz y sus ácidos y rápidos diálogos, la excepcional química entre su trío protagonista y, tratándose de obras de Hammett, y sobre todo en esta primera y celebrada entrega, la presencia constante del alcohol como estimulante, fuente de diversión y compañía continua, a cualquier hora y en cualquier situación. Prácticamente no hay una toma en que Powell no tenga en la mano una copa, en que no la pida o en que, buscando un momento de lucidez deductiva, no se la prepare. La bebida es protagonista o está presente en casi todas las secuencias, y en las que no, tarde o temprano termina por aparecer en los diálogos. Esta primera película se filma en el año de plena entrada en vigor del Código de Producción, por lo que esta dependencia alcohólica de la puesta en escena y de muchos, muchísimos de los diálogos se vería suavizada, incluso postergada, en títulos posteriores de la serie, mientras que los aspectos criminales y los cómicos irían adquiriendo mayor protagonismo, entrelazados o en solitario. Todo ello sin olvidar que Nick Charles es, en el fondo y primordialmente, un detective que, en la línea clásica de la novela negra de su autor y, trasladado al cine, en plena resaca de la Gran Depresión de 1929, resuelve problemáticos y complicadísimos rompecabezas delictivos que despistan a la policía y que desconciertan y angustian al resto de los personajes, y lo hace siempre en un clima de suave comedia con tintes screwball y en un clima en que lo liviano de las relaciones entre la alta sociedad predomina sobre las posibilidades del argumento más próximas al noir, conformando un entretenimiento inteligente y amable, más que sangriento o crítico.

Otra característica de estas películas es lo enrevesado de la trama criminal. En este caso, Dorothy Wynant (Maureen O’Sullivan) pide la ayuda de Nick, de visita en Nueva York, para que encuentre a su padre (Edward Ellis), un famoso científico ocupado en enigmáticos experimentos que semanas atrás partió a un viaje del que no reveló objeto ni destino ni siquiera a su abogado MacCaulay (Porter Hall) o a sus colaboradores más próximos, y que ha desaparecido pese a que prometió regresar a tiempo de la boda de ella con su prometido, Tommy (Henry Wadsworth). Wynant soporta estoicamente y con bastante mal genio las exigencias económicas de su amante, Julia (Natalie Moorhead), y de su exesposa Mimi (Minna Gombell), la madre de Dorothy y de fatuo y repelente hermano Gilbert (William Henry), que a su vez se ha casado (o eso cree ella) con una especie de Latin lover, Chris (César Romero). Pero, a través de Julia, mujer de dudosa moralidad y aún más dudoso comportamiento, Wynant también mantiene contacto con oscuros elementos del hampa neoyorquino, Morelli (Edward Brophy) y Nunheim (Harold Huber). A la misteriosa desaparición de Wynant le suceden varios asesinatos de los que se convierte en máximo sospechoso, y en los que el chantaje y la posesión de unos bonos por valor de cincuenta mil dólares parecen desempeñar un papel crucial. Una complicada madeja llena de resortes y puntos oscuros de la que Nick se niega a ocuparse, dedicado como está a vivir de las rentas que le proporciona su matrimonio, a pesar de que el resto de los personajes da por hecho de que se está encargando del caso de incógnito, y que termina por resolver de manera indirecta, casi como producto de la inercia más que por interés real. El título español se explica por la conclusión, en la que Nick reúne en la suite de su hotel neoyorquino a todos los sospechosos (vivos) a fin de, como en una narración de Agatha Christie, la interacción entre ellos termine revelando datos o despertando comportamientos que arrojen luz sobre el enigmático caso.

Y aunque todos los personajes se lo toman muy en serio, puesto que les va la cárcel o quien sabe si también la vida en ello, para Nick se diría que se trata de un mero pasatiempo, de una molestia de la que quiere deshacerse con rapidez para continuar con su apacible vida de holgazán burgués pero que termina convirtiéndose en un divertimento de salón. Su conducta alegre y frívola choca con lo dramático y sangriento de la naturaleza del caso, y el alcohol, en todas sus versiones, dimensiones y cantidades parece funcionar como la gasolina que mueve la materia gris del detective. Así, los aspectos más luctuosos (el cadáver descubierto enterrado en el laboratorio del científico, por ejemplo) se subordinan a la acción y los diálogos chispeantes y repletos de alusiones chuscas, dobles sentidos y juegos de ingenio humorístico, y hasta las ocasionales secuencias de acción (el tiroteo dentro del dormitorio de la suite, por ejemplo, y el momento en que Nick noquea involuntariamente a Nora de un derechazo) conllevan un desarrollo más propio de la screwball comedy que del cine criminal. El complemento fundamental, tanto de la investigación detectivesca como de los instantes de humor lo proporciona Asta, que, como Nora, sirve de contrapunto al personaje de Nick y también de ayudante más o menos involuntario y azaroso para sus deducciones.

Se trata, en suma, de una agradable comedia de crímenes en la que el tono afable y suave no obstan a la presencia de unas cuantas secuencias de mérito y a unas interpretaciones principales sobresalientes, en particular el vertiginoso y constante duelo de esgrima verbal y mímica entre Powell y Loy. La complicada coreografía de las secuencias de grupo (la concurrida fiesta inicial en la suite del hotel, el desenlace final durante la cena de sospechosos) a buen seguro inclinaron la balanza de la Academia de Hollywood para la nominación al Oscar a mejor película y la de mejor director para W. S. Van Dyke, de igual modo que el entretejido argumental escrito por Albert Hackett y Frances Goodrich a partir de la novela de Hammett le valieron la nominación al mejor guion y la magnífica, tan socarrona como divertida labor de William Powell obtuvo la de mejor actor. La película no ganó ninguno de los premios a los que aspiraba, pero queda como un referente ineludible de esas sofisticadas producciones repletas de lujo, humor y encanto de las que Metro-Goldwyn-Mayer fue una referencia durante la edad de oro de Hollywood.

Mis escenas favoritas: Ziegfield Follies (1945)

En este musical surgido de la unidad de Arthur Freed en la Metro-Goldwyn-Mayer y construido a base de fragmentos dirigidos por Vincente Minnelli, Lemuel Ayers, Roy Del Ruth, Robert Lewis, George Sidney, Merrill Pye y Charles Walters, con la participación de estrellas del estudio como William Powell, Judy Garland, Lucille Ball, Esther Williams, Hume Cronyn o Keenan Wynn, tiene lugar el memorable momento de ver a Fred Astaire y Gene Kelly compartiendo por primera y única vez coreografía en la pantalla. Impagable instante protagonizado por los dos grandes colosos del musical americano.

 

Cine de verano: La última orden (The Last Command, Josef von Sternberg, 1928)

Inspirada supuestamente en un hecho real dado a conocer por el cineasta Ernst Lubitsch, escrita por John F. Goodrich y Herman J. Mankiewicz a partir de la historia trazada por Lajos Biro y el propio Sternberg, La última orden es una de las grandes obras maestras del director vienés. Protagonizada por el legendario Emil Jannigs, cuya interpretación fue una de las que le valieron el primer Oscar de la Academia al mejor actor en 1927 (en aquel tiempo no se concedía el premio por una interpretación concreta, sino que podía considerarse un galardón a una trayectoria, a la relevancia del intérprete en el mundo del cine, o a la labor continuada en una serie de excelentes papeles), cuenta la historia de un  antiguo aristócrata zarista que, exiliado y arruinado tras la Revolución Soviética, acaba recalando en Hollywood y trabajando como extra en una película que narra los convulsos días de la Revolución de 1917. En ella debe encarnar a un personaje cuyas peripecias son idénticas a las que él vivió, extraña e insólita situación que hace que afloren a su memoria los recuerdos del pasado y que, en cierto modo, la vida le regale una nueva oportunidad para corregir sus errores y recuperar el pasado.

El desgarrado patetismo de este planteamiento sería reproducido por el propio Jannigs cuando, invadida Alemania por los aliados al final de la Segunda Guerra Mundial, saliera a la calle entre los escombros y las ruinas blandiendo el Oscar recibido años antes para mostrar su carácter inofensivo y su amistad a las tropas norteamericanas.

El placer del entretenimiento inteligente: The thin man

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NICK: Recibí dos balazos en el Tribune.

NORA: He leído que te disparó cinco veces en los tabloides.

NICK: No es verdad. No se acercó a mis tabloides.

La película de W. S. Van Dyke titulada en España La cena de los acusados, rodada en 1934, supone el éxito del humor inteligente, ágil, de los diálogos afilados, irónicos, agudos y vertiginosos, es una orgía constante de ingenio. Poca importancia tiene que la premisa sea una novela de Dashiell Hammett basada en su propia relación con la escritora Lillian Hellman, que la trama sea confusa, sin sentido, enrevesada hasta decir basta, porque lo verdaderamente interesante es el combate de inteligencias y la acidez de las situaciones y diálogos de esta estupenda película de entretenimiento.
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